I
EL INVIERNO, que desde hacía tiempo amenazaba al ejército con cielos grises y temperaturas gélidas, descendió por fin con todo su rigor. Igual que una batalla largamente esperada, que cuando llega produce más alivio que temor, así fue, al menos en un principio, el despiadado frío del invierno que tanto nos había intimidado. Cuando se presentó, el ejército estaba bajo techo, en los cómodos barracones y cabañas que rodeaban el palacio de Tiribazo, sátrapa del rey Artajerjes y gobernador de Armenia meridional, que había pactado a regañadientes una tregua con la condición de que no quemásemos los pueblos y que solo cogiéramos las provisiones que necesitáramos. Después de proveernos de alimentos, nos instalamos cómodamente durante unos días, para atender a los enfermos y los heridos —que en verdad éramos todos— y reorganizar nuestros pertrechos. La primera noche que pasamos allí nuestros tejados quedaron cubiertos por dos pies de nieve, y ésta continuó cayendo durante los días siguientes hasta llegar a los aleros de nuestras pequeñas chozas y dejarnos prácticamente atrapados en el pequeño grupo de aldeas donde nos alojábamos. Sin embargo, nadie se quejó. De hecho, la silenciosa nieve amortiguaba nuestras palabras, y mientras realizaba penosamente mis rondas, llevando y trayendo mensajes entre Jenofonte y los capitanes o haciendo una escapada hasta la leñera que ocupaba Asteria, los únicos seres humanos que vi fueron los mensajeros de Quirísofo y los capitanes, envueltos en pieles, como yo, con la vana esperanza de protegerse del frío intenso. Entre los hombres circulaba el rumor de que el ejército permanecería allí durante todo el invierno, pues continuar el viaje bajo la nieve sería un suicidio. Lo cierto es que Jenofonte y Quirísofo estaban discutiendo seriamente esa posibilidad, a pesar de su reticencia a permanecer junto al enemigo más de lo estrictamente necesario.
Me abrí paso con dificultad por la nieve rumbo a la barraca de Asteria para comentar la noticia con ella, preguntándome por qué últimamente no me buscaba tanto como antes, y me sorprendió el número de huellas que encontré en el camino. Asteria solía refugiarse en los sitios más retirados, como una pocilga o un gallinero aislados que solo conocíamos unos pocos rodios y yo. Esta vez, sin embargo, el sendero que conducía a su escondite parecía tan transitado como el camino de Delfos. Cuando rodeé la roca que ocultaba su pequeña cabaña de piedra, vi con horror que a su alrededor se habían congregado por lo menos treinta rodios, desaliñados y más o menos lisiados, tratando de calentarse junto a los fuegos que habían encendido. Otros jóvenes entraban o salían de la cabaña, levantando la rígida y pesada piel que ella había colgado a modo de puerta, tan congelada que había adquirido el grosor y la consistencia de una tabla.
Permanecí unos instantes en la nieve, pasmado ante aquella visión, mientras la furia crecía dentro de mí. Los jóvenes rodios me miraron brevemente y continuaron con sus conversaciones. Aparté con brusquedad a los que estaban más cerca de la puerta y me agaché para entrar; entonces mi cabeza chocó dolorosamente contra la de un joven que intentaba salir al mismo tiempo, y ambos caímos hacia atrás. Hirviendo de cólera, me levanté y volví a inclinarme para pasar, esta vez con las manos extendidas delante para coger al idiota que me había atropellado. Pero antes de que pudiera alcanzarlo se escabulló entre las sombras y salió por la pequeña puerta, aunque lo olvidé casi de inmediato mientras trataba de orientarme dentro de la estructura de piedra. Puesto que había estado expuesto al resplandor de la nieve, mis ojos tardaron varios segundos en adaptarse a la oscuridad, y cuando lo hicieron vi a Asteria sentada con las piernas cruzadas en un rincón y a un rodio acostado frente a ella con un pie sobre su regazo, los dos mirándome con asombro.
—Por los doce dioses, Asteria —murmuré con furia, conteniéndome para no gritar—. ¿Qué haces? ¿Sabes cuántos rodios hacen cola ante tu puerta?
