La caja de plomo reposaba en el centro de una mesa, cerrada, con los sellos intactos.
Unas horas antes habían intentado matarlos; ahora, con un montón de preguntas para las que no tenían más que suposiciones, observaban en silencio el arcón de plomo. Ya estaban en Madrid, en el hotel, a cientos de kilómetros de lo ocurrido esa misma mañana; la inquietud, no obstante, seguía presente.
—¡Ya está bien, no podemos seguir así, mirando como pasmarotes el cofre como si dentro estuviesen esos dos tipos! —se quejó Spyros—. ¡Están muertos! Iban a matarnos, Sara, ¿no lo entiendes? ¿Acaso no viste cómo uno de ellos te apuntaba a la cabeza? Te habría disparado y después nos habría matado a Yorgos y a mí. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que me quedara cruzado de brazos mientras te descerrajaba un tiro en la frente? Hice lo que debía hacer. Sus vidas o las nuestras.
—Nadie te culpa de nada, Spyros, pero debes entenderme. Yo no tengo tu fortaleza de ánimo y esto me está desbordando.
—¿Y crees que a mí no? Por ahí fuera hay fuerzas muy poderosas que andan buscando nuestras cabezas, pero no podemos acobardarnos. Si hemos llegado hasta aquí, debemos continuar; ahí dentro, en ese cofre —señaló al arcón— es muy probable que esté lo que buscábamos. Así que lo mejor que podemos hacer es abrirlo de una puñetera vez para ver qué contiene. Tal vez eso nos anime un poco, que buena falta nos hace.
Yorgos, recostado sobre uno de los sillones de la habitación, jugueteaba con el mando de la televisión. Era evidente que se sentía preocupado. Pulsó uno de los botones y el televisor se puso en marcha; luego se dedicó a cambiar de un canal a otro sin prestar atención a lo que aparecía en la pantalla. El sonido proveniente del aparato hizo que Sara y Spyros se volviesen a mirar. En ese instante, la figura del presentador de un informativo daba una noticia: «Día trágico en Jaca…». Yorgos cambió de canal.
—¡Espera, espera, Yorgos! —pidió Sara—. Vuelve atrás, al otro canal. ¡Callaos un momento!
—Hoy, la apacible comarca oscense de la Jacetania se ha visto conmocionada por cuatro muertes —continuó diciendo el presentador—. Dos personas han sido asesinadas a tiros cerca de Jaca y otras dos han fallecido en un mortal accidente de carretera cuando, al parecer, volvían del monasterio de San Juan de la Peña. Los cuatro eran varones extranjeros. Conectamos con nuestra compañera en Jaca para que nos dé detalles de estos sucesos. Buenas noches, Beatriz. ¿Qué puedes contarnos de lo ocurrido?
—Hola, buenas noches. Efectivamente, cuatro personas han muerto hoy en dos sucesos diferentes en el lapso de apenas seis horas, según los forenses. El primero es un doble crimen. Las víctimas son dos hombres de la Europa del Este con un amplio historial delictivo, según nos ha comunicado la policía. Los cuerpos se encontraban acribillados a balazos dentro de un coche aparcado muy cerca de un club de carretera, en las afueras de Jaca. Una de las mujeres que ejercen la prostitución en el local fue la que descubrió el vehículo con los cadáveres en el interior. Los muertos son dos hombres, Hekuran K., de 35 años, nacido en Shkoder (Albania), y Sefcet H., de 30, natural de Kosovo. Ambos estaban reclamados por la Interpol acusados de asesinato, tráfico de estupefacientes, extorsión, robo a mano armada y agresión. Todo apunta a que se trata de un ajuste de cuentas entre delincuentes, posiblemente por algún asunto relacionado con drogas, aunque la policía no descarta ninguna hipótesis.
»Más claro parece el otro suceso, en el que han muerto dos ciudadanos israelíes, parece que turistas, que viajaban en una moto. En opinión de los peritos, el conductor debió de perder el control del vehículo en una de las numerosas curvas de esta abrupta zona y se despeñaron desde una altura de más de treinta metros. Murieron en el acto. Es muy probable que volvieran del monasterio románico de San Juan de la Peña, lugar de visita obligada para los turistas. Los fallecidos se llamaban Moshé bar Hezekiah, de 34 años, y Shamir Abramstein, de 31. Y esto es todo desde la sobrecogida ciudad de Jaca.
