III

RÍOS.

Jamás había visto tantos ríos.

Grecia es una tierra seca y rocosa, con agua suficiente para regar los campos y criar el ganado que necesitamos, pero ese líquido vital fluye normalmente en forma de riachuelos estacionales, pequeños arroyos o fuentes. Los ríos grandes, tumultuosos y navegables son excepcionales.

Cuando cruzamos el desierto sirio, lo que parecía haber sucedido en una vida pasada, hasta nosotros, los griegos sedientos de ríos, nos quedamos impresionados por la escasez de humedad, por el hecho de que podíamos viajar durante días o semanas sin vislumbrar siquiera un atisbo de rocío, y la única agua disponible era aquélla que se había calentado y estancado dentro de los odres que cargábamos sobre los lomos de las mulas, bajo el intenso sol, un agua viscosa que producía arcadas y nos hacía suspirar por los frescos y cristalinos manantiales de montaña de nuestra tierra natal.

Pero a diferencia de Sócrates, los dioses no conocían la mesura, ni la buscaban en nada; de hecho, la consideraban indigna de ellos y tendían siempre a los extremos, que les parecían más divinos y enaltecedores, ya fuesen positivos o negativos. Mientras recorríamos el territorio de los carducos habríamos podido medir los días por el número de ríos que cruzábamos: no eran los tranquilos y refrescantes arroyuelos de Grecia, junto a los cuales se dice que retozan ninfas y náyades, sino grandes, peligrosos y turbulentos ríos, sin vida vegetal en sus pedregosas riberas, ríos que corrían estruendosamente por barrancos de empinadas paredes, desafiando a los mortales a contemplar sus turbias aguas cargadas de limo, nacidas de las montañas de alguna distante fortaleza bárbara, y retándonos a nosotros a cada paso a buscar un camino que nos permitiera sortear sus vertiginosas y mortíferas corrientes. A veces encontrábamos vados, aunque después de recorrer numerosos estadios en una dirección u otra. Otras veces nos veíamos obligados a improvisar balsas, o incluso flotadores con odres inflados. En ocasiones —muy rara vez— teníamos la suerte de hallar un puente de troncos o de piedra intacto, que los hostiles lugareños no habían destruido con el fin de detenernos.

Siempre encontrábamos un camino, siempre pasábamos al otro lado, aunque no sin dificultades. En cada intento perdíamos un carro, o un par de nuestros valiosos caballos tropezaba y se lisiaba, o algo peor, o un hombre perdía el equilibrio en el resbaladizo lecho del río y se hundía bajo la corriente, que lo arrastraba con facilidad porque llevaba armadura o estaba herido, y no volvía a emerger. Si esto hubiera sucedido una o dos veces, los daños habrían sido lamentables pero no graves, y los soldados habrían hecho aquello para lo que estaban entrenados: encogerse de hombros y seguir adelante. Pero los ríos eran numerosos, incontables, y el impacto acumulado de estas pequeñas pérdidas estaba haciendo mella en nuestras provisiones, nuestros recursos humanos y nuestra moral. Para colmo, el invierno se nos echaba encima y conforme subíamos hacia las alturas el agua se volvía más fría, a veces mezclada con hielo o nieve. Cada vez nos costaba más vadear las heladas corrientes por segunda u octava vez en un día, o secar nuestras harapientas prendas y pieles por la noche, para emprender la marcha otra vez al día siguiente. ¿Y qué nos aguardaba después de cruzar con éxito el último río del día? ¿Qué esperanzas podíamos abrigar cuando tratábamos de determinar mediante cálculos o simple intuición hasta dónde habíamos llegado y qué distancia nos quedaba por recorrer? ¿Qué podíamos esperar para la jornada siguiente?

Otro puñetero río.

Y así fue también ese día, el séptimo desde que había recuperado a Asteria, después de recorrer treinta parasangas de infierno, luchando contra los carducos a cada paso, viendo cómo infligían más daños con sus mortíferos ataques diarios que las tropas de Tisafernes durante toda la batalla de Cunaxa y la persecución posterior.

