Oculta tras la desvencijada puerta de madera de la cueva, Sara observaba con atención para advertir sobre la posible presencia de gente en el exterior. En el fondo, de pie delante del hueco por el que se filtraba el aire, Spyros manipulaba un detector de metales conectado a un pequeño ordenador portátil que Yorgos, sentado en el suelo, sostenía sobre las piernas.
—¿Lo tienes? —preguntó Spyros.
—Un momento, enseguida estará listo —respondió Yorgos mientras tecleaba unas órdenes—. Ya está, podemos empezar.
Spyros se puso unos cascos y comenzó a mover el plato en sentido horizontal por la base de la pared. Poco a poco fue subiendo el aparato por la superficie rocosa para que no quedase ningún trozo de superficie fuera del barrido del detector. Cuando llegó a la altura de la pequeña chimenea por la que salía la corriente de aire se detuvo un instante e introdujo el brazo en la oquedad para no dejar pasar por alto ningún resquicio en el que pudiese estar oculta la llave. Como Sara había previsto, no encontró nada. Luego continuó la exploración.
—Deberías subirte al altar para examinar con más comodidad la parte de arriba —sugirió Yorgos.
—Esto parece muy frágil y es probable que se derrumbe si me subo encima. No es una buena idea, Yorgos, no podemos ir por ahí destrozando cosas y dejando pistas.
—¿Tienes otra idea mejor? No podré manejar el ordenador si tengo que sostenerte sobre los hombros. Deberíamos haber traído una escalera.
—No hará falta, Sara puede subirse sobre mí.
—Pero si viene alguien, no podré avisaros —intervino Sara.
—Si alguien nos ve, le diremos que somos arqueólogos y estamos estudiando la cueva. Además, no parece que haya nadie por aquí.
Sara dejó el puesto de vigilancia y se subió sobre los hombros de Spyros. Yorgos le dio el detector y le indicó cómo debía manejarlo. Spyros se puso de pie; Sara colocó el plato de detección sobre la roca de la pared y comenzó a moverlo a izquierda y derecha mientras subía poco a poco, como le había visto hacer a Spyros. Yorgos permanecía atento a la pantalla del ordenador. De pronto, próximo ya al techo, el sonido del buscador aumentó y en el ordenador aparecieron una serie de líneas entrelazadas que formaron un gráfico tridimensional.
—¡Aquí hay algo! —dijo Sara.
—Lo veo. Voy a convertirlo en imagen.
Yorgos introdujo una serie de órdenes para interpretar las señales procedentes del detector y la pantalla del ordenador mostró un objeto de forma alargada e imprecisa.
—Observa. —Yorgos se lo mostró a Spyros.
—¿Qué puede ser?
—No lo sé. Sara: pulsa el microprocesador y gira la imagen a ver si conseguimos averiguarlo. Así, despacio, un poco más. Ahí, no lo muevas. Mira, Spyros.
—Eso parece una llave.
—No parece una llave, es una llave. Ya puedes bajar, Sara. Tenías razón, era aquí donde teníamos que buscar.
—No está muy profunda. Si el ordenador no se equivoca, el sensor indica que está a unos cuarenta centímetros.
—Tenemos que sacarla antes de que se haga más tarde. Sara, tienes que volver a tu puesto de vigía. Spyros y yo tenemos un trabajito que hacer. ¿Trajiste las herramientas?
—Está todo en la bolsa —respondió Spyros.
—Hay que buscar una fisura. La pared es de roca, pero para meter la llave ahí tuvieron que agrandar alguna grieta o aprovechar algún hueco existente y después taparlo para que no se notase.
Yorgos abrió una bolsa negra y sacó una linterna. La enfocó hacia el lugar en el que habían localizado la llave y un potente haz de luz iluminó la pared. A simple vista no apreciaron nada que pudiese indicar que la roca había sido excavada.
—Si la llave está ahí dentro es porque alguien la ha metido de algún modo, no puede estar incrustada en el interior de la roca como si fuese Excalibur, la espada del rey Arturo —dijo Spyros—. Tiene que haber algún surco, algo que nos indique cómo la escondieron.
—Desde aquí no vamos a ver nada. Sara, te vamos a necesitar de nuevo. Toma esta navaja y examina la pared centímetro a centímetro hasta que encuentres alguna hendidura. Ponte los guantes. Yo alumbraré con la linterna.
Yorgos le dio una pequeña navaja para que pudiese escarbar y unos gruesos guantes de trabajo para que se protegiera las manos. Sara se subió de nuevo a los hombros de Spyros y comenzó a revisar con atención el trozo de la roca tras el que se suponía que estaba la llave. Los tres guardaban un completo silencio, roto tan solo por el sonido metálico de la navaja con la que Sara arañaba cada pequeña desigualdad de la superficie de la pared, pero no parecía que hubiese nada semejante a una fisura que delatara que allí se había encajado un trozo de roca o una piedra.
—No encuentro nada —se lamentó Sara—. Parece que aquí la roca es toda de una pieza, no hay grietas.
