III

DURANTE LA FRÍA Y CLARA NOCHE marchamos en silencio, cada hombre absorto en sus pensamientos, presa de sus propios miedos. Temiendo oír en cualquier momento la ensordecedora trápala de caballos y ver a los desquiciados bárbaros vestidos con pieles descender hacia nosotros en la oscuridad, empuñando antorchas y afiladas lanzas, cruzamos la inhóspita llanura con el alma en vilo, y al amanecer llegamos al cobijo de las montañas. Pero incluso este refugio era engañoso, como descubrimos en los días siguientes. Mientras viajábamos por los cañones y los escarpados pasos de montaña, el ejército se vio obligado a desplegarse en una columna de varios estadios de largo, exponiéndose al ataque de pequeñas bandas de carducos, que después de sus mortíferas acometidas se esfumaban entre las rocas ante la indignación de nuestros frustrados hoplitas.

Empeñado en limitar los riesgos, Quirísofo ordenó previsoramente que se adelantaran algunos soldados de asalto y otros peltastas de la infantería ligera para que establecieran la ubicación de cualquier grupo de atacantes bárbaros e inspeccionasen la ruta en busca de los pasos más convenientes. En más de una ocasión, el desafortunado explorador regresaba con un día de retraso y medio loco, con la lengua u otra parte de su cuerpo en las manos: una advertencia de la banda de carducos hostiles que lo había interceptado. El resto del ejército seguía temerosamente a la vanguardia, subía con cuidado a la cima de cada colina y se detenía para examinar los alrededores en previsión de posibles peligros y esperar a las unidades más lentas; luego la totalidad de las tropas tomaba ímpetu y descendía rápidamente por la ladera contraria. Jenofonte, como siempre, iba al frente de la retaguardia, dirigiendo a los hoplitas y protegiendo el bagaje, los seguidores del ejército y el creciente número de enfermos y heridos, víctimas de las penurias del viaje, las enfermedades y los ataques de los carducos contra los rezagados.

Cuando los dioses nos favorecían, nuestros exploradores conseguían eliminar a los escoltas carducos antes de que éstos pudieran advertir de nuestra llegada a los pobladores de las aldeas y sembrar la alarma. En estos casos los lugareños, sorprendidos por la súbita irrupción de un ejército extranjero, huían a las montañas con sus esposas y sus hijos, dejando sopa hirviendo en los fuegos y cabras que deambulaban por las miserables calles y parecían suplicar que las ordeñasen mientras sus cuerdas iban enganchando ramas y piedras. Las provisiones abundaban: toneles de vino, grandes ollas de bronce en todas las casas, animales de cría que superaban con creces a los que teníamos entre nuestros pertrechos; pero Jenofonte dio órdenes estrictas de no saquear, matar ni tomar prisioneros, salvo en defensa propia. Evitamos causar daños con la vana ilusión de que los carducos nos dejasen pasar sin crearnos problemas, si no como aliados, al menos como enemigos de su enemigo, el rey. Nos limitamos a llevarnos las provisiones que podríamos consumir en un día, para no morirnos de hambre. Enviamos heraldos a las montañas, y éstos gritaron en ocho lenguas distintas que no éramos invasores ni pretendíamos causarles daño alguno; pero ya fuese por nuestra falta de fluidez en el dialecto bárbaro local, o simplemente por la terquedad y la desconfianza de los carducos, no recibimos respuesta de los carducos ni conseguimos que nos ayudasen.

Por la noche, siempre que era posible acampábamos en los pueblos abandonados, para aprovechar sus fortificaciones, y manteníamos una férrea vigilancia. Los carducos fugados y sus aliados y parientes llegados desde varias parasangas a la redonda, que obviamente estaban formando una fuerza más grande y compacta, encendieron centenares de fuegos en las colinas circundantes. Parecían pequeños puntos de luz que cubrían las laderas y se desvanecían a lo lejos, hasta fundirse casi a la perfección, salvo por su tonalidad amarillenta, con el brillante cielo estrellado, un cielo idéntico al que yo había venerado en mis días de inocencia en Atenas. Ignoro si los carducos pretendían intimidarnos exagerando sus fuerzas con tantos fuegos, o si en verdad había miles de hombres vigilándonos desde las montañas, ya que cuando salió el sol, todos habían desaparecido, como espíritus que regresan al averno al rayar el alba, dejando tras de sí solo tenues volutas de humo.

