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La ciudad alta es la parte más antigua de Salónica, con barrios de calles estrechas donde corretean los niños, jardines y puertas abiertas de par en par que dejan ver los patios en los que cuelga la ropa tendida. Las melodías del rebétiko[20] y el aroma de las plantas son señas de identidad de una zona que la mayoría de los salonicenses consideran el corazón de la ciudad. Está rodeada por unos cuatro kilómetros de murallas, algo menos de la mitad del primitivo perímetro defensivo levantado en el siglo V, reformadas por los bizantinos y después por los turcos. Desde ellas se divisa una hermosa vista del golfo de Salónica.

Al lado de las murallas se extiende el barrio conocido como Kastra, el viejo barrio turco, o lo poco que quedó de él después del incendio de 1917. En una callejuela bordeada de ventanas con flores se hallaba el restaurante, un local pequeño y confortable, famoso por su excelente cocina.

Una fotografía colgada en un lugar bien visible del local mostraba a dos jóvenes sonrientes. Cada uno pasaba el brazo por encima del hombro del otro mientras que con la mano libre sujetaban un fusil. En una esquina, escritos con tinta azulada que ya casi había perdido el color, dos nombres, un lugar y una fecha: «Tasos y Dimitrios. Thesaloniki, 1943». Debajo, una placa que decía: «Héroes de la resistencia griega contra los puercos nazis».

Spyros acudió a recibirlos. Se había hecho cargo del restaurante después de la muerte de su padre, Stavros Apostolidis. De la misma edad que Sara, era alto y de complexión fuerte, bien parecido y con un gran atractivo que radicaba en la franqueza de su mirada y en un rostro en el que la sonrisa parecía haberse adueñado de cada uno de sus gestos. Abrazó a Sara y le dio dos sonoros besos.

—¡Querida hermanita! ¡Qué alegría verte por aquí! —le dijo sin perder la sonrisa—. Pensaba que ya te habías olvidado de este pobre marinero o, lo que es peor, que no te gusta mi comida. Lo primero hubiese podido soportarlo, pero lo segundo… hubiese sido un golpe mortal para mi orgullo.

—Querido Spyros, sabes que nunca podré olvidarme de ti… ni de tu comida —contestó Sara.

—Eso me consuela.

Después saludó a Yorgos con un fuerte apretón de manos, al tiempo que le decía con una cordial expresión de broma:

—¡Qué suerte tienes!

—¿Qué pasa? ¿Acaso te ha dicho Sara que vengo de invitado? Está visto que no se puede guardar un secreto —repuso Yorgos con buen humor.

—No, no me refiero a eso, sino a que has tenido más suerte que muchos de la ciudad que llevan toda la vida detrás de Sara y jamás les ha hecho el menor caso. A eso es a lo que me refiero —añadió Spyros con su permanente sonrisa cargada de picardía.

—Pero Sara y yo no…

—Déjalo ya, Spyros —intervino Sara, divertida por la turbación de Yorgos.

—De acuerdo, hermanita, solo quería mostrarle mi satisfacción. Ya sabes las ganas que tengo de tener un… hermanito.

—Spyros, no insistas y deja de hacer de casamentero. Dinos qué nos vas a dar de cenar o voy a tener que buscar un restaurante de la competencia.

—¡No, por favor, eso no! —rogó Spyros con las manos en actitud implorante y un tono a todas luces fingido—. Seré bueno, lo prometo. Y os haré un buen precio.

Sara y Yorgos rieron la ocurrencia.

—Sabes que me alegra mucho verte y que quiero que seas feliz —le dijo Spyros a Sara, a la que abrazó de nuevo—. ¡Miren qué hermana más guapa tengo! —exclamó en voz alta. Varios clientes se volvieron a mirar y dedicaron una sonrisa a Sara.

—Ya vale, vas a conseguir que me sonroje.

—De acuerdo, me portaré bien —prometió Spyros—. ¿Qué tal si primero os traigo una ensalada de espinacas con manzana y jamón y un poco de musaká de patatas para que vayáis abriendo boca?

—A ver si esta noche consigues darle el punto que le daba tu padre. Puedes intentarlo una vez más a ver qué te sale —se burló Sara.