Cuando Eos despuntó esa mañana, fría y gris, nos animó una visión que no habíamos contemplado desde hacía varias semanas: una llanura, o más bien un vasto valle que prometía una marcha uniforme y visibilidad ilimitada mientras pudiéramos cruzarlo. El único elemento que estropeaba la vista era un ancho río que serpeaba por el centro —más tarde supimos que era la rama éste del Éufrates— y que ahora estaba a unos doscientos pasos de distancia. Los prisioneros nos habían dicho que ese río marcaba la frontera entre el país de los carducos y Armenia; otra razón para regocijarnos, pues por fin dejaríamos atrás a los belicosos carducos. Para nosotros representaban la muerte: la muerte encarnada en un millar de mosquitos diminutos.

Sin embargo, cuando la bruma de la mañana se disipó y pudimos ver mejor el camino, los exploradores de Jenofonte nos dieron la deprimente noticia de que al otro lado del río se estaban concentrando jinetes para interceptarnos con sus flechas y hondas, y que en las cumbres había un importante número de infantes dispuestos a impedir que llegáramos al otro lado. Eran mercenarios como nosotros: armenios, mardos y caldeos pagados por Orontas; el largo brazo de Tisafernes nos había alcanzado incluso en tierras tan lejanas como éstas. Los caldeos tenían una reputación infame y eran tan temidos como los escitas, pues al igual que los griegos eran hombres libres y belicosos. Llevaban escudos de mimbre altos hasta el cuello, contra los cuales nuestras lanzas y espadas resultaban inútiles, pues se enganchaban irremediablemente en el tejido; y sus soldados eran grandes, musculosos y experimentados. Estaban preparados para presentar una recia defensa a nuestra falange, la única técnica eficaz contra sus escudos ligeros: simplemente correr sobre ellos, como un caballo desbocado atrapado en un gallinero.

El ejército avanzó rápidamente hacia el río, con la esperanza de vadearlo sin demoras, si era bajo, y arremeter contra las tropas enemigas al otro lado. Sin embargo, mucho antes de alcanzar el centro descubrimos consternados que las heladas aguas nos llegaban al cuello y que la corriente era rápida. No podríamos vadearlo con las armaduras puestas, o el agua nos levantaría y nos arrastraría; tampoco podíamos cargar las armas sobre la cabeza, porque al llegar a la otra orilla quedaríamos expuestos a la lluvia de flechas y demás proyectiles que nos lanzaran los defensores. Los soldados se reunieron en la ribera, paseándose ociosamente mientras los capitanes discutían la situación. Nuestras perspectivas empeoraron cuando vimos con aflicción que los carducos habían ocupado las colinas que estaban a nuestras espaldas, impidiendo una posible retirada y encerrándonos entre dos ejércitos hostiles.

Durante un día y una noche permanecimos sentados en la ancha, helada y pedregosa orilla, con escasas provisiones y fuegos mortecinos, ya que los pocos leños que habíamos encontrado en la ribera estaban totalmente empapados. El ejército estaba abatido, aunque Jenofonte, a pesar de su agotamiento físico y psíquico, hizo de tripas corazón y se paseó incesantemente entre una brigada y otra, dando alentadores consejos y contando chistes lascivos para mantener alta la moral de los hombres. Yo no sabía cuánto tiempo podría continuar esforzándose de esta manera, y sentí un inmenso alivio cuando decidió irse a la cama, poco después del ocaso.

