I
EL ARRAIGADO HÁBITO ERA LO ÚNICO que nos impulsaba a seguir adelante día tras día, lo único que explicaba que fuéramos capaces de soportar, y hasta pasar por alto, horrores que en otros tiempos nos habrían sumido en la desesperación. Sí, los pasábamos por alto, pero no los olvidábamos. No olvidábamos nada. Siempre que continuáramos moviéndonos, sometiéndonos a la rutina, podríamos arrinconar en la mente nuestra desdicha y la constante presencia de la muerte y las enfermedades. El miedo resulta tolerable si ha sido limado y forjado en la inofensiva forma del hábito. Pero si le permitimos emerger, mostrar su auténtico filo, nos matará con la misma eficacia que una espada escita.
Durante casi cinco meses, desde la muerte de Ciro en Cunaxa, el ejército había tenido que luchar para abrirse camino en territorio hostil, y a estas alturas la lucha se había convertido en una rutina que aceptábamos más por resignación que por elección. Los ánimos se habían templado y los hombres, aunque cabizbajos y resentidos, cumplían con su deber. Cada día marchaban en silencio, sin pensar en nada más que en sobrevivir hasta el final de la jornada, apretando el paso y alzando la vista solo cuando era necesario para defenderse de un ataque, cosa que ocurría prácticamente a diario. Finalmente, sin embargo, el tiempo comenzó a templarse, y poco a poco, primero durante horas, luego durante varios días seguidos, el sol se fue fortaleciendo lo suficiente para empezar a fundir la nieve, y los carámbanos que destellaban sobre los atrofiados árboles dejaron caer su esencia lentamente, casi a regañadientes, formando espesos charcos. El viento, todavía cortante mientras silbaba a través de los desfiladeros y pasos montañosos, transportaba ahora una sutil insinuación de vegetación nueva y de una humedad limpia más que de una muerte gélida y estéril. Descendimos de las montañas y recorrimos veinticinco parasangas en una semana, peleando a cada paso con los belicosos cálibes, que parecían ansiosos por trabarse en combates cuerpo a cuerpo con nuestros escuálidos soldados. A diferencia de cualquier otra tribu, los miembros de ésta usaban corazas de lino hasta el vientre, grebas y pesados cascos. Empuñaban grandes lanzas y llevaban a la cintura una larga daga semejante a las espartanas. Perdimos docenas de hombres durante sus rápidos ataques y escaramuzas antes de conseguir repelerlos en una de las muchas batallas que libramos con ellos, y que ahora se me antoja demasiado tediosa para contarla.
Nuestros guías nos dijeron que el mar —y nuestra seguridad— estaba a menos de treinta y cinco parasangas de distancia, un mes de marcha, aunque Jenofonte no quiso dar crédito a esta información ni alentar vanas esperanzas entre los exhaustos soldados. No obstante, pronto se corrió la voz de que nos aproximábamos a la etapa final, y los hombres aceleraron notoriamente el paso, como si se hubieran recuperado de la cojera, y sujetaron los escudos con mayor aplomo.
Entonces llegamos al Río.
Las nieves derretidas habían aumentado el caudal de las heladas aguas del Harpaso hasta un nivel tan alto que impedía un cruce seguro. Aunque el último medio año habíamos cruzado con éxito innumerables ríos, esta corriente, que ni siquiera aparecía en los rudimentarios mapas que habían dibujado nuestros adivinos, nos obligó a parar en seco. El légamo era tan denso que resultaba imposible calcular la profundidad del río. Jenofonte envió exploradores en ambas direcciones para que buscasen un vado, y las dos partidas regresaron antes del atardecer. El grupo que había ido río abajo no encontró nada; de hecho, nos comunicó que a varios centenares de estadios hacia el sur el río se unía con un afluente, lo que lo hacía aún más ancho y peligroso. Los que habían viajado hacia el norte habían tenido más suerte, ya que se habían topado con unos cazadores cálibes a quienes habían reducido y capturado.
