IV

ÉSE DÍA, UN AÑO DESPUÉS de su gloriosa partida de Sardes, algo menos de diez mil hambrientos, semidesnudos y barbudos soldados griegos, vestidos con la deteriorada panoplia y luciendo una expresión triunfal, emergieron de las colinas renqueando, aunque en perfecta formación, ante la incrédula mirada de los habitantes de Trapezunte. Todos los poros y pliegues de su piel estaban cubiertos de mugre, y en las comisuras de sus labios y en sus barbillas aún quedaban rastros de vómito. Les faltaban dientes o los tenían picados, y escupían densos esputos que luego pisaban los descalzos y encallecidos pies de los descuidados hombres que marchaban detrás. Llevaban los abollados cascos colgados a los hombros por los nasales, o precariamente apoyados sobre la coronilla, con los huecos para los ojos mirando siniestramente al cielo, como máscaras suspendidas de ganchos. Contaban la increíble historia de que habían recorrido trescientas parasangas a pie desde Babilonia, y el total de dedos de sus manos y pies ascendía a la mitad de los que debería haber tenido un ejército de ese tamaño. Los soldados gritaban el pean a Apolo con cansina gratitud por encontrarse al fin entre amigos y aliados, y los lugareños contemplaban con asombro y respeto sus enmarañadas cabelleras y sus raídas túnicas rojas, pero yo estaba ciego y sordo a cuanto me rodeaba. En honor a la verdad, no me encontraba en peor forma que cuando había emprendido el viaje, salvo por el pequeño tributo físico que había pagado y del que me recuperaría con el tiempo. Sin embargo, había probado la gloria y la plenitud, había deseado el melocotón de Jenofonte, y tras catar semejante abundancia, aunque solo fuera brevemente, su ausencia me hacía sentirme infinitamente más pobre.

Me separé de la columna sin decir nada a nadie y entré en la primera posada miserable que encontré; allí empujé las puertas a patadas hasta que encontré una habitación con una cama libre, donde deposité el cuerpo de Asteria antes de volverme para pedir alojamiento al atónito posadero. No tenía ni un solo óbolo, dejé como fianza mi escudo y mi casco, ambos abollados y manchados de sangre, y di órdenes de que no nos molestasen más que para servirnos una sencilla comida al día. Luego me encerré en la habitación con Asteria, dejando fuera al posadero, a Jenofonte, al ejército, y al hombre que había sido hasta ese día.

No soy médico, ni mucho menos Hipócrates, y dudo de que en aquel pueblo hubiera alguno disponible, aparte de las comadronas y las brujas. Lo cierto es que más que un médico necesitaba un enterrador, aunque en esa clase de sitios el mismo personaje augusto suele ejercer los dos oficios, a pesar del conflicto de intereses que eso supone. Los médicos militares que había visto en nuestras tropas, e incluso en Atenas, usaban el mismo remedio para las hemorragias: la sangría. Si la mujer sobrevivía, superaría su enfermedad; si no, era la voluntad de los dioses. Los hipocráticos montaban todo un espectáculo, tomando muestras de vómito, sangre, lágrimas, moco, fluido uterino, sudor, orina, pus de las heridas infectadas, cera de los oídos y cualquier otra secreción corporal, y luego las analizaban probando su sabor, o, si la paciente estaba consciente, haciendo que las probase ella. Pero yo no sometería a Asteria a esas vejaciones. La cuidaría a mi manera.

Durante una de esas largas noches, mientras estaba sentado junto a su cama observando su sueño intranquilo y febril, cogí un cuenco de agua fresca y comencé a lavarla con un paño, tratando de que mantuviera una semblanza de limpieza a pesar de la suciedad del entorno. Distraídamente murmuré su nombre, «Asteria», más para mí que con la esperanza de que me respondiese. La palabra cruzó el largo y vasto desierto de su conciencia, envuelto en la oscuridad y habitado por sombras, serpeando por los solitarios vericuetos de su mente durante un tiempo que se me antojó eterno antes de llegar a su destino; una vez allí suscitó una respuesta que regresó entre las sombras por el tortuoso camino, mientras la bruma se disipaba lentamente y su lengua se movía con dificultad, aunque seguía con los ojos cerrados: «Teo». Habló en voz tan baja que me sobresaltó; ni siquiera estaba seguro de haberla oído, pues su expresión no había cambiado ni sus pestañas se habían movido. Casi me había resignado a pensar que el murmullo había sido fruto de mi imaginación, quizá una valoración de mi existencia más exacta de lo que habría creído posible, cuando habló otra vez, haciendo un esfuerzo sobrehumano:

—Perdóname.

Alcé la vista y vi que trataba de decir algo, jadeando en silencio y moviendo trabajosamente los labios y la lengua. Una oleada de energía había brotado en su interior, y no permitiría que la hiciera callar. Entreabrió los párpados y me dirigió una mirada extraña y febril, con unos ojos vidriosos que alternaban entre el gris acero y el azul cielo cuando la trémula luz de mi lámpara se reflejaba en ellos y que de súbito se oscurecían por completo, como las profundidades del océano o de una tumba, en cuanto los rozaba la más leve sombra.