Después de pasar varias noches como ésta, en las que no pegó ojo hombre alguno, salvo quizá los más curtidos o los descerebrados espartanos, Jenofonte reunió en su tienda a todos los oficiales. La expresión de su rostro indicaba que la noticia que estaba a punto de dar no sería fácil de transmitir.

—Caballeros —dijo, rascándose la barba infestada de piojos, que se había dejado crecer para evitar el gratuito engorro del afeitado diario—, los carducos están fortaleciendo sus tropas y preparándose para atacar. Nuestros exploradores han visto que grandes grupos de hombres ahora avanzan como una sola unidad. Somos diez mil, pero un tercio de nuestros soldados están enfermos o heridos y otro tercio está ocupado en conducir a los animales o conseguir provisiones. Eso significa que solo una tercera parte del ejército son guerreros aptos para la lucha. Los animales, el bagaje y los seguidores del ejército nos están retrasando, entreteniendo a hombres que podrían custodiar nuestra ruta. ¡Por los dioses, los seguidores del ejército son más de cinco mil, y muchos de ellos mujeres! Nos están arrastrando hacia la muerte.

Hizo una pausa para que asimilásemos esta información y sacásemos nuestras propias conclusiones. Y las sacamos con congoja, pues aunque Jenofonte no lo hubiera dicho explícitamente, desde que habíamos llegado a las montañas todos teníamos claro que tarde o temprano deberíamos deshacernos de cada onza de peso superfluo, cada recipiente de cocina, cada miga, cada persona que no sirviera para contribuir a nuestro avance. Nos ordenaron que dejásemos atrás hasta las máquinas de guerra beocias —que Jenofonte había arrastrado lealmente hasta allí, pese a las enérgicas protestas de Quirísofo—, ya que no servían para la clase de lucha a la que nos enfrentábamos ahora. Los únicos que se salvaron de este proceso de aligeramiento de lastres fueron los soldados heridos o enfermos, pues preferíamos morir a abandonarlos. Muchos hombres habían acumulado grandes cantidades de objetos rapiñados en los pueblos y ciudades por los que habíamos pasado desde Cilicia, y dado que no habían tenido ocasión de convertirlos en dinero, seguían constituyendo una carga; tazas y platos, armaduras decorativas, esclavos, rollos de seda y otras telas preciosas… tendrían que desprenderse de todo. Y otros tantos habían entablado amistades íntimas con los hombres, mujeres y niños del grupo de seguidores del ejército. También recibieron órdenes de abandonarlos.

Se enviaron heraldos al campamento para que vocearan las órdenes, que los soldados y los seguidores del ejército escucharon en medio de un estupefacto silencio. Un oficial le dijo a Jenofonte que temía que la noticia provocara un motín o deserciones, pero Quirísofo se burló al oírlo.

—¿Qué derecho tienen a opinar? —preguntó con furia—. Si esos idiotas prefieren quedarse con sus mujerzuelas y sus apuestos jóvenes, ya comprobarán adónde llegan solos en estas montañas. Que deserten. Si tanto les gusta joder, sin duda disfrutarán cuando los dejemos para que los jodan los carducos.

