II
DESPUÉS, COMO NO TENÍAMOS SITIO para tendernos en el banco de piedra, permanecí donde estaba, reclinado contra el áspero muro de mampostería, y ella me rodeó los muslos con las piernas y usó mi capa para cubrirnos y protegernos del frío de la noche. Afrodita y Hefesto, Hefesto y Afrodita. No hay en la historia pareja más despareja y condenada al fracaso: la exquisita diosa de la belleza y el irascible dios del fuego. El indulgente lector tendrá que perdonar mis torpes referencias a los antiguos mitos. Pero la alusión es excusable, pues ¿quién podría pasar por alto la auténtica divinidad del cuerpo de Asteria bajo la basta túnica? ¿O el hecho de que yo estaba tan sucio y cubierto de hollín como el herrero? Por no mencionar que mi reciente caída me había dejado igual de cojo que él. Todos los coros de Atenas dedicarían sus cánticos a Afrodita si ésta fuera la mitad de hermosa que Asteria, y deberían hacerlo, aunque la celosa diosa se inquieta ante sus rivales. No obstante, hasta los simples mortales vislumbran alguna vez las puertas del cielo, y en esa cabaña de piedra yo me acerqué a ellas, pues aunque el desdichado Hefesto hubiera perdido a su amada frente a Ares, yo no perdería así a Asteria.
La más absoluta oscuridad nos envolvió como un manto, y el único sonido que se oía era el rumor de un pequeño reguero de agua que entraba por la base de la pared del fondo y serpeaba perezosamente hasta salir por la diminuta puerta. La respiración de Asteria era lenta y regular contra mi cuello. Pasado un rato, habló.
—Me salvó porque tú se lo pediste. Sabía lo que querías.
Guardé silencio mientras asimilaba sus palabras. Ella permaneció inmóvil, sentada sobre mis piernas, y hasta sus dedos detuvieron sus caricias mientras esperaba mi reacción para continuar. Yo seguí paralizado, tratando de ordenar los pensamientos que se agolpaban en mi cabeza.
—¿Se lo pedí? —pregunté con cautela, sin alterar la voz—. ¿Quién te salvó?
Di gracias a los dioses por la oscuridad que impedía que me viera la cara.
Asteria se tensó por un instante y luego irguió la espalda lentamente, y a pesar de la oscuridad, supe que me escrutaba, tratando de adivinar mi expresión, el fundamento de una pregunta que, según comprendí entonces, la había dejado estupefacta.
—¿No lo sabes? —exclamó—. Por los dioses, ¿no te lo ha dicho? ¿Dónde crees que he estado en los últimos días?
Rompió a llorar y me abrazó con fuerza, mientras mis rígidas manos descansaban en su espalda. Permanecí paralizado, devanándome los sesos para adivinar quién la había protegido durante tres días, cumpliendo mis supuestas órdenes. Tuve que esforzarme para quedarme quieto, para no levantarme y dejarla caer al suelo, debatiéndome entre el deseo de consolarla y el de huir de allí con mi dignidad intacta. Ahora me avergüenza, me avergüenza profundamente decir que lo único que me impidió marcharme para siempre —y ese pensamiento está tan fresco en mi memoria como si todo hubiera sucedido ayer— fue el recuerdo de que la puerta del gallinero era apenas un poco más alta que mis rodillas y que no me resultaría fácil encontrarla en la oscuridad, arrastrándome por el barro, al tiempo que mantenía un mínimo decoro.
Esperé durante un tiempo que sin duda fue mucho más corto de lo que me pareció, hasta que ella recuperó el aliento y volvió a hablar. Yo no dije nada. Solo atiné a pensar que era como si en los últimos días hubiera estado esperando interminablemente que otros dijeran las palabras apropiadas, y que éstas no habían llegado. Por fin Asteria prosiguió.
—Nicolás vino a verme hace tres días —dijo con su levísimo acento extranjero—, el día que Jenofonte ordenó abandonar a los seguidores del ejército. Uno de sus exploradores me vio escalando una colina, buscando un escondite donde pudiera sobrevivir sin el ejército. Te juro que yo no había hablado nunca con Nicolás, excepto cuando le cambiaba las vendas del pie. Me siguió, me bajó de la colina a rastras y me obligó a andar con naturalidad cuando volvimos al campamento. Estaba aterrorizada… no sabía qué pretendía hacerme ese joven.
