III
LA MORAL DE LAS TROPAS había caído como una piedra. Llevábamos más de una semana en las aldeas y no habíamos con seguido nada, aparte de perder una importante cantidad de hombres y animales a causa del implacable clima y agotar a nuestros soldados sanos con constantes incursiones en las montañas para atacar a unos guerreros locales que parecían fundirse con el bosque. Jenofonte hacía continuas rondas por las chozas con el fin de transmitir a los hombres la poca confianza que era capaz de sentir, premiaba a aquéllos que se empeñaban en seguir la marcha y daba ejemplo trabajando con mayor ahínco que el más insignificante de los escuderos. Estaba agotado, y a mí me preocupaba su cordura, pero seguía esforzándose.
Por fin el ejército, haciendo un tremendo esfuerzo que comenzó entre las sombras que preceden al amanecer, emprendió una última carrera para evitar que el enemigo terminase de reunir sus fuerzas y ocupase los desfiladeros que estaban al norte. Esta vez, en el momento de la partida, Jenofonte me miró con mayor seguridad, o tal vez con resignación.
—En esta ocasión pareces más convencido de tu decisión de seguir adelante —señalé.
Me miró con curiosidad.
—Siempre estoy convencido de las órdenes que doy. Lo que me preocupa es que no siempre puedo prever los resultados.
—La última vez tuvimos que volver por culpa de la nieve —dije—. ¿Qué te hace pensar que esta vez las cosas irán mejor?
No hubiera necesitado preguntárselo, sin embargo, porque el acre olor del humo negro y los gritos de sorpresa de los hombres que estaban junto a nuestra cabaña respondieron por él.
—He ordenado incendiar las aldeas —dijo—, tanto para devolverle el golpe a Tiribazo como para evitar que caigamos en la tentación de volver.
Esa noche llegamos a las cumbres en las que los bárbaros se habían propuesto atacarnos, y pudimos pasar sin necesidad de pelear. En su ignorancia, las tropas de Tiribazo no se dieron cuenta de que si hubieran ocupado esa posición inexpugnable en lugar de nosotros, todo el ejército heleno habría sucumbido abajo, en las heladas nieves.
Durante seis angustiosos días continuamos viaje hasta el alto Éufrates, muy distinto de su cálido y apacible vástago meridional, y luego viajamos durante otros seis días por una inhóspita llanura azotada implacablemente por el viento del norte, que soplaba directamente sobre nuestros ojos y quemaba como los rayos del sol, secando y agrietando cada trozo de piel expuesto al aire. Las caras de Jenofonte, Quirísofo y los demás se habían vuelto irreconocibles, como si todas se hubiesen fundido en una sola, cuyos feroces y penetrantes ojos, mejillas hundidas y desgreñadas y piojosas barbas borraban los rasgos personales que otrora les habían conferido humanidad, confundiendo sus identidades y reduciéndolos a meros especímenes. Nos olvidamos de todo, salvo de la necesidad de movernos constantemente, de dar un paso más, y como cada día se parecía tanto al anterior, y cada noche gris a cada monótono día, el tiempo perdió importancia. Nos comunicábamos mediante gruñidos o gestos. El lenguaje exigía un esfuerzo demasiado grande.