Nos dieron orden de partir después del desayuno, y comenzamos a levantar el campamento en el acto, entre los llantos y protestas de los que estaban obligados a quedarse. Hasta los persas de Tisafernes, que habíamos capturado varias semanas antes, nos suplicaban que los llevásemos, pues preferían ser arrastrados con las cabras del ejército a quedar librados a los designios de los carducos. Las mujeres se abrazaban con desesperación a los soldados, ya fuesen sus esposos o absolutos desconocidos, ofreciendo todas sus posesiones, incluso su cuerpo, a cambio de la oportunidad de seguir con el ejército. Los vivanderos y los herreros trataban frenéticamente de ablandar a Jenofonte y a los imperturbables espartanos, aduciendo que el ejército necesitaría sus aptitudes y su disposición para tomar las armas u ocuparse de los muertos. Los animales, que percibían el creciente pánico y el caos que cundía entre sus cuidadores, corrían sueltos y hambrientos entre la multitud, escarbando en los tristes montones de objetos personales destinados a la hoguera. Yo corrí entre los carros del campamento de los seguidores del ejército, buscando a Asteria detrás de las pilas de armas y provisiones. Estaba seguro de que se había escondido, quizá en uno de los carromatos de la enfermería, envuelta en una manta, para hacerse pasar por un soldado enfermo o herido. Subí a esos carros y examiné cada bulto sospechoso debajo de las mantas sin hallar el más mínimo rastro de Asteria. No sabía qué haría cuando la encontrara, y la situación era cada vez más crítica, pues otro grupo de heraldos marchaba por el campamento, anunciando que harían una inspección a quince estadios de allí, cuando el ejército atravesara un desfiladero, para cerciorarse de que nadie intentaba colar pertrechos no autorizados.

Asteria no aparecía ni entre sus amigos ni en ningún escondite en que se me ocurrió pensar, y mis obligaciones no me permitían continuar con la búsqueda. Al volver al campamento de los rodios vi a Nicolás, cuya herida estaba cicatrizando perfectamente, y lo llevé rápidamente a un lado.

—Ya has oído las órdenes de Jenofonte —murmuré con voz ronca, agitado—. Debemos dejar atrás los objetos superfluos y a los seguidores del ejército.

Se encogió de hombros y me miró con perplejidad. Pensé que tal vez los rodios fuesen los únicos soldados a quienes la medida de Jenofonte no había afectado en absoluto, puesto que eran demasiado jóvenes para tener esposas entre los seguidores del ejército y demasiado novatos en los puestos de batalla para haber ganado una parte del botín. Lo cogí del brazo para evitar que se marchase.

—¿Has visto a Asteria? —pregunté.

Una sombra de preocupación cruzó su rostro mientras negaba con la cabeza. El miedo que había sentido unas semanas antes, cuando Asteria había sugerido que nos pasáramos al bando de los persas, volvió a oprimirme la garganta.

—¿Has visto a algún explorador de Tisafernes siguiéndonos?

Desconcertado, Nicolás sopesó con cuidado la pregunta.

—De vez en cuando, sí, pero desde muy lejos. Son pocos y procuran pasar inadvertidos, por temor a nuestras hondas.

—Nicolás, te lo ruego por todo lo que Jenofonte ha hecho por ti, por todo aquello en lo que crees… si ves a Asteria, avísame.

Permaneció inmóvil, sorprendido por mi vehemencia. Me di cuenta de que la mano con la que asía su delgado brazo debía de estar haciéndole un daño terrible, pero siguió mirándome sin decir nada.

—¿Me lo juras? —insistí.

—Sí.

—¿Por todo lo que consideras sagrado?

Titubeó, y entonces comprendí lo que le estaba pidiendo a ese muchacho huérfano, exiliado de su país, lisiado por un animal salvaje, sin un solo óbolo propio. Sonrió con amargura.

—Vuelve a tu trabajo, Teo. Si la veo, te avisaré.

Regresé al trote al campamento de Jenofonte, y lo encontré ensillando su caballo, irritado. Me miró sin decir nada, y aunque deduje por su expresión que era consciente de mi pérdida, continuó con los preparativos y, cuando terminó, montó y se marchó a hablar con Quirísofo. Su silencio era harto elocuente para mí. Sabía que había sido elegido general por aclamación popular y no por un nombramiento oficial. Los hombres confiaban plenamente en él; era capaz de hablarles y de empuñar la espada igual que ellos. También sabía que llevaba la carga de su responsabilidad como un peso permanente, como una cicatriz de guerra o un escudo ganado en combate que para él representaba un honor más precioso que la vida, el amor o su felicidad personal. Destruiría una inviolable confianza si alguna vez traicionaba a sus hombres quebrantando una regla que él mismo había impuesto, o si permitía que lo hiciera otro. Yo era su amigo, su criado de toda la vida, su hermano. Durante toda mi existencia había puesto en segundo plano mis deseos para servirle y seguirlo; él lo sabía y creo que me estaba agradecido, pero no podía hacer una excepción por mí y no la haría. Su deber era insoslayable, y yo me habría clavado la espada en el vientre antes que pedirle que lo incumpliera. Sin embargo, eso hubiera sido preferible a su silencio.

