A un lado de la mesa se sentaban el rabino Salomón ben Paquda ha Leví, Isaac ben Yehudá Abravanel, Yehudá Abenamias y Josué Arragel. Ellos se quedarían en Toledo.
Enfrente, formando un semicírculo en torno a la mesa, estaban todos los demás: Jacob y Miriam; los hermanos Ben Llana; Isaac Ferruziel, Judith Benmerquí y Neemías, el hijo de ambos; Samuel Betanave y su hijo Aarón; Saúl Abengael; Simón Benatar y Noemí Ferruziel; Elías Bendayán y Esther Benchimol, su mujer; Ezequiel Cohen, Moisés ben Albalía, Samuel Hadida, Jonás Gavisón y Hasday Siriano.
Ellos partirían con la caravana de muleros.
Todos seguían con gran atención las palabras del rabino.
—Cuando lleguéis a la ciudad deberéis buscar la casa de don Abraham Zacuto —continuó—. Entregadle esta carta mía. Él os ayudará en todo lo que necesitéis y os guiará hasta el lugar en que debe ser escondido el tesoro. Ahí acabará su ayuda. Después os tocará a vosotros dos acabar la misión —dijo a Jonás Gavisón y a Hasday Siriano—. Puesto que se supone que sois cristianos seréis los encargados de hacerlo, aunque es poco probable que alguien os pregunte por qué andáis por aquellos caminos. Si eso ocurriera, diréis que vais en peregrinación al monasterio para implorar las bendiciones del santo y dejar unas limosnas. Cuando lleguéis al monasterio pedid cobijo y entregad unas cuantas monedas de oro para que los monjes las dediquen a misas por las ánimas del purgatorio.
—Eso ablandará sus piadosos corazones —comentó Aarón Betanave con sorna, lo que provocó algunas risas que el rabino acalló con un gesto de la mano.
—Lo que después hagan con las monedas no es asunto nuestro, lo importante es que confíen en vosotros. Esa noche pediréis el permiso del abad para que os permita pasarla haciendo penitencia ante el altar. Seguro que con la dádiva de las monedas de oro no pondrá ninguna pega y eso les hará creer que sois verdaderos cristianos. Al amanecer abandonaréis el monasterio no sin antes dejar dicho que andáis buscando un lugar apartado del mundo en el que pasar varios días de ayuno y expiación para purgar vuestros pecados. Sé que todo esto resultará doloroso para vosotros, pero hay que tomar todas las precauciones posibles y sé que sabréis ser buenos cristianos —bromeó el rabino, lo que provocó nuevas risas—. Después os daré todos los detalles que os hagan falta sobre el monasterio.
El rabino hizo una pausa. Miró a los reunidos y constató por sus rostros que su estratagema contaba con la confianza de todos.
—Cuando lleguéis al lugar elegido deberéis cavar en el lugar exacto y lo enterraréis lo suficientemente hondo como para que las aguas de la lluvia no lo dejen al descubierto —prosiguió—. Cavad un hoyo profundo y ponedle dobles paredes de lanchas de pizarra y un lecho también de pizarra. Después guardad el tesoro en este cofre y cerradlo con una de estas llaves —les mostró varias llaves y un cofre metálico—, son todas iguales y en ellas está el secreto para encontrar el lugar en el que dormirá el tesoro. Don Abraham Zacuto os proporcionará unas planchas de plomo. Las clavaréis hasta formar un arcón dentro del cual introduciréis el cofre. Cuando el arcón esté hecho y cerrado sellaréis las juntas con varias capas de cera de abeja derretida mezclada con resina de alerce. Por último, lo cubriréis con otras lajas de pizarra antes de taparlo con tierra bien apisonada. Cuando hayáis acabado, esconded una de las llaves en el lugar que os he indicado y del modo que os he dicho. Las otras deberán repartirse entre vosotros, por familias y en orden inverso de edades, salvo para Jonás y Hasday. Ellos no llevarán ninguna. Se supone que son cristianos. Si en vuestro viaje os preguntan qué significan las llaves, podréis responder que son copias de las de vuestras casas, que las lleváis con vosotros para no olvidar vuestro origen, y no tendría sentido que unos cristianos llevaran también las llaves de sus casas. Además, para no levantar sospechas, el cofre solo contendrá ropa de niño. Miriam está embarazada y eso lo justificará. El tesoro irá repartido entre vosotros. Nadie se extrañará si os registran y ven lo que lleváis, porque, como dijo don Isaac, el tesoro se tornará invisible para ellos… Moisés —dijo al alfarero—, has hecho un excelente trabajo, y también tú, Elías —añadió, dirigiéndose al platero—. No era fácil grabar las llaves con la precisión que lo has hecho.