Asteria y el muchacho siguieron mirándome con asombro hasta que ella, con los labios apretados en una línea fina y tensa y el entrecejo fruncido, inclinó la cabeza sobre el pie del rodio y sin decir una palabra comenzó a aplicar un ungüento sobre los profundos surcos en carne viva que las tiras de cuero sin curtir de las sandalias le habían producido al encogerse. Me temo que lo hacía con rapidez y con cierta brusquedad porque yo la había sobresaltado, así que el joven gimió de dolor varias veces mientras ella pasaba su grasiento dedo sobre las sanguinolentas escoriaciones. Finalmente cogió un raído trozo de tela, que según vi con sorpresa era lo que quedaba de un vestido que había usado en tiempos mejores y que de alguna manera había conseguido conservar hasta entonces. Lo rasgó con cuidado a lo largo del dobladillo, y con la tira resultante envolvió el pie cubierto de emplastos, siguiendo el patrón de las tiras de la sandalia y sin desperdiciar ni una pulgada de la valiosa tela.
—Asegúrate de que las tiras de la sandalia queden sobre la tela, no sobre la piel —aconsejó—. Y si la venda se mueve o se desgasta, ven a verme para que te la cambie, o haz una compresa con briznas de hierba u hojas. Hagas lo que hagas, no permitas que el cuero sin curtir toque la piel.
El joven asintió y se levantó para marcharse, pero cuando se inclinó para salir, Asteria lo llamó.
—Peleo, dile al siguiente que espere un momento antes de entrar.
El joven asintió otra vez y salió.
En cuanto la piel que hacía las veces de puerta cayó sobre la abertura y la cabaña volvió a quedar en penumbra, Asteria me miró con indignación.
—¿Qué derecho tienes a humillarme, a irrumpir de esta manera para cuestionar lo que hago?
—¿Y tú te quejas de mi conducta? —pregunté estupefacto, sin molestarme ya en hablar en voz baja—. He… hemos corrido grandes riesgos para ocultar tu identidad. ¿Tienes idea de lo que me cuesta escapar por las noches para venir a verte? Y cuando llego encuentro una pequeña aldea acampada alrededor de tu cabaña, como los ciento treinta y seis pretendientes de Penélope. Sin duda eres el secreto peor guardado del ejército.
Asteria me miró con los ojos desorbitados de asombro, moviendo los labios en silencio mientras buscaba las palabras adecuadas. Por fin recuperó el habla.
—¿Acaso eres un príncipe? —me espetó con crueldad—. ¿Me has heredado de la familia real persa? ¿Por qué ley, por mandato de quién, me posees?
Su voz era un silbido apenas contenido, y ante su tensa furia me sentí como si estuviera atrapado en la pequeña estancia con una serpiente.
—Esos muchachos me salvaron y continúan protegiéndome —prosiguió, temblando de furia—. ¿Y por qué? ¿Qué has hecho tú por ellos? ¿Les has dado oro? ¿Acaso debería pagarles con esta moneda? —Y abrió su túnica, dejando al descubierto sus tersos pechos, el delgado torso agitado por la ira reprimida y las frágiles costillas que sobresalían visiblemente, acentuando el hueco de su estómago. La miré con horror.
—Asteria —dije con calma, tendiendo la mano mientras luchaba por recuperar la compostura—, ¡por los dioses! Fui yo quien les pidió que te vigilaran. Ya conoces mi situación. No puedo cuidarte cada minuto del día mientras marchamos…
Apartó con brusquedad mi mano de su hombro y me miró con odio, como si fuera una de las Furias.
—¿Acaso te lo he pedido? ¿Alguna vez te he pedido algo, aparte de ungüentos e instrumentos médicos? ¿Pensabas que eran para mí?
—Por favor, Asteria —dije con tono conciliador—, tu túnica. Sabes bien lo que quería decir…
—Sé perfectamente lo que querías decir, y no lo acepto en absoluto. Me niego a ser un consuelo para ti por las noches y una carga para esos jóvenes durante el día. Lo único que puedo darles a cambio es mi propia persona, y solo yo juzgaré cómo hacerlo. He decidido ser su médico. Pero si hubiera escogido otra opción, tú no tendrías derecho a quejarte.
