Granada, abril de 1492
El rostro de Isaac ben Yehudá Abravanel no reflejaba la agitación que bullía en su pecho. Por el contrario, su actitud aparentaba serenidad, pero a medida que la audiencia transcurría, los esfuerzos que debía hacer para refrenar el torbellino de sentimientos que lo asaltaban eran cada vez mayores. Notaba las miradas del rey Fernando y de la reina Isabel fijas sobre su persona, pendientes de las palabras de quien había sido uno de sus más leales servidores; en aquellas miradas parecía haberse perdido el recuerdo de los servicios que Abravanel les había prestado.
—Mi rey, mi reina, os he servido fielmente durante años y jamás os pedí nada a cambio. Si ahora lo hago, no es por propio beneficio… Nuestros antepasados llegaron a estas tierras hace muchos siglos y aquí hemos permanecido desde entonces…; ahora un edicto nos condena al destierro y nos obliga a abandonar para siempre nuestra amada Sefarad… Mis reyes, sed clementes con mi pueblo, anulad ese edicto que al cabo no es más que un trozo de papel, rompedlo ahora que aún estáis a tiempo para que las generaciones venideras os recuerden por vuestras nobles hazañas y no por haber expulsado al pueblo hebreo y haber fundado la terrible Inquisición que…
—Don Isaac —lo interrumpió la reina Isabel—, os tenemos en muy alta consideración y gozáis de nuestra estima, pero no olvidéis que estáis en presencia de vuestros reyes. Os ruego que moderéis vuestras palabras.
—Mis reverenciados monarcas, os pido humildemente perdón. El dolor que mi corazón siente es el que me hace hablar así… Un nuevo éxodo amenaza a mi pueblo y esta vez no hay ningún Moisés que nos guíe ni tierra prometida a la que dirigirse.
—Sabéis que podéis quedaros si ese es vuestro deseo —dijo el rey Fernando.
—Tenéis razón, podría quedarme si quisiera…, a cambio de renunciar a mi fe. Ese es un precio demasiado alto que no estoy dispuesto a pagar.
—Don Isaac, las tareas de gobierno exigen a veces grandes sacrificios y tener que tomar decisiones dolorosas —manifestó la reina Isabel—, pero os estamos ofreciendo la posibilidad de abrazar la verdadera fe de Dios y pasar a formar parte del sagrado cuerpo de la Iglesia.
—¿Lo haríais vos? ¿Renunciaríais a vuestra fe si estuvieseis en mi lugar? ¿Abjuraríais de la fe de vuestros padres para abrazar otra a cambio de unos bienes materiales? —respondió Abravanel.
Se produjo un momentáneo y duro silencio.
—No lo haríais, mi señora, sé que no lo haríais, ni vos tampoco, mi rey. Entonces, ¿por qué me lo exigís a mí? ¿Por qué queréis obligar a mi pueblo a que lo haga? —Los ojos de Abravanel se empañaron con unas lágrimas que pugnaban por brotar—. Os lo imploro, mis amados reyes, perdonad a mi pueblo, evitadles el castigo del destierro y dejad que podamos seguir enterrando a nuestros muertos en esta tierra que tanto amamos. Imponednos fuertes tributos si ese es el precio que hay que pagar, obligadnos a trabajar para vuestros reinos sin nada a cambio, quedaos con toda mi fortuna y con la de aquellos de entre los míos que más tienen…, pero dejadnos vivir aquí, no nos expulséis de la casa de nuestros padres y de los padres de nuestros padres, permitidnos seguir viviendo en esta tierra que hemos querido y queremos tanto como vos… Dejadnos vivir y morir en Sefarad; no nos cerréis sus puertas.
Las últimas palabras de Isaac ben Yehudá Abravanel se confundieron con el llanto quedo y amargo que lo dominó.
—Tranquilizaos, don Isaac, os lo rogamos. Sabemos que es muy duro para vos y para vuestro pueblo, pero la unidad del reino así nos lo demanda y eso no se producirá nunca si no logramos la unidad de la fe —respondió el rey Fernando.
