—¿Kostas? Soy Natán Zudit. ¿Cuándo tienes un rato libre para vernos? Me gustaría mostrarte una cosa para que me des tu opinión.
—¿Algo importante? —respondió una voz al otro extremo del hilo telefónico.
—Si mi olfato de anticuario no me engaña, creo que sí, que es importante, pero quiero confirmarlo contigo.
—¿Qué tal esta noche?
—De acuerdo, esta noche a las nueve en mi casa.
Cuando colgó el teléfono, la cara de Natán mostraba una expresión satisfecha en la que hasta el menor de sus rasgos delataba lo que escondía en su interior. No dudaba de la autenticidad del pergamino, pero quería tener controladas todas las bazas. Por esa razón había llamado a Kostas Kuriaki, un viejo conocido, anticuario también, con el que había hecho algunos negocios y que, en su opinión, era el mejor en su materia. Esa noche borraría cualquier posible duda.
Era palpable su anhelo de venganza, de una venganza obsesiva cuyo objeto era Sara Misdriel, un nombre que lo trastornaba hasta el punto de haberse jurado no cejar en el empeño de conseguir quitarle cuanto pudiese…, incluso la vida si era preciso.
—La dulce Sara —dijo con sarcasmo— va a saber quién soy yo, va a aprender que quien desprecia a Natán Zudit se juega mucho.
Abrió el mueble bar y se sirvió un trago de whisky. Lo apuró de una vez y volvió a servirse. Con el vaso en la mano fue al teléfono y marcó de nuevo. Esta vez le respondió una voz de mujer.
—Zudit —dijo por toda presentación—. Mándame a una de tus pupilas. ¿Tienes alguna que se llame Sara?
—¿Sara? Sí, una de mis chicas se llama así. Es muy joven y una auténtica belleza… Y muy diestra en el oficio. ¿La quieres?
—Sí, dentro de una hora. Y dile que procure portarse bien.
—Ya sabes que mis niñas son todo cariño. Por cierto, ¿qué te pareció la que te envié ayer?
—No estuvo mal. Pero hoy busco algo más… emocionante. ¿Crees que esa tal Sara estará a la altura de las circunstancias? Ya sabes que soy muy exigente, pero pago bien.
—No te defraudará, te lo aseguro. Y si no quedas contento, no te cobraré el próximo servicio. A los buenos clientes hay que tratarlos con deferencia —respondió la mujer.
Natán sabía que lo más probable era que la chica que llamaría a la puerta de su casa dentro de poco tiempo no se llamase Sara y que vendría bien aleccionada, pero eso le daba igual. La madama le había dicho que ese era su nombre y él lo aceptó sin ninguna reserva porque en esos momentos imaginar que se acostaba por dinero con la que él consideraba su prima constituía una forma de despreciarla. Esa mañana era especial y quería celebrarla de un modo también especial porque la noche anterior Savas le había traído el pergamino. Era el primer paso de su venganza. Se sentía dueño de la situación y eso lo excitaba.
Abrió uno de los cajones de la mesa de trabajo y sacó la ropa interior que Savas se había llevado de la casa de Sara. Pasó la mano sobre ellas repetidas veces con un ademán que más parecía una caricia, como si quisiera retener entre los dedos la delicada textura de la tela. Luego se las acercó a la nariz, cerró los ojos y aspiró con fuerza el suave aroma a limpio de las prendas. Tenía los ojos encendidos por una flama de lascivia que mostraba el deseo insatisfecho de poseer a Sara y la intemperancia de su carácter violento.
—Dentro de un rato os arrancaré de su cuerpo —dijo en voz alta mientras dejaba las prendas de nuevo en el cajón.
Abrió la caja fuerte y sacó el pergamino. Lo extendió con cuidado sobre la mesa y lo observó durante un rato con expresión seria, como si buscara alguna huella que delatase una posible falsificación. Después, con la ayuda de una lupa, examinó la piel con detenimiento para cerciorarse de que su experiencia en antigüedades no le jugaba una mala pasada. No encontró nada que lo hiciese pensar en un engaño. Convencido de la comprobación, sonrió satisfecho y apuró el whisky que le quedaba en el vaso.
* * *
—¿No recuerdas nada de ese tipo que pueda ayudarnos a dar con él? —preguntó Spyros—. Necesitamos algún detalle, algo, por pequeño que sea.
—Ya os lo he dicho. Tenía barba y bigote y usaba gafas, unas gafas de cristales muy gruesos, como si fuese miope. Es todo lo que recuerdo.
—No nos vale. Si te permitió que le vieras la cara, fue porque la barba y el bigote, y puede que incluso las gafas, eran postizos. Ningún atracador es tan imbécil como para dejarse identificar. Ese tipo sabía lo que hacía. Tienes que hacer un esfuerzo, Sara, trata de recordar —insistió Spyros.
—No recuerdo nada más, Spyros, te lo juro, tenía mucho miedo. Ese individuo no me quitó la navaja del cuello ni una sola vez. Creí que me iba a matar… Y cuando… cuando me llevó al dormitorio… pensé que iba… a violarme. —Los ojos de Sara se llenaron de lágrimas.
