UNA SANGRIENTA BATALLA y un abrazo de bienvenida, cielos atravesados por rayos y pastos arcádicos, enigmas, espejos, humo, ilusión, el amor de una mujer, la ira de los dioses. La vida es teatro, tragedia y comedia a la vez, y nosotros somos los actores. Una observación trillada, decididamente inspirada por las musas de otro hombre. Sin embargo, pese a todos los horrores y los triunfos del escenario, he descubierto que las artes de Dioniso son muy poco en comparación con las luchas y conquistas, la vida y la muerte de hombres reales, o al menos de hombres de pensamiento y acción, hombres que renuncian a la apatía y la ignorancia de quienes pasan por la existencia como simples visitantes, sorprendiéndose de vez en cuando pero casi siempre siguiendo los carnales deseos de su estómago y su entrepierna. Lo dijo Sófocles hace unos años, cuando escribió:

Muchas son las maravillas del mundo,

pero ninguna mayor que el hombre.

Puede cruzar los procelosos mares […]

puede hablar y pensar más rápido que el viento.

Pero en un escenario pueden recitarse pocas cosas comparables con la verdadera historia de los hombres que han tratado de elevarse por encima de la vil pasividad, hombres que tienen su vida en sus propias manos, transformando a otros hombres y su entorno en algo que se corresponde mejor con sus propios deseos, y cambiando irrevocablemente su mundo en el proceso. Los hombres realmente viven con tanta pasión como en los grandes dramas. Mueren con igual brutalidad; aman con el mismo frenesí. Pero en el mundo real no llevan las máscaras de yeso que se cuelgan en la pared después de las representaciones. Los actos de los hombres viven más que sus caras y sus nombres, y sus efectos no son finitos y transitorios, sino que afectan a sus descendientes y a los descendientes de los otros protagonistas, en círculos cada vez más anchos pero también más tenues, por toda la eternidad. Es extraño que busquemos en el teatro una forma de pintar el mundo o de escapar de él. De ese mundo que, por su infinita variedad y por su eternidad cósmica, excede incluso al de los dioses.

Las divagaciones de mi pluma y las impacientes musas me instan a proseguir la historia.