II

UNA VEZ RECUPERADOS del catastrófico cruce, emprendimos viaje por la llanura, avanzando incesantemente, sin pausas, hacia el norte. Estábamos a un día de marcha del río cuando nos topamos con un grupo de jinetes vestidos con ropas ceremoniales, entre ellos el gobernador del territorio que estábamos cruzando, que nos rogó que no atacásemos sus ciudades ni a su ganado. Jenofonte y Quirísofo, que ya habían pasado por esa situación muchas veces, apenas si levantaron la vista para dirigirse a los nobles. Se limitaron a asegurarle a los bárbaros que deseábamos llegar cuanto antes a las colonias griegas de las costas del mar Negro, y que mientras cruzábamos su territorio solo cogeríamos las provisiones que necesitábamos.

El gobernador y sus heraldos nos miraron estupefactos, aunque es difícil saber si por la cansina insolencia de Jenofonte o por el aspecto de agotamiento de todos los soldados. Quizá sintiera pena por nosotros, o no se fiara de nuestra capacidad para evitar los pillajes, o acaso temiera que a causa de nuestra ignorancia y del cansancio nos equivocásemos de camino y permaneciéramos en sus tierras más tiempo del necesario. Sea como fuere, después de observar durante una hora al ejército que pasaba lenta y penosamente delante de sus caballos, cambió unas palabras con sus hombres y galopó hasta la vanguardia, donde ese día estaban Jenofonte y Quirísofo, y nos ofreció como guía al jefe de sus consejeros. Explicó que aunque nuestro destino estaba relativamente cerca, a no más de treinta parasangas de allí, el camino discurría por territorio hostil incluso para su propia tribu, y que por nuestra propia seguridad debíamos llevar a alguien de confianza que nos sirviese de guía y de intérprete.

—No hemos tenido mucha suerte con los guías voluntarios en el pasado —le dije a Jenofonte, sin molestarme en bajar la voz por cortesía—. ¿Qué garantía tenemos de que este hombre no nos conducirá a una emboscada?

Jenofonte se irguió y miró al gobernador con desconfianza.

El bárbaro, que había oído mis protestas, soltó un gruñido.

—No veo que llevéis nada que valga la pena robar —observó con perspicacia.

—Tampoco vieron nada semejante las tribus del interior —le espetó Jenofonte con brusquedad—, pero eso no pareció disuadirlas.

La expresión del gobernador se suavizó.

—No os deseamos ningún mal; de hecho, a menudo comerciamos con los helenos de la costa. Pero si insistís en pedir garantías, llevaos a mi consejero como rehén. Si no avistáis el mar dentro de cinco días, tendréis mi permiso para matarlo.

La petrificada sonrisa del consejero tembló ligeramente cuando oyó esto. Encogiéndose de hombros, Jenofonte asintió con un gruñido y le dijo al consejero que se pusiera al frente. Pero primero me hizo una seña para que me apoderase de su caballo. Fui tranquilamente hasta él y cogí las riendas.

—En el ejército no desfilamos cuando vamos de marcha —le dije con severidad—. Hay demasiados enfermos y heridos que necesitan los caballos. Tú estás en perfectas condiciones, puedes andar como los generales.

El guía dirigió una afligida mirada al gobernador, que se limitó a hacer un gesto de asentimiento. Entonces el primero desmontó de mala gana y pisó el barro con sus finas babuchas. Jenofonte se acercó a mí cuando estaba a punto de llevar el caballo a la zona de vitualla.

—Antes de usarlo para cargar pertrechos —dijo en voz baja, con los ojos fijos en los míos—, habla con los honderos rodios. Tengo entendido que uno de ellos está enfermo, y quizá le convendría viajar en una litera tirada por un caballo.

Asentí agradecido y corrí a buscar a Asteria.

El guía cumplió su palabra: no solo nos condujo por el camino indicado, sino que también nos enseñó atajos y senderos transitables que jamás habríamos encontrado con nuestros rudimentarios mapas. El tercer día, sin embargo, en cuanto cruzamos la frontera de su país, nos comunicó que acabábamos de entrar en el territorio de los enemigos seculares de su tribu, y nos animó a quemar todos los bosques y campos que encontrásemos en el camino. Entonces descubrimos que ésa era la verdadera razón por la que el gobernador nos había ofrecido a su consejero como guía. Jenofonte no se dejó engañar. Además de que no quería dar más motivos de animadversión a los lugareños —que ya se inquietarían lo suficiente al ver pasar por sus tierras a un ejército de diez mil hombres hambrientos—, se resistía a retrasar el viaje del ejército con el único fin de saquear el lugar, ni tampoco distraernos de nuestro principal objetivo: llegar al mar.

Al quinto día llegamos al pie de la montaña que los lugareños llamamos Teques. Aunque estaba rodeada por otros picos formidables, destacaba por su colosal altura, muy superior a la de sus hermanas, y por su aspecto: una figura cónica terminada en una cima plana, con las laderas sembradas de grava y piedra y una espesa arboleda en la base que comenzaba a ralear cerca de la cima. El camino serpeaba alrededor de la montaña y entre los árboles, de tal manera que era casi imposible verlo desde nuestro punto de aproximación, y el escarpado terreno nos exigiría subir en fila india, o en una columna de dos en fondo como máximo. El sendero llegaba hasta la cumbre y descendía por el otro lado.