Los hombres están hechos de huesos y sueños, dicen los antiguos, y Jenofonte más de los segundos que de los primeros, pues últimamente soñaba con creciente frecuencia. La mayoría de los adivinos del ejército habían muerto o se habían quedado en el camino, y Jenofonte solo consultaba a los pocos que seguían con nosotros en casos urgentes. Decía que ya estaban lo bastante ocupados preparando y celebrando los tres sacrificios diarios, una tarea que nuestro ejército, en su estado de fragilidad, no podía permitirse el lujo de descuidar. Esa noche no fue una excepción, y su sueño fue tan vivido e intenso que se despertó sobresaltado poco después de medianoche y empezó a contármelo incluso antes de recobrar la lucidez. Aterido por el frío y por la húmeda capa que usaba a modo de manta, agradecí la oportunidad de dejar las cuchillas y las piedras de afilar con las que estaba trabajando y froté mis doloridas extremidades mientras escuchaba el sueño premonitorio de Jenofonte.

—Teo, soñé que estaba encadenado en el suelo, sujeto a unas estacas con gruesos grillos de hierro y expuesto a los elementos, mientras los dioses reían su jugarreta desde lo alto y hacían oídos sordos a mis súplicas. Me sentía tan desgraciado porque los buitres me picoteaban la cara y el viento helado me escoriaba la piel, que solo deseaba morir. De repente, sin previo aviso, las cadenas se rompieron solas y quedé libre, ¡capaz de andar, de volver a juntar las manos! Me levanté de un salto y corrí, y entonces desperté.

Me cubrí mejor los hombros con la húmeda capa y lo miré con escepticismo a la tenue luz de las estrellas: tenía el pelo enmarañado y grasiento, los ojos desorbitados y la cara tensa y demacrada. Un hombre sueña con la libertad y con un milagro, pero al despertar solo encuentra un mendrugo. Sin embargo, en ciertas circunstancias, hasta un mendrugo puede parecer un manjar, y Jenofonte estaba tan animado por su visión que decidió contársela a Quirísofo, pensando que era un buen augurio y que podía reconfortarlo también a él. Lo acompañé, y cruzamos el campamento a paso vivo. Por todas partes había hombres durmiendo, solos o por parejas, acurrucados unos contra otros, no porque sucumbiesen a la costumbre de los soldados griegos que llevaban demasiado tiempo separados de sus mujeres, como habrían dicho socarronamente los persas, sino porque trataban desesperadamente de mantener el calor. Estaban silenciosos y angustiados, intentando simplemente sobrevivir una noche más. Hacía semanas que no permanecía en vela por culpa de las estruendosas risas y bromas típicas de un ejército de guerreros confiados, y hasta ahora no me había dado cuenta de cuánto echaba de menos el reconfortante bullicio de unas tropas insomnes.

Recorrimos varios centenares de pasos sobre la grava hasta el otro extremo del campamento, donde Quirísofo y sus hombres habían montado su cuartel general, y no nos sorprendió en absoluto ver que seguían despiertos, interrogando a los prisioneros, actualizando los mapas, urdiendo un plan para cruzar el río al día siguiente con el mínimo riesgo posible, e incluso limpiando y bruñendo las armas… ¿acaso los espartanos no duermen nunca?

El relato del sueño de Jenofonte suscitó un prudente optimismo, y los dos generales y un grupo de capitanes pasaron horas en la oscuridad, discutiendo los pasos siguientes. Al alba, con todos los oficiales presentes, se ofreció un sacrificio especial, el más grande desde hacía semanas, ya que nuestras reservas de animales eran cada vez más escasas; los augurios fueron favorables desde la primera víctima. Los oficiales se marcharon de allí muy animados, y ordenaron a sus hombres que desayunasen y prepararan sus petates.

Jenofonte se obligó a tomar un frugal desayuno de leche de cabra cortada, y estaba sentado junto al poco reconfortante fuego, mirando las brasas con aire taciturno, cuando dos honderos rodios de la compañía de Nicolás emergieron de la fría bruma, desnudos y agitados, como si acabasen de completar sus ejercicios de gymnasia. Todos los soldados sabían que les estaba permitido aproximarse a Jenofonte sin protocolos y en cualquier momento, en el desayuno, la cena o incluso mientras dormía, si deseaban comunicarle cualquier cosa de interés para el ejército. No obstante, los tímidos jóvenes rodios rara vez osaban dirigirse a él directamente. Preferían abordarlo por mediación mía o de Nicolás.