La miré con indignación mientras lenta y parsimoniosamente se sujetaba la túnica con la fíbula y se cubría los hombros con una manta raída, sosteniendo mi mirada con ojos llenos de resolución. Finalmente bajó la vista y soltó un sonoro suspiro de impotencia.
—Tal vez debería haberte contado que estaba tratando las dolencias de esos jóvenes. Temía tu reacción, y ahora veo que con fundamento. Cuando se corrió la voz de que había ayudado a Nicolás, docenas de rodios acudieron a mí para que los curase. ¿Cómo iba a negarme? Dependo de ellos. No son más que niños, aunque Jenofonte los haya convertido en asesinos y ahora mueran como hombres… Pero siguen siendo niños.
—Jenofonte no ha hecho nada más que instarlos a cumplir con su deber —repliqué con frialdad—, igual que al resto de nosotros. La única violación del pacto que todos estamos obligados a cumplir eres tú. Lo que hemos hecho es peligroso. Te han traído hasta aquí clandestinamente. Y si en el ejército se enteraran de esa infracción, atarían cabos y…
Me interrumpió con un gesto desdeñoso, sacudiendo su cabeza pelicorta mientras se sentaba otra vez en un rincón, junto a sus instrumentos.
—¿Así que mi existencia ha quedado reducida al incumplimiento de un deber? Yo llevo en el alma la carga de mi propia traición.
—¿Te refieres otra vez a tu padre, tu invisible padre? No veo ninguna traición… Él no está aquí para ayudarte, ni para soportar deslealtad alguna. La traición a un fantasma es una traición fantasma. Yo hablaba de algo real, de mi deber y el honor del ejército…
—El honor de los hombres, tu precioso honor, es la menor de mis preocupaciones. Me preocupan más las infecciones en los dedos de los pies de los rodios. He confiado mi vida a esos jóvenes. No hay lazos de afecto entre ellos y los bravucones de tu ejército. Hicieron que los rodios se sintieran como intrusos, como seres inferiores, durante tanto tiempo que estos ahora no están dispuestos a hacer favores fuera de su pequeño grupo, excepto tal vez a Jenofonte, que los unió. Creo que matarían por él… o al menos ocultarían a alguien.
Me quedé hirviendo de ira, incapaz de hablar, mientras ella reordenaba sus tinturas y ungüentos en silencio, como si hubiera olvidado que seguía allí. Finalmente alzó la vista y me miró con frialdad e impaciencia.
—Por favor, cuando salgas, dile al siguiente que pase.
La cuarta noche que pasamos en nuestros barracones, tres exploradores helenos que se habían separado de las tropas después del cruce del río regresaron por fin al campamento, hambrientos y casi congelados, ya que las cortas túnicas y las sandalias de cuero de buey eran una protección del todo insuficiente para las crudas temperaturas que habían tenido que soportar. Los médicos del ejército se vieron obligados a amputarles los pies, las orejas y los dedos, afectados por lo que los lugareños llamaban la «mordedura del frío».
Tenían síntomas de gangrena, la terrible enfermedad que pudre la carne y que, a menos que se corte de inmediato el miembro afectado, propaga su mortífero veneno por todo el organismo. Antes de morir de dolor al día siguiente, los desventurados pidieron ver a Jenofonte, que acudió rápidamente junto a sus lechos, los cubrió de alabanzas por su valor y les prometió grandes recompensas para cuando se recuperaran y volvieran a Grecia. Los angustiados soldados hicieron caso omiso de estas promesas, sabiendo quizá que eran vacías palabras de consuelo. Pero el mayor de ellos, un veterano cretense llamado Sifion, hizo una seña a Jenofonte para que se inclinara y escuchara sus últimas palabras.
—Los fuegos, general —dijo con voz ronca. Jenofonte lo miró perplejo—. A un día de aquí, no más, para un hombre con las piernas sanas… miles de fuegos en las colinas. Los armenios… están concentrando sus tropas.
