Natán fue de los primeros en bajar del avión de la compañía Elal que lo había llevado hasta el aeropuerto internacional Ben Gurión, en Tel Aviv. Se dirigía a buscar un taxi después de pasar el control de pasaportes y recoger el equipaje cuando observó que dos hombres venían hacia él. Por sus aspectos —altos, fuertes, trajes grises y gafas de cristales oscuros— supuso que debían de pertenecer al servicio de seguridad de los Siervos del Tabernáculo.
—¿Natán Zudit? —preguntó uno de ellos, que llevaba una fotografía de Natán en la mano.
—Sí, yo soy.
—Por favor, acompáñenos.
En las afueras del recinto aeroportuario los aguardaba un Audi negro de gran cilindrada con los cristales ahumados. Al volante se hallaba un tercer individuo, joven y corpulento como los anteriores y, al igual que ellos, vestido con un traje gris y gafas oscuras.
Natán se sentó en la parte trasera, con uno de los hombres. El otro ocupó el asiento delantero, junto al conductor. El vehículo arrancó y se dirigió a la ciudad.
—Lo dejaremos en su hotel para que pueda descansar un rato. Dentro de tres horas pasaremos a recogerlo —dijo el hombre que viajaba a su lado y que parecía estar al mando.
El coche dejó atrás el aeropuerto y enfiló la avenida Leví Eshkol para salir a la de Agnon y desde allí hasta la de Hata’Arucha, por la que continuó hasta entrar en la avenida Hayarkon, que discurre paralela al mar y es una de las arterias principales de la capital israelí.
Se detuvieron delante de las puertas del lujoso hotel Carlton.
—Dentro de tres horas —le recordó el hombre cuando Natán se bajó del coche.
Ya en la habitación, situada en la planta 11, Natán dejó la bolsa de mano sobre la cama y salió a la terraza, desde la que se divisaba una espectacular vista del Mediterráneo. Dentro de tres horas tendría que verse con algún enviado del Consejo del Tabernáculo y confiaba en que el buen negocio que había hecho en Amberes con los diamantes sirviera para disipar cualquier posible problema que hubiese podido surgir a causa del maldito asunto del Camaleón. Además, llevaba consigo el pergamino para que los expertos cabalistas y los criptógrafos de la secta lo examinaran, y estaba convencido de que les iba a gustar el regalo. Su olfato de anticuario pocas veces lo engañaba y en esta ocasión intuía que en aquel trozo de piel escrito en judeoespañol se ocultaba algo que podía interesar a los Siervos.
El Consejo del Tabernáculo era bastante duro y cualquier enviado suyo vendría bien aleccionado y sería el reflejo del propio Consejo. Entre sus componentes figuraba un nutrido grupo de levitas que se decían descendientes directos de Aarón, hermano de Moisés y ungido por este como el primer sumo sacerdote de la tradición judaica. Eran los llamados kohanim, los sacerdotes, una casta poderosa dentro de los Siervos que estaban llamados a ocuparse de los oficios divinos y de entre los cuales se elegiría al kohen gadol, el sumo sacerdote del tercer Beit Hamikdash, el tercer Templo de Jerusalén.
Los descendientes de Aarón fueron los encargados de los oficios en los dos anteriores: el primero, mandado construir por Salomón en el siglo X a. C.; el segundo, reconstruido por Herodes el Grande en el año 21 a. C. y destruido por las tropas de Tito en el 70 d. C. Desde entonces, la construcción del tercer Templo había sido una permanente aspiración del judaísmo ultraortodoxo. Sobre ese anhelo se cimentó la creación de los Siervos del Tabernáculo a finales de los años 40 del siglo XX, pero lo que en principio fue una organización dedicada a recaudar fondos provenientes de las aportaciones de las comunidades judías repartidas por el mundo, en especial la asentada en Israel y la de Estados Unidos, acabó por convertirse en una secta en la que junto a las aspiraciones religiosas comenzaron a moverse también jugosos negocios, no siempre confesables, ajenos al primitivo fin para el que nació.