La nieve no tenía estructura ni fondo. Los hombres se hundían en ella hasta las rodillas o la cintura, y por su culpa perdimos innumerables animales y provisiones y docenas de soldados, muchos de los cuales desaparecían de nuestra vista para siempre, pues caían de bruces a causa del agotamiento y eran incapaces de volver a levantarse. Hasta los más fuertes estaban desmayados de hambre y frío, y Jenofonte sabía que el problema no estribaba únicamente en los pies congelados, sino también en los estómagos vacíos. Inspeccionaba personalmente las tropas, rescatando provisiones de entre los desechos, y enviaba a los corredores más fuertes a rastrear el camino hacia atrás y hacia los lados. Buscaba a los caídos que se habían resignado a morir, los obligaba a comer un poco, aunque solo fuera pan duro y carne cruda de caballo, indigna incluso de los gusanos, y los exhortaba a levantarse y seguir andando, a veces a bofetadas. Le vi levantar de la nieve a un andrajoso rodio, abofetearlo y sacudirlo como a un muñeco de trapo, hasta que el joven protestó a gritos y se tragó unas gachas de avena que en tiempos mejores habríamos usado como pienso para los asnos. Jenofonte lo miró atentamente hasta que el rodio echó a andar con paso tambaleante hacia el resto de las espectrales tropas; luego se dirigió hacia la siguiente figura oscura y solitaria, tendida en la nieve bajo la fina tela de una capa, y volvió a empezar. No tuve valor para decirle que, en cuanto él había desaparecido de la vista, el joven rodio había vuelto a dejarse caer sobre la nieve, mientras las tropas pasaban silenciosamente a su lado. Para un hombre convencido de que iba a morir de cualquier modo, ésta era la forma más sencilla y menos dolorosa. Se tendía y aguardaba sin hacer nada, tan paciente como los hados, hasta que la dulce muerte llegaba en forma de un suave y congelado sueño, y el corazón simplemente empezaba a latir más despacio hasta detenerse por completo. Para unos hombres que padecían dolores desgarradores, hambre y agotamiento, la idea de obtener un respiro semejante, de llegar tan fácilmente a los brazos de los dioses, era un seductor e irresistible canto de sirena.
Los que más sufrían eran aquéllos que tenían voluntad de vivir, pero no la fuerza necesaria para seguir adelante. Incapaces de llegar hasta el punto donde el grueso de las tropas montaba el vivac, pasaban la noche sin comida y sin fuego allí donde los sorprendía la oscuridad. Era difícil que sobrevivieran hasta el amanecer. Las partidas de asalto enemigas nos perseguían como buitres, capturando a los rezagados y despojándolos de sus miserables posesiones, llevándose a los animales heridos que nos retrasábamos en matar para aprovechar la carne, hostigándonos a cada paso.
Los hombres dotados de la fortaleza necesaria para recorrer parasangas enteras, incluso después de que se les congelasen los dedos de los pies, tuvieron que afrontar una inesperada calamidad: la ceguera causada por la nieve, que los dejaba indefensos por más que un benévolo compañero los guiase con una correa o un cinto, ya que era imposible caminar a ciegas por aquel terreno nevado y escarpado. Aquéllos que habían sido lo bastante listos para comprender la causa del problema improvisaron viseras, o simplemente sujetaban un objeto negro delante de sus ojos, pero para algunos era demasiado tarde. Los encontrábamos en el camino tristemente arrodillados en la nieve, con los ojos cerrados a causa de la hinchazón y supurando líquido por las comisuras, suplicando a sus compañeros, que apenas podían mantenerse en pie, que los guiasen o los llevasen en andas.
Pero nuestro peor problema eran los pies. Unas buenas sandalias de cuero, con gruesas suelas de piel de buey, dan un excelente servicio a un hombre en la batalla, permitiéndole incluso andar sobre el fuego, pero no aguantan más de dos meses de marcha, aunque se reparen por las noches, y hacía tiempo que el calzado de nuestras tropas había quedado inservible. Sin bueyes y sin intendentes que curtieran el cuero y fabricasen sandalias, los hombres tenían que improvisar las suyas, casi siempre con la piel de las mulas que caían al borde del camino. Los soldados las desollaban sin esperar siquiera a que el desgraciado animal exhalase su último suspiro, para zamparse la carne y la sangre todavía calientes y obtener una valiosa provisión de piel antes de que llegasen sus compañeros o el enemigo. A menos que se quedara congelada antes, una mula sería despojada hasta del último jirón de carne y las aves de rapiña no encontrarían otra cosa que huesos ensangrentados. En el siguiente vivac, comerciaban entre ellos con trozos de cuero, y usando huesos a modo de agujas y tendones a modo de hilo, fabricaban toscas sandalias con la piel sin curtir que unas horas antes había cubierto la carne de un animal vivo. Al mirar sus pies, era difícil precisar si la sangre que los teñía de rojo procedía de sus heridas y sus dedos amputados o de los pellejos recién arrancados. Quienes no tomaban la precaución de dejar las correas de las sandalias más holgadas que de costumbre pronto aprendían una dolorosa lección, pues el cuero fresco encogía al secarse, cortando profundos surcos en la carne aterida, y se congelaba si el hombre permanecía quieto durante un rato. Más de un hombre sano perdió la vida porque sus sandalias de piel de mula lo lisiaron y lo obligaron a quedarse atrás, llorando sobre la nieve.
