III

POR SUPUESTO, éste es el clímax dramático de mi historia, el punto en el cual, si se tratase de una obra representada en un escenario, los espectadores volverían a arrellanarse en sus asientos, con la voz ronca de tanto gritar, enjugándose las lágrimas mientras la función concluía con un poco convincente epílogo recitado por el narrador, o con un himno declamado por el coro. Si los dioses tuvieran algún sentido de la mesura o de la equidad, o al menos cierta sensibilidad artística, habrían permitido algo semejante, y de hecho el poco convincente epílogo llegará pronto para aquellos lectores que piensen que mis remembranzas estarían incompletas sin él; pero los dioses decidieron darle un nuevo giro a la trama.

En las tragedias griegas se emplea a menudo un recurso dramático que yo veo como una señal de pereza intelectual por parte del autor, o quizá de un exceso de devoción, aunque es probable que las dos cosas vayan unidas. Justo cuando parece que las circunstancias del protagonista no pueden ser más funestas, cuando no tiene forma de escapar de la inminente fatalidad, desde lo alto bajan con una «máquina» de cuerdas y poleas a un actor que hará el papel de una deidad benevolente y todopoderosa. Este lanza rayos para destruir al enemigo, o un encantamiento para reconciliar a los amantes, o recurre a cualquier otro acto mágico para permitir que el drama se resuelva satisfactoriamente y para atar todos los cabos sueltos en los momentos que queden de función. Es un recurso para resolver lo irresoluble cuando no existe manera humana de conseguirlo.

Que yo sepa, ningún dramaturgo ha empleado el recurso contrario, al que podríamos llamar «la Némesis de la máquina», aunque las limitaciones de la lengua y la dramaturgia griegas son limitadas. La imagen que quiero transmitir es la de un pequeño sátiro mugriento y socarrón, que sale de improviso de su escondite bajo las tablas del suelo y procede a desbaratar cualquier desenlace satisfactorio. En los últimos minutos de la obra, trueca en caos las victorias, las reconciliaciones y el final feliz que había sido minuciosamente preparado. Aunque en el drama de la vida humana, ¿no es más común este fenómeno que el anterior? ¿No es acaso un ejemplo más realista de la forma en que se comportan los dioses, ya sea por simple torpeza o por premeditada malicia? No es de extrañar, por tanto, que yo haya perdido la fe en la benevolencia de nuestros dioses custodios.

La Rueda del Destino giró. Los dioses jugaron con nosotros igual que un gato que juega con un ratón, atormentándolo, antes de acabar con él. La deidad suele complacerse en convertir lo pequeño en grande y lo grande en pequeño.

Durante meses les habíamos ofrecido sacrificios a diario para suplicarles favores, darles las gracias o pedirles que nos guiasen. Habíamos sacrificado hasta nuestra última cabra hambrienta. A falta de vino, habíamos hecho las libaciones con agua; a falta de animales, habíamos desmigado pan duro. Jenofonte nunca había eludido sus obligaciones para con Zeus y Apolo; de hecho, había insistido en cumplirlas lealmente, incluso ante la ostensible exasperación de Quirísofo. Los dioses jamás tuvieron un acólito más fiel y riguroso que él, hasta el día que llegamos a la cima de la montaña. Pero allí, con la emoción de haber avistado por fin el mar, en medio del alborozo de los soldados que ascendieron a Jenofonte de simple general a héroe, inocentemente, aunque por lo visto también inexcusablemente, olvidamos ofrecer un sacrificio a los dioses en señal de reconocimiento.

A cambio, nos enviaron miel.

Miel en abundancia, centenares de colmenas, montañas del dorado rocío más dulce, pegajoso y suculento que hubiéramos probado, y que robamos de un enorme colmenar en las montañas después de derrotar con facilidad a la última tribu que se interpuso entre nosotros y el mar, los coicos. El hecho de que fuera robada la hacía aún más dulce, y los famélicos soldados rieron y bailaron como niños mientras se lanzaban sobre las endebles colmenas, destrozándolas con las lanzas, espantando a las abejas con el negro humo de las antorchas de brea de pino, haciendo caso omiso de las inofensivas picaduras de los pocos insectos valientes que se habían quedado a defender su propiedad. Los hombres, casi locos de alegría por la proximidad del mar, se atiborraron de aquel almíbar. Deambulaban entre las colmenas completamente alborozados, con la cara y las manos embadurnadas de miel y con pegotes en el pelo, y una vez saciados comenzaron a arrojarse puñados de miel sólida y pegajosos panales con el único fin de divertirse. Tan cándido era su placer, tan inocente su dicha después de las penalidades que habían soportado durante el invierno, que ninguno de los oficiales tuvo valor para intentar mantener la disciplina; de hecho, les costó resistirse a la tentación de arrojar pícaramente un puñado del botín a la cara de sus compañeros capitanes por pura diversión.