Según prescriben las Escrituras, los kohanim no pueden superar los sesenta años, la edad límite para dedicarse al oficio sacerdotal según manda la Torá, ni tener defecto físico alguno, ya congénito, ya adquirido, porque el Templo debe ser un lugar de belleza y equilibrio. El simple hecho de tener unas cejas excesivamente pobladas o una boca con los labios desproporcionadamente grandes eran, según la ley mosaica, motivos suficientes para impedir el acceso al sacerdocio. Estas limitaciones solo afectaban a los kohanim llamados a tener responsabilidades sacerdotales en el tercer Templo, no así a aquellos otros miembros del Consejo que no descendían de Aarón. Uno de ellos, conocido por los integrantes de la secta como el Maestro, era un anciano obligado a vivir en una silla de ruedas por haber sido víctima de un accidente tiempo atrás. Fue el fundador e impulsor de los Siervos del Tabernáculo y, pese a sus limitaciones físicas, ejercía una notable influencia sobre los demás. Cualquier decisión que hubiese que tomar era siempre consultada con él, y en el seno de la organización no se movía nada que no contara con su beneplácito. Era un jaredí, un ultraortodoxo cuya vida se regía, al menos de cara a los demás, por los trece principios de fe de Maimónides y el cumplimiento estricto de los seiscientos trece preceptos a los que obliga la Torá.
No era la primera vez que Natán Zudit se entrevistaba con un representante del Consejo, pero esta vez, según había sabido, el enviado era alguien muy especial. Se trataba del hijo del Maestro y eso solo podía significar que las cosas podían complicarse. En ocasiones anteriores había superado con creces las pruebas, aunque ahora no estaba tan seguro porque en el ambiente flotaba la historia del Camaleón. No obstante, confiaba en salvar el escollo.
Entró de nuevo en la habitación, pensativo.
Bajó al spa del hotel y estuvo un rato en la sauna finlandesa. Después subió de nuevo a la habitación y encargó algo de comer. Tenía tiempo suficiente, por lo que decidió dormir un poco.
* * *
El teléfono interior sonó un par de veces antes de que Natán lo cogiera. Había dejado encargado en la recepción que lo despertasen para evitar la posibilidad de quedarse dormido y darle plantón al enviado del Consejo o llegar tarde; cualquiera de esas dos cosas habría sido un error imperdonable. Se vistió con un traje negro, una camisa blanca abotonada al cuello, sin solapas, y se tocó con la kipá. Después cogió una cartera de piel y bajó. Era la vestimenta que más se aproximaba a la que, con toda seguridad, llevaría aquel a quien iba a ver. Solo le faltaban la barba y los largos bucles sobre las mejillas para parecer un jaredí, pero él prescindía de ello por razones operativas, ya que en los ambientes en que se movía ese aspecto podía despertar cierto recelo.
Cuando salió, ya anochecía. A una distancia prudencial de la entrada del hotel lo aguardaba el mismo Audi negro que lo había recogido en el aeropuerto y los mismos hombres que lo acompañaron entonces. Sin mediar palabra, uno de ellos abrió una de las puertas traseras y Natán pasó al interior del vehículo. El coche arrancó con suavidad y se dirigió al centro de la ciudad. Tomó la avenida Hayarkon, torció al llegar a la de Bograshov y siguió por la de Ben Zion hasta las proximidades del Auditorio Mann, sede de la orquesta filarmónica de Israel. Allí torció por la calle Ahad Ha’Am y se paró poco antes del cruce con la calle Sheinkin. Uno de los hombres se apeó del coche e indicó a Natán que lo siguiera. Se detuvieron delante de una casa de poca fachada y aspecto sencillo.
—Llame tres veces con dos timbrazos cada vez —le dijo el hombre.
Dejó a Natán solo delante de la puerta y subió de nuevo al coche, que lo esperaba con el motor en marcha. Natán vio cómo se alejaba el vehículo y sintió una cierta desazón.
Hizo lo que le había indicado: pulsó el timbre dos veces seguidas, esperó un par de segundos y repitió la operación. A la tercera se abrió la puerta y un hombre apareció ante él.
