Fueron los dragones de Filé los que finalmente nos vencieron.
Ellos y Trasíbulo, el rebelde, el loco. En sus tiempos de general había comido en nuestra mesa de Atenas más veces de las que yo podía contar, pero tras enemistarse con los políticos que no debía lo habían desterrado a Tebas. Allí se había consumido por dentro, su odio y su desprecio criando pus como una llaga, allí había reunido a un pequeño grupo de hombres de ideas afines, atenienses expatriados y mercenarios, todos con deudas personales que cobrar. Entonces, con un arrojo increíble y al frente de setenta soldados escogidos, había cruzado sigilosamente el desfiladero, degollado en plena noche a los guardias destacados y tomado la fortaleza de Filé, que protegía el paso de montaña a solo cinco parasangas[1] de Atenas. Desde luego, en la confusión que reinaba tras rendir la ciudad a Esparta, las circunstancias prácticamente lo habían invitado a dar este paso: la guarnición de la fortaleza era insuficiente y estaba desmoralizada desde hacía meses. Pero de nada sirve echar las culpas a la necedad ajena, pues es el último refugio de los perdedores. Una vez que Trasíbulo tomó Filé, nos tocó a nosotros expulsarlo.
Encargaron a Critias la formación del ejército y la dirección del ataque, pero Critias no era soldado, sino político, el jefe de la facción extremista de los Treinta, precisamente la clase de hombre que más despreciaba Trasíbulo. Menudo espectáculo, incluso con el agua que caía, todo alarde y ostentación, ordenando a los infantes que se pusieran aquí y a los arqueros que allá, pavoneándose con su nueva espada mientras su magnífico corcel cartaginés cabriolaba bajo su peso. Hay que reconocer que el hecho de que estuviese rodeado por un pelotón de silenciosos espartanos de capa roja le confería cierta autoridad. Pero el astuto Trasíbulo había bloqueado con grandes rocas nuestro principal camino hacia la fortaleza, obligándonos a ascender bajo la intensa lluvia por un sinuoso camino de cabras que en cierto punto se aproximaba peligrosamente a las murallas de la plaza fuerte. Cuando el hierro chocara con el hierro y el cuero contra el barro, ya no sería el ataque previsto por Critias; la caballería resultaba inútil en aquella pedregosa ladera, incluso su orgulloso corcel se rompió enseguida una pata delantera, arrojándolo ignominiosamente al lodo. El ascenso por la quebrada era una misión para soldados, así de sencillo, y mientras Critias, con sus mejores galas manchadas, nos insultaba desde abajo, Jenofonte desmontó con el resto de su escuadrón de caballería, arrojó a un lado su capa de lana y comenzó a subir la montaña a pie. En total éramos tres mil hombres, todos echando pestes por estar donde estábamos. Derrotaríamos a la despreciable pandilla de Trasíbulo antes del anochecer y estaríamos en casa a la mañana siguiente, porque la guerra había terminado ya, empezaba a hacer frío y estábamos agotados.
Rechazaron nuestro primer ataque y sufrimos bajas. La barbacana de la antigua fortaleza, el único paso que había para cruzar la muralla, apenas tenía anchura suficiente para que cupieran tres hombres en fila y estaba flanqueada por dos gruesas torres de base ensanchada, achaparradas como sapos y de aire siniestro. Por las aspilleras de las torres, a quince pies de altura, los defensores nos lanzaban una mortífera lluvia de flechas, apuntándonos directamente al rostro. En las murallas, rebeldes risueños y bullangueros, iluminados por detrás por el acerado cielo del prematuro ocaso y rielando bajo la lluvia torrencial, nos arrojaban ladrillos y sillares de los que no podíamos protegernos a causa de las flechas que diezmaban nuestras líneas delanteras. Incluso después de formar la tortuga con nuestros escudos y lanzarnos entre las torres, la colosal puerta de roble y bronce que cerraba el paso nos obligó a detenernos en seco, y nos retiramos desordenadamente, abandonando a los heridos y a los muertos.