—Tranquilízate, cariño —la consoló Yorgos—. Solo queremos ayudarte y para eso es necesario que rememores cada instante. Spyros tiene razón, seguro que hay algo que no recuerdas y que puede darnos la clave para encontrar a ese malnacido.
—Era delgado, no muy alto y… —Sara se calló de pronto y se quedó pensativa durante unos instantes—. Me obligó a entrar en el dormitorio y… Estaba muy asustada… Lo siento, no puedo ayudaros…
—¿Qué hacemos? Tal vez deberíamos avisar a la policía —propuso Yorgos.
—No, ya os he dicho que es asunto mío —objetó Spyros con firmeza—. No quiero que la policía se mezcle en esto y espante a ese tipo si llega a sus oídos que lo andan buscando. Los criminales tienen contactos en los sitios más insospechados. Yo me encargaré de él. Y ya puede ir rezando porque cuando lo encuentre no va a tener tiempo de hacerlo.
—No, Spyros, hablaremos con la policía, no quiero que te pongas en peligro por mi culpa —intervino Sara.
—Hermanita, el que está en peligro desde anoche es el que te ha hecho daño, él es el que está en peligro, no yo —recalcó con un gesto que declaraba una gran seguridad en sí mismo y una profunda cólera.
—Pero, ¿qué vas a hacer? ¿Cómo vas a encontrarlo? —preguntó Yorgos.
—Lo encontraré, podéis estar seguros —afirmó Spyros con contundencia—. Y no hagáis preguntas porque cuanto menos sepáis, mejor. Repasemos a ver quién podía saber que el pergamino existía y que lo tenías tú. ¿Crees que el que hizo la obra en tu casa puede tener algo que ver?
—Lo dudo —respondió Sara—. Lo conozco desde hace años y no es de ese tipo de gente. Además, es mucho más corpulento que el que me atacó.
—¿Y alguno de los obreros?
—No llegaron a ver lo que había dentro del cilindro de plomo.
—Pero pudo comentarlo su jefe —observó Spyros.
—Sí, pudo haberlo hecho, pero aun así no creo que fuesen ellos, entre otras cosas porque ninguno de los tres tenía acento cretense…
—¿Acento cretense?
—Sí, el que me golpeó debía de ser de Creta. Si no lo era, imitaba muy bien el acento.
—¿Estás segura? —preguntó Spyros con interés.
—Sí. Tengo varios empleados que son cretenses y conozco muy bien su manera de hablar.
—¿Por qué no lo has dicho antes?
—Acabo de recordarlo, todavía estoy un poco confusa.
—Es un dato muy importante. En el laboratorio donde se hicieron los análisis, ¿podría saber alguien que se trataba de un pergamino? —le preguntó a Yorgos.
—Cualquier especialista en la materia distingue una muestra de pergamino de una de papel o de cualquier otro material, por muy pequeños que sean los fragmentos, pero eso no significa nada. El laboratorio al que envié las pruebas está en Alemania, en Dusseldorf, y no es costumbre de estos centros dedicarse a robar a sus clientes. El remitente era yo y a mí me conocen porque no era la primera vez que les encargaba un trabajo; es muy poco probable que dedujeran que el pergamino era propiedad de Sara. Incluso así, aunque lo supiesen, no es propio de este tipo de laboratorios actuar como vulgares rateros. Además, desconocían el contenido del pergamino, porque lo que les envié fue una pequeña muestra de la piel.
—Nos queda tu colega de la facultad.
—¿Quién? ¿El profesor Panayotou? ¿Pavlos Panayotou, mi compañero del Departamento de Historia Antigua? Olvida eso, Spyros. Suponer que Pavlos ha contratado a un matón para robar el pergamino es como si dudaras de mí. Somos muy amigos, tanto que fui su padrino de boda. Él sabe que Sara y yo somos pareja y jamás se le ocurriría hacerle daño, ni a ella ni a nadie. No, Pavlos no tiene nada que ver con esto. ¿Tú sabes cuántos documentos mil veces más valiosos que el pergamino pasan por nuestras manos? Pavlos y yo estamos muy acostumbrados a trabajar con piezas por las que mucha gente sería capaz de matar sin dudarlo un instante y no obstante nunca, te lo repito, nunca, he apreciado en Pavlos la menor señal que me haga sospechar de él. Es más, voy a pedirle que me ayude a desenredar la maraña que se esconde en el texto. Celia, su esposa, que es historiadora y dialectóloga, es española y conoce muy bien todo lo relacionado con la cultura sefardí porque es su especialidad. Fue ella la que nos tradujo el texto. Ahora está en Bruselas preparando un trabajo sobre los judíos asquenazíes, pero viaja a Salónica una vez al mes. Pueden sernos de gran utilidad, los dos.
—¿Te parece prudente? —preguntó Spyros.
—Sí. Se trata de descifrar lo que el pergamino quiere decirnos, si es que quiere decirnos algo, y no es ninguna insensatez buscar ayuda. Yo no soy ningún experto en interpretar enigmas y mis conocimientos del mundo antiguo puede que sirvan de poco en este caso. Por eso creo que no es disparatado recabar la ayuda de ambos.