El ejército se sometió a la inspección que Quirísofo y Jenofonte habían organizado en un desfiladero, donde se interceptaron centenares de libras de provisiones superfluas, bestias lisiadas, carros innecesarios y pertrechos pesados, además de docenas de seguidores del ejército, esclavos y cautivos que trataban de pasar con engaños, a los que se advirtió que serían castigados con la muerte si violaban la prohibición de seguir al ejército. A los soldados involucrados en el contrabando se los azotó, y los soldados que pasaban junto a ellos desviaban la mirada, bien por vergüenza ante la desobediencia de sus compañeros, o para evitar atraer las miradas hacia sus propias transgresiones, grandes y pequeñas. Yo estaba seguro de que alguna que otra belleza de ambos sexos conseguiría pasar a cambio de sus favores, y recé para que la inteligente Asteria encontrase la manera de seguir con el ejército y salir indemne, aunque no albergaba grandes esperanzas.

Durante todo el día y la mitad de la noche recorrimos más de siete parasangas, aunque el enemigo continuaba retrasándonos con sus escaramuzas, lanzando troncos o rocas en el camino para cerrar el paso a los carros, arrojándonos piedras desde lo alto de los escarpados montes y acribillándonos a pedradas o flechazos desde detrás de los árboles. Cuando Jenofonte dio por fin la voz de alto, los hombres cayeron exhaustos, la mayoría sin molestarse en encender fuego o preparar la cena. El dolor emocional de esa mañana y el agotamiento físico de los acontecimientos del día nos habían dejado sin fuerzas. Jenofonte no me había dicho aún ni una sola palabra, pero me observaba atentamente y con expresión ceñuda. Yo tampoco había sido capaz de hablarle al verlo enfrascado en sus incesantes movimientos, en la acción, en su maldito trajín. Era imposible encontrar el tiempo necesario o el momento oportuno para cambiar palabras que pudieran levantar el peso que oprimía mi alma.

El día siguiente amaneció tormentoso, con fuertes vientos y aguanieve; aunque los hombres estaban agotados, no podíamos permanecer donde estábamos, sin el refugio de una aldea ni provisiones a mano, de manera que los oficiales tomaron la decisión de continuar el viaje, con la esperanza de que pudiésemos tomarnos un respiro después de un día de marcha. Como de costumbre, Quirísofo dirigía la vanguardia y Jenofonte la retaguardia, mientras el enemigo nos atacaba violentamente de cerca, no solo con las habituales hondas, piedras y rocas, sino también con unos arcos que no habíamos visto antes y que desmoralizaban incluso a los guerreros espartanos. Eran arcos reforzados, ya que a la pieza principal de fina y fuerte madera le pegaban en el «vientre» —y con este término me refiero a la superficie que queda del lado del arquero cuando dispara— una fina capa de cuerno con objeto de darle mayor dureza y resistencia. Lo más importante, sin embargo, era la gruesa capa de tendón de buey o ciervo que fijaban a la parte exterior y que en el momento del lanzamiento, al estirarse y luego recuperar su forma original, daba al arma mayor elasticidad y potencia que el arco hecho solo de madera.

Estos arcos no eran solo poderosos, sino también enormes: altos como un hombre, para dispararlos el arquero debía apoyar un pie en el extremo inferior de la vara y extender el brazo casi por completo hacia atrás con el fin de tensar la cuerda. Las flechas eran tan largas como las jabalinas de los peltastas, y de hecho los cretenses, los mejores lanzadores de jabalinas del ejército heleno, guardaban todas las que encontraban y las usaban como tales, después de añadirles una presilla para pasar el dedo y lanzarlas mejor. Antes de reparar en el poder de aquellas armas formidables, perdimos dos hombres: Leónimo, un espartano que murió después de que una de esas flechas atravesase su escudo de roble macizo y bronce, su coraza y sus costillas; y el arcadio Basias, quien ante la estupefacción y la congoja general fue alcanzado en el cráneo, y la mitad de la flecha salió por el otro lado de su cabeza, a pesar de que llevaba un pesado casco de bronce.

