IV

LOS CABRONES NO APRENDEN NUNCA, ¿no? —musitó Quirísofo disgustado, masticando un trozo de esfínter y mirando hacia las cumbres cercanas—. Los soldados están hambrientos y no tenemos más remedio que conquistar este sitio, pero no me gusta la idea de atacar a mujeres y niños.

En las últimas dos semanas de intenso frío no habíamos recorrido más de quince parasangas, hostigados constantemente por los bandidos locales, y después de vadear un pequeño río habíamos entrado en las yermas tierras de los taocos, el pueblo más hostil y belicoso de los que habíamos encontrado hasta el momento. Nuestras provisiones escaseaban, ya que los lugareños habían destruido o sacado de las aldeas todo cuanto pudiera sernos de utilidad, y si no encontrábamos alimentos pronto, nos moriríamos de hambre. Después de interrogar con severidad a los prisioneros que habíamos capturado en el camino, Jenofonte había averiguado la ubicación del fuerte taoco en el que se había refugiado toda la población, llevando consigo las provisiones y el ganado.

Era un refugio de montaña, habitable únicamente en emergencias como ésta, y costaba imaginar que hubiera mujeres y niños escondidos en ese inhóspito peñasco; porque era un peñasco, una planicie congelada y azotada por el viento y rodeada en tres lados por un abismo de centenares de pies de profundidad. La superficie estaba libre de nieve, gracias al rugiente y cortante viento que soplaba a todas horas, y el único acceso era un ancho campo con unos cuantos robles añosos, dominado por un monte de cima plana en la que los defensores habían preparado un impresionante arsenal de piedras, troncos y rocas. Y estaban dispuestos a arrojarlos sobre cualquiera que intentase cruzar el campo. Las fortificaciones en sí tenían escasa entidad, y no necesitaban tenerla, dadas las ventajas naturales del lugar. La entrada estaba protegida por un muro de poca altura. Dentro del recinto, que pudimos divisar parcialmente desde la cumbre de una montaña cercana, había millares de personas, refugiados de las aldeas de toda la región, arremolinados sin aparente orden ni concierto sobre la desnuda planicie de piedra. Se cobijaban del viento y las inclemencias del tiempo bajo unas primitivas tiendas hechas con palos y cuero.

Cuando llegamos allí con la retaguardia, Quirísofo estaba esperándonos con evidente perplejidad, y Jenofonte miró las colinas con aire pensativo.

—A estas alturas deberíamos conocer el procedimiento —dijo—. Espera hasta que anochezca y distráelos atacando desde aquí con el grueso del ejército. Ordena a varias brigadas de infantería y de las tropas ligeras que regresen por el camino por donde hemos venido y que traten de escalar la montaña por el otro lado. Que sorprendan al enemigo por detrás… la posición favorita de tus espartanos, Quirísofo. No podría ser más fácil. Lo único que me preocupa es qué voy a tomar para desayunar.

Quirísofo lo elogió con sarcasmo.

—Excelente táctica, general; no esperaba menos de un ateniense cultivado. Y hablando de atenienses, ¿quieres un poco de esfínter?

Al ver que Jenofonte estaba a punto de responder con otra pulla, me apresuré a interrumpirlos.

—De manera que la cuestión es quién tendrá el honor de subir sigilosamente a la montaña y sorprenderlos por la espalda. Podría ser peligroso si los bárbaros han aprendido por fin la lección y han apostado centinelas en los caminos que conducen hasta allí. Jenofonte volvió a mirar a los bárbaros y decidió probar otra táctica.

—¿Por qué no llevamos un intérprete y tratamos de negociar? Podríamos convencerlos de que no somos un ejército conquistador y de que no nos proponemos quedarnos.

Quirísofo gruñó a través de su poblada barba.

—Ya he intentado hablar con ellos. Allí está la única entrada. Les gritamos que no queríamos hacerles daño y que solo necesitábamos provisiones. Pero cada vez que tratamos de aproximarnos nos arrojaron piedras. Ése es el resultado —señaló media docena de literas donde yacían hombres magullados y cubiertos de sangre, uno con las dos piernas rotas, otro con la mitad del tórax aplastado—. Ni siquiera nos permitieron recoger a los heridos. No dejaban de lanzarnos piedras.

