Prepararon café y lo llevaron al salón. Yorgos se sentó, tomó la cafetera y sirvió dos tazas. Sara permaneció de pie.
—¿Quieres una copa? —le preguntó.
—Bueno, mañana es sábado y no hay que trabajar, así que si me emborracho…
—¿Es que piensas emborracharte?
—Si la cosa se tercia…
—No seas ganso y dime qué te pongo.
—Si tienes whisky, ponme un poco con bastante hielo.
—¿Lo quieres irlandés o escocés?
—¿El hielo?
—No, el whisky.
—¿En qué se diferencian?
—Pues en que uno es de Irlanda y el otro de Escocia.
—En ese caso…, irlandés. En vaso ancho. Y con bastante hielo —repitió.
—El hielo lo traes tú. Ya conoces el camino hasta el frigorífico.
—Oye, ¿sabes una cosa? Este restaurante tiene un servicio pésimo. Menos mal que es barato.
—Anda, trae el hielo —dijo Sara sin poder ocultar la sonrisa.
Después del café, sentados en un cómodo sofá y ante sendos vasos de whisky, Yorgos prosiguió con la explicación interrumpida antes de la cena.
—Las pruebas se han hecho en un laboratorio alemán. Mandé repetirlas con un equipo diferente para descartar cualquier posible error y los resultados han sido prácticamente los mismos, lo que significa que los cálculos están bien hechos. Y hay más: por lo que he podido deducir mediante la comparación de estilos de lenguaje y de caligrafía, nuestro enigmático autor debió de escribir el texto en esa misma época. ¿Sabes lo que significa esto? Que muy probablemente fue escrito en España, en Sefarad, y traído hasta Salónica después de la expulsión decretada por los Reyes Católicos en 1492. Aunque también se pudo escribir aquí o en Estambul, pero me inclino por lo primero.
—Pero, ¿con qué finalidad?
—Eso tendremos que averiguarlo. No obstante, no creo equivocarme si te digo que el mensaje oculto en el pergamino nos está indicando un lugar en el que debe de haber algo escondido. Y también nos está diciendo qué es eso que está oculto, aunque no lo mencione.
—Yo tuve un profesor de matemáticas que repetía constantemente que en cualquier problema, la solución está en el enunciado —dijo Sara.
—Así es. Tenemos el enunciado del problema. Solo hay que resolverlo. Por lo pronto, las letras marcadas ya son un dato. GOTHLAS, ¿lo recuerdas?
—Sí, claro. Con esas siete letras se pueden hacer miles de permutaciones y puede que alguna de ellas sea la que nos dé la pista, pero hacerlo una a una nos llevará muchísimo tiempo y lo más probable es que nos equivoquemos. Hablaré con el informático de mi empresa. Seguro que él conoce algún programa que nos permita sacar la lista completa de palabras que se pueden formar con esas letras.
—Es una buena idea —admitió Yorgos—, pero no debemos dejar de lado que lo más probable es que el orden en que aparecen las letras marcadas sea el correcto.
—La navaja de Ockham: en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta.
—Exacto, y la más sencilla es, en principio, la que ya tenemos, así que antes de hablar con tu informático deberíamos dar un paseo por internet para ver si encontramos alguna cosa que nos sirva.
—¿Cuánto tiempo crees que nos llevará sacar algo en claro?
—Eso no puedo saberlo, Sara. Pueden ser días, meses, años… o nunca. No se trata de descifrar una escritura para traducirla y saber qué es lo que dice, sino de averiguar qué es lo que quiere decir. Puede, incluso, que estemos haciendo suposiciones que no se correspondan con la realidad y que no haya nada detrás de todo esto.
—No lo creo, presiento que el pergamino esconde algo importante.
—Yo también lo creo así, pero que no haya nada detrás del enigma cae dentro de lo posible.
Sara se levantó.
—¿Quieres otra copa? —le preguntó—. Yo voy a servirme una.
—Vale, pero no me pongas mucho whisky, que después tengo que conducir.
—Puedes quedarte aquí si quieres —le respondió Sara mientras caminaba hacia la cocina.
Yorgos la vio alejarse mientras en su cabeza resonaron como un eco esas palabras. «Puedes quedarte aquí si quieres». ¿Era una invitación a compartir la noche con ella o una simple muestra de cortesía para evitarle conducir con algo más de alcohol del permitido? Mientras se debatía en la duda apareció Sara, que se apoyó en el quicio de la puerta del salón con un vaso en cada mano.
—Bueno, ¿lo has pensado? —le preguntó.