Permanecí inmóvil. Nicolás. Mi mente ya maquinaba la venganza.
—Me dijo que tú no podías soportar la idea de que cayera en manos de los bárbaros y que le habías ordenado que me sacara de allí. Añadió que yo debía decidir si quería salir clandestinamente o arriesgarme a lo que pudieran hacerme los carducos, pero que si iba con él tendría que guardar silencio. Dijo que os lo debía todo a Jenofonte y a ti, y que si alguien me descubría, él y yo moriríamos y tú sufrirías una terrible deshonra.
»Ni siquiera me permitió que me despidiera de mis amigos ni que regresara a buscar mis cosas. Dijo que era demasiado peligroso, que debía parecer que había desaparecido sin más, como tantos seguidores del ejército. Me consiguió una túnica y una capa de hondero. Al principio yo tenía mis dudas, pero luego miré alrededor y comprobé que todos los miembros de su compañía eran jóvenes delgados y apenas un poco más grandes que yo. Podría pasar fácilmente por uno de ellos si me cubría bien y adoptaba la postura indicada. Reí al ver mi reflejo en el escudo que pusieron ante mí, pero dejé de hacerlo en cuanto vi lo que había a mi espalda… Nicolás estaba allí con su espada, ¡dispuesto a cortarme la melena! Lo entendí, por supuesto, ya que todos los rodios llevan el pelo muy corto, pero aun así lloré… jamás me había cortado el cabello.
Me quedé de piedra, pues en la oscuridad no había advertido que lo que más me había atraído de Asteria en un primer momento, el hermoso pelo que le llegaba a las nalgas y que ella mantenía primorosamente peinado y adornado, estaba ahora tan corto como el de un esclavo de las galeras. Acaricié suavemente su cerdosa cabeza y noté que ella se estremecía involuntariamente.
—Desde entonces he viajado con los rodios, en las partidas de exploradores que protegen los flancos del ejército, para que nadie me viera de cerca. Tengo las piernas y los pies destrozados, Teo, y las sandalias que me dieron no me caben. Llevo siempre la cara sucia, lo cual no resulta difícil, y no me permiten hablar. Una vez Nicolás me sorprendió tarareando y me dio una brutal bofetada. Teme tanto por lo que le pasaría a él como por lo que me pasaría a mí si me descubrieran. Todavía tengo el ojo negro… es el maquillaje que mejor va con el disfraz, ¿no? —Soltó una risita breve y amarga.
Esa noche hablamos más, mucho más. Asteria me contó que los jóvenes rodios la trataban de igual a igual, aunque se esforzaban por respetar sus necesidades personales y su intimidad. Confiaba ciegamente en ellos, como una hermana en sus hermanos, ¿tenía acaso alternativa? ¿O la tenía yo? Porque ahora me resultaría imposible ayudarla o protegerla, y estaba totalmente a la merced de esos sencillos campesinos y de las oraciones que yo pudiera rezar por ellos como retribución por sus molestias.
Eos, la de rosados dedos habría llegado demasiado pronto esa mañana si a los benevolentes dioses no se les hubiera ocurrido prolongar la noche, refrenar a Lampus y Faetón, los retozones potros que anuncian el amanecer. Finalmente, sin embargo, la entrada empezó a perfilarse mientras la oscuridad dejaba paso a una bruma gris. Finos rayos de luz se colaron por las diminutas grietas del techo de piedra, atravesando e iluminando las ligeras telarañas, que continuaban oscilando suavemente en las invisibles ráfagas causadas por nuestros susurros y nuestro aliento, o quizá por movimientos aún más leves, como los pestañeos o la apertura de los labios. Me levanté, reacio a marcharme y a la vez ansioso por huir de allí antes de que Nicolás y sus compañeros salieran de sus cabañas y me dirigieran miradas pícaras e inquisitivas mientras yo emergía con torpeza del gallinero. Tenía muchas cosas que hacer, y Jenofonte me estaría esperando.