Sir Francis se apartó con Spyros mientras Juan Villena ayudaba a Sara y Yorgos a guardar el equipaje en el maletero del coche. Los acompañaría hasta Málaga, donde tomarían un vuelo con destino a Madrid.
—Toma, memoriza este número de teléfono. —Spyros tomó la hoja de papel que sir Francis le daba—. Es de un buen amigo. Llámalo cuando llegues y di que lo haces de parte de Yolanda Ferrán. Te proporcionará todo lo que necesites, sin preguntar. Tú tampoco debes hacerlo.
—Puede que me haga falta algo con lo que defendernos en caso de necesidad.
—Entiendo. También te lo facilitará.
—Y que no deje rastro.
—No quieres dejar cabos sueltos, ¿verdad? No te preocupes, este amigo hace bien las cosas. Está esperando tu llamada. Y ahora vayamos con tu hermana y con Yorgos. No quiero que piensen que soy descortés.
—Siempre tan inglés —bromeó Spyros.
—Escocés, Spyros, escocés, no lo olvides, y medio irlandés. Querida —le dijo a Sara—, es una pena que tengáis que marcharos tan pronto.
—Ojalá pudiésemos quedarnos más tiempo, pero no es posible, Francis. Gracias por todo, has sido un excelente anfitrión. Te prometo que volveremos.
—Ha sido un verdadero placer teneros aquí. Hacía mucho tiempo que no hablaba con una mujer tan bella y tan inteligente. Doctor —le dijo a Yorgos—, si llega a mis oídos que no la haces feliz, tendrás que batirte en duelo conmigo.
—Supongo que con pistola.
—Supones mal. Eso de las pistolas es para bellacos y gente vulgar. Los auténticos caballeros nos batimos con espada —respondió sir Francis con una sonrisa.
* * *
Yisroel ben Munzel estaba de buen humor. Había llegado a Jerusalén aquella misma mañana y las noticias de los secuaces que había enviado para seguir los pasos de Sara, Yorgos y Spyros hacían presagiar un buen final para los intereses de los Siervos del Tabernáculo. También había tenido noticias de Natán Zudit. Sabía que andaba oculto en Salónica y que dos de sus esbirros habían sido descubiertos y encarcelados en España, aunque antes habían podido comunicarse con sus enlaces en el norte del país, precisamente allí donde los enviados de los Siervos habían localizado a sus presas.
—Natán pretende quedarse con lo que nos pertenece. Espero que si lo encuentra antes que nosotros, tenga el sentido común de traérnoslo…, por su propio bien —dijo Ben Munzel en voz alta.
Su guardaespaldas, un gigantesco judío de origen polaco llamado Danek Smutniak, lo miró sin decir palabra.
—Sí, querido Danek, será mejor para ese blasfemo que nos traiga lo que encuentre —insistió—, si es que lo encuentra. De no ser porque el Consejo no lo ha querido, ya estaría fuera de circulación, pero esos ancianos —pronunció la palabra con un palmario deje despectivo— no quieren correr riesgos y prefieren que haya dos grupos buscando lo mismo: el del lascivo Natán y el nuestro. De ese modo, dicen, hay más probabilidades de éxito… Eso es lo que ellos creen. El maldito Natán no es más que un problema, un jodido y puto problema, por mucho dinero que les haya hecho ganar a los Siervos, pero tarde o temprano sus turbios manejos nos traerán dificultades y nos pondrán en graves aprietos. Entonces se darán cuenta de su error y vendrán a mí; cuando lo hagan seré yo el que ponga las condiciones.
—¿Y ese tal Natán no podría sufrir un accidente? —sugirió el guardaespaldas, con rostro inexpresivo. Yisroel sonrió.
—Sí, amigo mío, podría sufrirlo, pero nos conviene esperar un poco para no equivocarnos de accidente.
—Si quieres, puedo ir a Salónica a hacerle una visita. Sabes que eso se me da muy bien.
—Lo sé, Danek, lo sé, pero no nos impacientemos, todo llegará. Mis enviados tienen órdenes muy concretas tanto para Natán como para esos griegos entrometidos. Vayamos ahora a dar una vuelta por el monte del Templo y contemplemos la explanada donde pronto se levantará el tercer Templo de Jerusalén.
—Hoy es viernes y los musulmanes estarán rezando. No me parece prudente ir en estos momentos: mucha gente de Jerusalén te conoce y pueden tomarlo como una provocación —objetó el polaco.