Debido a la severidad del viaje, el ejército estaba disperso, ocupando centenares de estadios, lo que dificultaba las comunicaciones. Una noche, después de luchar contra el viento del norte durante toda la jornada, las tropas de Jenofonte llegaron al campamento varias horas después de que empezara a oscurecer, solo para descubrir que los soldados de la vanguardia habían recogido toda la leña disponible y se negaban a permitir que nuestros helados soldados se acercasen a sus fuegos a menos que pagasen un soborno de trigo u otros comestibles. Cuando informé a Jenofonte, su cansada cara enrojeció de ira y caminó furiosamente hacia el fuego de Quirísofo.
—¡Quirísofo! —exclamó—. Mis hombres han llegado después que los tuyos porque están en la retaguardia, ¡protegiéndoos el culo! Sin embargo, no encuentran alimentos ni refugio, mientras que tus hombres están perfectamente cómodos. ¿Somos dos ejércitos o uno solo?
Quirísofo alzó tranquilamente la vista del trozo de carne seca que estaba masticando, pero su disgusto por la interrupción se hizo evidente enseguida. Con deliberada lentitud borró la sonrisa que tenía en la cara y sostuvo fríamente la furiosa mirada de Jenofonte.
—Mis hombres llegaron y recogieron leña con sus propias manos —dijo con tono pausado—. Construyeron refugios y se pusieron cómodos sin ayuda de nadie. Los tuyos pueden hacer lo mismo. Puesto que forman la vanguardia, mis soldados tendrán que levantarse y emprender la marcha antes del amanecer. ¿Por qué no permites que tus cansados muchachos duerman hasta bien entrada la mañana, general?
Jenofonte lo miró con asombro.
—No tenemos una vanguardia y una retaguardia —dijo después de unos instantes—. Tenemos dos ejércitos. Y dado que así están las cosas, seguiré tu consejo. Le diré a mis soldados que duerman hasta tarde y que luego se unan al ejército que prefieran, y si todos prefieren el tuyo, seguiré viaje solo.
Quirísofo dejó de masticar y miró a Jenofonte con sincero interés.
—Os daremos una buena ventaja por la mañana, para no interponernos en vuestro camino —prosiguió—. Naturalmente, los honderos rodios y la caballería se quedarán conmigo. Y supongo que también las antiguas tropas de Próxeno, tanto los tebanos como los espartanos. En total serán unos mil quinientos hoplitas y quinientos infantes ligeros. Y como yo ocupé el lugar de Próxeno, conservaré asimismo lo que queda de sus pertrechos. Naturalmente, espero que seas justo y que permitas que los atenienses y los demás áticos de tus tropas se unan a mi ejército… No me gustaría que mis compatriotas viajasen bajo coacción con los espartanos.
La cara de Quirísofo enrojeció, y sus ojos se desorbitaron de furia. Se levantó y se acercó a Jenofonte hasta que sus pechos prácticamente se rozaron, aunque el viejo y curtido soldado era media cabeza más bajo que su joven colega. Lejos de acobardarse, Jenofonte continuó enumerando tareas como si hiciera la lista de la compra:
—Quizá lo más sencillo sería convocar una reunión de las fuerzas conjuntas y permitir que cada soldado se una al bando que más le guste. Sin embargo, no tengo inconveniente en dejarte los trineos y los carros, así como cualquier seguidor del ejército que haya conseguido colarse con las tropas, para asegurarme de que estarás cómodo …
Quirísofo soltó un gruñido de disgusto y miró hacia otro lado.
—Por Zeus, general —dijo con resignación—, ¿no sabes encajar una broma? No pensé que la sugerencia de que tus hombres durmieran hasta tarde pudiera afectarte tanto. —Se sentó junto al fuego y comenzó a atizarlo con aire taciturno—. Quizá mis hombres se apresuraran un poco, ya que cuando llegan están impacientes por instalarse para descansar. Les diré que a partir de ahora dejen sitio para tus rezagados. Pero tratad de no demoraros tanto, ¿de acuerdo?