En cierto momento en que la retaguardia sufría un asedio particularmente intenso, Jenofonte mandó a decir a Quirísofo que se detuviera y le enviara refuerzos. La vanguardia estaba varios centenares de estadios más adelante, y los mensajes tardaban bastante en ir y venir; sin embargo, cuando el mensajero regresó, informó que Quirísofo no solo se había negado a enviar refuerzos, sino que había apretado el paso, ordenando a sus peltastas y exploradores espartanos que avanzaran al trote.

Jenofonte se puso furioso, aunque yo le recordé que Quirísofo era un oficial experimentado y que seguramente tenía un motivo para acelerar el paso. Esa tarde, cuando por fin alcanzamos a la vanguardia debajo de una montaña, Jenofonte galopó directamente hacia Quirísofo, con la cara negra de ira.

—¿Por qué demonios no has parado? —le espetó. Pocas veces lo había oído hablar con grosería, aunque era una técnica en la que iba adquiriendo cada vez mayor destreza, puesto que Quirísofo no parecía entender otro lenguaje—. Los carducos estaban destrozando a mis hombres con sus arcos, y no teníamos dónde ocultarnos… ¡tuvimos que avanzar y luchar al mismo tiempo! Por los doce dioses, Quirísofo, ¿somos un ejército o dos? He perdido a dos hombres excelentes, uno de ellos espartano, y ni siquiera conseguimos que los malditos carducos dejaran de hostigarnos el tiempo suficiente para retirar los cadáveres. ¡Los usaron para hacer práctica de tiro y se rieron de nosotros mientras nos alejábamos!

Dejar el cuerpo de un compañero en el campo de batalla es una falta grave. Quirísofo, que estaba de tan mal humor como Jenofonte y dispuesto a responder con la misma brusquedad, se serenó súbitamente.

—Mira esas montañas, general —dijo con un amplio ademán y solo un ligerísimo dejo de sarcasmo—. Son infranqueables. Los carducos han bloqueado los caminos, dejándolos más estrechos que el ano de un escita. Solo hay una forma de subir: el escarpado sendero que tienes delante, y yo intentaba ocuparlo antes que esa gentuza. Los guías que he capturado dicen que no hay manera de pasar al otro lado.

Jenofonte observó con aire pensativo la cima de la montaña, donde varios centenares de carducos empujaban afanosamente piedras y troncos hacia el borde del sendero, preparándose para defender el camino. Trabajaban de manera indisciplinada, sin orden ni coordinación, e incluso sus improvisadas defensas de piedra se veían dispersas y deficientes. No obstante, eran muchos y ocupaban una posición muy sólida. No cabía duda de que podríamos vencerlos y avanzar por la fuerza, pero ¿a qué precio?, ¿y con qué fin? ¿Por cuántos pasos idénticos, con idénticas defensas, tendríamos que abrirnos camino? Cada hombre que perdiésemos aquí haría que nos costase más superar el siguiente bloqueo, y el siguiente, hasta que los carducos nos agotasen o nos matasen de hambre sirviéndose únicamente de su obstinada perseverancia.

Los soldados comenzaban a impacientarse ante la alternativa de detenernos durante el día o reanudar la marcha hacia un lugar más seguro. Había descendido una oscuridad casi tan grande como la de la noche, aunque era solo media tarde, y la gélida lluvia caía a cántaros, convirtiendo el camino en una ciénaga y calándonos hasta los huesos. Jenofonte se volvió hacia mí.

—Teo, trae a los dos prisioneros que capturamos hoy y átalos a estacas para interrogarlos.

No me gustó ni su mirada ni su tono, y me mostré reacio a obedecer.

—No es necesario, Jenofonte. Los guías de Quirísofo ya han dado la información que necesitas…

Me interrumpió.

—Creo que te he dado una orden —dijo con voz grave y amenazadora y sus ojos, inyectados en sangre por la falta de sueño, me miraron con furia.