—¿Ese es el problema, mi señor, la unidad de la fe? ¿Acaso no habéis unificado los territorios, no habéis logrado que todos cuantos viven sobre esta tierra obedezcan a unos mismos monarcas? ¿No es eso unidad? Habéis vencido a los moros, habéis acabado con el reino de Granada y lo habéis hecho con sangre de nuestro pueblo y con la ayuda de nuestro dinero… Y ahora os estorbamos para reinar porque decís que necesitáis la unidad de la fe. ¿Cuándo hemos interferido los judíos en los asuntos de vuestra fe? Vos sabéis que jamás hemos sido un problema… Solo Torquemada piensa que sí lo somos y por eso nos persigue, por eso quema nuestras bibliotecas para hacer desaparecer cualquier vestigio de nuestra cultura, por eso permite que muchos sacerdotes fanáticos conviertan sus sermones en prédicas incendiarias contra el pueblo hebreo, por eso tolera que la gente se levante contra nosotros, destruya nuestras casas y asesine a hombres, mujeres y niños por el mero hecho de ser judíos… Nos acusan de haber dado muerte a Jesús de Nazaret, bendito sea su nombre, y olvidan que mi pueblo llegó a Sefarad siglos antes de que Jesús naciera[8]. ¿Qué culpa tenemos nosotros? ¿Por qué se castiga en nuestras personas lo que otros hicieron? ¿Porque somos judíos, por eso nos persiguen, nos calumnian, nos maltratan y nos humillan? ¿Acaso Jesús no era también judío? Si unos cristianos cometen un crimen, ¿debemos acusar de criminales a toda la cristiandad? No, no sería justo…
Abravanel inclinó la cabeza y su poblada barba blanca reposó sobre el pecho. Se mantuvo así durante unos instantes al tiempo que movía la cabeza a izquierda y derecha varias veces, como si negara algo. Después alzó el rostro y miró fijamente a los reyes.
—Torquemada —declaró con voz clara y rotunda—. Él es quien realmente ha firmado el decreto que nos despoja de nuestros legítimos derechos…, aunque sean vuestras firmas y vuestro sello real los que aparezcan.
* * *
Abraham Seneor esperaba impaciente sentado a la sombra de uno de los árboles de los jardines de la Alhambra. Cuando vio salir a Isaac Abravanel supo de inmediato que el intento de influir en los reyes Fernando e Isabel para que cambiasen el edicto de expulsión había fracasado. La palidez de cera de la cara, el velo de tristeza que se reflejaba en sus ojos, el caminar lento, con la cabeza agachada y los hombros hundidos, no dejaban lugar a dudas. Abraham Seneor se incorporó y acudió al encuentro de su amigo, lo cogió por un brazo y bajaron en silencio las laderas de la colina sobre la que se asentaba el palacio de la Alhambra. Abajo los esperaban con unos mulos guarnecidos para llevarlos hasta Santa Fe. La ley que prohibía a los judíos montar a caballo y portar armas también los alcanzaba a ellos, aunque ambos hubiesen sido abastecedores reales y les hubiesen prestado a los reyes importantes cantidades de dinero para financiar la guerra de Granada.
—¡Maldito seas, Torquemada! ¡Maldito seas mil veces! ¡Que la ira de Yahveh caiga sobre ti y sobre toda tu estirpe de judíos renegados! —exclamó de pronto Abravanel con los ojos anegados en lágrimas[9]—. Al final lo ha conseguido, Abraham; ese maldito renegado ha conseguido lo que se proponía, ha logrado convencer a los reyes para que nos echen de nuestra tierra, para que nos arrojen de nuestras casas. Los reyes están ciegos y no se dan cuenta de lo que hacen. ¡Maldito seas, Torquemada, mil veces maldito seas! —repitió con rabia—. Tú y todos los de tu orden hacéis honor a vuestro nombre de perros de presa, pero no, eso no es justo porque incluso los perros tienen más humanidad que vosotros, que solo anidáis odio, crueldad y fanatismo en vuestras negras almas, si es que las tenéis[10]. ¡Maldito seas, maldito seas, maldito seas!
