Se quitó la gorra y sacó unos guantes de látex y un cortaalambres de la caja de herramientas. Después buscó los cables que distribuían la señal telefónica a los pisos superiores y los cortó. Se caló de nuevo la gorra, cerró el maletín y salió del edificio con paso tranquilo. Ya en el exterior, cuando la puerta se cerró tras él, pulsó uno de los botones del portero automático y el teléfono interior de la casa de Sara comenzó a sonar. Al descolgarlo y activarse el circuito interno de televisión, la pantalla mostró el rostro de un hombre con un poblado bigote, barba entreverada de canas y gafas de gruesos cristales que no alcanzaban a ocultar unas frondosas y aborrascadas cejas. Se tocaba con una gorra de visera en la que estaba estampado el emblema de la compañía de teléfonos, de la que dijo ser empleado. Sara le pidió que se identificara y el individuo se separó unos pasos para que pudiese ver el uniforme de la empresa, que reproducía a mayor tamaño el logo impreso en el frontal de la gorra, y le mostró un carné que acercó al visor para que Sara verificase su autenticidad.
—Disculpe que la moleste, señora —dijo con tono respetuoso—, pero ha habido un problema de líneas en el edificio y me han enviado para arreglarlo. Si fuese usted tan amable de comprobar si su teléfono funciona y decírmelo, le quedaría muy agradecido. Creemos que la avería puede estar en su planta.
—Espere un momento —respondió Sara.
Fue al teléfono y comprobó que, en efecto, no había línea.
—Vaya, también es puñetera casualidad —comentó para sí—. No hay línea —confirmó al técnico.
—Pues si no le importa a usted abrirme, subiré a examinar el distribuidor de pares del pasillo. El problema debe de estar ahí y afecta a todas las plantas superiores a partir de la suya. Y perdone que la moleste a estas horas. El conserje se ha marchado ya y es necesario arreglar la avería para que no se queden incomunicados.
Sara pulsó el botón del portero automático. El hombre empujó la puerta, entró en el edificio y se dirigió a uno de los ascensores. Se bajó en la tercera planta y sin dudarlo fue hasta una portezuela metálica fijada a la pared del pasillo de servicio, la misma en la que, momentos antes, había cortado los cables. Abrió de nuevo el maletín de herramientas y comenzó a manipular el cableado. Cuando terminó sacó un aparato de teléfono y lo conectó con unas pinzas a unos de los cables. Marcó y al poco escuchó la voz de Sara que le respondía.
—Perdón, señora, soy el técnico de teléfonos. Estoy en el distribuidor del pasillo y quería comprobar si ya tiene usted línea. Se habían soltado varios pares y eso ha sido lo que ha provocado la avería. ¿Tiene usted internet?
—Sí.
—¿Y alarma?
—También.
—Entonces, si no tiene usted inconveniente, me gustaría examinar el PTR de su casa y también la roseta de entrada de la línea ADSL, el esplíter y los microfiltros de internet para asegurarme de que no va a tener problemas de desdoblamiento a causa de la alarma. Solo serán unos minutos, pero si usted no quiere, puedo dejarlo para otro día y venir a una hora que a usted le parezca bien.
—Está bien, hágalo ahora —autorizó Sara con aire resignado.
—En cuanto recoja los materiales estoy ahí.
Dos minutos después el hombre llamaba al timbre de la puerta. Sara se acercó a la mirilla y comprobó que era el técnico. Abrió la puerta y le franqueó la entrada.
—Perdone tantas molestias, señora, pero es que hemos recibido un montón de llamadas de los vecinos de arriba quejándose de que no tenían línea. Ha sido una suerte encontrar la avería tan pronto. Si no le importa decirme dónde tiene usted la entrada de la línea telefónica…
—Acompáñeme.
Sara cerró la puerta y, seguida por el técnico, se dirigió al despacho para indicarle dónde se encontraba la conexión, pero antes de que pudiera hacerlo sintió en el cuello la punta de una afilada navaja al tiempo que el individuo le tapaba la boca con violencia.
—¡Estate quieta y no te ocurrirá nada! —oyó que le decía—. No tengo intención de hacerte daño, pero si no me obedeces, lo vas a lamentar. Ahora voy a quitarte la mano de la boca, pero no se te ocurra gritar. Si lo haces, no tendrás la oportunidad de repetirlo porque antes te cortaré el cuello. ¿Me has entendido?
Sara, con los ojos muy abiertos por el miedo, asintió con la cabeza.