Esto inquietó a los oficiales. La columna ocuparía una extensión de varias parasangas, y en caso de un ataque sorpresa, los hombres tendrían dificultades para defenderse. En esas condiciones era muy probable que perdiésemos a algunos rezagados, heridos y enfermos, y sería prácticamente imposible empujar nuestras provisiones y demás pertrechos por aquella cuesta empinada y cubierta de grava.

—No tenemos alternativa —dijo con resignación Jenofonte a los capitanes—. Dejad los carros y los pertrechos que quedan; repartiremos las recuas y los demás animales entre las compañías, y los enfermos y los heridos irán detrás. Estaremos expuestos a un ataque; que todo soldado marche armado y con toda la panoplia.

A la mañana siguiente los soldados de Quirísofo encabezaron la marcha, como de costumbre. El ejército se movía despacio, un hombre detrás de otro o por parejas, y pasaron casi tres horas antes de que la retaguardia pudiera sumarse al grupo. Poco después de que los últimos exploradores levantaran las lanzas y comenzaran a subir, unos gritos lejanos, procedentes de lo alto, retumbaron en las quebradas. Jenofonte entornó los ojos.

—¿Qué gritan? ¿Es un ataque?

Yo era incapaz de distinguir ni las palabras ni el tono de las voces, pero al cabo de veinte minutos los gritos se hicieron más claros y altos. También oímos el ruido de las armas contra los escudos.

—¡Es un ataque! —exclamó Jenofonte—. ¡Paso ligero! —Y más para sí que para cualquiera que estuviera cerca, añadió—: Sabía que esos hijos de puta nos estarían vigilando.

Los hombres echaron a correr, protestando por el esfuerzo de escalar la escarpada cuesta con las armaduras puestas, inquietos ante la perspectiva de otra batalla y temiendo por su seguridad en la larga y dispersa columna. El rápido ritmo de los pasos creó un nuevo alboroto que, sumado a las estentóreas órdenes de los capitanes y al ruido metálico de las armas y las armaduras, durante más de una hora nos impidió identificar la fuente y las características del sonido que habíamos oído. Los soldados miraban con nerviosismo hacia la cima, pero ésta proporcionaba pocos indicios de lo que nos aguardaba, pues en cuanto una compañía cruzaba el borde y se adentraba en la planicie, simplemente desaparecía de nuestra vista.

Finalmente, Jenofonte no pudo soportar más la intriga. Retrocedió hasta nuestra improvisada caballería, que seguía al mando de Licio pero había dejado de ser un escuadrón de combate para convertirse en un medio de transporte para los heridos y las provisiones, y escogió un caballo, diciéndole a Licio que soltase las literas y los pertrechos que arrastraban los animales. La cara de Licio se iluminó ante la perspectiva de volver a la acción.

Jenofonte, yo y otros veinte jinetes comenzamos a subir la montaña al trote, apartando de nuestro camino a los soldados mientras los gritos y los golpes aumentaban de volumen. Cuando cruzamos el borde de la plana cima, contemplamos una escena que nos heló la sangre.

Entre los soldados que habían llegado hasta el momento, quizá las dos terceras partes del ejército, reinaba un caos absoluto; algunos se habían abrazado formando una piña, arrodillados en el barro, y rezaban a los dioses. Otros golpeaban frenéticamente las lanzas contra los escudos de sus compañeros, como niños jugando a la guerra, les daban puñetazos en los hombros, o corrían inútilmente en círculos. Y otros estaban inmóviles, como petrificados, mirando al horizonte en dirección norte. Y por encima de todos estaba el sonido: un griterío ensordecedor, constante, implacable; una mezcla de canciones, sollozos y gemidos que se fundían entre sí para formar una confusa, indescifrable e indescriptible masa sonora. Las palabras resultaban incomprensibles hasta que uno miraba la cara de los soldados y veía que sus lágrimas no eran de miedo ni de desesperación, sino de dicha; hasta que advertía por los gestos de los que rezaban que no suplicaban compasión a los dioses, sino que les daban las gracias; hasta que uno leía los labios de los que permanecían quietos, llorando en silencio, y veía que sus bocas esbozaban una palabra que nos había estado vedada durante nuestra terrible expedición por los desiertos y las montañas: «¡Thalasa, thalasa! ¡El mar!».

Los hombres cogieron en andas a Jenofonte, riendo y aclamándolo igual que el lejano día en que lo habían elegido general. Le dieron palmadas en la espalda mientras él miraba a sus guerreros con orgullo y con una ancha sonrisa que arrugaba su cara y destellaba a través de la poblada barba. Yo estaba solo, observando aturdido, con una mezcla de éxtasis y dolor, a los hombres que iban llegando a la cima y a su primera y arrobadora visión del mar. Sin embargo, al cabo de un momento percibí una presencia que ya no esperaba volver a encontrar, me giré lentamente y descubrí que Asteria me observaba en silencio, con los ojos hundidos y llenos de lágrimas y los pómulos prominentes en su demacrada cara, pero también con una expresión tan tierna que mi corazón se detuvo como si acabara de aparecérseme una diosa. Abrí los brazos y ella se arrojó a ellos como si ése fuera su sitio, como si no lo hubiese abandonado nunca.

Alcé la vista y allí estaba, apenas visible en la nebulosa y distante bruma, brillando como el reflejo del sol en una espada: la estrecha línea azul del mar. Qué cierto es que las lágrimas pertenecen en la misma medida a la alegría y al llanto.