I
ESA NOCHE ESTABA SOLO en la choza de piedra que había requisado para Jenofonte y para mí, tendido sobre un tosco colchón relleno de musgo, incapaz de conciliar el sueño y con la mente llena de preocupaciones. Alrededor de la medianoche Jenofonte entró silenciosamente en la habitación, esperó a que sus ojos se adaptasen a la tenue luz de la lámpara y me miró para comprobar si estaba dormido. Teniendo en cuenta la hora y el bullicio de los soldados que estaban de fiesta en la aldea, yo habría esperado verlo de buen humor y oliendo a vino. Pero estaba completamente sobrio, y permaneció inmóvil, mirando por la diminuta ventana con bordes de yeso perforada en el grueso muro de piedra, mientras afuera caía una fina llovizna.
La humedad parecía suspendida en el aire, y las gotas se acumulaban y caían perezosamente de todas las superficies, como si contaran el lento paso del tiempo. Pensé en la lluvia que estaría cayendo sobre los blancos y ciegos ojos de los caídos que nos habíamos visto obligados a dejar atrás, lavando de sus caras y manos todo rastro de sangre y suciedad, como Níobe llorando la muerte de sus hijos. Imaginé sus lágrimas acariciando suavemente sus rostros muertos, tan blancos y fríos como el mármol del Partenón, tan expresivos en su agonía como las máscaras de yeso colgadas en un teatro. Aunque los vivos habían abandonado a los muertos sin prepararlos antes para que Caronte les permitiera cruzar el río, ningún sacerdote del ejército, ninguna anciana vestida de negro y portando incienso y mirra, ningún enterrador habría podido lavar, acariciar y bendecir los restos de los griegos con mayor mimo que la propia Naturaleza.
Incluso cuando un soldado logra regresar a su patria, en la mayoría de los casos su última morada es un cementerio inhóspito, donde al cabo de pocos años yace sin las alabanzas ni los honores de aquéllos que se han olvidado de venerar a sus muertos. En ausencia de las lágrimas de una madre o el abrazo de una esposa, puede que el húmedo campo de un territorio hostil sea el monumento más apropiado para los caídos, ya que la lluvia es una bendición tan sagrada como la que se da en la frente a un hijo muerto. O incluso más, pues la caricia de la lluvia, con sus cualidades a la vez destructivas y vivificadoras, procede de los propios dioses, un hecho que simultáneamente ha reconfortado y aterrorizado a los hombres desde el comienzo de los tiempos.
Jenofonte miró por la ventana durante largo rato, sabiendo que yo estaba despierto y lo observaba, pero no dijo nada. Tampoco yo rompí el silencio, pues no me apetecía hablar. Finalmente se volvió y me miró, aunque no pudo ver mi cara oculta entre las sombras. Después de un momento renunció a su intento de leer en mis ojos y empezó a hablar, o más bien a musitar en voz apenas audible.
—A veces lo que más deseas en el mundo está a tu alcance, como un melocotón tan maduro que está a punto de caer de la rama —dijo—. Te demoras un momento no para saborearlo sino para disfrutar de su sabor potencial, de la expectación de poseerlo, de apoderarte de él y consumirlo, porque prever un placer es la mejor parte del placer. Pero entonces un hecho inesperado (un viento fuerte, un ladrón astuto, un gusano destructivo, un amigo que lo merece más que tú) se cruza por delante de tu mano y te roba el objeto de placer antes incluso de que termines de asimilar la expectación. Te quedas peor que antes, sabiendo lo que podría haber sido y no fue.
Me miró, pero yo seguí callado. Después de lo que había visto ese día, las palabras, sobre todo las de Jenofonte, tenían poco sentido; sus sentimientos eran superficiales. Si trataba de consolarme con su filosofía barata, no permitiría que me comprase tan fácilmente.
Suspiró y dio varias vueltas por la pequeña habitación antes de echarse en su camastro y prepararse para dormir. Su semblante había vuelto a endurecerse.
—Casi olvido decírtelo. Nicolás el rodio quería verte. —Me miró con expresión extraña.
A pesar del cansancio, fue un alivio tener la oportunidad de ocupar mi mente con otros pensamientos y marcharme de su lado. Me até las sandalias y me cubrí los hombros con una capa mientras él me explicaba rápidamente la ubicación de las chozas donde se alojaban los rodios. Cogiendo la única lámpara de aceite, crucé la puerta en silencio, dejándolo groseramente en la oscuridad. No dijo una palabra.
Las lodosas calles de la pequeña aldea estaban desiertas, las risas y la algazara de los solados se habían desvanecido y reinaba el silencio, roto solo por alguna carcajada ocasional procedente de las minúsculas ventanas. La constante lluvia y la vegetación mustia y empapada conferían un aspecto sombrío y fúnebre a la aldea y a la propia naturaleza. Fui cojeando, con el tobillo entumecido después de horas de inactividad, y el camino me condujo desde el grupo principal de edificios hasta una serie de bajas chozas de campesinos, situadas a dos o tres estadios de distancia, muy cerca del río. Este poblado secundario estaba compuesto por diminutas cabañas construidas para los granjeros y sus peones, media docena de pequeños refugios de piedra con forma de colmena para las aves de corral y otros animales —la mayoría de los cuales habían sido devorados ya por los hambrientos jóvenes rodios— y un amplio granero, donde se alojaba gran parte de los honderos. Golpeé en la puerta de la choza donde según Jenofonte estaba Nicolás y entré.