—Muy bien, tu palabra es ley para mí —replicó Spyros con semblante serio—. Si tú lo crees adecuado, yo también. ¿Qué opinas tú, Sara?
—Creo que lo que propone Yorgos está bien. No nos vendrá mal un poco de ayuda.
—De acuerdo, pero me gustaría conocerlos a los dos.
—Eso no es ningún problema. Celia viene la próxima semana.
—Podemos invitarlos a cenar en tu restaurante —propuso Sara.
—Por fin una idea sensata —bromeó Spyros, que le regaló a Sara una sonrisa distendida—. Pero sigamos. ¿Qué puedes decirme de ese otro colega tuyo con el que dices que hablaste por teléfono? —le preguntó a Yorgos.
—El profesor Fernández Guerrero, un investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas español. Vive en Madrid —aclaró Yorgos—. Tanto él como su esposa, la doctora De Mosteyrín, son destacados medievalistas. No me lo imagino mezclándose en un asunto como este, es un disparate. ¿Cómo iba a entrar en contacto desde Madrid con un delincuente de aquí? No creo que los bajos fondos de Salónica se anuncien en la prensa con reclamos como los de la prostitución. «Robos a domicilio, atracos, asesinatos. Verdaderos profesionales. Seriedad y discreción» —bromeó Yorgos—. No, Spyros, los tiros no van por ahí. Creo que el soplo salió de otro lado.
—Entonces, ¿cómo coño se ha enterado ese cabrón?
—Un momento —dijo Yorgos de pronto—. Acabo de recordar que justo cuando terminé de hablar con mi colega español entró Vasilios en mi despacho. Tal vez se quedó fuera escuchando y después lo comentó con alguien.
—¿Quién es ese Vasilios? —preguntó Spyros.
—Vasilios Stefanis, un auxiliar del servicio de mantenimiento de la facultad.
—¿Un auxiliar? ¿Y qué relación puede tener un auxiliar con un matón? Porque no creo que fuese él quien le pagase para que entrara en la casa de Sara… —objetó Spyros.
—No lo sé, pero puestos a sospechar… Mañana voy a tener una conversación con él, así no quedará ningún cabo suelto.
—Estamos como al principio: no sabemos de dónde ha salido el soplo ni quién le ha pagado al bastardo que te ha golpeado y… —dijo Spyros mirando a Sara—. No me queda otra salida que ir a buscarlo para preguntárselo directamente.
—Estás loco, Spyros. No voy a permitir que te expongas por culpa de ese canalla. Voy a avisar a la policía —protestó Sara.
—Si vas a buscarlo, yo voy contigo —terció Yorgos.
—Ni tú vas a decirle nada a la policía ni tú vas a venir conmigo a ninguna parte —resolvió Spyros de modo rotundo—. Yo sé cómo manejar estos asuntos y tengo amigos que me ayudarán encantados.
—¿Qué clase de amigos, Spyros?
—Hermanita, ¿tú confías en mí?
—Sí, claro que confío en ti, pero…
—Pues entonces dedícate a disfrutar de tu amor con mi hermanito el profesor y déjame a mí los asuntos de familia, ¿vale? —zanjó Spyros—. Lo digo una vez más y esto va por los dos: no hagáis preguntas —ordenó con un rostro tan serio que tanto Yorgos como Sara advirtieron que no bromeaba y evitaron hacer el menor comentario—. Voy a estar unos días fuera. Mientras tanto, Yorgos, estudia la fotografía del pergamino para ver si consigues sacar algo en claro de lo que quiere decir. Y si tenéis algún problema, llamad a este teléfono y decid que lo hacéis de mi parte. —Anotó un número de teléfono y se lo dio a Yorgos—. Me quedaría más tranquilo si te quedases aquí con Sara hasta que yo vuelva.
* * *
El anticuario Kostas Kuriaki estudiaba el pergamino con gran concentración. La gruesa lupa que sostenía dejaba al descubierto detalles imperceptibles que para un experto como él eran de gran relevancia.
Apartó la vista del escrito y miró a Natán, que aguardaba en silencio el resultado del examen de su colega.
—¿Y bien? ¿Qué opinas? —le preguntó.
—¿De dónde lo has sacado? —fue la respuesta de Kostas Kuriaki.
—Es una larga historia que no viene al caso.
—Está muy bien conservado. La tinta ferrogálica suele provocar a veces cierta corrosión, como sabes, pero no es el caso.
—¿Te atreves a dar una fecha?
Kostas lo miró con una sonrisa burlona.
—Natán, Natán, que nos conocemos. ¿Me estás poniendo a prueba?
—Sabes que no, Kostas, jamás haría eso. Solo quiero conocer tu opinión de experto.
—No me atrevo. Sin un buen análisis de datación es imposible fijar con cierta seguridad cuándo fue escrito, eso lo sabes mejor que yo. Lo que sí puedo asegurarte es que no se trata de una falsificación hecha por un manitas; este puñetero —señaló al pergamino— tiene unos cuantos cientos de años.
Natán sonrió.