Cuenta una antigua leyenda que el rey tesalio Knopos, aconsejado por su sacerdotisa Enoida, escogió el mejor y más grande de sus toros y lo drogó con una poción. Enajenado, el animal escapó y fue capturado por el enemigo, que lo tomó por un buen presagio, lo sacrificó y lo comió en un banquete. Después de consumir la droga, los hombres se volvieron locos y cayeron víctimas de un brutal ataque de las tropas de Knopos. Ya fuera porque los coicos habían envenenado la miel antes de huir, siguiendo el ejemplo del antiguo rey, o simplemente porque el estómago de nuestros hambrientos soldados no estaba acostumbrado a la suculencia de este postre, lo cierto es que al cabo de unas horas todos los que habían comido miel sucumbieron a una galopante enfermedad: perdieron el juicio y comenzaron a hacer arcadas y a vomitar mientras unas heces acres y verdosas se deslizaban incontrolablemente por sus piernas. Los hombres que solo habían probado la miel parecían ebrios. Los que se habían atiborrado desvariaban como locos, perturbados y afiebrados, y se dejaban caer en cualquier parte; algunos hasta parecían moribundos. La escena recordaba los tiempos de la peste en Atenas. Los hombres se retorcían de dolor en el suelo, con el vientre distendido, la cara crispada, y la hinchada lengua volviéndose azul mientras, movidos por la desesperación, mordían su propia carne. Los pegotes de la cara y las manos, que no habían tenido tiempo de lavar antes de que les sorprendiese la enfermedad, juntaban polvo y hojas del suelo, así como la suciedad que excretaban sus cuerpos. Mientras agonizaban, sus ojos se llenaban de horror e incredulidad conforme caían en la cuenta de que, después de meses de penalidades y muestras de valor, aquella inocente dulzura podía derrotar y aniquilar a los aparentemente invencibles guerreros griegos.

Ni un solo hombre, ni siquiera Jenofonte ni los demás oficiales, era capaz de mantenerse en pie, y es un milagro que los coicos no aprovechasen nuestro infortunio para regresar y matarnos a todos. De hecho, muchos soldados hubieran agradecido que pusieran fin a su suplicio. El que no regresasen es quizá la mejor prueba de que no habían envenenado la miel, y quizá debería dar gracias por ello a los dioses, aunque no puedo menos de pensar que al alabarlos por tan insignificante ofrenda estaría animándolos a seguir con sus pueriles juegos. Si hubiera contemplado una escena semejante en una tragedia en Atenas, me habría reído del torpe e inepto tratamiento de la ironía del dramaturgo, que se valía de un placer tan inocente como un bocado de miel para doblegar a los guerreros más valientes y sufridos del mundo. Sin duda los espectadores se habrían ofendido por el aparente insulto del autor a los dioses. El hecho de que no se tratase de una representación dramática hacía que la traición de los dioses fuera aún más alevosa.

Casi todos nos recuperamos al cabo de un par de días, y tras levantarnos con dificultad, como si estuviésemos aturdidos o drogados, volvimos a formar filas, enterramos a los muertos y tratamos de recobrar nuestra maltrecha dignidad. Sin embargo Asteria, gran amante de la miel desde la infancia, se había atiborrado de aquella sustancia, y cuando por fin logré localizarla entre los rodios afligidos por los vómitos, estaba inconsciente y apenas si respiraba; sus labios encostrados de bilis se estaban volviendo azules a causa del frío y, bajo la corta túnica, sus desnudas piernas estaban cubiertas por una capa seca de la porquería sobre la que había yacido abandonada a su suerte. Aunque me sentía débil y tembloroso, la levanté con esfuerzo y descubrí estupefacto que su cuerpo parecía tan ligero como un haz de ramas secas, como si el largo viaje y la purga de los dos últimos días la hubieran dejado sin músculos ni grasa. La blandura había desaparecido de las extremidades y el torso, su afiebrado rostro estaba descarnado y los enormes y húmedos ojos, rodeados de negras ojeras, habían rodado en sus órbitas, de manera que solo se veía la parte blanca bajo los azulados párpados. Llevándola en brazos, descendí la última cadena de colinas costeras, convencido de que mi vida había llegado a su fin.