—Teo —dijo con dificultad—. Amabas a Próxeno como a un hermano, igual que amas a Jenofonte.

Asentí en silencio, mi asombro por oírla hablar empañado por el miedo de que lo que la empujase a hacerlo fuera una espantosa revelación. Le rogué que callara y descansase.

—Lo siento, Teo —murmuró otra vez y luego jadeó con los ojos cerrados, tratando de recuperar el aliento y la serenidad. No interferí en sus esfuerzos, salvo para apretar mi mano sobre su desbocado pulso y enjugar las gotas de sudor que se habían formado en su frente.

—Asteria —dije por fin—, no tienes por qué disculparte. Próxeno era un soldado y murió como tal, y ahora está con los dioses.

Al oír esto abrió totalmente los ojos y su expresión se llenó de una tristeza y un sufrimiento inenarrables.

—Lo… lo maté yo —dijo mirándome a los ojos, y lo repitió varias veces con voz despojada de fuerza y emoción, una voz que empezaba a desvanecerse otra vez—. Lo maté yo.

Curiosamente, esas palabras me llenaron de alivio, pues sabía que no había hecho nada semejante y que simplemente era víctima de un grotesco sueño, una salvajada de los dioses que, no contentos con atormentar su cuerpo, querían atormentar también su mente.

—Duerme, Asteria. Ha sido un sueño; tú no mataste a nadie. —Seguía agitada y temblorosa, tratando de decir algo, pero yo sabía que sería otra alucinación. Intenté evitar aquel inútil derroche de sus mermadas fuerzas repitiendo palabras de consuelo—. Tú no mataste a Próxeno. Fue Tisafernes. Eres inocente.

Entonces soltó una exclamación ahogada e hizo un amago de sentarse, frustrada porque no podía hacerse entender y desesperada por hablar.

—¡Tonto! —dijo con voz ronca y queda y la cara crispada de dolor—. ¡Yo soy Tisafernes! —Se dejó caer en la chata y empapada almohada, jadeando afligida.

Permanecí sentado con los ojos desorbitados, sorprendido por la fuerza de su arrebato, pero enseguida reanudé mi tranquilizadora letanía de lugares comunes y finalmente obtuve una recompensa, ya que su agitada respiración volvió a la normalidad y sus tensos miembros comenzaron a relajarse.

Me miró otra vez con un gesto de profunda tristeza. Sus labios se movieron en silencio, y pensé que otra vez intentaría pronunciar palabras que no convenía decir ni pensar, pero luego cerró lentamente los ojos y regresó al territorio de espectros y sueños que había habitado durante tantos días. Los sueños, esos tormentos, los deseos, los presagios falsos y verdaderos… ese mundo larvario y fantasmagórico donde los seres burlones e irracionales abundan más que en nuestra existencia consciente. Se esfumó como si descendiera a un pozo cada vez más oscuro, donde cada nivel era más opresivo que el anterior. Yo había quedado fuera de su alcance y tendría que librar su propia batalla, totalmente sola con su breve vida y los recuerdos de sus veniales faltas, e incluso dormida vertía de vez en cuando ardientes lágrimas, porque tanto su vida como sus recuerdos se desvanecían rápidamente.

Más tarde la coloqué con cuidado en posición fetal con intención de aliviar el fuego que ardía constantemente en su vientre. Luego acaricié con ternura su cuello y el nacimiento del pelo en su nuca, ese lugar mágico del cuerpo de una mujer donde la tersa curva de la cabeza se vuelve tan aterciopelada como la de un niño, y luego se transforma en una línea de suaves y finos pelos que bordean sus rizos, esos pelillos que resisten a cualquier intento de domarlos, incluso cuando el resto del cabello está cuidadosamente recogido. Pequeños cilios maravillosos que, al iluminarlos con una lámpara, brillan y resplandecen como una especie de aurora; inmortales vestigios de la infancia de la mujer, tan visibles, hermosos e inmanejables en la más rica reina persa como en la más miserable campesina; son los primeros pelos que salen en la infancia, guardianes de la dulce fragancia femenina durante toda la vida, y los últimos que quedan en la cabeza en la enclenque chochera, desafiando al tiempo y al espacio. Me demoré un rato más con la esponja fresca, con la mente en blanco, sin pensar en nada, mientras ella suspiraba y murmuraba en su sueño.

Acababa de inclinarme para volver a colocarla en el centro del camastro cuando detecté una pequeña marca o mancha justo debajo del nacimiento del pelo. No la había visto antes, ya que antes de que Asteria cayese enferma no había tenido ocasión de contemplar su cuerpo a la luz del día, y antes de eso, cuando Ciro vivía, su cuello estaba siempre cubierto por la larga melena. Al acercar la lámpara e inclinarme, reconocí el borroso contorno del tradicional tatuaje que le habían hecho en Sardes al nacer con el fin de identificar a su padre y sus orígenes en caso de que se produjese una catástrofe. Lo miré con atención, tratando de descifrar las imprecisas líneas y distinguir entre las sombras y la tinta; de repente se me cortó la respiración y me erguí como si me hubiera picado un escorpión, empujándola con brusquedad y haciéndola gemir en sueños.