—Ya me lo dirás después —replicó Spyros—. ¿Os traigo unos aperitivos y luego elegís un segundo plato? ¿Os parece bien?

—A mí me parece perfecto. ¿Y a ti?

—A mí también —respondió Yorgos.

—De acuerdo, entonces. Os he reservado aquella mesa del fondo, allí podréis hablar tranquilamente. Sentaos, que enseguida os traigo un vino de retsina que tengo por ahí escondido y que solo lo ofrezco a clientes muy especiales. —Spyros hizo un guiño a Sara.

La mesa estaba situada junto a una ventana que daba a un patio encalado en cuyas paredes colgaban multitud de tiestos con flores pintados de azul.

—¿Por qué no le has dicho que tú y yo solo somos amigos? —preguntó Yorgos cuando se sentaron.

—¿Por qué no se lo has dicho tú?

—Habrá pensado que somos… novios.

—¿Y eso te preocupa? —contestó Sara con una expresión que no ocultaba su intención de ponerlo en un aprieto.

Yorgos no supo qué responderle y mostró un palpable nerviosismo que hizo que la sonrisa de Sara se hiciese aún mayor. En ese momento llegó Spyros con una botella de vino.

—Pocas veces vais a probar un vino como este —comentó satisfecho mientras escanciaba un poco en la copa de Sara para que lo catase.

—¡Hummm, buenísimo, hermanito!

—Sabía que te iba a gustar. —Llenó la copa de Yorgos y después completó la de Sara—. Aquí os lo dejo.

—Llevo mucho tiempo queriendo hacerte una pregunta. ¿Puedo? —dijo Yorgos cuando Spyros se marchó.

—Adelante —lo animó Sara.

—¿Por qué Spyros te llama hermana? Que yo sepa eres hija única.

—Porque en cierto modo lo somos: los dos hemos mamado de los mismos pechos —respondió Sara—. La nuestra es una historia bonita y muy triste a la vez… Su padre y el mío eran íntimos amigos, y nuestros abuelos también… Como sabes, los nazis exterminaron a casi toda la comunidad judía de Salónica. Esos bastardos destruyeron casi toda la cultura que mis antepasados españoles trajeron de Sefarad. Era tal su salvajismo que con el mármol de las lápidas del cementerio hebreo hicieron una piscina para los oficiales… De los casi sesenta mil judíos que fueron capturados y enviados al campo de exterminio de Auschwitz apenas ocho mil consiguieron sobrevivir. A mi abuelo Jacob y a mi abuela Miriam los mandaron allí… Murieron los dos en las cámaras de gas. Mi padre, que entonces era muy pequeño, se quedó huérfano, pero los que después serían mis abuelos maternos se hicieron cargo de él y se unieron a los partisanos. Allí conocieron a Dimitrios, el abuelo de Spyros, que había llegado de Corfú. En una acción contra los nazis mi abuelo le salvó la vida y eso los convirtió en inseparables. ¿Ves la foto que hay allí? Son ellos dos. El de la izquierda es mi abuelo. Lo que pone debajo lo escribió Spyros, que adoraba a su abuelo y al mío, a los que considera verdaderos héroes. Y los de la fotografía de al lado, la del barco, son mi padre y Stavros, el padre de Spyros. A los dos les gustaba mucho navegar y tanto Spyros como yo hemos heredado esa afición. —Sara dio un trago de vino—. Cuando terminó la guerra, Dimitrios montó este restaurante, que regentó hasta que Stavros, su hijo, fue mayor y pudo hacerse cargo de él. Stavros se casó, pero su mujer murió al dar a luz a Spyros. En aquellos momentos se puso de manifiesto la amistad que había entre Stavros y mis padres. Spyros se crio con nosotros. Mi madre, a la que él llamaba mamita, fue para él la madre que no llegó a conocer. Nos criamos juntos y juntos crecimos. Por eso Spyros es mi hermano, aunque por nuestras venas corra sangre distinta… Nunca he visto llorar a un hombre con tanta pena como lloró Spyros cuando murió mi…, nuestra madre… —Los ojos de Sara adquirieron un brillo que delataba la presencia de unas lágrimas que se esforzaba en retener. Yorgos se dio cuenta y le cogió una mano. Al cabo de unos segundos, prosiguió—: El de mis padres fue un verdadero matrimonio por amor. Sabes que mi madre no era judía, pero eso no fue ningún inconveniente, porque mis abuelos no pusieron reparo alguno a que su hija se casara con un judío. Para ellos mi padre era como un hijo más. Bueno, de hecho casi lo era, puesto que lo recogieron cuando sus padres fueron deportados a Auschwitz… Yo quería mucho a mis padres, muchísimo. Mi madre murió hace ocho años en un desgraciado accidente. —Los ojos de Sara volvieron a nublarse—. Dos años después murió mi padre… Murió de pena. —Dio otro sorbo de vino. Yorgos la miraba; en su mirada resplandecía el reflejo de quien está enamorado y calla por un infundado temor a no ser aceptado—. Y ahora solo me queda Spyros. Él es mi única familia…, mi hermano.