—Con veneración, mi general —dijo el primero, inclinando la cabeza respetuosamente.

Jenofonte había estado hurgando en su sobaco, en busca de pequeños seres vivientes, y ahora levantó su presa a la luz para inspeccionarla brevemente antes de aplastarla entre las uñas sucias y partidas del pulgar y el índice y arrojarla al fuego. Miró con desconcierto su mugrienta y ajada túnica y con una sonrisa de resignación alzó la vista hacia los jóvenes.

—Descansad —dijo—. Por los dioses, soy solo un poco mayor que vosotros y el doble de feo. Las ceremonias están de más. Y vestíos; basta con miraros para sentir frío. Tenéis la piel azulada y vuestro rabo ha quedado más pequeño que el de un rodio. Oh, perdón, veo que sois rodios…

Los jóvenes sonrieron con timidez y se cubrieron con un par de deshilachadas mantas que les alargué. Castañeteando los dientes a causa del frío y la excitación de su reciente aventura, contaron lo que les había ocurrido por turnos y atropelladamente, impacientes por revelar su descubrimiento.

—Estábamos recogiendo leña para el desayuno al otro lado de un meandro del río cuando vimos en la otra orilla a una familia que escondía sacos en la cavidad de una roca. Supusimos que sería parte de un botín, así que nos escondimos y esperamos a que se fueran. Después nos desnudamos y nos zambullimos llevando solo los cuchillos, con la intención de cruzar a nado y robar los tesoros. Estuvimos a punto de rompernos el cuello, ya que en ese punto el agua nos llegaba a las rodillas, de manera que empezamos a vadear. ¡Llegamos al otro lado sin mojarnos por encima de la cintura! En los sacos no había nada; solo ropa vieja, pero el sitio es ideal para cruzar. De los dos lados las riberas son empinadas y están cubiertas de arena, así que los jinetes enemigos no podrán acercarse. Por eso vinimos a verte enseguida y olvidamos nuestra ropa…

Jenofonte ofreció libaciones de inmediato, usando la preciosa reserva de vino que Quirísofo y él guardaban para los sacrificios, e invitó a beber a los jóvenes, que por mediación de los dioses habían cumplido su sueño. Los llevamos ante Quirísofo para que le contasen la misma historia, y en medio del júbilo y nuevas libaciones se decidió que los rodios guiarían al ejército hasta el vado, situado siete estadios río arriba.

Los hombres avanzaron en perfecto orden, manteniéndose formados en una unidad compacta, con los carros de vituallas en el centro del cuadro. Las armaduras y las armas brillaban bajo el débil sol, que recién ahora empezaba a disipar la bruma, de la que emergieron las tropas, fila por fila, ante la furiosa mirada de los armenios, apostados en formación de batalla al otro lado del río. Quirísofo subió a una pequeña loma para que lo vieran desde la otra orilla. Quitándose la capa roja con un ademán ostentoso y dramático que no pudo escapársele a los enemigos, se colocó una corona de laurel en la cabeza, como si celebrase ya una gran victoria. Los espartanos que lo rodeaban aclamaron este gesto burlón, pero cuando miré a los armenios no vi ninguna reacción entre sus tropas. Los arqueros de las primeras filas estaban inmóviles, con una expresión que se me antojó más desconcertada que desdeñosa, y los indisciplinados y asustadizos ponis de montaña que montaban los escuadrones de caballería piafaban y bufaban con impaciencia, formando nubecillas de vapor en el aire helado, mientras los jinetes trataban de mantenerlos en línea.

