IV

JENOFONTE RESPIRÓ HONDO, contuvo el aire en el pecho durante unos instantes, con los ojos entornados, e hizo acopio de todas sus reservas de autocontrol para recuperar el rigor propio de un noble y un oficial ateniense. Luego, lenta y deliberadamente, dirigió su atención al segundo prisionero, que había contemplado la escena con ojos desorbitados de horror. Sacudido por violentos temblores, castañeteaba los dientes y era casi incapaz de mantenerse en pie, tanto por el miedo como porque había permanecido durante horas sin capa bajo la helada lluvia, de manera que en cuanto Jenofonte se aproximó a él, comenzó a cantar como un pájaro. Dijo que guiaría al ejército hasta una vía transitable incluso para los animales de carga, y que nos conduciría al otro lado del pasaje fuertemente vigilado. Sin embargo tendríamos que enviar una avanzada a ocupar la cima de una montaña que estaba en la nueva ruta; de lo contrario, nadie conseguiría pasar por allí. También nos confesó que el primer prisionero se había negado a revelar la existencia de ese camino porque su hija vivía cerca con su marido y sus hijos.

Agotado, Jenofonte dio media vuelta e hizo una seña a Quirísofo, que mandó llamar a los capitanes de las infanterías ligera y pesada, para ver si alguno estaba dispuesto a seguir al guía con su unidad y ocupar la cima en cuestión. Dos oficiales arcadios dieron un paso al frente, ofreciendo a sus tropas pesadas y ligeras de dos mil hombres, y como ya atardecía, tomaron una cena temprana y se marcharon bajo los cegadores torrentes de lluvia antes de que la oscuridad los envolviese por completo. El prisionero superviviente fue con ellos, atado y amordazado, y Jenofonte y Quirísofo condujeron a la infantería pesada de la retaguardia hacia el paso vigilado, con objeto de desviar la atención del enemigo de los arcadios que se escabullían por detrás y por encima de ellos.

Los carducos habían colocado rocas en nuestro camino, y cada vez que un grupo de hombres se reunía para levantarlas, se convertía en el blanco de los proyectiles y las piedras, algunas del tamaño de carros, que les lanzaban desde arriba. Cuando la oscuridad nos impidió disparar nuestras flechas, Jenofonte ordenó vivaquear allí, aunque prohibió que encendiéramos fuegos, pues éstos habrían sido una diana fácil para las armas arrojadizas del enemigo. Pasamos una noche angustiosa, acurrucados bajo la fría e implacable lluvia, mientras las cálidas hogueras del enemigo se veían claramente sobre las cumbres circundantes. Los carducos continuaron arrojando piedras durante toda la noche, contribuyendo a crear un ambiente aún más infernal.

Entretanto, los que llevaban al prisionero avanzaron en medio de la lluvia y la oscuridad y sorprendieron a los guardianes del enemigo, los mataron y tomaron su campamento. Por la mañana, cuando un toque de trompeta de los arcadios nos indicó que habían ocupado la colina, Quirísofo avanzó con la mayor parte de sus tropas por el camino principal y los exploradores comenzaron a escalar las rocas, ayudándose unos a otros con las lanzas, para atacar a los defensores enemigos y unirse a los arcadios en las cumbres.

Jenofonte y la retaguardia retrocedieron para reunirse con las recuas, que subían penosamente por el camino que supuestamente habían ocupado los arcadios la noche anterior. Sin embargo, cada vez que llegábamos a lo alto de una colina descubríamos con alarma que los carducos habían vuelto a tomarla, y en cuanto los expulsábamos de una cima aparecían en otra, o en la que acabábamos de dejar, fluyendo como agua encima y alrededor de las rocas, negándose a darnos un respiro. Si hubiéramos estado solos habríamos podido salir del camino y perseguir a los carducos, pero no disponíamos de otra vía para pasar con las aterrorizadas bestias de carga y el bagaje, de manera que tuvimos que enzarzarnos en una larga y cruenta batalla antes de que las tres unidades del ejército heleno volvieran a reunirse.

Aunque fue una batalla como tantas de las que libramos durante la marcha, la narro, aun a riesgo de despertar la impaciencia del lector, porque en su curso me ocurrió algo peculiar. Jenofonte dirigía un ataque por una rocosa cuesta mientras yo llevaba su escudo. Sin embargo, tropecé con una raíz y caí rodando a un profundo barranco, donde me torcí el tobillo y me golpeé la cabeza con tanta fuerza contra una piedra que se me agrietó el casco y perdí momentáneamente el conocimiento. Jenofonte, que estaba mirando para otro lado, no me vio caer, y al volverse y descubrir que no estaba allí se puso furioso, creyendo que lo había abandonado por miedo a las piedras que nos arrojaban los bárbaros. En parte tenía razón, ya que estaba aterrorizado, como todos los que ese día habían tenido que luchar con rocas en lugar de con guerreros de carne y hueso, a los que hubiera sido más fácil vencer. Pero de ahí a abandonarlo… su acusación me indignó, pues en ninguna de las batallas que habíamos librado juntos me había apartado de su lado ni por un momento, jamás había dejado de protegerlo lealmente tras la sombra de mi escudo, ni siquiera cuando para ello había tenido que exponerme al ataque del enemigo. Otro hoplita, Euríloco, lo vio solo en el campo de batalla y corrió valientemente a protegerlo con su escudo.

Más tarde, cuando llegué cojeando al campamento y Jenofonte vio mi tobillo hinchado y mi cabeza ensangrentada, comprendió lo que había ocurrido y se apresuró a disculparse; sin embargo, yo no estoy seguro de haberle perdonado su infundada sospecha, que me clavó otra espina en el corazón y ensanchó un poco más el abismo que se había abierto entre nosotros.