Tras mirarlo con sorpresa, me apresuré a hacer lo que me pedía, atando firmemente a los prisioneros a dos estacas adyacentes. El primer hombre, un individuo canijo, nervudo, arrugado y de mirada hosca, confirmó la información que ya teníamos, jurando que no había ningún camino aparte del que teníamos delante. Su media sonrisa demostró que disfrutaba con la idea de que nuestro ejército intentase tomar el paso, y eso puso furioso a Jenofonte.

Furioso… quizá no haya escogido bien el término. El efecto que causó fue más parecido a una transformación, incluso a un envejecimiento repentino, pues en sus ojos apareció una expresión que nunca había visto allí, una expresión propia de su padre, tal vez, o de cualquiera de los infantes espartanos que lo rodeaban, pero no de él. Jenofonte, que había aprendido de Sócrates a respetar el carácter sagrado de la vida humana y que, a diferencia de los espartanos, amaba la guerra por sus retos intelectuales, por el enfrentamiento entre opiniones contrarias, por la elaboración de estrategias; Jenofonte, que aunque nunca rehuía sus obligaciones y aunque era insuperable en el manejo de la lanza y el escudo, jamás derramaba sangre por el solo placer de derramarla, estaba cambiando a ojos vistas, convirtiéndose en alguien a quien yo no conocía, pese a conocerlo desde siempre. Desde luego que estaba cambiando: la transformación había tenido lugar mucho antes, la noche de su sueño, la noche en que lo habían proclamado general. Esa noche emergieron a la superficie ciertas cualidades que habían permanecido latentes en su interior y corrido silenciosamente por sus venas, las cualidades heredadas del mando y la autoridad, de las que yo siempre había visto atisbos, diminutos, semiocultos vestigios de genio, brillando como pepitas de oro en una batea, entre el barro y la arena. Observé con asombro cómo aparecían y se desarrollaban, forjando a un hombre decidido, un hombre fuerte y casi divino, del hombre niño que hasta entonces había deambulado sin rumbo por la vida.

Pero esas cualidades tenían una faceta más oscura y siniestra, de la que yo no era consciente, un aspecto implacable, una desesperación que me pilló por sorpresa. La había visto aflorar a la superficie con creciente frecuencia: en su reacción ante mi mirada inquisitiva del día anterior, después de perder a Asteria; en la furia de su rostro cuando le recriminó a Quirísofo que no se hubiera detenido para auxiliar a la retaguardia. Ahora vi cómo su ira explotaba en una brutalidad física que me dejó estupefacto y me hizo dudar más que nunca de su cordura y del futuro del ejército.

Volvió a preguntarle al prisionero si había otra forma de llegar al otro lado del paso, y esta vez el prisionero se limitó a burlarse de él, farfullando en su lengua bárbara y en un persa defectuoso unas palabras que el intérprete se negó a traducir al griego por temor a enfurecer aún más a Jenofonte.

Temblando de ira, Jenofonte pegó su cara a la del prisionero y le gritó que nos revelase el camino, perdiendo el control de sus emociones y de su cuerpo. Los soldados que lo rodeaban guardaron silencio, avergonzados por la falta de aplomo de su comandante, y desviaron la vista. El prisionero sonrió con frialdad e hizo un comentario jocoso al compatriota que estaba atado en la otra estaca. Jenofonte montó en cólera. Le arrebató el escudo a un soldado y estampó brutalmente el borde de bronce en la cara del hombre, golpeándole la cabeza contra el poste. Una masa de sangre reemplazó de inmediato la sonrisa del prisionero, que ahora tenía la nariz aplastada contra la mejilla y gritaba de rabia y dolor, escupiendo fragmentos de lengua y dientes rotos, prácticamente incapaz de respirar. Jenofonte dio un paso atrás y observó con frialdad la sangre que cubría la cara del hombre y goteaba sobre un charco de barro negro. Quirísofo permaneció cerca, contemplando impasible y con cara inexpresiva cómo el prisionero desfogaba su furia.