Jenofonte asintió en silencio y dio media vuelta para regresar con sus tropas.
—Tarde o temprano habrá que ocuparse de ese hijo de puta —murmuró, sin dirigirse a nadie en particular.
Al día siguiente Jenofonte descubrió que pronto pondría a prueba su acuerdo con Quirísofo, ya que el clima y las circunstancias eran, si cabe, todavía peores. Viajábamos en una larga y desordenada columna, en la que cada hombre y cada animal tenía que arreglárselas solo. Conforme se acababan las provisiones, abandonábamos los carros vacíos para ahorrarnos esfuerzos. Unos soldados que se habían apartado del sendero encontraron un espacio negro en el que la nieve parecía haberse fundido, y así era, en efecto, gracias a un pequeño manantial de agua caliente que manaba de la tierra. Veinte soldados medio muertos fueron gateando hasta allí y metieron los pies y las piernas en el humeante líquido, sin molestarse siquiera en cavar un pequeño pozo junto al chorro principal para regular la temperatura del agua sulfurosa, que estaba casi hirviendo, mezclándola con la nieve. Estos hombres, con los pies entumecidos por las heladas temperaturas y medio despellejados a causa de la gangrena, vieron con horror como su piel y su carne caían a trozos bajo el agua caliente, como por voluntad propia, desafiando sus frenéticos intentos por salvar los pies atando con trapos la carne suelta a los huesos.
Cuando le conté lo sucedido a Jenofonte, fue vadeando por la nieve hasta el manantial y les ordenó —antes de pasar a las súplicas— que se levantasen y continuasen andando; les rogó por sus madres y esposas que hicieran un esfuerzo para seguir adelante y finalmente los amenazó con dejarlos a la merced del enemigo. Recurrió incluso a la fuerza, levantándolos a golpes, pero los hombres no se resistían.
—Degüéllame si quieres —dijo uno—. No pienso seguir andando.
Desesperado por la creciente oscuridad, Jenofonte decidió que la mejor estrategia era hacer un esfuerzo sobrehumano para espantar a los arqueros enemigos que capturaban a los rezagados y se apoderaban de las provisiones que nos quedaban. Tras reunir a los hombres sanos de la retaguardia, emprendieron una frenética y ruidosa carrera hacia el bosque, resbalando y precipitándose por la nieve, mientras los soldados heridos que aguardaban la muerte junto al manantial contribuían a la algarada gritando tan fuerte como podían y golpeando las lanzas contra los escudos. Los estupefactos enemigos, la mayoría adolescentes exaltados y granjeros sin experiencia en el arte de la guerra, pensaron que estaba a punto de desatarse una batalla campal y se escondieron o huyeron despavoridos.
Acompañado por mí, Jenofonte pasó toda la noche yendo de un extremo al otro de nuestra columna, ayudando a los rezagados a cruzar los altos montículos de nieve, apostando guardias en todos los lugares posibles, rogando a los infantes más fuertes que nos ayudasen en la búsqueda, desenterrando de la nieve a los que estaban demasiado débiles para seguir andando, obligando a moverse a quienes aún podían hacerlo para que no murieran congelados y distribuyendo las míseras raciones de comida disponibles. Entretanto Quirísofo había encontrado una aldea a una parasanga de allí, unas cincuenta cabañas viejas distribuidas en un impreciso círculo y con otros pueblos a la vista. Después de fortificar la zona, envió a sus hoplitas y a algunos aldeanos para que ayudaran a la retaguardia y le asegurasen a Jenofonte que guardarían un espacio, elegido por sorteo, para todos aquéllos que sobreviviesen a lo que les quedaba de marcha. Nos alegramos sobremanera de ver a aquellos hombres, pues muchos de nuestros soldados habían perdido las esperanzas y se tendían en cualquier sitio a esperar la muerte. Los corpulentos espartanos de Quirísofo tardaron casi un día entero en arrastrarlos, vivos o muertos, hasta el miserable caserío de piedra, que a nosotros se nos antojó un auténtico paraíso.