El jefe era un individuo hosco y taciturno, un cazador con el increíble nombre de Caronte que estaba familiarizado con el río, y que accedió bajo coacción a guiarnos hasta un punto por el que dijo que podríamos cruzar, aunque no sin cierta dificultad. Con Caronte como guía, las tropas pesadas avanzaron hacia el norte durante dos días, abriéndose paso por los caminos pedregosos y los barrancos llenos de maleza. Jenofonte los seguía con un pequeño contingente de tropas ligeras, que protegía la retaguardia y las pocas provisiones que quedaban en nuestros destartalados carros y trineos. Cuando llegamos a nuestro destino, vimos que las aguas parecían tan rápidas y profundas como antes, aunque Caronte nos juró que el ejército podría cruzar si tomaba las debidas precauciones. Al mirar hacia el lugar por donde íbamos a cruzar el río, al oeste, vi que el sol había teñido el cielo de rojo, reflejando su infernal color en las turbias aguas y en la amarillenta espuma de los rápidos, y sentí un nudo en el estómago. Una vez más el breve e indescifrable canturreo siracusano, con sus misteriosos tonos menores, surgió de mis entrañas, como magma palpitando bajo la tierra y amenazando con estallar.
Las colinas de ese lado del río estaban pobladas de árboles, y mientras la mitad de las tropas acampaba, recogía leña y preparaba trincheras y empalizadas defensivas, Jenofonte ordenó a los demás que se internasen en el bosque, talasen árboles livianos y los atasen para hacer balsas. No esperaba que pudiéramos construir embarcaciones suficientes para todos los hombres y los animales —muchos tendrían que apañarse con sus dotes para nadar y flotar, que pronto tendrían ocasión de perfeccionar—, pero sí unas cuantas balsas para transportar a algunos de los heridos y la mayor parte de los pertrechos sin poner en peligro la vida de sus hombres.
Pasamos tres días ocupados con esta tarea, bajo intermitentes lluvias torrenciales y heladas que aumentaron aún más el caudal del río. Los soldados que no sabían nadar, que eran la mayoría, trabajaban con firme determinación, aunque incluso los espartanos, que no vacilarían en enzarzarse en un combate a muerte con los jinetes escitas, estaban tan asustados como niños ante la idea de cruzar el tempestuoso torrente que tenían delante. Los espartanos son criaturas terrestres y detestan las travesías por agua, aunque a esas alturas del viaje cualquiera hubiera imaginado que se habían acostumbrado a ellas. Pero aquella corriente estruendosa y asesina llevaba en su limo el miedo y la furia de lejanas y desconocidas tierras, el hielo y el misterio de regiones inhabitables, y hasta era posible que bajo la superficie acechasen temibles monstruos y extraños dioses. Un hombre de la edad que yo tenía entonces, lleno de vida, es tan poco capaz de prever o imaginar su muerte como la existencia de sus descendientes mil o dos mil años después. Si esa muerte se presentase, sería para él una sorpresa tremenda, insospechada, pues difícilmente habría meditado sobre su significado o su impacto. Sin embargo, durante aquellos tres días contemplando el río, envejecí cincuenta años y pensé tanto en mi muerte como ahora, en la vejez, que cercado por ella no puedo evitar reflexionar al respecto.
El día señalado para el cruce el tiempo había mejorado un poco, aunque los cielos seguían borrascosos. Los sacerdotes sacrificaron las dos ovejas más jóvenes que nos quedaban, en lugar de los corderos que habrían sido una ofrenda más grata para los dioses del río, cortándoles la garganta para que la sangre cayera en el agua. Sin esperar a que adivinasen la respuesta de los dioses, o acaso evitando oírla por miedo, Jenofonte ordenó a Caronte que guiase a la primera flotilla de embarcaciones, cargadas con el valioso grano, las armas y armaduras que nos quedaban, unas cuantas ovejas y los aterrorizados heridos. Los soldados iban agarrados con fuerza a los lados de las balsas; los que sabían nadar iban del lado sur y gritaban palabras de aliento a los que no sabían nadar e iban del otro lado, empujados por la corriente contra los costados de las balsas, presas del pánico y rezando a los dioses para que les diesen fuerzas para seguir sujetándose en el agua helada. En mi infancia había oído que untarse el cuerpo con aceite ayudaba al nadador a conservar el calor del cuerpo, así que, tras recordárselo a Jenofonte, mandó abrir nuestros valiosos barriles de aceite, que llevábamos para ungir a los muertos, y cada hombre recibió una taza. Los nadadores llevaban pequeños trozos de madera atados precariamente al pecho y a la espalda para que pudieran flotar en caso de que se soltasen accidentalmente de la balsa, al menos el tiempo suficiente para que la corriente los arrastrase a la orilla río abajo, antes de que muriesen ahogados o de frío.
