9

La puerta del despacho de Yorgos estaba entreabierta. Vasilios golpeó con los nudillos y asomó la cabeza.

—¿Da usted su permiso, profesor?

—Adelante, Vasilios, pase. Cierre la puerta, por favor.

—Usted dirá, profesor.

—Siéntese. Lo que quiero preguntarle es un poco delicado, pero me veo en la necesidad de hacerlo. —Yorgos hizo una pausa y respiró hondo.

—Pregunte lo que quiera. Si está en mi mano ayudarle, lo haré.

—Verá, Vasilios…, no voy a andar con rodeos. Hace unos días hablé por teléfono con un colega mío de España acerca de un pergamino que estoy estudiando. Cuando terminé de hablar entró usted. Es posible que oyese lo que yo comentaba con mi colega y eso es lo que quiero saber.

—¿Que si oí lo que usted hablaba? Bueno, sí, una parte.

—¿Qué parte?

—No sabría decírselo con exactitud, pero recuerdo que usted le estaba diciendo a su colega que era un pergamino de finales del siglo XV o principios del XVI y que estaba escrito en judeoespañol.

—¿Y le ha comentado usted a alguien lo que oyó?

Vasilios guardó silencio durante unos segundos, lo que a Yorgos le pareció muy significativo.

—Dígame la verdad, Vasilios. El asunto es muy grave y podría tener problemas muy serios. ¿Habló usted con alguien? —insistió Yorgos.

Vasilios lo miró con aire medroso.

—Sí, profesor, hablé con una persona —respondió con voz trémula. Sus ojos manifestaban con la mirada el temor que sentía en aquellos momentos.

—¿Con quién?

Vasilios volvió a guardar silencio.

—¿Con quién habló usted, Vasilios? —lo instó Yorgos con firmeza, pero procurando que sus palabras no pareciesen rudas.

—Con… con Natán Zudit.

El rostro de Yorgos se transformó.

—¿Natán Zudit, el anticuario? ¿Está usted seguro?

—Sí, profesor, completamente seguro —respondió Vasilios. De su cara había desaparecido toda traza de temor y ahora mostraba la expresión resuelta de quien quiere desembarazarse de algo que lo está lastrando—. Le ruego que me perdone por lo que voy a contarle, pero sé que lo entenderá. Me he comportado con usted como un miserable; con usted, que siempre me ha tratado con amabilidad y educación y que me ha ayudado cada vez que lo he necesitado… Hace tiempo me hizo falta dinero y recurrí a ese miserable de Natán Zudit. Desde entonces he estado envuelto en sus redes… hasta hace unos días. Fue después de contarle lo del pergamino. Me pidió que le hiciera una fotocopia y se la entregara…, y eso fue lo que hice… Me ha tratado siempre a puntapiés y ya estaba harto de sus desprecios y de que para él fuese como un criado; no, un criado no, un esclavo… Cuando fui a entregarle la fotocopia del pergamino le dije que no volviera a contar conmigo, que ya había satisfecho con creces mi deuda con él. Me amenazó con una pistola, pero logré quitársela y entonces fui yo el que lo amenacé a él si volvía a molestarme. Le apunté con la pistola dispuesto a todo, pero yo no soy ningún asesino… El muy cobarde se meó encima… Tiré lejos la pistola y me fui dejándolo allí en medio de un charco de orina… —Hizo una pausa y miró a Yorgos—. Hace unos días me llamó a mi casa. Le dije que me dejara en paz, que se olvidara de mí, y volvió a amenazarme. Me ha ordenado que lo espíe a usted. Me dijo que si no le conseguía todas las notas que usted escriba acerca del pergamino, mi familia lo iba a pasar muy mal… Ayer, cuando volví a casa, encontré esto en mi buzón. —Sacó de un bolsillo una fotografía y se la mostró a Yorgos—. Es mi hija pequeña en la puerta del colegio. Estoy seguro de que me la mandó ese malnacido para decirme que sabía cómo encontrarla… He enviado a mi mujer y a mis dos hijas lejos de aquí, a Larisa. Mis suegros viven allí, tienen un pequeño comercio y no les va mal. También yo he pensado en dejarlo todo y largarme… Tengo miedo, profesor, ya no puedo más…

Vasilios se cubrió la cara con las manos y comenzó a llorar. Yorgos se levantó y fue junto a él.

—Tranquilícese, Vasilios, ese infame despreciable no le va a hacer nada a su familia, ya me encargo yo de eso.

—Tenía que decírselo, profesor, no podía vivir con ese peso. Usted es una buena persona y no se merece lo que le he hecho… Y si me denuncia…

—No voy a denunciarlo, esta conversación quedará entre nosotros, pero quiero que me responda a otra cosa. Hace dos días han entrado en casa de mi novia, han robado el pergamino y a ella la han herido. ¿Sabe usted quién puede haberlo hecho?

Vasilios lo miró alarmado.

—¿Su novia? ¿La han herido?

—Sí, Vasilios, le dieron un fuerte golpe en la cabeza. ¿Sabe usted quién lo hizo?

Vasilios se levantó.

—Le juro por la vida de mis hijas que no sé nada de eso. Si supiese algo, tenga por seguro que se lo diría. Pero no creo que me equivoque si le digo que esa hiena de Natán Zudit está detrás. Tiene instintos asesinos. Si usted lo denuncia, puede llevarme de testigo para que declare en su contra. Sé muchas cosas de él, de los robos que ha cometido aquí, en la facultad… Lo sé porque era yo quien lo informaba. Y no me importa declararlo delante de un juez, aunque me condenen, si con eso se consigue meter a ese cerdo en la cárcel.

—No es tan fácil, Vasilios, pero su información ha sido muy valiosa. Siga usted con su trabajo y quédese tranquilo. Ya le he dicho que no voy a denunciarlo ni lo van a despedir. Pero la próxima vez que tenga un problema elija mejor la puerta a la que llama.

—Gracias, profesor, de todo corazón…, y perdóneme. Que Dios lo bendiga.

Cuando Vasilios se marchó, Yorgos marcó un número de teléfono.

—¿Spyros? Soy Yorgos. Es Natán Zudit el que anda detrás de lo ocurrido.

—¿Natán Zudit? ¿Esa rata parida entre las llamas del infierno? ¿Estás seguro?

—Sí, lo estoy. Ya te contaré los detalles.

—¡Hijo de Satanás! ¡Voy a por él, Yorgos, voy a buscarlo y va a saber quién soy!

—Spyros, tranquilízate, tenemos que actuar con inteligencia. Si queremos que lo encierren, hay que demostrar que fue él quien pagó al sujeto que hirió a Sara y para eso antes hay que echarle el guante al tipejo.

—Tienes razón, pero ese criminal ya puede empezar a rezar. Déjalo en mis manos. ¿Puedes venir por el restaurante? Ya te dije que voy a estar unos días fuera y quiero que me pongas al corriente de lo que has averiguado.

—Está bien. Voy para allá.

—No tardes.

—Spyros…

—Dime.

—Ten cuidado.

—Lo tendré, no te preocupes. Cuida de Sara y mantén los ojos bien abiertos. Y si tenéis algún problema, llamad al teléfono que os he dado.