Era de constitución delgada y debía de rondar los cincuenta años. Vestía un bekishe, el abrigo negro propio de los ortodoxos. Tenía una poblada barba y llevaba el pelo muy corto, salvo unos largos mechones en forma de bucles, los peyot, que le colgaban a ambos lados de la cara.
—Pase —dijo sin más preámbulos y sin que a Natán le diese tiempo a presentarse—. Sígame.
Cerró la puerta tras ellos y enfiló un largo corredor seguido por Natán, que se asombró de las grandes dimensiones de la casa. Nadie habría supuesto que tras la estrecha fachada se escondiese una vivienda de ese tamaño. A ambos lados del pasillo se veían puertas, todas ellas cerradas, y al final, una escalera con un barandal de madera torneada. En un lateral de la escalera, sobre una pequeña mesa, unas filacterias. La tradición establece que los varones judíos deben usarlas a diario como recuerdo de la salida de Egipto, excepto en las festividades, incluido el sabbat. De una percha colgaban dos sombreros negros con los que los ortodoxos se cubren cuando salen a la calle.
Subieron a la primera planta y entraron en un amplio despacho con suelo de tarima encerada y paredes revestidas de madera noble. Tras una mesa situada al fondo se hallaba sentado otro hombre, con una indumentaria similar a la del que acompañaba a Natán. Al verlos entrar se levantó y se acercó a ellos.
—Shalom —dijo a modo de saludo.
—Shalom —respondió Natán.
El hombre hizo una seña casi imperceptible y el acompañante de Natán se marchó, cerrando la puerta del despacho tras de sí.
—Siéntate, por favor —lo invitó con gesto amable.
Natán percibió el tuteo con el que aquel hombre se dirigió a él y no supo interpretar si eso era bueno o malo.
—Eres Natán Zudit, si no me equivoco —le dijo.
—Así es —respondió Natán.
—Soy Yisroel ben Munzel. Sé que esperabas que hoy estuviera aquí el hijo del Maestro, pero no ha podido ser. Un imprevisto de última hora le ha impedido venir. Espero que esto no suponga una contrariedad para ti.
—En absoluto. Me siento muy honrado por el hecho de que seas tú quien me reciba. Estoy a tu disposición —repuso Natán con toda la carga de servilismo que fue capaz de sacar sin que se le notase demasiado.
—El Consejo del Tabernáculo, y en particular el Maestro, está muy satisfecho con tus servicios —dijo Ben Munzel.
Natán reprimió un suspiro de alivio.
—Aunque sabemos que últimamente han surgido algunos… problemillas que ha sido necesario atajar —continuó.
Natán se puso en guardia.
—Pero eso es agua pasada y no debe preocuparnos. ¿O sí? —preguntó mirando fijamente a Natán, que comenzó a sudar.
—No, no hay nada de lo que debamos preocuparnos —repuso tratando de aparentar tranquilidad—. Todo está bajo control y los problemas, que no han sido tales, ya están solucionados.
—¿Incluso lo de ese sujeto al que llaman el Camaleón? —insistió Yisroel ben Munzel—. Tengo entendido que tuviste algunas diferencias de criterio con él, según me han contado —añadió con un claro acento irónico.
Natán vaciló unos instantes antes de responder. El hombre que tenía ante sí parecía estar mejor informado de lo que él imaginaba, por lo que debía ser cauto en sus respuestas y a la vez no dar la impresión de haber cometido algún error o todo se iría al traste. Su mejor defensa era mostrar seguridad en sí mismo.
—Incluso eso —se atrevió a decir.
—¿Seguro?
—Seguro —respondió con firmeza—. El Camaleón es un tipejo de poca monta que no volverá a molestar.
—Ya sabemos que el enojoso Camaleón ha tenido un desgraciado accidente en la cárcel —dijo Yisroel ben Munzel con una sonrisa—. Lo dejaste todo bien atado antes de salir de Amberes, eres un tipo listo y con recursos…, pero la próxima vez, hermano Natán, elige mejor tus amistades.
—Lo tendré en cuenta.