Era un símbolo que había visto con pavor muchas veces, un símbolo que me había atormentado en sueños innumerables noches y que creía haber dejado atrás para siempre hacía meses: el caballo alado de Tisafernes.

Estaba horrorizado. ¿La muchacha era hija de un general persa? Muchas cosas eran ahora claras: los esfuerzos de Tisafernes por alejarla de la batalla, su miedo a traicionar a su padre. Temblando, me levanté y retrocedí hasta la pared, donde me quedé inmóvil, mirando a la desdichada joven consumida que yacía inconsciente ante mí. Cuando hube recuperado el sentido, me paseé por la habitación durante horas, dando puñetazos a la pared de piedra hasta que me sangraron los nudillos, gritando con furia y desafiando a los dioses, tratando contra toda lógica de pasar por alto lo que acababa de ver, de seguir siendo leal a Asteria como si aquella marca diminuta no la hubiera ultrajado salvajemente, como si no la hubiera deshonrado más de lo que podría haberla deshonrado el miserable Antínoo en la cabaña. Fue un esfuerzo sobrehumano, más agotador que cualquiera que hubiera hecho durante la expedición, porque ésta era una batalla que tenía lugar en mi interior, contra los propios dioses, una lucha que libré amargamente en mi mente y en mi alma hasta que al fin, completamente exhausto, me desplomé en el suelo y dormí el sueño de la muerte, aunque también el sueño del vencedor.

Desperté al cabo de unas horas y escuché la respiración de Asteria, y yo estaba tranquilo. La trampa de los dioses no me había vencido, porque a diferencia de aquéllos que dañan la salud o amenazan la seguridad, éste era un ataque a mi mente, exclusivamente a mi mente, un ataque que debía aceptar o repeler. Los dioses obligan a los hombres a amar a quienes no deben y a rechazar a quienes deberían amar. Sin responder más que a sus propios designios, inescrutables para los mortales, dejan morir a quienes deberían vivir y salvan a los que deberían perecer. Pero esta vez el grotesco sentido de la oportunidad de los dioses había fallado. El fastidioso sátiro que pisaba los talones desde hacía semanas había hecho un último y torpe intento de interpretar a un bufón, pero se había liado con el texto, retrasando fatalmente su entrada hasta mucho después del momento en que hubiera causado el máximo impacto. Lejos de hacerse acreedor a una clamorosa ovación de las demás deidades por la astucia de sus travesuras escénicas, suscitó un bostezo de aburrimiento. En el estado de ánimo en que me encontraba, no habría podido imaginar una venganza mejor contra Tisafernes. La clásica escena de fuga, el enfrentamiento entre el furioso suegro y el risueño y triunfante yerno. El pequeño y repugnante demonio con pelos en las orejas hizo mutis por el foro, avergonzado, y no regresó.

La enterré en las colinas cercanas a la ciudad, en un agujero que cavé con la espada y con mis propias manos. No erigí una lápida ni monumento alguno, pues todos salvo los rodios y yo ignoraban que Asteria hubiera estado en aquel lugar, y tampoco necesitaba aquel recordatorio. Solo me quedé con una pequeña pluma ajada que extraje de su enmarañada melena antes de envolver su cuerpo en una sábana.

Me tendí en el suelo junto a la tumba y me sumí en un sueño profundo y agotador, sin pesadillas, visiones ni significado. Cuando desperté en mitad de la noche, con la lengua seca y dolor de cabeza, me levanté y caminé aturdido hasta el campamento de los griegos, pasé sin dar explicaciones por delante de los guardias y me dirigí a la choza de Jenofonte, que identifiqué gracias al estandarte que ondeaba en el techo. Lo encontré trabajando, escribiendo en una tosca mesa a la luz de una lámpara. Me miró sin asombro ni resentimiento, ojeroso y demacrado a causa del penoso viaje y del aún más penoso tormento que había sufrido desde su llegada. Inclinó la cabeza en silencio a modo de saludo y de bienvenida, miró hacia el camastro que había permanecido vacío mucho tiempo, esperando mi regreso, y volvió a su trabajo sin decir una palabra. Pasaron muchos años antes de que hablásemos de Asteria y de los acontecimientos de aquellas semanas en que dejé de ser quien era.

Durante mi largo exilio interior no se me ocurrió pensar que él también sufría, pues su pérdida había sido doble, y ni siquiera ahora soy capaz de recordarlo sin estremecerme. Tan ensimismado estaba entonces, que no reparé hasta mucho tiempo después en que aquélla fue nuestra primera separación desde el nacimiento de Jenofonte.