No estábamos desalentados, sin embargo, pues habíamos previsto tales obstáculos. En el ascenso por el horripilante camino de montaña habíamos subido con nosotros una docena de gruesas tablas de roble, arteramente dentadas por los lados y provistas de asas de hierro y ranuras para correas. Al resguardo de un muro de contención, en la cuesta que había ante la fortaleza, la última zona protegida antes de salir al diluvio de flechas que oscurecía las torres, los hombres machihembraron las tablas con sus congeladas manos y rápidamente las ataron y afianzaron, formando un firme techo de dos vertientes. Empapado por la lluvia, su peso habría hecho tambalear a cinco hombres, pero diez en dos columnas podían transportarlo con facilidad por las asas de hierro y las correas. Para cerrar el refugio colgaron a los lados tupidas cortinas de mimbre. La estructura protegería no solo a los hoplitas que la transportaban, a quienes en broma llamábamos «anderos», sino también a los que iban en el centro, entre ellos, y empujaban el ariete.
El ariete no era una obra ingeniosa; en realidad era tan rudimentario que casi daba risa. Pero habría sido imposible arrastrar por aquel tortuoso camino los habituales troncos recubiertos de bronce. Lo habíamos improvisado con el material que teníamos a mano: un pedrusco redondo de seis pies de diámetro que nos había cortado el paso cerca de la cima. Lo desbastamos con cinceles de albañil y hachas y luego hicimos dos profundos agujeros en cada lado. En ellos insertamos fuertes barras de hierro para usarlas como asas y que semejaban el eje de una gigantesca rueda esférica. Hubo que cargar con el tosco artilugio durante los últimos codos de la cuesta, hasta el muro de contención, y ponerlo en el camino que conducía directamente a la gran puerta de roble. Por fortuna, el sendero era llano, incluso descendía ligeramente. Calculamos que con cuatro hombres fuertes empujando el pedrusco por los ejes, protegidos de los proyectiles por el sólido techo de madera, el ariete adquiriría velocidad suficiente para aflojar la tranca y los goznes con el impacto; con un poco de suerte, derribaría la puerta entera.
La primera intentona se llevó a cabo sin el ariete: los diez anderos salieron disparados con el techo mientras seis «limpiadores» corrían debajo, resbalando en el lodo y en los charcos congelados para despejar de piedras y otros obstáculos el camino hacia la puerta. Al volver recogieron a los caídos en el primer ataque, que habían quedado prácticamente descuartizados por las flechas y las piedras. Curiosamente, los rebeldes no nos dificultaron la tarea; sobre las tablas cayeron algunas flechas desganadas que rebotaron inofensivamente hacia los lados, pero por lo demás se limitaron a gritarnos obscenidades.
Esto lo hicimos al anochecer, de manera que solo nos quedaba tiempo para un ataque más. La lluvia se había convertido en aguanieve y la lobreguez del tiempo y la negrura de la cercana noche solo nos dejaban ver lo que había a unos pasos de distancia. Mientras los del ariete ocupaban sus puestos bajo el techado, el ejército se apelotonó detrás, extendiéndose hasta media ladera a causa de la estrechez del espacio. Se dio un leve empujón al pedrusco en lo alto de la pendiente, el pedrusco osciló pesadamente hacia delante, y las manos de los cuatro impulsores le prestaron su fuerza hasta que alcanzó velocidad de paseo y luego de trote. Los hombres que llevaban el techado miraban el ariete con nerviosismo, no fuera que se desviase y los aplastara en su implacable curso, pero la pendiente era regular y la piedra estaba bien redondeada. Sudando y maldiciendo, los impulsores se doblaron por la cintura alrededor de las barras de hierro, adquiriendo cada vez más velocidad. El ejército los seguía a paso ligero, luego corriendo y finalmente lanzado como una flecha hacia las torres, y sus voces se convirtieron en rugidos que retumbaban en las cercanas murallas en un creciente coro de estímulo y expectación. Conforme se aproximaba el pedrusco a la puerta, saltando y rebotando furiosamente en el suelo, los impulsores bregaban para no quedar rezagados. A unos diez pasos de la entrada, soltaron los ejes. Los anderos se detuvieron en seco y el ariete salió disparado de debajo del techo. Por detrás de ellos salió al ataque la falange de vanguardia, una excelente compañía tribal de Hipotoontis que había peleado y competido con otras por el honor de iniciar el combate, con los escudos sobre la cabeza y vociferando el grito de guerra. La gigantesca piedra corría despidiendo chorros laterales de agua helada y barro, y al final, poco antes de alcanzar su objetivo, tropezó con una pequeña elevación del terreno y dio un salto, alcanzando el centro mismo de la puerta con un impacto monstruoso.