El adivino de Jenofonte se aproximó a la orilla, y las tropas de ambos bandos callaron, previendo el resultado del sacrificio. A la vista de los tres ejércitos, el adivino cogió el berreante y recién lavado macho cabrío de manos del zagal, se puso a horcajadas sobre él e hizo una pausa deliberada, como para asegurarse de que todos los ojos estaban fijos en la víctima. No se oyó el más leve sonido, salvo el sordo rumor del río que corría a su espalda, cuando retiró la holgada manga del brazo que empuñaba el cuchillo y levantó el arma en el aire, permitiendo que los rayos del sol tocaran y bendijeran la refulgente hoja antes de bajarla lentamente hacia la garganta de la temblorosa bestia.

Clavándola rápidamente en el cuello del animal, el adivino sujetó fuertemente los cuernos con la mano libre mientras la cabeza de la víctima se sacudía por la impresión y el dolor, y luego dejó que se desplomara. La sangre cayó al agua y salpicó los bordes de la blanca túnica del sacerdote, tiñéndolos de un intenso rojo. Estiramos el cuello, observando la escena con atención mientras el adivino se incorporaba lentamente y daba por concluida su sangrienta tarea, y entonces, con un grito triunfal que se propagó como un tañido de campanas por encima del ruido del agua, proclamó: ¡Zeus salvador, señor y protector: victoria! Levantamos las armas y los escudos y prorrumpimos en una ovación que retumbó en los ribazos. Los enemigos congregados en la otra orilla, caballeros e infantes por igual, nos miraron en silencio, inmóviles e inmutables, mientras sus armas y armaduras refulgían a la luz del sol.

Quirísofo gritó y entró en el agua con su división, la mitad del ejército, que comenzó a vadear el río manteniendo una formación casi perfecta. A la cabeza iban Licio y su variopinto escuadrón de caballería, y los hombres se internaron en las aguas cada vez más profundas confiando ciegamente en que no se mojarían por encima de la cintura, tal como habían dicho los rodios. De hecho, el cruce fue aún más sencillo de lo previsto, ya que los jóvenes rodios son bajos, y el agua apenas si llegaba a la mitad del muslo de un hombre adulto. Las tropas armenias descargaron una lluvia de flechas y proyectiles de hondas, pero como no se atrevían a acercarse a los griegos, casi todos los disparos se quedaban cortos, ante la indignación de los oficiales enemigos, qué gritaban e incluso golpeaban a sus hombres para que se aproximaran más.

Entretanto, Jenofonte había dividido sus tropas en dos, dejando a los hoplitas en la orilla para que protegiesen las provisiones y cubrieran a Quirísofo, mientras los honderos rodios y el resto de la infantería ligera regresaban al lugar donde habíamos acampado la noche anterior. Ahora avanzaban a la carrera, soplando los cuernos y las flautas de caña con el fin de atraer la atención de los armenios y hacerles creer que Jenofonte se proponía cruzar por un punto situado río abajo y, con un movimiento de tenazas, encerrar al enemigo entre sus tropas y las de Quirísofo. La impaciente caballería armenia mordió el anzuelo y se precipitó a la acción, rompiendo su endeble formación y galopando frenéticamente para detener el audaz ataque de Jenofonte contra su flanco.

Al ver esto, Licio azuzó a su caballo en la mitad del cruce y, en un inspirado alarde de valor, arremetió con su caballería contra el escuadrón más grande, aunque desorganizado, de jinetes enemigos, animado por el clamor de la infantería de Quirísofo. Los armenios pararon en seco, confundidos, sin saber qué grupo de atacantes requería mayor atención, si el de Jenofonte o el de Licio. Permanecieron estúpidamente quietos durante unos instantes, mientras sus caballos se arremolinaban y se encabritaban con creciente alarma ante el rápido avance de los vociferantes jinetes de Licio. De repente, toda la caballería armenia dio media vuelta, como una bandada de estorninos asustados por un estruendo, y huyó despavorida hacia las colinas, seguida por los ensordecedores gritos de júbilo de la infantería de Jenofonte, que contemplaba la escena desde la otra orilla.