Las lágrimas corrieron de nuevo por el rostro de Isaac Abravanel y un llanto compulsivo se apoderó de él. Abraham Seneor, con el semblante demudado y los ojos enrojecidos y llorosos, le pasó un brazo por los hombros y lo atrajo hacia sí. Abravanel se apoyó en su amigo, vencido por el dolor que llevaba dentro. La expulsión dictada por los reyes Fernando e Isabel significaba arrancar y destruir sus raíces, hundidas durante siglos en una tierra que consideraban tan suya como podía serlo de los cristianos. O tal vez más.
* * *
—¡Abrid paso al inquisidor general de Castilla y Aragón! ¡Paso al inquisidor general del reino! —gritaban los guardias de la escolta al tiempo que cortesanos, nobles y ricos comerciantes se hacían a un lado para dejar pasar al que era conocido como el martillo de los herejes.
Fray Tomás de Torquemada, con el gesto crispado y los ojos que despedían fuego, avanzaba con paso decidido y enérgico por entre la gente que esperaba para ser recibida por los reyes. La capa negra y la cogulla con capucha se movían al compás del caminar impetuoso del fraile y oscilaban sobre el hábito blanco propio de la orden de los dominicos. La gente que aguardaba fuera de las dependencias reales se apartaba a su paso, tal era el temor que inspiraba el antiguo prior del monasterio segoviano de Santa Cruz. Sujetaba en la mano derecha un rosario de gruesas cuentas negras del que pendía un crucifijo que en otras circunstancias debería haber llevado colgado al cuello para que reposara sobre el pecho.
Las puertas de la sala de audiencia se abrieron para franquearle el paso y Torquemada penetró en la estancia sin siquiera anunciarse. Avanzó con decisión hasta donde se encontraban los tronos de los reyes y arrojó a los pies de los monarcas el crucifijo que hasta ese momento había sujetado con firmeza. El choque metálico de la cruz contra el pavimento resonó en toda la sala y produjo un eco que el silencio que se había hecho tras la aparición del fraile se encargó de agrandar. Los reyes miraron a Torquemada con expresión de asombro. Nadie en todo el reino se habría atrevido a actuar así ante los monarcas, nadie salvo Torquemada, inquisidor general y confesor de la reina Isabel I de Castilla, esposa de Fernando II, rey de Aragón.
Antes de que los reyes se repusieran de la sorpresa, la voz del fraile, de la que emanaba un irracional torrente de ira, se dejó sentir con toda su violencia.
—¡Podéis pisarlo, majestades, porque eso será lo que ocurrirá si prestáis oídos a esos judíos que pretenden compraros! Judas vendió a nuestro Señor Jesucristo por treinta monedas de plata; ahora los reyes de España pretenden hacer lo mismo por diez mil.
—Reverendo padre, recoged el santo crucifijo y moderad vuestra lengua —replicó el rey Fernando con dureza—. Vuestra condición de inquisidor no os autoriza a hablarnos así.
—No es el inquisidor quien así os habla, majestad, sino el sacerdote, que no puede olvidar que por encima de la autoridad real está la autoridad divina —repuso Torquemada con tono desafiante.
—Fray Tomás, vuestras palabras son insolentes y ni la reina ni yo estamos dispuestos a tolerarlas —respondió el rey Fernando con un gesto áspero que hizo vacilar la seguridad del fraile—. Decidnos, ¿a qué habéis venido?
—He visto salir del palacio al judío Abravanel y presiento que su visita no presagia nada bueno.
—¿Qué os hace pensar eso? —preguntó la reina Isabel—. Don Isaac ha venido a pedirnos clemencia para él y para su pueblo.
—¿Clemencia decís, mi señora? ¿Clemencia para ese pueblo deicida? Su herética pravedad amenaza nuestra fe y sus traiciones son constantes. ¿Acaso habéis olvidado que cuando la morisma infiel invadió nuestro suelo fueron los judíos quienes la apoyaron y financiaron? El pueblo cristiano abomina de los judíos, majestad, son una amenaza para la santa fe católica y tratan de inclinar a los cristianos a seguir sus perversas costumbres. Nacieron asesinos y morirán asesinos. ¿No recordáis la muerte del piadoso padre Pedro Arbués[11]? ¿Y el horrendo crimen del Santo Niño de La Guardia[12]?