—¿Y eso qué nos importa a nosotros? No falta mucho para que los únicos que recen allí sean los hijos de Israel. Pero tienes razón, tal vez no convenga calentar los ánimos tan pronto, ya tendremos tiempo. También nosotros debemos rezar. Mañana es sabbat y hay que honrar al Señor, así que vayamos al Hakótel Hama’araví. Después daremos un paseo por la ciudad vieja.
* * *
Natán tenía el rostro crispado. Acababa de enterarse de que dos de sus esbirros habían sido detenidos y encarcelados en España por la Guardia Civil. No sabía que sobre ellos pesaba una orden de busca y captura emitida por la Interpol y se maldijo por no haberlo comprobado antes. Tenía medios y amistades suficientes para haberlo hecho, pero pasó por alto un detalle tan importante. Ahora ignoraba si los detenidos habían podido comunicarse con sus enlaces en Madrid para informarlos sobre el paradero de Sara, Yorgos y Spyros y del lugar al que se dirigían. Si no lo habían hecho, tendría un grave problema y podía darse por derrotado. Eso significaría que el maldito Yisroel ben Munzel pondría precio a su cabeza y conseguiría hacerse con el botín, una posibilidad que no le agradaba lo más mínimo.
Solo había una manera de saberlo. Marcó en el móvil un número de teléfono y esperó impaciente a que alguien respondiera. Los segundos se le hicieron eternos.
—Hekuran —contestó una voz.
—¿Sabéis adónde han volado los pájaros? —preguntó.
Se hizo un momentáneo silencio que a Natán se le antojó el preludio del problema que tanto temía.
—Espere.
Un nuevo silencio. El nerviosismo de Natán iba en aumento a medida que la espera se prolongaba. Al cabo de unos segundos una segunda voz se puso al teléfono.
—¿Qué noticias tenéis de los pájaros? —preguntó de inmediato.
—Sabemos adónde van.
Natán respiró con fuerza. Era la información que esperaba escuchar.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Completamente. Nuestros colegas nos lo dijeron. Van hacia el norte. Los estamos esperando, a los pájaros, quiero decir; nosotros ya estamos en el nido.
—Eso está muy bien —respondió Natán, más relajado—. Ahora hay que comenzar a actuar. Esto es lo que vais a hacer: convertíos en sus sombras, esperad a que encuentren lo que buscan y después os deshacéis de ellos sin dejar el menor rastro. Pero hacedlo con cuidado, sin dar un solo paso en falso.
—De acuerdo.
La comunicación se cortó y Natán esbozó una sonrisa. No todo estaba perdido. Había jugado bien sus cartas y ahora solo tocaba esperar.
—Lo único que lamento es que no voy a poder hacerle a mi primita todo lo que me pide el cuerpo, pero no quiero correr más riesgos. Que estos angelitos se encarguen de ella como mejor les plazca —dijo en voz alta. Descolgó el teléfono fijo y marcó el número de la madama.
* * *
Sara y Yorgos habían salido a dar una vuelta por la ciudad; Spyros aprovechó su ausencia para abrir el paquete enviado por el contacto de sir Francis. En el interior, una pistola Beretta 9000 S, un arma ligera, compacta, potente, calibre de 9 mm, armazón de polímero y corredera de acero. Junto con la pistola venían también dos cargadores de doce cartuchos. Spyros la sopesó y le pareció muy manejable y fácil de llevar.
Sacó los cargadores y al hacerlo reparó en una nota adherida a uno de ellos: «Lo otro puede adquirirse en unos grandes almacenes». Lo otro era un detector de metales. Sin duda iban a necesitarlo para rastrear cualquier vestigio metálico.
—En unos grandes almacenes —dijo Spyros.
Colocó el arma y los cargadores en la caja de seguridad de la habitación y se guardó la llave. Después rompió la nota, la arrojó al inodoro y pulsó el botón de la cisterna para que el agua arrastrase los trozos de papel. Luego llamó a la recepción y preguntó dónde había unos grandes almacenes en los que pudiese hacer unas compras.
—Muy cerca de aquí, señor, en el paseo de la Castellana. Ahí encontrará un centro de El Corte Inglés. Si pasa usted por la recepción, le indicaremos cómo puede llegar —le aclaró con amabilidad una voz femenina.