Los otros dos asintieron en silencio, y yo me estremecí. Durante días aquellos pobres desgraciados habían avanzado penosamente entre la nieve, tullidos y congelados, rodeados por miles de reconfortantes hogueras destinadas a calentar a los burros de las tropas enemigas que formaban en las colinas, mientras ellos no se habían atrevido a encender una simple llama por temor a que los descubriesen. Jenofonte los ayudó a beber un vaso de vino, para calentar sus corazones y mitigar el dolor y el miedo a la muerte, y se marchó con aire pensativo.
—No podemos quedarnos aquí, Teo —dijo por fin, afligido—. Tiribazo ha aprendido la lección de Tisafernes: se propone romper la tregua y matarnos mientras dormimos. Es peligroso que el ejército esté disperso entre las aldeas mientras el enemigo se concentra en lo alto de las montañas.
Miré las colinas cubiertas de nieve, el forraje oculto bajo una blanca cubierta de dos codos de altura, las tropas mal preparadas para viajar en aquel clima glacial.
—¿Cómo puedes considerar siquiera la posibilidad de seguir viaje en estas circunstancias? —pregunté—. ¿Nos imaginas dentro de unos días? Un ejército de diez mil hombres, gateando por la nieve como el pobre Sifion, pero sin la esperanza de encontrar un pueblo donde buscar refugio.
Rehuyó mi mirada.
—Estamos alojados en cinco aldeas diferentes, a varios estadios de distancia unos de otros. No podríamos defendernos en estas condiciones. Más vale correr el riesgo de huir a las montañas que aguardar una muerte segura en nuestras camas.
Ese mismo día ordenó a los hombres que recogieran, y a la mañana siguiente, dos horas antes del amanecer, el ejército partió sin que se enterasen los armenios, cuyos fuegos habían visto ya nuestros centinelas durante sus rondas nocturnas. Algunos hombres, por pura malicia y desobedeciendo las órdenes, quemaron las chozas donde se habían alojado, y Jenofonte los castigó destinándolos a la cuadrilla de intendencia durante un mes entero. En el transcurso del día el cielo se despejó, y los hombres abrigaron la esperanza de que el frío invernal se aplacase durante una temporada y pudiéramos disfrutar de un clima más apropiado para viajar. Fue una esperanza vana, sin embargo, ya que en todo el día apenas si conseguimos avanzar dos parasangas por los ventisqueros. Esa noche, mientras nos acurrucábamos bajo las mantas en los refugios improvisados con ramas y carros, cayó una fuerte ventisca y la nieve se fue acumulando hasta llegar a lo alto de las ruedas de los carros, extinguiendo los fuegos, hundiendo las tiendas y cubriendo las armas y los hombres tendidos junto a ellas.
En medio de la gélida y cegadora tormenta, me abrí paso con cuidado hasta el campamento rodio, o lo que encontré de él. Mediante una serie de roncas preguntas y respuestas, logré descubrir el paradero de Asteria: un pequeño hueco en un voluminoso tronco podrido. Esta vez no estaba apartada del resto de las tropas, sino que compartía el refugio con tres o cuatro jóvenes agotados y temblorosos. Mientras me acercaba a ella en silencio, me sorprendió que el rodio tendido a su lado no se quejara de mis torpes movimientos, hasta que, movido por un súbito impulso, le toqué la cara y descubrí que estaba muerto. Horrorizado, arrastré el rígido cuerpo fuera del hueco y lo dejé sobre un montículo de nieve. Regresé y construí un pequeño muro de nieve, un refugio desesperado para protegernos del intenso viento, y tras comprobar que los otros rodios no estaban muertos también, me acurruqué junto al tembloroso cuerpo de Asteria bajo la delgada manta. Ella no hizo nada para ayudarme, probablemente porque seguía enfadada por mi reprimenda de unos días antes, tampoco protestó. Nos arropé bien con la manta, y mirando cómo caía la nieve alrededor y encima de nosotros, me preparé para superar una noche interminable.