—Así me gusta. Ahora dime dónde tienes guardado el pergamino.
—¿Qué? —titubeó Sara.
—No te hagas la idiota, sabes perfectamente a qué pergamino me refiero. Y te aconsejo que no me hagas perder el tiempo. Tengo muy poca paciencia y enseguida me pongo nervioso, así que dime dónde hostias está el puto pergamino.
—Está…, lo guardo en la caja fuerte —respondió temblorosa.
—Pues ábrela. Y nada de bromas si no quieres que te haga una bonita cicatriz en tu precioso cuello —le dijo el hombre casi al oído.
Al hacerlo aspiró el perfume de Sara, la atrajo hacia sí y deslizó una mano bajo la blusa de ella. Buscó uno de sus pechos y lo acarició repetidamente mientras se le agitaba la respiración. Después le subió la falda, introdujo la mano bajo las bragas y comenzó a tocarle el sexo. Sara, impulsada por el asco, lo empujó lejos de sí a pesar de la navaja que sentía en el cuello. El individuo la abofeteó con fuerza, la agarró por el pelo y de nuevo le colocó la punta de la navaja en la garganta.
—Eres como a mí me gustan —siseó el tipo, que volvió a meter la mano bajo la falda para tocarla.
Sara sintió su aliento en la nuca y se estremeció de miedo y repugnancia.
—Tranquilízate, no tengo intención de follarte, ese no es mi estilo, pero no por eso iba a desperdiciar la ocasión de tocar unas tetas tan duras y suaves y un coñito tan delicioso. ¡Hummm! Esta noche me follaré a una puta y mientras lo hago me acordaré de ti… ¡Dame el pergamino de una jodida vez si no quieres que me olvide de lo que he venido a hacer y te folle aquí mismo! —masculló el individuo.
Sara experimentó un gran alivio cuando el individuo dejó de manosearla y la empujó para que abriese la caja fuerte. Apartó el cuadro e introdujo la clave con dedos temblorosos. Sonó un clic, tiró de la puerta y la caja se abrió. Dentro, entre diversos documentos y algo de dinero, estaba el cilindro de plomo.
—¡Ábrelo! —la apremió.
Sara obedeció. Quitó la tapa y sacó el pergamino.
—Muy bien, dámelo —le dijo el tipo—. Ahora vas a hacer lo que yo te diga. Vamos a tu dormitorio.
El sujeto esbozó una desagradable sonrisa al ver la expresión de pavor que asomó a los ojos de Sara, que lo miró horrorizada.
—Tranquila —le dijo—, ya te dicho que no voy a follarte, así que no me montes numeritos. No soy ningún violador, si eso es lo que te preocupa. Aunque a lo mejor te hubiera gustado, quién sabe. Las ricas sois muy caprichosas. ¡Vamos, camina!
Sara lo guio hasta el dormitorio.
—¡Vaya! —exclamó el individuo al entrar—. ¿Aquí es donde te tiras a tus amigos? ¿O te lo montas con tías? No sé por qué me pega que te van más las tías. Por la cara que pones seguro que sí.
La risa del tipo, áspera y profundamente desagradable, hizo que Sara le dirigiera una mirada de desdén en la que el desprecio se sobrepuso al miedo.
—Dime dónde guardas la ropa interior. Y date prisa —la conminó el individuo.
Sara fue hasta una gran cómoda de caoba y abrió uno de los cajones. El sujeto comenzó a hurgar dentro y acabó por coger unas bragas blancas y un sujetador del mismo color que guardó en uno de los bolsillos del uniforme.
—Y ahora ponte ahí, al borde de la cama, y vuélvete —le ordenó el falso técnico.
Sara hizo lo que le pedía y de pronto sintió un fuerte golpe en la nuca que hizo que todo a su alrededor se oscureciera. Las piernas dejaron de sujetarla, perdió el conocimiento y cayó de bruces sobre la cama. El sujeto la miró durante unos segundos. Después se guardó la pistola con la que la había golpeado y salió de la casa.
Cuando se recobró y tuvo conciencia de lo ocurrido la acometió un llanto convulsivo. En su memoria seguían vivas las imágenes del individuo y la vejación a la que la había sometido sin haber podido hacer nada para defenderse. El recuerdo del repugnante contacto de los guantes de látex de aquel asqueroso tipejo sobre su cuerpo le taladraba el alma. Se levantó y con paso vacilante buscó el teléfono.