Fieles a la costumbre, los soldados entraron en el agua desnudos, llevando solo las sandalias y una o dos monedas de plata, lo poco que les quedaba de su última paga, guardadas a buen recaudo en la boca. Con macabro humor, Quirísofo señaló que si no conseguíamos cruzar sin incidentes, esta medida ahorraría a los supervivientes el óbolo que había que poner en la boca de los muertos para pagar su último peaje. Después de botar las primeras balsas, los que quedaron en la orilla contemplaron esperanzados los progresos de sus compañeros y enseguida se concentraron en sus propios preparativos.
Aproximadamente una tercera parte del ejército estaba en el río, y la vanguardia había hecho las tres cuartas partes de la travesía, cuando se oyeron gritos desesperados desde la balsa que iba detrás de la de Caronte. Al mirar hacia allí, vimos que la embarcación estaba de canto, casi vertical, y que el torrente se precipitaba contra ella por el lado norte, formando un muro de espuma del que emergían por un momento los brazos y las piernas de un soldado que luchaba por sujetarse. Del otro lado, la balsa estaba encallada en una enorme roca que los rápidos nos habían impedido ver, pero que ahora era claramente visible bajo la media docena de hombres hundidos hasta la cintura en las gélidas aguas. Forcejeaban torpemente con la balsa, sus movimientos estaban obstaculizados por las tablas que llevaban atadas al cuerpo, tratando desesperadamente de desencallar. Otra balsa se aproximaba rápidamente a ellos, con su séquito de oscilantes cabezas, repartido entre tres lados de la embarcación, dando gritos de terror e intentando infructuosamente desviarse del camino de la roca. Empujada por la misma corriente despiadada, la segunda balsa chocó contra la primera y ambas se rompieron como juguetes, volcando las provisiones y lanzando a las heladas aguas a treinta hombres que gritaban y trataban de agarrarse a las rocas, a los restos de las embarcaciones o entre sí mientras la corriente los arrastraba río abajo.
A pesar de la distancia, distinguí la aterrorizada expresión de Caronte al ver que parte del ejército al que había prometido guiar sin incidentes hasta la otra orilla desaparecía aguas abajo sin dejar rastro. Hizo frenéticas señales a los demás para que cambiasen de curso y remontasen el río un pletro para sortear la traicionera roca que había destruido a las dos balsas. Nosotros entendimos la lógica de esta solución, pero como los que estaban en el agua llevaban ya un rato allí, tenían el cuerpo entumecido de cintura para abajo, y algunos sufrían convulsiones. Para ellos, la idea de permanecer en el agua durante el tiempo adicional que durase el desvío era casi inconcebible. Los que estaban en la orilla corrieron río arriba hasta el nuevo punto de cruce, arrastrando los carros y los pertrechos, y los soldados designados para cruzar a continuación dieron unos pasos en el agua en dirección a sus predecesores, arrojándoles cuerdas, mantas y ramas, cualquier cosa que pudiese ayudar a sus helados compañeros a cubrir el último tramo del trayecto.
Cuando todo el ejército se hubo trasladado al nuevo punto de cruce, notamos que Caronte había dejado a su tripulación en la otra orilla y regresaba a la nuestra con los nadadores más fuertes, maldiciendo en su incomprensible lengua bárbara y subiendo a la balsa a todos los soldados que encontraba en su camino, y que estaban a punto de hundirse.
A pesar de sus esfuerzos, perdimos otra docena de hombres y otras dos balsas con su valiosa carga de provisiones.
Durante los dos días siguientes fueron llegando hombres al campamento que montamos en la otra orilla, hombres desnudos y amonados de frío, con los pies ensangrentados porque habían tenido que recorrer centenares de estadios de suelo helado y sembrado de espinas desde el punto donde habían recalado, algunos con miembros rotos a causa de los golpes que habían sufrido contra las rocas o las propias balsas. No había nadie, ni siquiera yo, que no tuviera serias magulladuras, de manera que permanecimos acampados durante tres días, curándonos las heridas y tratando de calentar nuestros helados cuerpos, mientras varias partidas de exploradores viajaban río abajo por ambas riberas en busca de supervivientes. Una de estas partidas no regresó nunca, y dedujimos cuál había sido su destino por las mofas de los bárbaros envueltos en pieles que, durante la segunda noche en el campamento, agitaron burlonamente sus lanzas desde la otra orilla. Para retribuir los dudosos servicios de Caronte y su incompetencia como guía, Quirísofo ordenó cortarle la cabeza y lanzarla al otro lado del río, hacia sus vocingleros compatriotas, con una catapulta que improvisamos con un árbol joven y flexible. Después de recoger el bulto escrupulosamente almohadillado del sitio donde había caído y examinarlo, los cálibes prorrumpieron en un furioso coro de lamentaciones e insultos, pero no volvieron a molestarnos.