Incluso cuando despuntó la suave luz de la mañana, los soldados estaban demasiado entumecidos para levantarse y librarse del peso de la nieve; solo les quedaban fuerzas suficientes para abrir un pequeño agujero frente a sus caras para no asfixiarse. Les había entrado sueño dentro de sus fríos caparazones. En los confusos momentos de vigilia no sabían cuánto tiempo había pasado desde que se habían acostado: si una hora, una noche o todo el día anterior. En los pellejos el agua se había vuelto tan sólida como sus mentes, y el silencio, tanto dentro como fuera de los refugios, era a un tiempo tétrico y reconfortante. Empezamos a pensar que siempre había sido invierno y que éramos incapaces de sentir nada más, salvo una vaga noción del paso del tiempo, como una olvidada frase infantil que aflora ocasionalmente en el habla, o el indefinido hormigueo de un miembro amputado. El universo entero se había replegado sobre sí mismo en este pequeño y lóbrego punto blanco, este lugar dormido, infinitamente frío e indescriptiblemente alejado de nuestra patria.
Muchos animales de carga, debilitados por la falta de comida y agua, se tendieron y murieron allí mismo, donde más tarde los encontramos duros como piedras, con los ciegos ojos abiertos y la piel demasiado congelada para que pudiéramos despellejarlos y aprovechar el cuero. Los hombres descubrieron que mientras permanecieran quietos bajo el peso de la nieve y no trataran de apartarla, podrían mantener suficiente calor corporal para sobrevivir durante un tiempo, la noche entera si era necesario. Pero Jenofonte no podía permitirse ese lujo y finalmente, poco después del sombrío amanecer, se levantó y se sacudió la nieve. Yo ya había salido de mi escondite y estaba esperándolo, temblando, semiprotegido por las ramas de un abeto. Cuando me acerqué me saludó con una adusta inclinación de cabeza, y luego caminamos alrededor del campamento para ver qué quedaba de nuestro ejército.
La vista era fantasmagórica y aterradora.
—Ni siquiera parece el mismo territorio que vimos anoche, Jenofonte —murmuré con asombro—. ¿Acaso los dioses nos han apartado de allí?
Él también miró alrededor desconcertado, luego tragó saliva y se humedeció los agrietados labios.
—No pienses esas cosas —dijo—. Y si las piensas, no las digas.
El paisaje se había transformado por obra de la nieve, que seguía cayendo a raudales, cubriéndolo todo salvo el centenar de pies que veíamos alrededor. No había señales de vida: ni la más leve voluta de humo de un fuego desatendido, ni el bufido de un caballo, ni un murmullo de los soldados que siempre estaban cantando o contando chistes blasfemos. Solo se veían la tersa llanura del congelado lecho de río donde habíamos acampado y las suaves ondulaciones de las rocas enterradas bajo la nieve y distribuidas al azar entre los bancos de grava. El silencio y la quietud eran absolutos, salvo por el ocasional sonido de un copo de nieve que caía de las ramas. Se me cruzó la idea de que el ejército se había marchado durante la noche, olvidando despertarnos, o que el enemigo nos había atacado por fin, matando a todos los hombres, excepto a los pocos afortunados o desgraciados que habíamos permanecido ajenos a todo bajo el silencioso manto de nieve. Mi espíritu me decía que eso no podía ser cierto, pero no encontré otra explicación para el silencio y la calma sepulcrales.
Jenofonte, sin embargo, temblando de frío, apartó un montón de nieve de un carro casi invisible bajo el grueso manto blanco. Luego se subió a él y, para mi sorpresa, comenzó a vociferar en el helado aire, espantando a una bandada de cuervos que habían estado observándonos silenciosamente desde los árboles y que huyeron gritando y aleteando frenéticamente. Rompió el silencio con estruendosas maldiciones, exigiendo al bosque que despertara, ordenando a las ninfas y las náyades que se vistieran y cortaran leña para él, invocando, como si hubiera perdido la razón, a no sé quién —quizá a Pan y a los demás dioses del bosque— para que se levantaran y dieran gracias al Creador porque seguían con vida, ofreciendo un cabrito para desayunar a cualquiera que pudiese hallar alguno vivo bajo la nieve. Lo miré estupefacto mientras declamaba en la quietud, dirigiéndose a las rocas y las colinas, y luego observé con mayor estupefacción aún cómo las rocas y las colinas le respondían.