—Gracias, Beatriz. Pasamos ahora a otro asunto. Las fuerzas…
Sara apagó el televisor y permaneció callada unos instantes, callada y con la mirada fija en la pantalla oscura del aparato.
—Supongo que no lo habéis entendido —dijo al cabo.
—¿Dos israelíes y dos individuos de Europa del Este? —dijo Spyros cuando Sara les tradujo la información—. ¿Muertos en el mismo día?
—Sí —confirmó Sara—, y dos de ellos viajaban en una moto que se despeñó en la carretera que va desde el monasterio de San Juan de la Peña a Santa Cruz de la Serós —recalcó.
—Esto no me huele bien. Los dos inocentes turistas israelíes seguro que son sicarios de los Siervos del Tabernáculo, lo que significa que nos han seguido hasta España, y los otros dos individuos no me dejan ninguna duda: son albanokosovares contratados por Natán, como los de Sotogrande. Y no creo equivocarme si os digo que los israelíes dieron el pasaporte para el más allá a los albanokosovares, a los que debían de estar vigilando, lo mismo que a nosotros, solo que con nosotros les salió mal la jugada. Esto se está poniendo muy feo; ya hay demasiados muertos.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Sara.
—Por lo pronto, buscar ayuda.
—¿Ayuda? ¿Quién nos va a ayudar si no conocemos a nadie? —comentó Yorgos, escéptico.
—Siempre hay alguien —respondió Spyros. Sacó el teléfono móvil y marcó un número. Esperó unos segundos hasta que alguien respondió—. Hola, soy Spyros. Perdona que te moleste de nuevo, pero me temo que vamos a necesitar que nos eches una mano. ¿Has escuchado las noticias?
—…
—Entonces ya sabes que nos encontramos en una situación algo… apurada y que un poco de ayuda no nos vendría mal. ¿Podrás hacerlo?
Spyros guardó silencio. Sara y Yorgos lo miraban expectantes.
—…
—Sí, en el mismo hotel. De acuerdo, no nos moveremos de aquí. Gracias —se despidió y cortó la llamada.
—¿Con quién hablabas? —preguntó Sara.
—Con Francis. Mañana llegará Juan Villena. Lo acompaña otro amigo, Jaime Garcimartín, un expolicía experto en seguridad. Nos va a venir muy bien su ayuda, pero mientras tanto no estaría de más que pidiésemos al servicio de habitaciones algo de comer y después, si no os parece mal, podíamos abrir la caja de plomo. Creo que ya va siendo hora de saber qué diablos es lo que esconde.
* * *
—Yorgos, te toca hacer los honores —dijo Spyros—. Ábrela y veamos qué sorpresa nos depara.
Yorgos raspó con una navaja la resina que sellaba las juntas; después quitó los clavos y retiró con cuidado las planchas de plomo: un arcón de madera con herrajes de hierro quedó al descubierto. Tomó la llave y observó durante unos instantes los signos grabados en el anillo, los que los habían conducido hasta la caja de plomo cuyos sellos protectores acababa de romper. Después la introdujo en la cerradura del arcón, presionó con cuidado, el paletón encajó correctamente y dio una vuelta. Se detuvo, aspiró hondo y volvió a girar la llave, que dio otra vuelta hasta que se oyó un ¡clic! que indicaba que había llegado al final del recorrido.
Se miraron unos a otros sin que ninguno se atreviese a levantar la tapa del arcón, como si de él emanara una extraña fuerza mágica que les impidiera hacerlo.
—Ahora te toca a ti —invitó Yorgos a Sara.
Las manos de Sara se acercaron temerosas al cofre, asieron la tapa y comenzaron a subirla lentamente. Al cabo de unos segundos que parecieron eternos, el contenido quedó al descubierto. Tres pares de ojos clavaron la mirada en el interior, al tiempo que en los rostros aparecía una expresión mezcla de decepción y sorpresa al ver lo que el arca había guardado durante quinientos años.
—¿Y a esto es a lo que hemos estado llamando tesoro? —comentó Spyros con desencanto—. ¿Para esto nos hemos jugado el tipo y hemos dejado seis muertos detrás?
Yorgos, visiblemente contrariado, sacó el contenido y lo colocó junto al cofre. De pronto, Sara dio un grito:
—¡Cuidado!
Uno de los objetos, golpeado involuntariamente por Yorgos, rodó sobre la mesa y se precipitó contra el suelo. Los trozos de arcilla se esparcieron a causa del golpe.