—Tiene que haber algo, sigue buscando —la instó Yorgos.
—¡Un momento! ¡Aquí parece que hay una fisura!
Comenzó a raspar con la punta de la navaja y al hacerlo empezó a caer arenilla. Yorgos puso la mano, recogió parte del polvo que se desprendía y lo examinó.
—Esto es argamasa —dijo.
—Y la argamasa no crece en las rocas como si fuera musgo —subrayó Spyros.
Sara continuó removiendo en el mortero y de pronto la navaja se hundió en una rendija.
—¡Aquí, es por aquí! —exclamó con nerviosismo—. Creo que lo he encontrado. Dame el cincel y el martillo.
Yorgos le dio las herramientas y Sara golpeó la rendija hasta que logró hacer un surco profundo a lo largo de una línea horizontal de unos treinta centímetros de longitud justo por encima de su cabeza. Luego continuó abriendo hueco hasta que las fisuras de la pared cerraron un perímetro irregular de unos treinta centímetros de ancho por unos veinte de alto. Continuó profundizando en las fisuras hasta que entendió que ya no había más argamasa. La linterna iluminó el trabajo ya terminado.
—Bueno, parece que hemos llegado a buen puerto —comentó Spyros—. Hermanita, ya puedes bajarte. Si alguna vez decides dejar los negocios, te puedes ganar la vida como cantera. Bien, ahora viene lo más complicado: sacar el bloque. Tendrás que subirte sobre mí —le dijo a Yorgos—. Tú tienes más fuerza que Sara.
—De acuerdo. Cogeré las palanquetas para desencajarlo.
Sara alumbró el techo con la linterna. Yorgos se puso los guantes y se subió a los hombros de Spyros. Introdujo dos palanquetas de hierro en las hendiduras que había abierto Sara y comenzó a moverlas con fuerza a izquierda y derecha hasta que notó que el bloque adquiría holgura. Repitió la operación un par de veces más para asegurarse de que podría extraer la piedra. Le dio las palanquetas a Sara e introdujo los dedos en las fisuras superior e inferior para hacer bascular la piedra. Después hizo lo mismo en las hendiduras laterales al tiempo que tiraba hacia sí. Tras varios intentos notó que la piedra se movía con más facilidad y que se había desplazado un par de centímetros. Se detuvo, respiró varias veces y se concentró. Sujetó con fuerza los bordes que sobresalían de la roca y tiró de ellos poco a poco. El bloque de piedra cedió algo. Yorgos se detuvo de nuevo. Si no hubiese llevado puestos los guantes no habría podido hacer lo que estaba haciendo porque las manos le sudaban de puro nerviosismo. Sara y Spyros callaban, atentos a lo que ocurría sobre sus cabezas. «Una vez más», se dijo Yorgos. Aspiró todo el aire que pudo y agarró otra vez el bloque. Tiró con fuerza y casi se cae de los hombros de Spyros porque la piedra cedió por completo.
—¡La tengo, la tengo! —casi gritó con la piedra sujeta sobre el pecho.
—¡Bien! —exclamó Spyros.
—Cógela, Sara, con cuidado que pesa bastante. Dame la linterna, voy a ver si hay algo dentro del agujero.
Dirigió el haz de luz hacia el interior de la oquedad en la que había estado encajado el trozo de roca y metió la mano. Sacó más arena de argamasa y descubrió que al fondo del hueco había algo. Lo extrajo con cuidado y se lo dio a Sara. Después volvió a meter la mano en el agujero, pero no encontró nada más.
—Bájame, Spyros.
Sara sostenía lo que Yorgos acababa de darle: una vasija de arcilla de forma cilíndrica de algo más de un palmo de longitud y unos siete centímetros de diámetro. Tenía una abertura en uno de los extremos taponada con un cilindro de corcho rodeado de cáñamo y sellada después con una gruesa capa de cera que con el tiempo había formado una masa compacta y dura. La dejaron en el suelo y pusieron en marcha el detector. Cuando el plato estuvo encima de la vasija, el sonido que avisaba de la proximidad de metales sonó con más intensidad y la figura de la llave apareció en la pantalla del ordenador.
—Aquí está, miradla bien porque esta es la llave que nos abrirá la última puerta secreta de Sefarad. Ahora hay que volver a colocar esto en su sitio —Yorgos señaló el trozo de roca que había extraído.
Encajaron la piedra en el hueco y taparon las rendijas con cemento rápido que Spyros preparó; luego las cubrieron con arena del suelo de la cueva para disimular el cemento y darle una apariencia similar al color y la textura de la pared rocosa. Después volvieron al hotel.
* * *
—¿Señor Zudit? Soy yo —dijo el sujeto del tatuaje en el cuello—. Acaban de marcharse. Hemos podido oír todo lo que han hablado y sabemos que han encontrado una llave. Sí, esté tranquilo, no hay posibilidad de que descubran los micros, ni el de la cueva ni el de la habitación. Están bien disimulados. No, no los perderemos de vista. Ahora mismo volvemos a la ciudad.