Salvo por las volutas de humo que salían perezosamente de las chimeneas, las cabañas eran prácticamente invisibles hasta que uno estaba encima de ellas. Las habían construido bajo tierra para que retuviesen el calor, con pequeños techos abovedados que apenas se alzaban por encima de la superficie y sin puertas, de modo que para entrar había que bajar por una escalera de madera insertada en la mismísima chimenea, cerrar los ojos para protegerlos del humo y saltar con agilidad por encima del fuego. Por dentro eran cálidas y acogedoras, gracias a los dioses, con literas dispuestas como estantes en las paredes y esteras delante de la chimenea, y en cada estancia podían dormir apretujados entre doce y quince soldados. Había túneles y anexos para los animales de cría, que accedían a las cuevas por entradas independientes, perforadas en la nieve, y durante todo el invierno consumían el forraje acumulado durante la última cosecha. Los desagües excavados en pendiente en el compacto suelo de tierra permitían conducir los orines de los animales desde la zona de vivienda hasta una primitiva alcantarilla situada en el fondo, pero poco podía hacerse con los excrementos sólidos, aparte de recogerlos a diario y subir por la escalera para arrojarlos por la chimenea. Cuando nevaba, dejábamos que se acumulasen en un rincón y viciaran aún más la enrarecida atmósfera.
El hedor del humo, la gente sucia y los animales que se mezclaban libremente con los humanos en las habitaciones era casi insoportable, y la primera vez que entré en uno de esos húmedos y apestosos refugios pensé que iba a desmayarme; pero muy pronto me sentí reconfortado por el calor y las comodidades que nos proporcionaban las pequeñas chimeneas y los armenios sorprendentemente atentos que residían allí. De hecho, esperaba con ilusión el momento de descender al oscuro pozo, semejante a un vientre materno, donde nos alojábamos Jenofonte y yo, para descansar, reunir fuerzas para las penalidades que nos aguardaban y meditar sobre la naturaleza de aquel pueblo, en especial sobre la comida y el cobijo que nos ofrecían y que nos habían salvado la vida.
Y sin duda medité mucho, casi siempre sobre la comida, durante aquellas largas y ahumadas horas de descanso y recuperación. Saben los dioses que en mis viajes he probado desde el más exquisito manjar hasta el más sencillo rancho militar. He descubierto que, dependiendo de las circunstancias, ambos pueden extasiarlo a uno casi en la misma medida, porque hasta el alimento más rancio y la galleta más agusanada me maravillan con la metamorfosis que sufren después de entrar en mi cuerpo, convirtiéndose en sangre y músculo, en ambición y coraje. Pero en aquella extraña aldea bárbara de tierra y piedra nos sirvieron partes de animales que en mi vida anterior, ni en el peor momento de la hambruna de Atenas, yo no habría ofrecido ni siquiera a los perros; las presentaban cocidas con aceites imposibles de identificar o intolerablemente crudas… y nosotros las comíamos con deleite. Entre las tropas causaron gran hilaridad los fibrosos esfínteres de oveja que los cazadores locales masticaban para mitigar el hambre, después de hervirlos durante horas, hasta que adquirían una textura gomosa, y adobarlos en aceite. Las salchichas de sesos típicas de la tribu, las raíces y los tubérculos asados que almacenaban en los enormes sótanos comunales y la leche fermentada de cabra y oveja resultaban especialmente suculentos.
Permanecimos allí ocho días, los ocho días que más he agradecido en toda mi vida. Antes de marcharnos, los aldeanos nos enseñaron a empacar las provisiones y a preparar los animales al estilo armenio, envolviendo los cascos de los caballos con sacos para evitar que se hundieran en la nieve. Improvisaron calzado y literas para nuestros soldados más enfermos cortando cestos de mimbre, y nos demostraron que podíamos prevenir la ceguera si nos atábamos a la cara unas tablillas con pequeños orificios que permitían la visión. Si se me presentara la ocasión, volvería de buen grado a aquella aldea y besaría los pies de los nietos de la gente que tan bondadosamente nos ayudó y alimentó cuando estábamos a punto de morir en la nieve.