La robusta tranca del interior se partió con la fuerza del golpe y la colosal tabla de roble quedó colgando de las bisagras, dejando una brecha de un palmo en la parte superior y en los lados, con la esquina exterior inclinada como un borracho. El impacto astilló la puerta por el centro y abrió una inmensa grieta de arriba abajo, amenazando con combarla como un escudo cóncavo. Además produjo una sacudida que movió las piedras de las fortificaciones superiores, un gemido de las murallas que sentimos incluso en el suelo, bajo nuestros pies. Los atenienses lanzaron un rugido de triunfo y los anderos dejaron el techo y corrieron a coger los escudos y las armas que habían guardado debajo. Con el grito de guerra en la garganta, la falange cargó contra la debilitada puerta para franquearla antes de que los rebeldes tuvieran ocasión de atrincherarse otra vez.
Pero los rebeldes no se proponían cerrar la puerta. Antes incluso de que los hoplitas llegaran a la entrada, la puerta tembló, se tambaleó y se abrió pesadamente con un chirrido, como por voluntad propia. Los defensores encaramados en lo alto de las torres permanecieron silenciosos e inmóviles, contemplándonos a través de las cortinas de la densa lluvia, y el vitoreo de los atenienses adquirió mayor ferocidad ante esta señal de rendición. Corrimos hacia la entrada, casi enceguecidos por el aguanieve y el barro que levantaban los pies de los hombres que nos precedían, y la grandiosa puerta se abrió hacia dentro, dejándonos ver la negra oscuridad del recinto que encerraban las murallas de doce palmos de grosor de la fortaleza de Filé. Cuando nos lanzamos por el agujero, los dragones cobraron vida.
De la oscuridad brotaron pavorosas bolas de fuego y el hedor del azufre nos sobrecogió mientras un líquido negro y apestoso cubría la cara y el cuerpo de los hombres, prendiéndoles fuego y obligándolos a retroceder a ciegas, gritando y tambaleándose. Los mortíferos torrentes de llamas alcanzaban quince codos o más, en series de tres y abarcando toda la abertura; cesaban momentáneamente y por turnos, como animales que recuperan el aliento, y luego reanudaban los infernales bufidos. Al otro lado, en medio de la oscuridad, vislumbramos las caras de los rebeldes de Trasíbulo, centelleantes y espectrales a la luz de las llamas; sus ojos eran boquetes negros y vacíos en la visera de los cascos y sus dientes rutilaban, amarillos y feroces, mientras echaban la cabeza atrás y hacían muecas por el esfuerzo que les costaba su terrible tarea.
El aire se llenó de gritos de dolor y de tufo a carne chamuscada mientras los hombres se desplomaban, consumidos por las llamas; los que iban al frente se asaron vivos dentro de las corazas, carbonizándose y retorciéndose allí donde caían. Sus manos se crispaban como zarpas sin dedos y sus extremidades se contraían cuando morían y se arrugaban a nuestros pies, igual que arañas que caen en la llama de una lámpara. Un poco más adelante se me cerró la garganta y me sofocó el humo negro y acre que echaba la carne quemada de mis compañeros. Sentí el calor de las mortíferas ráfagas en la cara, como si de súbito hubiesen abierto un horno, y la idea de la pavorosa muerte que nos aguardaba tras la astillada y partida puerta resultaba sobrecogedora.