Los taocos nos miraban con feroz desprecio desde la cima, con los palos y los carretones con piedras dispuestos para atacar al siguiente grupo de helenos que intentase cruzar el campo.

—Déjame hacer una prueba —dijo Jenofonte—. ¿Recuerdas a aquel niño písida que tomamos por un imbécil, Teo? Si supieras cuánto aprendí de él…

Mandó llamar a Calímaco, el capitán que ese día estaba al mando de la retaguardia junto con Agasias, Aristónimo y unos cuantos oficiales más, todos extremadamente competentes, y se dirigió a la arboleda situada al borde del campo, poco más allá del alcance de las piedras del enemigo. Allí aguardó a la vista de los defensores taocos, gritándoles para asegurarse de que lo vieran y se preparasen. Después respiró hondo y abandonando la protección de los árboles corrió por el campo en zigzag, como un conejo, para evitar que los honderos y los lanzadores de jabalinas dieran en el blanco, y se tiró al suelo debajo del primer roble. Las pesadas piedras de ocho o nueve carretones golpearon contra el árbol y cayeron en avalancha por ambos lados, a escasas pulgadas de su cabeza. Miró por encima del hombro hacia nosotros, que estábamos a salvo en la arboleda, y a pesar de la distancia noté que su cara estaba blanca como la túnica de una sacerdotisa. Sin embargo, sin darle tiempo al enemigo para que recobrase la calma, se levantó de un salto y corrió hasta el árbol siguiente, donde nuevamente se salvó por los pelos de una mortífera descarga de piedras echándose al suelo. Con un segundo salto, corrió hacia nosotros bajo una lluvia de flechas y proyectiles, y llegó a la arboleda temblando y sin aliento. Quirísofo estaba furioso.

—¿Qué cojones de truco ha sido ése? —rugió—. Eres un maldito general, pero al arriesgar tu vida de esa manera has demostrado tener menos cerebro que el limpiaculos de un rebaño de cabras. Ignorante hijo de puta, debería encadenarte y… —dejó la frase en el aire, indignado, al ver que Jenofonte le sonreía. Los demás oficiales lo miraban estupefactos.

—En estos tres minutos de carrera, esos idiotas han desperdiciado veinte carretadas de piedras y un centenar de flechas —replicó Jenofonte—. ¿Crees que su reserva de municiones es ilimitada? Con dos o tres exaltados que atraigan sus disparos, esta tarde se habrán quedado sin armamento. Podría pedir voluntarios…

Se interrumpió al oír el estruendo de otra inmensa carretada de piedras que rodó por la ladera de la montaña y chocó contra los árboles. Al mirar hacia el lugar del impacto, vimos que Calimaco estaba bajo el primer árbol donde se había resguardado Jenofonte y se preparaba para correr hacia el siguiente. Cuando Agasias vio que avanzaba hacia el fuerte enemigo, a la vista de todo el ejército, no pudo soportar la idea de que su rival se llevase toda la gloria, así que también corrió hacia el árbol, esquivando con agilidad las piedras mientras seguía a Calimaco, que ya se dirigía al siguiente árbol. Afligido, Aristónimo se internó en el campo y los adelantó a los dos, seguido por Eneas, otro oficial, y juntos provocaron una ensordecedora descarga de piedras.

Milagrosamente, ninguno de ellos resultó herido, y al cabo de diez minutos de carreras entre los árboles los capitanes no oyeron ya el estruendo de las rocas, sino los gritos de consternación del enemigo. Habían arrojado un centenar de carretadas de piedras sobre los helenos sin dar en el blanco ni una sola vez, y ya no les quedaban municiones.

Quirísofo no perdió el tiempo. Dio la orden de avanzar a sus hoplitas, que cargaron de inmediato en formación de batalla, abriéndose paso por el campo sembrado de piedras mientras Calimaco, Agasias, Aristónimo y Eneas corrían hacia la desprotegida entrada de la fortificación, suscitando gritos de terror entre las mujeres y los niños, convencidos de que los mugrientos y greñudos atacantes los matarían a sangre fría.