Yorgos la miró fijamente sin saber qué responderle, no tanto porque no acertase a encontrar las palabras adecuadas, sino porque la imagen de Sara apoyada en la puerta se le había fijado en la retina y acaparaba toda su atención. «¡Es preciosa!», pensó.
—¿Te pasa algo? —oyó que le decía Sara, que fue hasta el sofá y se sentó junto a él.
—¿Eh? No…, no me ocurre nada, es que estaba distraído. ¿Qué me decías?
—Que si lo has pensado.
—¿Pensado qué?
—Lo de quedarte aquí esta noche. Así mañana podríamos levantarnos temprano y salir a navegar en el velero.
Yorgos experimentó una sacudida en su interior y una ola de calor le subió hasta las sienes. «Si no lo hago ahora, no seré capaz de hacerlo nunca», se dijo.
—Sara, yo…, no sé cómo decirte que… —comenzó a decir. Ella lo miró a los ojos e intuyó que una tormenta se había desatado dentro de él. Esbozó una sonrisa cálida y le cogió una mano. Acercó la cara y lo besó con dulzura.
—¿Qué es eso que no sabes cómo decirme? —le dijo en voz baja mientras sus labios rozaban los de Yorgos.
Sus bocas se unieron en un beso profundo, intenso, un beso cultivado desde hacía meses pero que hasta esa noche no había germinado. El tiempo pareció suspenderse mientras se besaban y un silencio ancho y hermoso ocupó el lugar de las palabras.
Sara separó su boca de la de Yorgos y lo miró con una expresión en la que no había un solo resquicio para la duda acerca de su felicidad. En sus ojos brillaba el amor por el hombre que había despertado en ella los sentimientos que durante años habían permanecido dormidos.
La mirada de Yorgos declaraba algo que iba mucho más allá de la pasión. Era la mirada de quien se sabe enamorado, rendido a la mujer a la que su corazón tanto deseaba y a la que nunca se había atrevido a decirle lo mucho que la quería. El beso le había infundido la savia que precisaba para abrirle el alma de par en par. Los labios de Sara lograron romper las cadenas de los silencios perpetuamente acobardados; las grutas del amor se le llenaron de luz y de voces que proclamaban el ardor que corría por sus venas. De entre todas las palabras que pugnaban por salir solo dos se abrieron camino. No necesitó ninguna más:
—Te quiero —le dijo en un susurro que fue el clamor de su corazón.
—Ven —sintió que le respondía Sara.
Una suave presión sobre la mano lo guiaba hacia el dormitorio. Al entrar, Yorgos se sintió envuelto por el suave perfume de ella que flotaba en la alcoba. Volvió a besarla, convencido de que lo que estaba pasándole no era más que un sueño y de un momento a otro se despertaría; la respuesta a sus temores fueron las manos de Sara, que le desabrochaban la camisa con delicadeza. La miró. Sara le sonreía. Y fue entonces cuando Yorgos tuvo plena conciencia de que todo era real y de que aquella iba a ser una noche que señalaría sus vidas para siempre.
Tendidos sobre la cama, Yorgos admiró el hermoso cuerpo desnudo de Sara, que se exhibía ante su mirada como una deidad que aguarda el abrazo del amado para entregarse a él y vivir juntos las delicias del amor apasionado. Sus manos lo recorrieron con el fervor silencioso de quien celebra un rito sagrado. Era tanta y tan grande la fuerza de sus sentimientos que sintió un nudo en la garganta. Besó los pechos de Sara, suaves y firmes, y percibió cómo ella se estremecía al contacto de su boca. Sus miradas se encontraron para refrendar el ardor que los quemaba. Cada caricia era un canto de amor al que respondían embriagados por un placer que les hacía palpitar la piel desnuda. Un impulso irrefrenable les sacudió los sentidos y el cuerpo de Yorgos, envuelto en una ola de deseo, buscó el de Sara con el ansia proclamada de un amor largo tiempo contenido; ella, abrasada por la misma pasión, se entregó enardecida y sus cuerpos volaron por espacios nunca imaginados hasta que una explosión de supremo éxtasis liberó todo el fuego que llevaban dentro. Fue aquel un acto de amor en el que no hubo palabras sino deleitados silencios susurrados al oído. Después, llenos de besos y de caricias, con la alegría prendida en los corazones, se dejaron vencer por un agradable sopor.
Las primeras luces de la amanecida los sorprendieron abrazados en un sueño lleno de prometedora felicidad que no había hecho más que empezar. El nuevo día que despuntaba era muy distinto a los que habían dejado atrás.