Empezaba a clarear cuando salieron del hotel. Las primeras luces mostraban a lo lejos los perfiles inconfundibles de las cumbres montañosas, veladas a esas tempranas horas por una sutil bruma; poco a poco, a medida que el día avanzara, alcanzarían el tono verdiazul característico de las cimas y laderas pirenaicas.
La mañana era fresca y agradable; se anunciaba una jornada clara y de temperatura suave, como la anterior.
El trayecto desde Jaca a Santa Cruz de la Serós lo hicieron animados por la perspectiva de llegar por fin al término de la búsqueda. Ninguno de los tres reparó en la moto que circulaba tras ellos; la ocupaban dos individuos y seguía su mismo camino.
El asfalto estaba resbaladizo a causa del relente nocturno. Lo umbrío de la zona contribuía a mantener la humedad hasta bien entrado el día, por lo que Spyros conducía con prudencia por la estrecha carretera que subía desde Santa Cruz hasta el monasterio de San Juan de la Peña.
Dejaron el coche discretamente aparcado en un lugar donde no llamase mucho la atención y se dirigieron a la cueva de Santa María de Gótolas con un par de bolsas. Minutos después llegó la moto. Los ocupantes se quitaron los cascos y los rostros de Moshé bar Hezekiah y Shamir Abramstein quedaron al descubierto.
Ocultaron la moto y se adentraron con cautela por la misma senda que, momentos antes, habían seguido los griegos. Cuando los divisaron volvieron sobre sus pasos y aguardaron escondidos. En las inmediaciones no había nadie.
* * *
Marcaron las distancias con el medidor láser hasta situar con cierta aproximación el lugar en el que, supuestamente, se encontraba el tesoro: 20,072 metros desde el interior de la cueva hacia el sur y 81,832 metros a la derecha sobre la ladera del barranco. En previsión de que a causa del tiempo transcurrido hubiese cambiado la configuración del terreno, lo cual era casi seguro, tomaron como centro el punto de convergencia de las coordenadas y delimitaron un cuadrado de unos siete metros de lado por el que comenzarían a rastrear con el detector. En principio, si los cálculos no estaban equivocados, dentro de esa superficie debería encontrarse aquello tras cuyo rastro habían llegado hasta allí, hasta la misma cordillera pirenaica, un viaje no exento de problemas y dificultades cuyo desenlace parecía estar muy cerca.
La ladera del barranco era bastante pendiente y el matorral y los árboles que la poblaban dificultaban la búsqueda, por lo que debían moverse con cuidado para no resbalar por el talud.
Había transcurrido casi una hora cuando un pitido intermitente y prolongado reveló la presencia de algo metálico bajo la tierra. La pantalla del detector mostró un volumen impreciso que Yorgos transformó con el ordenador en una figura tridimensional de apariencia cúbica.
—¡Mirad! —exclamó—. Es una especie de caja y parece que dentro hay algo. Está como a metro y medio de profundidad. Cavemos aquí.
Spyros y Yorgos ahondaron con cuidado con una pala de mango corto, dejando a un lado toda la tierra que iban extrayendo para tapar más tarde el hoyo. El terreno no era duro y eso facilitó la excavación. Al cabo de un rato, la pala golpeó algo.
—Puede que sea una piedra, pero id con cuidado por si acaso —advirtió Sara.
Spyros comenzó a apartar la tierra y al poco quedó al descubierto una superficie negra y plana.
—Pizarra —afirmó.
Hizo palanca con la pala y logró levantar una lancha. Al hacerlo vio que debajo había otra. Repitió la operación, extrajo la segunda y observó sorprendido que ambas servían para techar un hueco de paredes formadas por dobles lajas de pizarra. En el centro del hueco había una especie de arcón. Los tres contuvieron la respiración. Spyros metió las manos por los laterales y tiró de él con sumo cuidado. Pesaba bastante. Cuando estuvo fuera, Yorgos le quitó la tierra que lo cubría. Fue entonces cuando descubrieron que el arcón estaba formado por planchas de plomo claveteadas y con las juntas selladas con una gruesa capa hecha con una mezcla de cera y resina.
—Tapemos el hoyo y recojámoslo todo —dijo Sara—. Nuestro trabajo aquí ha terminado.
Apisonaron bien y disimularon con ramas y arbustos la tierra revuelta. Si quedaba alguna huella de la excavación, desaparecería con las primeras lluvias.
Spyros ocultó el arcón en una de las bolsas y se la echó al hombro; mientras, Yorgos desmontó el detector y lo guardó junto con la pala en la otra. Sara cogió el ordenador, lo introdujo en su funda y se lo colgó en bandolera. Subieron con cuidado los metros de ladera que los separaban de la vereda que bordeaba el barranco y emprendieron el camino de vuelta.
* * *
—Ahora es el momento. Vamos a por ellos.
Moshé bar Hezequiah sacó la pistola y le colocó el silenciador. Shamir Abramstein lo imitó. Abandonaron el lugar en que se habían ocultado y fueron al encuentro de Sara, Yorgos y Spyros, quienes, ajenos a la presencia de los sicarios de los Siervos, avanzaban confiados en busca del coche.
De pronto se oyó ruido de voces.
—¿Estás segura de que es por aquí? —preguntó alguien.
—Sí, ya estamos cerca —respondió una voz de mujer.
—¡Maldita sea! —exclamó Moshé—. Viene gente, guarda la pistola.
Un grupo de seis personas, tres mujeres y tres hombres, avanzaba por el camino que conducía a la cueva de Santa María de Gótolas.