Durante décadas he tratado de olvidar lo que presencié a continuación. Desesperados de miedo, los centenares de ancianos y mujeres que estaban dentro del recinto corrieron hasta el borde del precipicio… y saltaron. Sin titubear ni por un momento. Fue como si hubieran practicado la maniobra durante toda su vida. Los que llevaban niños o bebés se detuvieron brevemente junto al borde y arrojaron a los pequeños antes de lanzarse ellos. El ejército entero contempló la escena desde su privilegiada posición, y todos gritamos horrorizados, suplicando a las mujeres que parasen. Pero las desdichadas madres estaban desquiciadas por el miedo a que las deshonrasen delante de sus maridos y a que empalasen a sus hijos o los tomasen como esclavos, pues eso es lo que acostumbran a hacer las tribus locales en guerra. Pensaron que con nuestros extraños gritos clamábamos sangre, y redoblaron los esfuerzos para suicidarse en masa: algunos degollaron a los aterrorizados y llorosos niños para ahorrarles el sufrimiento de la larga caída, y otros saltaron al vacío estrechando a sus vástagos o sus ancianos padres en el definitivo abrazo de la muerte.

Los cuatro capitanes, cuyo sentimiento de triunfo por haber entrado en el fuerte en primer lugar se trocó en horror ante la escena que encontraron al llegar, corrieron hacia el borde del precipicio, gritando a las mujeres y los ancianos que se detuvieran, que no pretendían hacerles ningún daño. Desenvainaron las espadas y golpearon a los taocos con el recazo para hacerlos caer hacia atrás, pero solo consiguieron asustarlos más y que se uniesen para atacarlos. Al ver a un anciano que por su vestimenta parecía un jefe corriendo frenéticamente hacia el precipicio, Eneas se lanzó sobre su espalda con intención de detenerlo. Sin embargo, en el último momento el desquiciado viejo tropezó con su túnica y le hizo perder el equilibrio a Eneas, que cayó junto con él, con las manos enlazadas alrededor de su cintura, hacia las lejanas rocas del fondo del abismo.

Por fin llegaron los espartanos de Quirísofo y a duras penas consiguieron poner fin a la matanza, pero los daños ya eran terribles. De los millares de seres humanos que unos minutos antes se habían apiñado con terror sobre la cima apenas quedaban un centenar. Nuestros soldados pululaban por la llana y helada superficie de la cumbre llenos de remordimiento por la tragedia que habían causado. Aparte de los balidos y mugidos de los centenares de ovejas, bueyes y asnos que los taocos habían dejado atrás, solo se oían los sollozos de los pocos niños que habían escapado a la carnicería simplemente porque sus madres habían tenido las manos ocupadas con el resto de su prole. Mi trastornada mente no alcanzaba a imaginar siquiera las emociones que habrían embargado a los defensores taocos que habían contemplado la escena desde lo alto de la colina, aquellos hombres silenciosos cuyas familias habían cometido un suicidio sin sentido. No teníamos forma de comunicarnos con ellos. Jenofonte ordenó liberar a todos los prisioneros locales, con la esperanza de que fuesen a reunirse con los defensores de la colina y les dijesen que entregaríamos a los niños supervivientes a los habitantes de la aldea más cercana, junto con abundantes provisiones.

Esa noche el ejército acampó en silencio, apenado por unas mujeres y unos niños que ni siquiera eran los suyos, en el pequeño recinto fortificado de la llana cima de la montaña. Cuando logré escapar de mis obligaciones para ir a ver a Asteria, tuve dificultades para encontrarla. Después de buscarla durante un rato en el campamento rodio, le pregunté discretamente a Nicolás si sabía dónde estaba, y él señaló en dirección de la ladera que estaba detrás del campamento.

La encontré enseguida, metida en un oscuro hueco entre dos piedras, contemplando el lugar donde las mujeres taocas se habían lanzado al vacío con sus hijos. Las paredes y el fondo del precipicio estaban iluminados por las trémulas llamas de la enorme pira funeraria que habían encendido los escaladores cretenses, a quienes Jenofonte había asignado la tarea de recoger y quemar los cuerpos. Asteria estaba demacrada, nerviosa y ensimismada.

—Te he traído algo —dije tratando de que mi voz sonase reconfortante. Hice una pausa, esperando una reacción que no llegó, y como no se me ocurrió nada que añadir abrí el hule donde había envuelto un mendrugo untado con miel, uno de los caprichos favoritos de Asteria durante la marcha. Qué cosas tan sencillas la complacían ahora, después de la lujosa existencia que había llevado en el pasado.