Los montículos y las piedras esparcidas por el lecho del río temblaron y se movieron hasta que aparecieron grietas en la capa de nieve que los cubría; luego se levantaron lentamente, como si los empujasen desde las profundidades del infierno, y emergieron vacilantes, igual que setas gigantes, mientras la nieve se deslizaba por sus costados. Escrutadores y penetrantes ojos aparecieron debajo, mientras hombres de aspecto salvaje, con pobladas y enmarañadas barbas, se ponían en pie, levantaban sus capas por encima de la cabeza y de los hombros para sacudir el polvillo de la nieve, zapateaban para desentumecer sus congeladas extremidades, soplaban nubes de vapor sobre sus manos y se frotaban las secas y agrietadas palmas. Jenofonte aceleró el ritmo de su arenga, ordenando a los soldados que buscaran a aquellos compañeros que se sintieran demasiado débiles o desmoralizados para emerger de la nieve, suplicándoles que encendieran fuegos y se calentasen. Negando que hiciera frío, arrojó su capa y se desnudó en el helado aire como para hacer sus ejercicios matutinos, insistiendo en que no sentía malestar alguno. Cogió un hacha que algún precavido había dejado clavada en un árbol y empezó a cortar ruidosamente un tronco caído, hasta que centenares, miles de supervivientes humanos y animales abandonaron su gélido infierno y regresaron al mundo de los vivos. Alguien le quitó el hacha de las manos a Jenofonte y lo relevó en su tarea, otro encendió fuego, y pronto el aire volvió a llenarse de las fragancias del humo, el aceite y la carne asada de mula, y también de los sonidos de hombres que gruñían, protestaban, eructaban, maldecían, se tiraban pedos y se rascaban, los sonidos de diez mil hombres hambrientos, congelados y desesperados por ver una mujer, los sonidos de un ejército que había sobrevivido a la batalla más cruenta hasta el momento, los sonidos más dulces de la tierra.
Al hacer el recuento descubrimos que durante la noche habíamos perdido docenas de hombres, muertos o congelados, además de incontables reses y animales de carga. El corto viaje por las montañas había resultado catastrófico. Tras conferenciar durante unos momentos, Jenofonte y Quirísofo convinieron en que, a pesar de que las hordas de Tiribazo nos pisaban los talones, sería una locura seguir internándose en las montañas en esas condiciones. Decidieron que volveríamos a alojarnos en las aldeas de las que habíamos partido, siempre que el enemigo no hubiera vuelto a tomar posesión de sus casas. Los hombres dieron voces de alegría al oír la noticia, y en su impaciencia por volver a cobijarse bajo techo, hicieron el viaje de regreso en la mitad de tiempo, deslizándose por las colinas sobre pieles congeladas o sobre sus espaldas, gritando como niños y haciendo caso omiso de la congelación de sus extremidades, que se estaba cobrando un terrible tributo. Llegamos a las aldeas antes que el enemigo, aunque a nuestra vanguardia le costó lo suyo expulsar a los exploradores armenios que habían llegado unas horas antes y comenzaban a instalarse. Los helenos que habían quemado sus chozas antes de marcharse recibieron su merecido, pues tuvieron que suplicar o sobornar a sus compañeros para que les cedieran un lugar donde dormir, o contentarse con los gallineros y los corrales. Asteria no tenía otra opción, desde luego.
Esa noche Jenofonte envió a una patrulla a hacer un reconocimiento de las posiciones enemigas. Después de buscar durante toda la noche los fuegos que habíamos visto un día antes, regresaron agotados y con las manos vacías, salvo por un sorprendente botín: un soldado de la infantería ligera persa, de aquéllos que no veíamos desde que habíamos dejado atrás a Tisafernes, varias semanas antes. En un primer momento este hallazgo causó consternación entre los oficiales, que se preguntaban si el artero sátrapa se habría burlado de nosotros, siguiendo durante todo el tiempo un camino paralelo al nuestro con la intención de acorralarnos en los yermos.