—No podemos hacerlo aquí —dijo Shamir en voz baja—. Volvamos al monasterio.
Caminaron con aparente tranquilidad para no levantar sospechas, pero apenas se cruzaron con el grupo de turistas y lo rebasaron, aceleraron el paso. Era importante llegar a la explanada del monasterio con tiempo suficiente para ocultarse. Buscaron un lugar desde el que vigilar el coche sin ser vistos.
Al poco llegaron Sara, Yorgos y Spyros. Abrieron el maletero del vehículo y guardaron la bolsa que contenía el detector y la pala. El ordenador y la bolsa con el arcón de plomo los colocaron en el asiento trasero, donde se sentó Sara.
No parecía que hubiese nadie en los alrededores, pero dos pares de ojos vigilaban cada uno de sus movimientos.
El vehículo arrancó. Cuando se perdió de vista tras la primera curva de la carretera que bajaba hasta Santa Cruz de la Serós, Moshé y Shamir salieron al descubierto y montaron en la moto.
—¿Qué creéis que puede haber aquí dentro? —preguntó Sara—. ¿No será una nueva pista?
—No lo creo —respondió Yorgos—. Si he aprendido a interpretar correctamente la manera de pensar del autor del pergamino, estoy convencido de que dentro está lo que buscamos.
—Lo han protegido muy bien —intervino Spyros, que conducía atento a las muchas curvas de la carretera, cuyo lateral se precipitaba en una vertiente inclinada y profunda de muchos metros.
En ese momento, la moto que había salido tras ellos los alcanzó y se colocó a un costado del coche. El hombre que iba sentado detrás, cubierto como el conductor con un casco que le ocultaba la cara, les hizo señas para que se detuviesen, pero Spyros intuyó algo extraño en aquello y aceleró. Los motoristas hicieron lo mismo y volvieron a instarlos a que se pararan. Yorgos miró a Spyros y la expresión que vio en su rostro le hizo pensar que algo no iba bien. En ese momento, Sara gritó:
—¡Lleva una pistola, Spyros, el de atrás lleva una pistola!
Bajo la cazadora del individuo asomaba una culata.
—¡Acelera, Spyros, acelera! —exclamó Yorgos.
Los motoristas se dieron cuenta de sus intenciones. Sara vio horrorizada cómo el acompañante sacaba una pistola con silenciador y la apuntaba a ella como una advertencia para que se detuvieran, pero no le dio tiempo a más: Spyros giró el volante con violencia y golpeó a la moto, que comenzó a dar bandazos sobre el asfalto. El conductor trató de dominarla, aunque la velocidad y la humedad de la calzada impidieron que pudiera hacerse con el control. Luchó desesperadamente para mantener el equilibrio de la máquina, pero la carretera cambió de dirección en una cerrada curva de pronunciada pendiente, resbaladiza a causa de lo umbrío de la zona: la moto y sus dos ocupantes volaron materialmente sobre el despeñadero y cayeron por el precipicio. Spyros detuvo el coche y bajaron los tres. Se asomaron al borde del talud. Al fondo estaba la moto envuelta en llamas; a su lado, el cuerpo inerte de uno de los motoristas en una actitud grotesca, como si todos los huesos de su cuerpo se hubiesen descoyuntado. El otro estaba un poco más arriba, con la espalda ensangrentada, por la que asomaba algo puntiagudo: una rama seca le había atravesado el pecho como si fuese una lanza.
—¿Quiénes eran esos? —preguntó Sara, bastante nerviosa.
—No lo sé —fue la escueta respuesta de Spyros—. Vámonos de aquí.
—Habrá que avisar a la policía —objetó Sara.
—¿Avisar a la policía? —replicó Spyros—. ¡Esos tipos, hermanita, están muertos, querían matarnos y ahora están muertos, no podemos hacer nada por ellos! Si avisamos a la policía, lo único que conseguiremos es tener problemas. Ya os dije que tenía la sensación de que nos vigilaban, pero no podía imaginar que fuese a ocurrir esto. No tengo la menor idea de quiénes son esos individuos, aunque no me extrañaría que fuesen sicarios pagados por Natán. Lo mejor que podemos hacer es volver a Jaca, hacer las maletas, pagar el hotel como si no ocurriese nada y largarnos. Esto puede ponerse muy feo para nosotros, así que vámonos ya antes de que aparezca alguien —dijo con firmeza.
—¡Esto es una locura, Spyros! ¡Ahí abajo hay dos personas muertas! —exclamó Sara.
—¡Sí, es una locura, pero ya no hay vuelta atrás! ¡Y esos dos tipos que están en el barranco venían a por nosotros, Sara, venían a matarnos, y si no hubiese hecho lo que hice ahora seríamos nosotros los que estaríamos tirados en la cuneta con un tiro en la cabeza!
—Pero, ¿por qué querían matarnos? ¿Por qué?
—¡Por el arcón de plomo! —sentenció Spyros—. Vámonos, Sara, es lo mejor que podemos hacer —le dijo con afecto.
—Sara, cariño, Spyros tiene razón, eran ellos o nosotros —terció Yorgos—. Sé que estás asustada, yo también lo estoy, los tres lo estamos, pero ya hemos llegado demasiado lejos para volver. Tenemos que seguir adelante y para hacerlo debemos irnos de aquí antes de que sea demasiado tarde y tengamos que lamentarlo.
Le pasó un brazo por el hombro y la llevó hasta el coche.
—¿Cómo va a terminar esto? —le preguntó Sara.
—No lo sé.
—Tengo mucho miedo.
Spyros se acercó a ella y la besó en la frente.
—Vámonos —le dijo.