—Eso esperamos por el bien de todos. Y ahora hablemos de cosas importantes. El negocio que has hecho ha sido magnífico. Los diamantes ya están en poder de un tallador de confianza, un hermano de los Siervos. Los beneficios van a ser sustanciosos cuando lleguen al mercado, y todo gracias a ti. Mis felicitaciones, hermano, y las de todo el Consejo. Hablaré en tu nombre por si acaso ha quedado algún resquicio de duda por tu… ligereza en determinadas cuestiones. Mañana partiré para Jerusalén, pero tú te quedarás en Tel Aviv hasta que las aguas se tranquilicen por Salónica. Parece ser que algunos paisanos tuyos te andan buscando. Aquel no es un lugar seguro para ti, al menos por ahora, así que será mejor que aceptes nuestra hospitalidad durante un tiempo.
—Nada me complacerá más. Pero antes de despedirnos quisiera mostrarte algo que posiblemente tenga interés para el Consejo y que ha sido, en buena parte, causa de mis… pequeños problemas —dijo Natán, sonriente—. Cuando tuve noticia de su existencia no me importó ponerme en peligro para conseguirlo.
—¿De qué se trata? —preguntó Ben Munzel con cierto interés.
—De esto.
Natán abrió la cartera y sacó el pergamino, que llevaba protegido dentro de una carpeta de cartón forrada de tela.
—¿Qué es? —preguntó Yisroel ben Munzel.
—Un pergamino del siglo XV escrito en judeoespañol por judíos sefardíes.
—¿Judíos sefardíes? ¿Estás seguro?
—Completamente seguro. Me he permitido traerte la traducción.
Natán sacó de la cartera un folio escrito con caracteres hebreos y se lo pasó a Ben Munzel.
—Si lo lees, te darás cuenta de que no se trata de ningún poema ni de ningún lamento por la pérdida de Sefarad. Lo he estudiado con detenimiento y estoy casi seguro de que esconde algo importante, por eso me he permitido traerlo para que nuestros cabalistas, criptógrafos y expertos en gematría lo analicen y nos digan qué es lo que se esconde tras el galimatías de frases ahí escritas, porque mi olfato de anticuario me dice que algo hay, algo importante, y no suele fallarme.
—¿Crees que es prudente? —preguntó Ben Munzel con cierta reserva—. Puede que se trate de algo que no tenga la menor relevancia. Ya sabes que ellos dedican su vida al estudio de los objetos que se citan en los libros sagrados para que sean reproducidos tal cual eran y consagrarlos para los oficios del tercer Templo cuando este sea edificado. Se trata de una tarea muy complicada que exige de todo su esfuerzo y dedicación; distraerlos con la historia de un pergamino escrito en judeoespañol podrían considerarlo una pérdida de tiempo.
—Sé que su tiempo es muy valioso, pero si mi instinto no me engaña, puede que haya mucho que ganar.
—¿En qué te basas para estar tan seguro?
—Ya te lo he dicho: en mi olfato de anticuario.
—No parece que esa sea una buena razón para poner en marcha a los expertos de la Hermandad.
—Está bien, si no quieres entregárselo al Consejo, no lo hagas. Ya lo investigaré por mi cuenta, pero en ese caso, si saco algo que merezca la pena, seré yo quien lo haga llegar al Consejo —repuso Natán con un cierto tono de desafío que no le pasó inadvertido a Yisroel ben Munzel.
—Te sugiero, hermano Natán, que guardes ese tono para otros. Conmigo no valen las bravatas ni los chantajes.
—No ha sido esa mi intención, pero es que estoy plenamente convencido de que detrás de este trozo de piel —Natán señaló el pergamino— hay algo gordo. No sé de qué trata, pero es algo que merece la pena buscar, de eso estoy seguro. Si los expertos logran descifrarlo, yo me comprometo a remover cielo y tierra hasta dar con ello.
—De acuerdo, haré lo que me pides, se lo entregaré al Consejo si tan seguro estás de que se trata de algo trascendente, pero no puedo asegurarte nada.
—No te arrepentirás, hermano Yisroel, no te arrepentirás —dijo Natán con una sonrisa en la que se escondía una incontenible ansia de venganza contra Sara Misdriel que Yisroel ben Munzel no podía captar.