La estrechez del sendero que teníamos detrás impedía una retirada en orden. Los hombres corrían y trataban de abrirse paso en grupos de tres y cuatro, pues la hecatombe a la que volvían la espalda los amenazaba con una muerte espantosa. Algunas víctimas envueltas en llamas se precipitaban entre las filas, gritándonos que apagáramos el fuego, cosa que no podíamos hacer, pues la ardiente sustancia continuaba haciendo estragos por más que le arrojásemos agua o tierra. Aterrorizados, los hombres tropezaban y se pisoteaban con las prisas por escapar, y los arqueros de Trasíbulo nos lanzaban lluvias de flechas desde las torres, hiriendo a docenas de soldados y dificultándonos aún más la retirada. Volví la cabeza para mirar hacia las torres y vi que las llamas comenzaban a apagarse mientras la maciza puerta de roble volvía a su prístina posición, los pavorosos restos de los muertos y heridos abandonados detrás de nosotros en montones convulsos y gimientes.
El descenso por la ladera fue terrible, pues el camino que ya habíamos recorrido con dificultad a la luz del día era ahora casi infranqueable para unos soldados heridos y presas del pánico que debían contender también con la lluvia y la oscuridad. Los hombres bajaban a gatas, buscando el camino a tientas en la ladera sembrada de piedras y ahora más peligrosa que nunca a causa de la oscuridad de las sombras y de la que reinaba en sus propias almas. Los muertos y los heridos fueron arrastrados y lanzados cuesta abajo, cabezas y piernas chocando contra las rocas, mientras las confundidas y desordenadas tropas se apelotonaban con miedo detrás. Los hombres se golpeaban con los puños o con la espada para adelantarse. Uno, aterrorizado, saltó sobre mis hombros y avanzó por encima de los cascos de los soldados que estaban delante de mí. Solo consiguió adelantar unos pasos antes de que un enfurecido hoplita le asestara un golpe en las costillas con el reforzado y broncíneo borde del escudo y lo dejara dando arcadas en el barro, a nuestros pies, entre las patadas y empujones de la multitud. Era imposible ir aprisa, y no solo por la oscuridad; la pendiente era tan escarpada que un solo paso en falso en la oscuridad habría bastado para que uno se estrellara contra los cascos o las puntas de las lanzas de los hombres de más abajo.
El camino rodeaba la plaza fuerte y pasaba por una cornisa metida entre las murallas y la empinada pared del desfiladero, donde quedábamos al descubierto y a merced de las flechas que caían de las fortificaciones de arriba. Jenofonte, que había recibido orden de tomar el mando de una compañía de arqueros cuyo capitán había muerto en el ataque, los apostó allí para que cubrieran el descenso del ejército con una barrera continua de flechas contra los rebeldes que intentasen lanzar armas o piedras sobre las tropas en retirada. Así matamos a varios hombres de Trasíbulo, que cayeron de las fortificaciones a nuestros pies, como masas empapadas y humeantes. Sin embargo, antes de que nosotros mismos pudiésemos bajar también por el estrecho sendero, Trasíbulo envió a un destacamento para que formase una barricada en el sector más estrecho entre las murallas y la pared de la quebrada, para cortarnos la retirada e impedir que subieran refuerzos. Nuestras esperanzas de pasar antes de que cayera la noche se truncaron cuando un gigantesco rebelde con coraza beocia de llamas pintadas saltó desde detrás de una roca sobre el hombre que iba en cabeza. Con un poderoso mandoble, la larga espada del rebelde le partió el casco hasta la base del cuello, reventando el cráneo con una lluvia de sesos y dejando las dos mitades de la cabeza colgando de los tendones de los hombros. Jenofonte arrojó una lanza a la garganta del rebelde, que la cogió por el asta y trató de arrancársela antes de caer hacia atrás, contra la muralla, maldiciendo sin voz y escupiendo sangre. Lo reemplazó en el acto un tropel de enfurecidos compañeros, que salieron de detrás de la barricada y nos repelieron con lanzas y piedras. Buscamos refugio en el muro de contención, muy cerca de las torres, donde nos acurrucamos, empapados y afligidos, en la ya absoluta oscuridad y entre las dos fuerzas enemigas.