Mientras tanto Quirísofo, que estaba terminando de cruzar, mantuvo a sus hombres en formación y avanzó hacia los pasmados infantes armenios. Éstos, al ver que los jinetes de su bando huían como conejos y que los guerreros griegos, vestidos con extrañas armaduras y cantando como en trance, emergían de las brumosas profundidades del río y marchaban implacablemente hacia ellos, se asustaron también y se alejaron rápidamente de las altas riberas.

Quirísofo llegó a lo alto de la cuesta sin necesidad de pelear y alzó el puño en señal de triunfo, mientras que Jenofonte, tras comprobar que el cruce había salido bien, regresó hacia las bestias de carga y los hoplitas. Cuando llegó allí con sus agotadas tropas, la última de las recuas había cruzado ya y estaba bajo la protección de Quirísofo. Jenofonte formó a los hoplitas de espaldas al río y de frente a las fuerzas de los carducos, y rezó pidiendo la fortaleza y el tiempo necesarios para cubrir el cruce de los rodios antes de que los carducos atacaran a nuestras reducidas e insuficientes tropas. Mientras sus hombres aguardaban nerviosamente en fila, observando la aproximación del ejército carduco, se paseó por delante de ellos, devanándose los sesos para improvisar una estrategia.

—¡No uséis las armas hasta que la primera piedra de un hondero carduco dé contra un escudo! —gritó por fin—. Cuando oigáis el golpe de esa piedra, entonad el peán, tocad la trompeta y arremeted contra el enemigo con todas vuestras fuerzas. Solo tenemos una oportunidad: ¡aterrorizadlos!

Al primer disparo de una honda carduca, los hombres lanzaron un estentóreo grito, repetido por los rodios que vadeaban cuidadosamente el río a nuestras espaldas y por las tropas helenas que contemplaban la acción desde lo alto de la ribera contraria. El ensordecedor rugido alcanzó a los sobresaltados carducos como la ardiente ráfaga de un horno, y pararon en seco y se quedaron mirándonos. Cuando sonó la estridente sálpinx griega, los hoplitas corrieron por la grava hacia las líneas enemigas, en una arremetida en masa digna de Platea. Los carducos, que llevaban armaduras ligeras, no quisieron comprobar nuestra habilidad en la batalla cuerpo a cuerpo. Aterrorizados, dieron media vuelta, arrojaron las armas y comenzaron a trepar a gatas por las empinadas cuestas de las que acababan de bajar. En cuanto vio que el enemigo huía, Jenofonte ordenó al trompeta que tocara retirada, y los griegos, que no necesitaban ninguna otra señal, dejaron de pelear y corrieron velozmente hasta el río, saltando al agua y cruzando frenéticamente al otro lado.

Por un momento, las tropas de Quirísofo contemplaron una insólita escena: miles de hombres, dos ejércitos con las líneas delanteras separadas por escasos pasos, huyendo simultáneamente unos de otros. Entonces rieron a carcajadas y alentaron a los hoplitas que chapoteaban en el agua. Cuando los carducos se dieron cuenta de que los habían engañado, sus oficiales tuvieron grandes dificultades para persuadirlos a que persiguieran a los griegos.

Pero a estas alturas los peltastas de Quirísofo, que aguardaban en la orilla opuesta por si surgía una emergencia semejante, se metieron en el agua con las jabalinas y los arcos dispuestos para el ataque. Se encontraron con las tropas de Jenofonte en la mitad del río y las cubrieron descargando una fulminante lluvia de proyectiles contra los atónitos carducos, que una vez más tuvieron que detenerse y emprender una caótica retirada. Animado por las ovaciones de los espectadores, el ejército concluyó el terrible cruce prácticamente sin bajas, salvo por unos pocos peltastas fanáticos que siguieron a los carducos más allá del centro del río y fueron atacados al llegar al otro lado.

Por una vez los dioses habían estado a nuestro lado.