Al ver el pan, Asteria dio un respingo y se giró bruscamente, y oí cómo vomitaba en una pequeña cavidad de la roca que estaba a su espalda. Cuando hubo acabado, respiró con dificultad y se volvió lentamente para mirarme. Por el olor viciado que percibí cuando me senté a su lado, deduje que llevaba un buen rato allí.

Me miró con una expresión que, aunque no era exactamente de desprecio, reflejaba apenas algo más que indiferencia y mucho menos de lo que yo esperaba. Rápidamente suavizó su gesto para convertirlo en una máscara inexpresiva, pero la hosca mirada que había visto un instante antes me lo había dicho todo. Permanecí callado, con la vista fija en la oscuridad.

—No me encuentro bien, Teo —murmuró por fin—. Tengo las tripas revueltas. Problemas femeninos. —Se encogió involuntariamente cuando mi hombro rozó el suyo, como si su piel se hubiera vuelto hipersensible, igual que después de una grave quemadura solar.

Envolví el mendrugo y le ofrecí algo más reconfortante.

—¿Sopa? Los rodios acaban de matar una cabra y la están hirviendo…

Asteria empalideció y miró hacia otro lado. Otra vez guardé silencio, preguntándome qué palabras debería usar, hasta que decidí desahogarme sin más, porque ya se lo había dicho todo y no tenía nada que ocultar.

—Asteria, he aceptado los servicios que prestas a los rodios. He reconocido tus dotes. Por ti he faltado a mis obligaciones para con el ejército y he destruido a un compatriota griego. Sin embargo, tú te alejas de mí… ¿Tanto te afecta la traición a tu padre? Necesito entender lo que pasa.

Guardó silencio durante largo rato, mientras yo trataba de ver sus ojos y su cara entre las sombras que proyectaban las rocas. Por fin su voz llegó desde muy lejos, tan baja que tuve que inclinarme para oírla, y habló casi sin mover los secos y agrietados labios.

—Ya no me preocupa mi padre. Lo traicioné vilmente y nunca podré volver con él. Sabe lo que hice y me ha maldecido, me ha castigado indirectamente con la muerte de mis amigos.

—¿Quién? ¿Cómo lo sabes, si no está aquí? ¿Cómo iba a enterarse de tu traición? ¿Y cómo sabes tú que te ha castigado?

—No puedes ver a un arquero en la oscuridad, pero sientes su silenciosa intención cuando la flecha se hunde en tu garganta. No puedes ver la peste, pero observas cómo los hombres se hinchan y su cuerpo se tiñe de negro. Lo mismo ocurre con mi padre.

Volví a mirarla estupefacto. Como todavía no podía ver su expresión, tendí la mano para tocarle la cara, pensando que quizá tuviera fiebre y especulando sobre los cambios que había experimentado recientemente. Me apartó la mano con brusquedad y dando un breve respingo, como si sintiese un intenso dolor.

—No espero que lo entiendas, Teo, pero ahora mismo necesito estar sola y no en compañía de… hombres. Mañana estaré en condiciones de emprender la marcha.

Asentí. ¿Quién sabe lo que ocurre en el corazón de las mujeres? Son aún más volubles que los dioses. Aunque Zeus es el señor del Olimpo, ¿no son acaso Hera y sus rivales quienes dirigen sus acciones? Mientras descendía con cautela por el camino que conducía al campamento, me volví para mirarla. Había vuelto a abstraerse en sus pensamientos, apartándome de su mente como si mi torpe intento de reconciliación no hubiera tenido lugar. Me estremecí al ver la fragilidad de sus delgadas piernas desnudas, extendidas delante de ella sin el abrigo de una simple manta, y la vulnerabilidad de su postura de derrota, que contrastaba notoriamente con su pelo corto y su basta túnica de hondero rodio.

A la luz de la pira, vi en su cara un gesto de inenarrable tristeza, quizá incluso de nostalgia, mientras miraba a la cuadrilla fúnebre ocuparse de los cuerpos de las madres y los niños en el fondo del precipicio, y observé cómo se apretaba el dolorido vientre con dedos tensos y atormentados.