—Salomón os ha explicado con detalle dónde está el lugar y cómo podréis llegar hasta allí —intervino Isaac Abravanel—. En estos pergaminos está la clave para que, en el futuro, se pueda localizar el tesoro. La hemos redactado entre Salomón y yo y ahora os explicaremos lo que significa. Llevaréis un pergamino cada uno y deberéis memorizarlo. No sabemos qué destino nos deparará el Señor cuando salgamos de Sefarad. Si tenemos que dispersarnos por tierras extrañas, no podemos permitir que la clave para llegar al tesoro se pierda, por eso cada cual llevará su copia escrita y grabada en la memoria. Si alguien pregunta, diréis que es una oración. Deberéis protegerlo y cuidarlo para que permanezca con vosotros siempre. El secreto de su significado solo se lo revelaréis a vuestros hijos y estos, a su vez, a los suyos, pero antes deberán jurar sobre los sagrados libros de la Ley que guardarán el secreto incluso a costa de sus vidas. El momento de pasar la custodia a otros habrá llegado. Estos, a su vez, descargarán esta responsabilidad en otros hasta que el tesoro vuelva al santo lugar del que salió. No sabemos cuándo ocurrirá eso, pero debemos tener fe en el Señor y confiar en su sabiduría. Ese día llegará alguna vez; mientras tanto, somos los depositarios de un secreto que nadie más debe conocer. Cuando hayáis abandonado Sefarad entregaréis una llave y un pergamino a Hasday y a Jonás; ellos también son parte ya de la Hermandad.
—El momento de partir ha llegado —anunció el rabino—. Mañana al amanecer saldréis camino del destierro y llevaréis con vosotros la esperanza de un mañana mejor. Isaac y yo os seguiremos más tarde. Puede que algunos no volvamos a vernos, pero si el Señor quiere, nos encontraremos en Tesalónica, en el reino del Gran Turco. Que el Señor guíe vuestros pasos y os proteja.
El rabino Salomón ben Paquda ha Leví se cubrió la cabeza y los hombros con el manto ritual, colocó las palmas de las manos delante de la cara y comenzó a mecerse despacio hacia adelante y hacia atrás, con los ojos cerrados, mientras recitaba versículos del Libro de las Lamentaciones del profeta Jeremías:
Acuérdate, oh, Jehová, de lo que nos ha sucedido:
Ve y mira nuestro oprobio.
Nuestra heredad se ha vuelto a extraños,
nuestras casas a forasteros.
Huérfanos somos sin padre,
nuestras madres como viudas.
Nuestra agua bebemos por dinero;
nuestra leña por precio compramos.
Persecución padecemos sobre nuestra cerviz:
nos cansamos y no hay para nosotros reposo.
Aquella noche, las puertas de la judería toledana se cerraron para ellos por última vez. Al amanecer se convertirían en peregrinos sin retorno que caminarían en busca de una tierra sin nombre en la que esperarían el advenimiento de tiempos mejores.
* * *
La mañana despertó brumosa. Una niebla densa desdibujaba las caras de tristeza de todos. No hubo palabras de despedida, sino lágrimas, abrazos y gestos de afecto cargados de amargura por tener que abandonar la tierra que durante tantos siglos había sido su casa.
La caravana se puso en camino despacio, casi pesadamente. La voz de los arrieros fustigando a las mulas eran los únicos sonidos que se oían. La niebla ocultaba lo que debieron haber sido los primeros rayos de sol.
Miriam se miró el abultado vientre y lo acarició. «Hijo mío, vas a nacer en tierra extraña», susurró una vez más mientras por su cara resbalaban unas lágrimas silenciosas llenas de ternura y de pena.