Tardamos varias horas en encontrar un intérprete, ya que los pocos soldados que hablaban persa habían muerto en batallas anteriores. Finalmente dimos con un viejo aldeano que había estado en el ejército persa décadas antes, en Jonia, y chapurreaba las dos lenguas, además de otra media docena. Sacaron de la cama al viejo patán, que llegó medio borracho o ido y soltando semejante retahíla de maldiciones en todas las lenguas que sabía, y en otras que inventaba sobre la marcha, que hasta los espartanos se ruborizaron como vírgenes. Al verlo y oír sus desvaríos, Quirísofo se espantó y no quiso saber nada de él, tildándolo de loco. Pero Jenofonte lo convenció de que lo usaran como intérprete, aduciendo que quizá le quedara alguna pizca de cordura y que, en mayor o menor medida, todos estábamos locos. Quirísofo lo miró largamente y se marchó disgustado.
No resultó difícil interrogar al prisionero. Bastó con decirle que si no cooperaba lo desnudarían y lo dejarían morir en la nieve para que cantara como un ruiseñor. Entonces descubrimos que nuestros temores eran infundados. El prisionero era un mercenario a las órdenes de Tiribazo y nuestros hombres lo habían sorprendido mientras buscaba provisiones. Por lo visto, Tiribazo contaba con una importante fuerza de mercenarios cálibes y taocos, tan grande, de hecho, que podría cerrarnos el paso sin que su jefe rompiera oficialmente la tregua, cosa que no podía hacer el ejército armenio. Según el prisionero, los mercenarios nos habían seguido por senderos laterales de las montañas, reclutando lugareños por el camino, y se proponían tendernos una emboscada en desfiladeros y cañones del trayecto, impidiéndonos la retirada y aniquilándonos en la nieve.
Al oír esto, los oficiales montaron en cólera.
—¿Necesitamos un maldito abogado para negociar una simple tregua con esos bárbaros? —preguntó Quirísofo, disgustado—. ¿Deberíamos añadir cláusulas que nos protejan a la vez de las tropas principales, los mercenarios cálibes, los granjeros con horcas y las mujeres que nos arrojen el agua de fregar los platos?
Furioso, Jenofonte ordenó que el ejército formase en orden de batalla, una medida que suscitó numerosas protestas pero que era necesaria. Si nos quedábamos de brazos cruzados, agotaríamos nuestras provisiones rápidamente y les daríamos tiempo a Tiribazo y sus mercenarios para que reclutaran más fuerzas y fortalecieran sus posiciones. El grueso del descontento ejército partió de inmediato con el prisionero como guía, dejando en las aldeas una guarnición al mando de Soféneto de Estinfalia.
Los malhumorados hombres estaban tan dispuestos a matar a Jenofonte y a Quirísofo como al enemigo, pero pronto obtuvieron satisfacción. Las tropas ligeras, que incluían a los rodios de Nicolás y avanzaban por la nieve a la cabeza, sorprendieron a un numeroso grupo de enemigos en su propio campamento y con la guardia baja. Sin molestarse en esperar a las tropas pesadas, los griegos descargaron una mortífera lluvia de flechas y piedras, matando a docenas de mercenarios en el primer ataque, y luego se precipitaron sobre ellos gritando y disparando. Asteria, que en su empeño por ser útil distribuía proyectiles y agua, me contó que la escaramuza había sido como un sueño: los atacantes corrían y resbalaban en el ventisquero como si anduvieran sobre nubes, mientras que el aterrorizado enemigo trataba de retirarse con idéntica lentitud tambaleante, cayendo sobre el blando suelo, levantándose despacio y tratando de correr otra vez por la nieve que les llegaba a la cintura. La escena era irreal y espantosa, y hasta los gritos de los combatientes sonaban amortiguados en la quietud de los nevados bosques. La vida no recuperó su naturaleza concreta y material hasta que las tropas helenas alcanzaron físicamente a los mercenarios que se habían arriesgado a quedarse y defenderse, y el contacto entre las figuras espectrales causó repentinamente gritos de agonía, chorros de sangre y miembros esparcidos por la algodonosa y virginal blancura. El enemigo huyó, diezmado, y los rodios tomaron incluso la tienda de Tiribazo, llena de esclavos y utensilios de oro y plata, lo que demostró que el traicionero sátrapa estaba directamente involucrado en la operación. El oro, sin embargo, no nos servía de nada. Eran más valiosos los veinte caballos purasangre que habían dejado atrás, y que aunque no nos compensaban por los que habíamos perdido durante nuestra última incursión en la montaña, nos venían muy bien, pues los soldados tenían hambre.