Éramos alrededor de cincuenta hombres y contemplamos con impotencia el pasillo de la barbacana en el que nos habían derrotado hacía unos instantes. Estaba iluminado por las menguantes llamas que todavía bailoteaban en los charcos de líquido viscoso y mortal que había entre los cadáveres. Las llamaradas iniciales habían sido tan súbitas que las primeras víctimas yacían formando un solo montón, algunas todavía en pie, apoyadas contra sus compañeros por falta de sitio donde desplomarse; incluso en la muerte seguían siendo una falange. Un soldado perfectamente visible, cuya chamuscada cabeza se había desprendido del achicharrado cuello, como una uva seca de un sarmiento, hacía guardia bajo la lluvia apoyado en un montón de compañeros, tieso como un tronco por la coraza. Los que seguían vivos en el horrendo montón nos miraban desesperados, suplicándonos con voz cada vez más débil que los sacásemos de entre los miembros rotos y ensangrentados de sus compañeros antes de que murieran asfixiados o congelados. Pero nada podíamos hacer.
—Válgame Zeus —murmuró Jenofonte mientras bebía agua del odre que le di—, ¿qué demonios hacemos en este lugar? ¿Cómo es posible que setenta hagan retroceder a un ejército entero?
Lo miré en la oscuridad, pero no pude ver su expresión.
—Cuando volvamos a Atenas, te honrarán por tu valor al frente de estos arqueros.
Gruñó y guardó silencio. Cuando alargué el brazo para recuperar el odre a tientas, me asió la muñeca con una fuerza que se me antojó antinatural, con mano trémula. Me solté y le atenacé la suya, constatando la velocidad del pulso.
—¿Qué te pasa? —pregunté con creciente preocupación.
—Nada. Estoy herido. No veo nada, no lo sé.
—Por los dioses, haberlo dicho. ¿Dónde?
—Aquí, en la pierna.
Alargué la mano y palpé el asta de la flecha, que sobresalía dos palmos de la parte superior del muslo, formando ángulo con el tronco, tan rígida y firme como si hubiera echado raíces en la carne. Poco antes, al retirarnos de la muralla, un arquero le había disparado desde lo alto. Palpé la inclinación de la flecha en la oscuridad y llegué a la conclusión de que no se había alojado en el hueso ni había cortado la arteria. Sin embargo, tampoco había salido por el otro lado, debido al terrible ángulo de entrada, ya que había recorrido verticalmente el muslo.
Retiré la mano, ahora pegajosa por la sangre. Jenofonte no podía ir muy lejos, y aunque hubiese podido, no había sitio adonde ir. Permaneceríamos atrapados allí al menos hasta el amanecer, y entonces su pierna estaría ya dura como un garrote, si es que no moría antes desangrado.
No tenía cinto para hacerle un torniquete, porque debajo de la coraza solo llevábamos la tiesa falda de tiras de piel de toro que protegía la entrepierna de las estocadas. Buscando a tientas en el lodazal donde estaba tendida nuestra compañía, mientras brotaban de la oscuridad los gemidos y jadeos de los hombres que soportaban sus propias heridas, encontré el odre que acababa de dejar. Saqué el cuchillo, rasgué la piel, lo deslicé por la costura y corté una tira flexible del ancho de un cinto. Con ella le até la pierna a Jenofonte a la altura de la ingle, haciendo fuerza con el pie en su cadera para ceñirla al máximo antes de hacer el nudo. Jenofonte gruñó de dolor.
—¿Estás loco? —preguntó—. Con esta lluvia, el cuero se tensará aún más. Perderé la pierna.
—Mejor eso que morir desangrado. Aquí no hay ningún cirujano, y no puedo vendarte la herida con la flecha dentro.
—Entonces tendrás que sacarla.
—Ni lo sueñes. No haré nada semejante.
—Eres un esclavo. Harás lo que te mande.
—Soy esclavo de Grilo, no tuyo.
—Eres mi paje de armas. Ahora coge el asta.
Me agaché y permanecí inmóvil durante unos instantes, preguntándome si aquello sería verdaderamente lo que habían ordenado los dioses. Los hombres que nos rodeaban habían callado, y a pesar de la oscuridad sentí sus ojos en mí, aunque ninguno se ofreció a ayudarme. Solo se oía a los centinelas de la torre, a menos de cien pasos de distancia, gritando la hora. La lluvia había arreciado y se había convertido de nuevo en aguanieve, y me deslicé por el barro helado hasta llegar a los hombros de Jenofonte, de cara al extremo de la flecha; entonces me incliné y tiré del asta, otra vez apoyando la suela de la sandalia en su cadera para hacer más fuerza.