—Yorgos —acertó a decir entre lágrimas.
—¿Sara? ¿Te ocurre algo?
Fue incapaz de responder, sobrecogida por el llanto.
—¡Sara, Sara! —insistió Yorgos—. ¿Qué te ocurre? ¡Por Dios, Sara, dime qué te pasa!
—Yorgos…, por favor, ven.
Soltó el teléfono y fue resbalando con la espalda apoyada en la pared hasta quedar sentada en el suelo sin poder contener el llanto.
—¡Sara! ¡Sara! —gritó Yorgos, pero su angustiada voz se quedó perdida en el aire.
* * *
Yorgos, preocupado, marcó el número de Sara, pero el teléfono comunicaba. Lo intentó con el móvil, pero no lo cogió. Entonces llamó a Spyros.
—Spyros, soy Yorgos. Algo importante le ha ocurrido a Sara. Me ha llamado llorando y de pronto ha dejado de hablar. La he llamado, pero su teléfono comunica y tampoco ha cogido el móvil. Yo voy ahora mismo para allá.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Spyros con inquietud.
—No lo sé, apenas podía hablar. Debe de ser algo grave. Te espero allí.
—Voy enseguida. ¡Dios, como algún hijo de puta le haya hecho daño lo va a pagar muy caro! —exclamó Spyros antes de colgar.
* * *
Sara, encogida sobre sí misma, sollozaba casi sin fuerzas, profundamente abatida. De pronto, el eco de su nombre le llegó como perdido en una bruma.
—¡Sara, abre, soy Yorgos!
—Yorgos —dijo con voz débil.
* * *
Yorgos golpeaba con fuerza la puerta y hacía sonar el timbre con insistencia, pero no obtenía ninguna respuesta. El ascensor se abrió y salió Spyros.
—¿Qué ocurre? —preguntó con ansiedad.
—No lo sé, llevo un rato llamando y no me abre —respondió Yorgos.
—¿Y tu llave?
—Con el nerviosismo la olvidé. He podido entrar porque una señora salía en ese momento.
—Aparta.
Sacó una llave y la introdujo en la cerradura de seguridad.
Sara se levantó con gran esfuerzo y caminó insegura hasta la puerta, que se abrió de pronto. Yorgos y Spyros entraron como una exhalación. Yorgos corrió hacia Sara, que se abrazó a su cuello sacudida por el llanto.
—Sara, cariño, ¿qué te ocurre? —le dijo.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Spyros.
Sara, incapaz de articular palabra a causa del llanto, se abrazó también a Spyros. Así, aferrada a ambos, fue calmándose poco a poco hasta que dejó de llorar, pero no pudo ocultar la mirada de miedo que continuaba asomada a sus ojos. Spyros comenzó a acariciarle el cabello y al hacerlo se percató de que la cabeza de Sara estaba cubierta de sangre. La cara se le transformó para convertirse en alguien poseído por una rabia brutal.
—¿Quién ha sido? ¡Dímelo! ¡Te juro por Dios que el que te ha hecho esto no va a encontrar en todo el mundo un solo lugar en el que esconderse! —exclamó—. Ya puede meterse bajo tierra que lo voy a encontrar, te lo juro por la memoria de nuestra madre. ¡Ese malnacido va a saber quién es Spyros Apostolidis!
Abrazó a Sara y la apretó contra su pecho mientras le besaba la frente para tranquilizarla.
—Hay que avisar a un médico para que te vea la herida —dijo Yorgos, cuyo semblante dejaba traslucir la ira que sentía—. Spyros, prométeme una cosa. Prométeme que si encuentras al hijo de puta que la ha herido me lo dirás antes de hacerle nada. También yo tengo algo que decirle. Y no le va a gustar.
Spyros lo miró pero no dijo nada.
—Sara, cariño, ven, túmbate sobre la cama y cuéntanos lo que ha pasado —le pidió Yorgos.
Se dejó conducir hasta el dormitorio. La herida había dejado de sangrar, pero las piernas apenas la sostenían y continuaba bajo los efectos de la conmoción producida por el fuerte golpe recibido. Spyros le colocó una toalla bajo la cabeza y la ayudó a tenderse. Yorgos marcó el teléfono del médico y después fue a la cocina a buscar un vaso de agua.
—Toma, bebe un poco. Te sentará bien —le dijo.
Despacio, con la voz todavía entrecortada, Sara comenzó a referirles lo ocurrido desde que en el monitor del circuito interno apareció el rostro del falso técnico de la compañía de teléfonos.