La única estancia de la cabaña estaba oscura y brumosa, y con cada ráfaga de aire procedente del exterior se llenaba del acre humo del pequeño fuego de turba que ardía en un rincón. Mis ojos no necesitaron adaptarse a las sombras, pues había llegado hasta allí guiado únicamente por la tenue luz de mi pequeña lámpara de aceite. De inmediato identifiqué a Nicolás de entre la media docena de jóvenes jefes de brigada que estaban sentados en el suelo, junto al fuego, conversando en voz queda mientras examinaban un ajado mapa. Nicolás se levantó solemnemente, apoyándose un poco más en el pie sano, y la trémula luz del fuego sobre su tersa piel aceitunada le dio un aire aún más adolescente. Lo último que deseaba yo era la compañía de aquellos jóvenes, así que le dije con irritación que me enviaba Jenofonte.
Nicolás me miró con cautela, como si quisiera adivinar mi estado de ánimo antes de hablar conmigo. Le sostuve la mirada sin pestañear, sin darle esa satisfacción, y él se acuclilló otra vez junto al fuego, observó a sus compañeros a través del resplandor y terminó rápidamente la conversación. Cuando sus palabras se apagaron, arrojó el trozo de papiro a las brasas, donde los bordes se encendieron, ennegreciéndose y rizándose, creando una pequeña lengua azulada que creció e intensificó las temblorosas sombras de la habitación, subrayando el profundo silencio en que se habían sumido los muchachos. Una vez más, Nicolás me miró con aire pensativo.
—Ven —dijo, haciendo un movimiento de cabeza en mi dirección, y salió por la puerta, tan baja que hasta él tenía que agacharse para cruzarla, hacia la helada lluvia.
Me molesté por esta inesperada demora, pues no había previsto que el mensaje de Nicolás me exigiera esperarlo, o realizar alguna tarea, antes de marcharme. Dimos la vuelta al amplio granero, en el cual oí ronquidos amortiguados y voces quedas, y me guió hasta el pequeño grupo de gallineros y edificaciones anexas. Después de conducirme hasta la más pequeña y alejada —un gallinero, a juzgar por la diminuta entrada que apenas si me llegaba hasta la mitad del muslo— señaló la puerta y dijo lacónicamente:
—Ahí.
Lo miré sin entender, mientras sus ojos iban y venían de la entrada a mi cara; finalmente me dedicó una sonrisa socarrona, dio media vuelta y echó a andar hacia su choza, chapoteando en el barro.
Yo no sabía qué hacer. ¿Me estaban gastando una broma? Me enfadé con Nicolás, por su creciente impertinencia y su falta de respeto, y conmigo mismo, por haberle confiado mis temores. Sin duda me había convertido en blanco de todas las burlas en el campamento rodio. Sin embargo, al final la curiosidad pudo más que yo: me puse en cuatro patas en el lodo y, arrastrando la lámpara por el suelo delante de mí, pasé con cuidado por la abertura de la pequeña construcción de piedra. Los hados, que al traerme a este lugar habían demostrado un exceso de celo, comportándose como emisarios demasiado serviciales, pasaron bruscamente por mi lado y me dejaron solo, sin la menor idea de lo que iba a encontrar allí.
Gracias a su forma abovedada, en la diminuta construcción había sitio para ponerse de pie, aunque no para tenderse, y estaba totalmente vacía, salvo por un estrecho estante de piedra construido en la pared del fondo, a unos dos pies del compacto suelo de tierra. El interior estaba seco, aunque las telarañas que me rozaban por todas partes en un principio se me antojaron gotas de rocío, o pequeños regueros de agua que caían de la porosa piedra del techo. Me incorporé sin detenerme a mirar alrededor, y tras apartar las telarañas que colgaban del techo en el centro de la estancia, el único punto lo bastante alto para estar de pie, extendí el brazo para que la tenue luz de la lámpara despejase las sombras que ocupaban la baja cornisa de piedra.
En un instante de iluminación, comprendí por qué Nicolás me había llevado allí, pues fue como si los propios dioses hubieran descendido, en todo su resplandor y gloria, para ocupar esa miserable y ruinosa choza. Me flaquearon las piernas y me arrodillé, dejando caer la lámpara, que se extinguió y dejó a oscuras la estrecha habitación. Casi sin atreverme a dar crédito a mis sentidos, tendí las manos y estreché con fuerza el dúctil cuerpo de Asteria contra mi pecho.
—¿Cómo…? —balbucí, tratando de hablar, pero ella ahogó mis palabras, apretando mi cara contra sus cálidos pechos, cubiertos por una tela áspera.
Su sucia túnica rodia aumentó el placer de la expectación, como el melocotón de Jenofonte, y tardé un buen rato en sentirme capaz de aliviar la presión. Entonces hundí mi boca en su garganta y ella enlazó las manos en mi nuca, murmurando sin palabras, y afuera la lluvia continuó cayendo quedamente sobre las toscas piedras mientras las telarañas rozaban lánguidamente nuestra piel.