—¡No, idiota! ¡No tires! ¡Empuja!
—¿Qué?
—Empuja la maldita flecha hasta que salga por el otro lado. Si tiras, desgarrarás el músculo.
Su voz sonaba cada vez más débil, y al retirar el pie de su cadera lo metí en un charco que se había formado a su lado, caliente a pesar del aguanieve. El torniquete no contenía la hemorragia.
Corté un trozo de cuero que sobraba del torniquete y se lo di; él sabía lo que tenía que hacer. Lo dobló y se lo puso entre los dientes. Clavé la sandalia en el barro helado, detrás de mí, haciendo un pequeño hoyo para hacer fuerza. Con un solo movimiento empuñé el asta otra vez y la empujé con todas mis fuerzas hacia la rodilla.
Puede que mis manos titubeasen, porque al principio la flecha no se movió. Jenofonte se arqueó de dolor, echando atrás los hombros y la cabeza, y su mano atenazó mi pierna como un tornillo de carpintero. Su pecho subía y bajaba mientras resoplaba, y gimió rabiosamente cuando la flecha comenzó a abrirse camino por la blanda carne, produciendo una desgarradura audible. Recé para que los dioses me dieran fuerzas, para que yo no flaqueara y Jenofonte no agitara ni sacudiera la pierna, y para que la punta de la flecha no se desprendiese del asta. Aunque se retorcía de dolor, mantuvo la pierna quieta hasta que, con un pequeño estallido y una súbita reducción de la resistencia, la punta de bronce emergió por encima y a un lado de la rodilla, ligeramente torcida pero todavía unida al asta.
Había sujetado la flecha con tanta fuerza que me costó abrir los dedos para soltarla, y cuando lo logré caí hacia atrás agotado. Jenofonte me soltó la pierna y escupió el trozo de cuero, jadeando y gimiendo. Le toqué la frente y comprobé que, a pesar del frío que hacía, estaba empapado en sudor.
—Ahora corta la punta y tira del asta —balbució.
Saqué el cuchillo y tanteé en la oscuridad hasta encontrar el sitio donde la larga y estrecha punta sobresalía de la piel. La sangre manaba a chorros del agujero y no había tiempo que perder. Corté el asta de madera con dos tajos limpios y la punta de bronce cayó tintineando ligeramente en los guijarros, entre las piernas de Jenofonte; entonces volví a acuclillarme junto a su hombro, cogí la flecha por el extremo posterior y con suavidad y rapidez la saqué por donde había entrado.
Esta vez Jenofonte se limitó a crispar los músculos en lugar de arquearse y guardó silencio a pesar de que no había vuelto a meterse el cuero en la boca. Cogí un rollo de lino para vendas, rellené con algunos jirones los orificios que había dejado la flecha y luego los sujeté con un vendaje de varias vueltas. En la oscuridad, solo podía confiar en la suerte. El espantoso dolor había hecho que Jenofonte se desvaneciera en lo peor de la cura, pero habría sido prematuro agradecer a los dioses este pequeño favor, pues aún no habían terminado de ponernos a prueba.
El aguanieve se convirtió en granizo y el granizo en nieve; y aunque nos incorporamos y dimos patadas en el suelo con el fin de calentar nuestras heladas piernas, no lo conseguimos y supimos que esa noche no podríamos volver a sentarnos. Era imposible hacer fuego, ya que en la rocosa ladera no había nada que ardiese. Nos costaba hablar, teníamos las mandíbulas entumecidas por el frío, de manera que empezamos a trastabillar por el embarrado sendero, tiesos y con los pies insensibilizados. Nos paseamos durante toda la noche, cruzándonos sin vernos mientras la nieve se nos acumulaba en los cascos y los hombros, y formaba traicioneros montones a nuestros pies. No nos atrevíamos a aventurarnos en la oscuridad, pues temíamos caer a la quebrada o, peor aún, toparnos con los hombres de Trasíbulo que todavía acechaban entre las sombras. Jenofonte ya estaba despierto y lúcido, pero seguía sintiendo un dolor insoportable. Con un brazo en mi hombro, caminaba a mi lado como podía, cojeando y en silencio, mientras el cielo se abría de par en par y los dioses nos enviaban en una sola noche más nieve de la que había visto Atenas en dos generaciones.