—Me amenazó con matarme si gritaba o hacía algún movimiento. Quería el pergamino.
—¿Qué pergamino? —preguntó Spyros.
Yorgos le contó la historia del documento y el misterioso mensaje del texto.
—¿Por qué no me habéis dicho nada? —se lamentó Spyros con una inflexión en la voz que dejaba entrever su malestar porque lo habían dejado al margen.
—Tienes razón, Spyros, lo siento de veras. Nunca pensé que esto pudiera ocurrir —se disculpó Yorgos—, pero ahora lo importante es dar con ese cabrón y hacerle pagar con creces lo que ha hecho.
—Sí, eso es lo importante —admitió Spyros con semblante serio—, aunque no vamos a decirle nada a la policía para evitar que llegue a sus oídos y levante el vuelo. Déjamelo a mí.
—¿Qué vas a hacer?
—No hagas preguntas, Yorgos, confía en mí. —Tomó una mano de Sara y le pidió que siguiera contando.
—Fue entonces cuando me… —A Sara se le quebró la voz y prorrumpió en un llanto que la hizo estremecerse.
—¿Qué pasó, qué te hizo? —le preguntó un angustiado Spyros—. ¿Te violó? ¿Esa rata te violó?
Sara negó con la cabeza.
—No, no me violó —prosiguió cuando logró calmarse—, pero me dijo cosas horribles y me… —Se ocultó el rostro con las manos y lloró de nuevo—. Me… tocó…, me… tocó, me siento… sucia…, me tocó… los pechos y… y… también… —Sara no pudo proseguir. Yorgos se inclinó sobre ella y la abrazó con fuerza.
Spyros se levantó con el rostro contraído, cerró los ojos y descargó un fuerte puñetazo sobre la puerta del dormitorio.
—¡Lo voy a matar, lo voy a matar! —gritó.
El teléfono interior sonó en ese momento.
—Debe de ser el médico. Voy a abrirle —dijo Yorgos, que volvió al poco acompañado de un hombre de mediana edad y aspecto afable.
—Doctor Basiskos —lo saludó Spyros.
—¿Qué le ha ocurrido a nuestra querida Sara? —preguntó el médico.
—Ha resbalado en el baño y se ha golpeado en la cabeza. Ha sido ella la que nos ha llamado —mintió Spyros.
—Vamos a ver esa herida. ¿Ha perdido el conocimiento?
—Nos ha dicho que sí; todavía está un poco confusa.
—Eso es normal.
El médico limpió con cuidado la herida, la desinfectó y le colocó un apósito. Luego le hizo a Sara una serie de preguntas y la examinó detenidamente para comprobar si había algún daño interno.
—La herida no parece grave, aunque convendría que le hicieran una radiografía para descartar cualquier posible fractura, que no creo que la haya, pero en estos casos es mejor estar seguros —comentó después de examinarla—. Llama a este número y diles que vais de mi parte para que le hagan la prueba enseguida. Y como ha habido pérdida de consciencia es aconsejable que esta noche no se quede sola y que la despertéis cada dos horas. Mañana volveré a ver qué tal sigue.
—Gracias, doctor, así lo haremos —dijo Spyros.
* * *
—Se ha quedado dormida —comentó Spyros cuando salió del dormitorio—. Y ahora tú me vas a contar todo, absolutamente todo lo relacionado con ese pergamino. Tenemos la noche entera por delante, así que no tengas prisa. Y lo primero que quiero que me digas es por qué me habéis dejado a un lado.
—Ya te he dicho que lo siento, Spyros, de verdad que lo siento, no ha habido ninguna intención de excluirte, sencillamente no lo hemos hecho, se nos ha pasado, nada más —se excusó Yorgos.
—Vale, de acuerdo, no le demos más vueltas al asunto, olvidémoslo y centrémonos en lo que importa. Si alguien ha venido a robar el pergamino, es porque debe de ser valioso, ya que nadie se arriesga así por algo que no tenga valor, porque lo que está claro es que el objeto del robo ha sido el pergamino. No se han llevado nada y aquí hay cosas que valen mucho.
—Y si han venido a buscarlo, es porque alguien sabía que estaba aquí.
—Exacto, aunque de eso hablaremos después. Ahora cuéntamelo todo, desde el principio, sin omitir nada por muy insignificante que te parezca.
—De acuerdo, pero antes no nos vendría mal una copa.
—Sí, no nos vendría mal.