—También me tienes a mí.

En ese momento llegó Spyros con un par de bandejas.

—Bueno, aquí tenéis la ensalada y la musaká. Y a ver qué me dices cuando la pruebes —comentó, dirigiéndose a Sara—. ¿Qué te ocurre? ¿Has llorado? —le preguntó con rostro serio.

—No ocurre nada, Spyros, es que he estado recordando a nuestros padres.

Spyros se acercó a Sara y la besó en la frente. Después se alejó. Sara miró a Yorgos con fijeza y advirtió una expresión en su cara que dejaba entrever que había sentido como propias las lágrimas contenidas de ella.

—Bueno, ya está bien de recordar momentos tristes. Brindemos por el dichoso pergamino —propuso Sara.

Levantaron los vasos.

—¿Sabes que Spyros está enamorado de Danái? —comentó Sara.

—¿De Danái, esa chica tan guapa que trabaja contigo?

—Y que es tu alumna en la universidad.

—Vaya, no tiene mal gusto.

—Pero no acaba de decidirse. El caso es que Danái también está enamorada de él. Uno de los dos tendrá que dar el primer paso.

—Pues vaya un panorama.

—Bueno, no es el único caso, conozco otro. Seguro que tú también sabes de alguno, ¿verdad? —dijo Sara sin dejar de mirar a Yorgos, que apuró de un trago el vino que le quedaba en la copa.

—Pues… no sé, quizá. Y tú, ¿tienes a alguien en tu vida? —preguntó de improviso.

—¿A qué viene ese repentino interés por mi vida sentimental? ¿Acaso vas a hacerme alguna proposición… indecorosa? —repuso Sara pugnando por reprimir la risa al ver el gesto de desconcierto de Yorgos, quien volvió a llenar la copa y trató de fingir naturalidad. Por fin pudo reunir el suficiente valor para responderle con una sonrisa.

—Tú sabes que estoy enamorado de ti, así que tengo que averiguar si hay algún rival con el que tenga que batirme en duelo para eliminarlo.

Ahora fue Sara la que pareció desconcertada. No estaba segura de si hablaba en serio o no, aunque su intuición de mujer le decía que en las palabras de Yorgos se escondía una verdad enmascarada de broma.

Cuando acabaron de cenar, se acercó Spyros.

—Bueno, ¿qué tal? ¿Pensáis volver otro día o vais a pedirme el libro de reclamaciones?

—Muy bueno todo, esta noche has estado inspirado. Hasta la musaká te ha salido bien.

—Cierto —añadió Yorgos—. Te mereces una buena nota. Siéntate y tómate una copa con nosotros, te la has ganado.

—Esa corre por cuenta de la casa —repuso Spyros—. Y después, si os apetece, os invito a tomar otra por ahí, que la noche es joven. Conozco un par de sitios que os van a encantar… A no ser que tengáis otros planes, claro.

Spyros exhibió una amplia sonrisa seguida de un guiño cargado de doble sentido. En respuesta, Yorgos compuso un gesto forzado que pretendía estar a la altura de las circunstancias. Sara no pudo contenerse y soltó una carcajada.