Cuando un tenue resplandor gris apareció por oriente, tres de los nuestros eran ya cadáveres, duros como tablas y cubiertos con una mortaja de nieve blanca. Las heridas les habían impedido moverse durante la noche. También Jenofonte se encontraba en un estado delicado; la hemorragia había cesado, pero su pie tenía un terrible color azul a causa del frío y de su incapacidad para moverse y activar la circulación. Estábamos ateridos, no podíamos empuñar las lanzas ni hablar, y aunque la coraza nos protegía un poco del fuerte viento y del intenso frío, el contacto del metal con la piel resultaba insoportable.
—Nos vamos —gruñó Jenofonte, mirando con languidez más allá de la espesa nieve en cuanto pudo distinguir el estrecho saliente que bordeaba el desfiladero. Se llevó las entumecidas manos al rostro y les echó aliento en un vano esfuerzo por calentarlas.
—¿Y si los hombres de Trasíbulo…? —dije.
—Estarán tan congelados como nosotros. O morimos aquí, en la nieve, o morimos luchando. Opto por lo más difícil.
Corrió la voz entre las filas y en un instante los hombres se agruparon, cojeando y demacrados, listos para partir. Valiéndonos de lanzas y correas, improvisamos camillas para transportar a los muertos y a los heridos. Echamos a andar, resbalando en la nieve y agarrándonos a las rocas con las manos congeladas hasta que nuestros dedos comenzaron a sangrar, dejando un brillante rastro rojo en el blanco, aunque no sentíamos dolor. Los hombres habían abandonado las armas y avanzaban tambaleándose como espectros, con las manos en las axilas, en la postura de los locos, escrutando con miedo la nieve y la semioscuridad, atentos a cualquier indicio de ataque.
No hubo ninguno. A mitad de la ladera sorprendimos a un joven centinela de ojos desorbitados que se había escondido detrás de una roca al vernos llegar, pensando que éramos los fantasmas de los muertos o una avanzadilla matutina de hombres de Trasíbulo. Se quedó atónito al saber que seguíamos vivos después de la terrible noche que habíamos pasado en la montaña, regresó al campamento deslizándose por la ladera y organizó enseguida un destacamento de hoplitas para que subieran en medio de la cegadora nieve y nos ayudasen a bajar.
Más tarde, mientras tiritábamos en el campamento envueltos en finas mantas y la nieve continuaba cayendo, regresaron algunos espartanos de Critias que se habían acercado a la plaza fuerte en misión de reconocimiento, para ver cuál era la mejor manera de sitiarlo y obligar a los rebeldes a rendirse. Pasaron en silencio junto a nuestra pequeña hoguera, con las desgarradas capas rojas ondeando y restallando al viento, indiferentes a la fina nieve que cubría sus pies calzados con sandalias. Jenofonte se levantó apoyándose en el codo mientras se dirigían a la tienda de Critias a dar novedades.
—¿Y los rebeldes? —exclamó Jenofonte—. ¿Han reforzado la entrada? ¿Visteis a los dragones?
Los hombres no le hicieron caso y continuaron mirando al frente, con expresión tan sombría y pétrea como la propia montaña, sin molestarse siquiera en disimular el desprecio que les inspirábamos.
Tras un infernal viaje de dos días en un carro requisado y durante el que tres mulas se despearon y murieron de frío, llegamos a Atenas y condujeron a Jenofonte, medio congelado y con fiebre, a la casa de su padre. Al ver a su hijo cerca de la muerte por segunda vez en su vida, el viejo y valiente Grilo lloró a lágrima viva. Esa noche, después de una pequeña libación de vino a los dioses y de darme una copa entera a mí, en señal de gratitud, Grilo me premió con la manumisión. Era un hombre libre, al menos en lo que se refería al cuerpo.
Con el tiempo volvería a encontrarme con los dragones y con su guardián.