Esa noche salí solo bajo una luna tan pálida y fría como el ojo de un ciego, envuelto en una piel de lobo prestada, rehuyendo a Asteria —o rehuido por ella—, como ocurría desde hacía semanas. Caminé hasta llegar a una llanura yerma, cubierta de malas hierbas. No me acobardaba la oscuridad, ese furioso cielo de la épica homérica, porque no había noche más oscura que la que albergaba en mi interior. Mientras andaba, sentí el pecho comprimido por un suspiro largamente reprimido y respiré hondo, inspirando el fragante aire de la noche. De todos los aromas capaces de evocar emociones y recuerdos —el del humo de un fuego de leña, el del cálido cuerpo de una mujer dormida bajo una manta, el de la tablilla de cera en que un niño escribe con el punzón— no hay quizá ninguno tan reconfortante y amenazador a la vez como el aroma de la luna. El aroma de la luna. Le pido al lector que reflexione, que se concentre y con cuidado, lentamente, inhale el aire de la noche; es imposible no reparar en que la fragancia de la noche es diferente a la luz de la luna. La luna nos reconforta con la luz que proyecta sobre la oscuridad, pero a la vez nos intimida al acentuar esa oscuridad y el misterio que permanece entre las sombras, fuera de su alcance. Hasta un ciego incapaz de percibir la luz sabe a ciencia cierta si está brillando la luna, y este conocimiento le hará experimentar a la vez un profundo consuelo y una sensación agorera. De hecho, todo se reduce a respirar.
Caminé durante varias horas en la noche helada, abstraído en mis pensamientos, indignado por las innecesarias pérdidas en el río y por mi propia y personal pérdida: Asteria, que desde nuestro último encuentro en la montaña, se había mostrado tan fría y distante conmigo como una titilante estrella. Al fin, física y mentalmente agotado, me eché de bruces sobre las fragantes hojas, los gamones del sueño de Jenofonte. Como si estuviera muerto, dejé que mi espíritu vagase por mi vida anterior, las horas que había pasado tranquilamente sentado en el regazo de mi madre, el etéreo canto de Aedón, el orgullo que había visto en la cara de su padre al oír que los nobles de la ciudad elogiaban a Jenofonte, su furia cuando se había enterado de la partida de su hijo.
La grandeza, la calidez, la alegría y la exuberancia de mi pasado, la emoción de la vida en Atenas, la inocente dicha de la juventud resultaban abrumadoras por lo mucho que contrastaban con el estado en que me encontraba, y tuve que hacer un esfuerzo tremendo para pensar en otra cosa. Aunque es una debilidad permitir que los pensamientos lo suman a uno en tan innecesaria melancolía, yo no tenía fuerzas para moverme, ni siquiera para abrir los ojos. Es verdad que me encontraba físicamente extenuado, pero incluso en las peores circunstancias, en los momentos en que había estado cerca de la muerte, había sido capaz de mover mi cuerpo. Aquello era diferente, sin embargo, algo que no había experimentado nunca, un profundo agotamiento emocional, un vacío donde no quedaba ni siquiera mi voluntad de vivir, una desolación tan absoluta que mi cuerpo, aunque fortalecido y delgado tras meses de campaña, estaba completamente paralizado.
Después de un rato largo encontré fuerzas para darme la vuelta y abrir los ojos, y contemplé maravillado el cielo de la clara y gélida noche. En la vasta llanura sin árboles donde estaba tendido, bajo la bóveda celeste que se extendía de un extremo al otro del horizonte, la luz de las estrellas era abrumadora. Al girar la cabeza vi otra vez esa luz reflejada en los millones de deslumbrantes gotas de rocío congelado que se habían formado en las briznas de hierba y en los pétalos de las flores, borrando la línea del horizonte —esa línea gracias a la cual la gente encuentra orientación y equilibrio, sentido de la mesura y su propio lugar en el mundo— y dejándome flotando en el éter. Me sentí rodeado por infinitos puntos de luz que me sostenían por abajo y me asfixiaban por arriba, temblando y parpadeando, palpitando a un ritmo cada vez más cercano al de mi corazón, mientras el canturreo siracusano de mi infancia brotaba desde lo más profundo de mis entrañas, incontenible, amenazando con estallar en cualquier momento y ahogar mis pensamientos y mi existencia. Era como si estuviera drogado o loco, porque a ambos lados, arriba y abajo las luces giraban y parecían empujarme hacia el centro del remolino de Caribdis, mientras dentro de mí el indescifrable coro se convertía en un rugido ensordecedor. Si no lo detenía, perdería la razón, así que haciendo acopio de las fuerzas que me quedaban, o que me envió un dios que pasaba por allí y se compadeció de mí al verme desesperado, me senté y grité con todo mi ser: un grito frenético, ronco, estentóreo que al cabo de unos instantes me dejó jadeando y sin voz.