Cerró el móvil. Mientras, su compañero, el del dragón en el brazo, sacó un diminuto micrófono de uno de los huecos existentes entre las dovelas de la entrada de la cueva.
* * *
—Shalom, Moshé, soy Yisroel. ¿Qué noticias tenéis?
—Shalom, señor. Los cuervos de Natán acaban de emprender el vuelo en pos de las palomas. Apenas hemos oído el sonido del coche que se alejaba hemos entrado en la cueva.
—¿Pusisteis el micrófono en la habitación del hotel?
—Sí. Los esbirros de Natán también lo han hecho, pero los muy imbéciles no han descubierto que nosotros nos habíamos adelantado. Por eso nos hemos enterado de que hoy iban a visitar la cueva y de nuevo fuimos más rápidos que la gente de Natán. Hemos averiguado que las palomas han encontrado una llave.
—¿Una llave? ¿Estás seguro?
—Totalmente.
—Es decir, que esos aprendices han llegado más lejos que nuestros sabios especialistas. Deben de ser muy buenos. Ahora tendréis que vigilar a los cuervos para que no la roben.
—No creo que sean tan torpes como para hacer eso. Suponemos que esperarán a que terminen la búsqueda. Será entonces cuando intenten quitarles lo que encuentren, pero ahí estaremos para que no lo consigan, porque antes se lo quitaremos nosotros.
—Muy bien, Moshé, pero exijo mucha precaución, adviérteselo también a Shamir. No me importa lo que hagáis ni cómo lo hagáis, pero sea lo que sea, hacedlo con discreción, limpieza y profesionalidad, sin rastros que se puedan seguir. No quiero escándalos que alerten a la policía y nos pongan en un aprieto. Ya sabéis que a los Siervos no nos gusta nada el ruido ni que nuestro nombre se mezcle con asuntos incómodos.
* * *
Yorgos sujetaba con una mano la vasija cilíndrica mientras con la otra trataba de eliminar, con la ayuda de la navaja, el tapón de arcilla y cera que sellaba la boca del recipiente. Giraba poco a poco la vasija y arrancaba con cuidado pequeños trozos de la capa de cera hasta que consiguió limpiarla por completo. Después emprendió la tarea de quitar el barro que taponaba la abertura, también endurecido por el paso del tiempo. Clavó la punta de la navaja en el centro del disco de arcilla y fue ahondando con pequeños movimientos de giro a izquierda y derecha hasta que la hoja de acero logró traspasar la compactada masa de arcilla. Después fue raspando hasta conseguir eliminar el tapón de barro y los restos pegados a los bordes de la boca de la vasija. Sara y Spyros observaban con nerviosismo la operación de limpieza. Estaban a un paso de entrar en el secreto que los llevaría a encontrar lo que andaban buscando y no podían sustraerse a la trascendencia del momento.
Yorgos colocó la boca del recipiente a la altura de los ojos, introdujo unas largas pinzas y comenzó a tirar con sumo cuidado. Al poco, una forma redondeada cubierta de polvo apareció en la abertura. Era el ojo de la llave. Yorgos miró a Sara; después, a Spyros. Una y otro lo miraron a él a su vez, pero ninguno pronunció una sola palabra.
Tiró decidido de las pinzas y la llave quedó a la vista. Una amplia sonrisa apareció en los rostros de los tres.
—No parece que tenga quinientos años —comentó Sara.
—La vasija de arcilla la ha preservado de la humedad —explicó Yorgos—, por eso se ha conservado tan bien, por eso y porque los que la guardaron aquí dentro sabían lo que hacían. Mirad.
Spyros cogió la vasija y observó el interior con una linterna.
—Está vidriado.
—Es verdad, parece de cristal verde —confirmó Sara.
—Eso es porque contiene óxido de cobre —precisó Yorgos.
—Pero ¿por qué la han vidriado solo por dentro?
—Eso no lo sé, quizá para no llamar la atención si alguien lo descubría. Un cilindro de arcilla vidriada de este tamaño no debía de ser algo de uso común. Es evidente que la técnica del vidriado ha impedido que la humedad llegara al interior. Debemos agradecérselo a quien se le ocurrió; de no haber sido así, la llave habría estado irreconocible.
—¿Será la llave de alguna de las casas de Toledo que los judíos se llevaron consigo con la esperanza de abrir las puertas de su hogar cuando volviesen? —preguntó Spyros mientras pasaba una mano por la tija de la llave, como si la acariciara.
—Eso no es más que una leyenda, Spyros —le respondió Sara—. Cuando los Reyes Católicos expulsaron a los judíos, las llaves de sus casas se las quedaron los cristianos que las compraron por un puñado de monedas o las robaron sin el menor escrúpulo. Ninguno de los expulsados pudo llevarse consigo la llave de su casa. Casi no pudieron llevarse nada…, salvo el dolor de ser expulsados de su tierra… Voy a limpiarla un poco.
Sara cogió un pañuelo y comenzó a quitar el polvo que cubría la llave. Empezó por el paletón; después, el astil.
Al limpiar el ojo fue cuando lo descubrió.