Al cabo de un momento, Jenofonte apartó al intérprete y volvió a pegar su cara a la del prisionero en silencio, simplemente mirándolo. Entonces me di cuenta de que el hombre se había quedado mudo y sostenía firmemente la mirada de Jenofonte: hasta el último vestigio de desprecio había desaparecido de su semblante y en sus ojos solo había rencor y miedo. La lluvia caía sobre todos nosotros, los ensangrentados y los sanos, sin hacer distinciones entre aquéllos a quienes lavaba y aquéllos a quienes cubría de suciedad, y cuando bajé la vista hacia la túnica de Jenofonte, descubrí que había sacado su xífos y apoyado la punta en el vientre del prisionero, justo debajo del ombligo. Quise decirle algo, pero estaba paralizado, era incapaz de moverme, y las palabras se pegaban porfiadamente a mi lengua como un trozo de lino a la brea de pino. El ensordecedor coro de la canción siracusana que me atormentaba a menudo tronó en mis oídos, ahogando incluso el rugido de la lluvia torrencial, y a mi alrededor el mundo pareció enmudecer y moverse a un ritmo indescriptiblemente lento.

Jenofonte: repetiste una vez más tu pregunta al prisionero, despacio y con deliberación, en voz tan baja que solo él pudo oír tus palabras, aunque no entendía tu lengua. Para mí todo era silencio, pues estaba aturdido por el infernal bramido que sonaba en mis oídos. Vi que el hombre te miraba como si te entendiera perfectamente, pese a la ausencia del intérprete, porque esta lucha de voluntades ya no dependía del uso del lenguaje como medio, sino que se había convertido en algo mucho más primitivo, más rastrero, algo más abyecto y primigenio de lo que jamás te habría creído capaz.

Los medios de comunicación entre tú y ese hombre eran el miedo, el dolor y el odio, y en ese lenguaje os entendíais a la perfección. Porque después de considerar sus opciones y el futuro que le aguardaba, el prisionero esbozó otra media sonrisa, hasta donde le permitieron sus labios partidos y sangrantes, y cerrando los ojos negó con un lento y casi imperceptible movimiento de cabeza; entonces tu endemoniado cuchillo hizo el trabajo para el que había sido creado, para el que había sido forjado años antes por las manos velludas y llenas de quemaduras de un herrero ilota, en una sofocante fundición espartana. Con la cara crispada de dolor, el hombre se estremeció como un pez atravesado por un pincho, y mientras lo observaba se le empañó la mirada y cayó sobre las cuerdas, mirando tus pies con los ojos ausentes.

¿Pensaste acaso en Atenas mientras matabas a un hombre atado e indefenso, Jenofonte? ¿Dedicaste algún pensamiento a todo lo que te habían enseñado, los ideales que adquiriste bajo la tutela de Sócrates, la benevolencia de los dioses en los que crees y a quienes ofreces sacrificios a diario? Tal vez no, y mirándolo en retrospectiva me parece lo mejor, ya que tus acciones, tanto las de entonces como las de los días siguientes, acercaron al ejército a su destino. En este mundo se necesitan hombres capaces de dominar el miedo y no pensar en las consecuencias inmediatas de sus actos, capaces de ver más allá de la sordidez del sufrimiento cotidiano de la guerra y la miseria, de cometer vilezas en aras de un bien mayor. Se necesitan hombres como Grilo y Clearco, porque gracias a ellos la civilización avanza y se elimina lo inferior, o queda subordinado a lo superior. Esos hombres brutales e irreflexivos son necesarios; sin ellos no se habrían creado nuestras instituciones más sublimes, al menos en un brumoso pasado que quizá sea mejor no recordar. Éste es uno de los secretos más oscuros y mejor guardados del mundo, porque tal es la perversión —tal es la belleza— de la guerra. Durante toda su vida, los espartanos son entrenados para cerrar los ojos y la mente al temor físico, para sufrir y buscar la victoria a toda costa, en aras del bien común. Pero ellos son espartanos y tú, ateniense, al menos hasta ahora. De repente recordé el ferviente deseo que había expresado a los dioses la noche en que dejaron la cabeza de Clearco en nuestro campamento, y comprendí que tú eras la materialización de ese deseo.