Conforme el sonido se iba apagando, el enloquecedor horror de la melodía interior se detuvo y el fragante aire de la noche retornó furiosamente a mis pulmones. Las estrellas regresaron a su sitio y los fragmentos de escarcha volvieron a sus puestos, perfectamente alineados en el horizonte, sin amenazar ya con romper filas. Permanecí sentado, como paralizado, y contemplé la llanura como si estuviera en el Reino de los Sueños, donde moran los calcinados espectros de los mortales. Escuché el silencio con estupor, con tanta atención como había escuchado la inminente acometida de la locura, retándola a regresar, obligándome a plantarle cara y desafiarla, incluso tratando infructuosamente de evocar una vez más la infernal melodía que instantes antes había llenado por completo mi ser. Mi alma había vuelto conmigo, y otra vez estaba firmemente arraigada en los recovecos del cuerpo, donde acecha como un murciélago en la oscuridad, con los ojos brillantes y alerta.
Curiosamente, sentado en medio del profundo silencio percibí con claridad un suave sonido, tan suave que dudé de haberlo oído, y al mismo tiempo tan próximo que se me erizaron los pelos de la nuca. Paralizado, agucé el oído y lo oí otra vez: el mismo roce casi imperceptible, un levísimo crujido, muy cerca de mí. Me tendí de lado y pegué la oreja al suelo, en la dirección de donde pensé que procedía. Cesó durante un tiempo que se me antojó una vida entera, como si quien lo hubiera producido se preguntase qué sentido atribuir al ser de cabeza grande que acercaba tanto a él su peludo y sudoroso cuerpo. Entonces vislumbré el traslúcido resplandor de una lombriz, suavemente reflejada por la brillante negrura, que lentamente y con cautela, buscando su camino a ciegas, emergió del diminuto agujero que había tardado toda su vida en excavar. Las minúsculas partículas de polvo que desplazaba con sus movimientos producían el ligerísimo crujido que había percibido con mis sensibilizados oídos, y cuando otra lombriz salió de su madriguera a unas pulgadas de allí, oí otro sonido idéntico, producido por el pequeño tapón de tierra que apartaba de la abertura.
Hasta el presente no sé cuál fue exactamente el efecto que tuvo en mi espíritu aquella furtiva contemplación de un microcosmos; ya que después de que mi alma regresase al pasado, y de que el cielo y la tierra estuvieran a punto de aplastar mortalmente mi ser con sus vertiginosos giros, esta pequeña dosis de la más tangible realidad —una trémula, reluciente lombriz llena de vida, apartando un terrón de tierra de su agujero bajo la luz de las estrellas— se me antojó el mejor antídoto contra el precario equilibrio de mi sentido de la mesura. Durante el resto de la noche observé a la lombriz casi sin moverme, recuperando gradualmente la fuerza conforme mi espíritu descansaba y mi mente se vaciaba de los temores del pasado y las preocupaciones por el futuro. Contemplé a la lombriz pensando únicamente en cómo empujaba afanosamente pequeñas cantidades de tierra fuera y dentro de su agujero mientras buscaba un bicho muerto con que alimentarse, y disfruté como si participase de un secreto que no conocía nadie más en el mundo: solo la lombriz y yo.
Mientras la miraba, me maravillé de que hasta esa insignificante criatura, que trabajaba anónimamente, como Sísifo, entre los confines de su oscura madriguera, fuera capaz de ejercer una pequeña influencia en el mundo; y se me ocurrió que aquella minúscula lombriz, lejos de ser una confirmación de la muerte, la putrefacción y la futilidad, era un testimonio de la perseverancia y la tenacidad de la vida.
Aunque aquella música misteriosa ha regresado a menudo a mi mente durante breves instantes, como el persistente tirón de manga de una vieja deidad que teme ser olvidada, nunca volvió a atormentarme con la amenaza de la locura.