—¡Basta, fray Tomás! —La voz de Fernando de Aragón cortó en seco el discurso de Torquemada—. Ya basta. Recordamos todo eso y mucho más. Nuestra decisión está tomada, así que podéis ahorraros las palabras. El decreto de expulsión está firmado y se ejecutará conforme a nuestra voluntad. —Torquemada no pudo evitar una sonrisa perversa al escuchar las palabras del rey—. No obstante, quiero que os quede claro que no vamos a permitir ningún abuso. Recordad que los judíos solo responden ante nosotros, son propiedad real, y nada ni nadie va a atropellarlos, maltratarlos o violentarlos.
—Y recordad también —añadió la reina Isabel— que no hemos firmado ese edicto por complaceros a vos ni vamos a revocarlo porque nos lo pida Isaac Abravanel. Lo hemos hecho porque preferimos el gran bien de la unidad religiosa a todos los beneficios del dinero, no lo olvidéis, fray Tomás, porque si habéis pensado lo contrario, es que nos conocéis muy mal. Y la próxima vez contened vuestra lengua cuando os dirijáis a vuestros soberanos. Retiraos —ordenó la reina con gesto adusto.
* * *
Abravanel y Seneor montaron en los mulos y emprendieron en silencio el camino hacia Santa Fe. Los hombres que los acompañaban respetaron su mutismo; intuyeron que algo grave debía de pasar para que esos dos prohombres se viesen tan abatidos.
En Santa Fe los aguardaban rabinos y destacados miembros de la comunidad hebrea. Ellos serían los primeros en conocer la terrible noticia de la negativa de los reyes a revocar el edicto de expulsión. El camino hasta la ciudad campamento se les iba a hacer muy largo.
Cuando avistaron el recinto amurallado de Santa Fe, las miradas de Abravanel y Seneor se cruzaron y ninguno de los dos pudo evitar que nuevas lágrimas afloraran a sus ojos.
Entraron por la puerta de Granada y enfilaron hacia el centro de la ciudad seguidos por un silencioso grupo que esperaba con ansiedad las noticias de que eran portadores. Se detuvieron ante una casa de aspecto sencillo y se apearon de los mulos. Cuando entraron no fue preciso decir nada: sus semblantes hablaron por ellos y un silencio atroz, lleno de horribles presagios, inundó la estancia. Todos se sentaron con el gesto sombrío y la mirada triste de quienes saben que han perdido y que ya no queda lugar ni siquiera para la esperanza. La voz quebrada de Isaac Abravanel vino a confirmar lo que todos habían intuido:
—Los reyes se niegan a revocar el edicto. La oscura mano de Torquemada es demasiado poderosa y nada podemos hacer contra ella. Nos espera un nuevo éxodo, pero esta vez no es hacia la libertad de la Tierra Prometida, sino camino del destierro. Ahora nos toca a nosotros sostener el ánimo de los nuestros y recordarles la salida de Egipto. El Señor nos guiará porque él nunca nos ha abandonado.
El silencio se hizo aún más hondo.
De pronto, el sonido de una plegaria se abrió paso entre el amargo mutismo de los presentes:
—Shemá, Yisrael, Adonai Eloheinu, Adonai Ejad[13].
Era la voz de Isaque Perdoniel, el que fue enlace de Boabdil con Fernando e Isabel durante la guerra de Granada. Se había levantado y oraba moviéndose hacia delante y hacia atrás, con las palmas de las manos cubriéndole la cara y vuelto hacia el este, hacia Jerusalén. Su oración, que sonaba como un lamento, manifestaba su credo en un solo dios, pero todos allí sabían que la Shemá también era el último rezo de un judío antes de morir. Para ellos la expulsión era como una condena a muerte, por eso todos se pusieron de pie y secundaron el rezo de Perdoniel:
—Shemá, Yisrael, Adonai Eloheinu, Adonai Ejad. Baruj shem-kevod Maljutó Le-Olam Vaed. Ve-Ajavtá Adonai Elojejá, be-jol le-vavejá uvjol…
Todos lloraban por Sefarad.