II
VARIOS DÍAS DESPUÉS, cuando el sol se ponía y la avanzada regresaba al campamento para pasar la noche, me sorprendió ver que Nicolás emergía de entre los árboles cojeando y con la cara crispada de dolor. Tenía un brazo alrededor de los hombros de otro rodio, que lo ayudaba en la trabajosa marcha, y su pie derecho estaba firmemente vendado con un mugriento jirón de su andrajosa túnica. A pesar del vendaje, iba dejando una estela de sangre en el camino.
—¿Qué te ha pasado, Nicolás? —pregunté, corriendo hacia él para relevar a su exhausto acompañante. La pérdida de cualquier rodio, ya fuese porque lo mataran o porque lo hirieran, supondría un importante golpe para el ejército, pero debíamos proteger particularmente a Nicolás, que se estaba convirtiendo en un hábil estratega y un valioso asesor de Jenofonte—. ¿Os han atacado?
Nicolás hizo otra mueca de dolor y puso los ojos en blanco.
—Solo a mí, y a causa de mi estupidez. Me acerqué demasiado a la madriguera de un tejón, y el maldito bicho debía de estar esperándome. Se lanzó sobre mi pie como si fuese un trozo de carne cruda y me clavó los dientes. Tuve que matarlo a golpes con un palo y luego usar otro palo para abrirle las mandíbulas. Me arrancó un trozo de pie.
El compañero de Nicolás abrió el zurrón que llevaba al hombro y sacó con orgullo al animal muerto, que tenía la cabeza aplastada y pulposa. Era el tejón más grande que había visto en mi vida, del tamaño de un cabrito, y los perversos y puntiagudos dientes de la mandíbula inferior, todavía manchados con la sangre de Nicolás, asomaban por encima del labio crispado por una pavorosa sonrisa.
—¿Puedes ayudarme a llegar al campamento? —preguntó Nicolás.
Yo ignoraba cuál era la gravedad de la herida, pero cualquier mordedura de animal puede causar fiebres mortales, y si encima el tejón padecía la rabia… Preferí no pensar en las posibles consecuencias.
Tras cargar con cuidado su delgado cuerpo sobre mis hombros y llevarlo al campamento de los rodios, corrí a buscar a Asteria, que había acumulado un buen surtido de suministros médicos. La encontré junto a su tienda, a cuatro patas, casi rozando el suelo con la frente. Batallaba con la insólita tarea de soplar sobre unas brasas, con la intención de encender unas cuantas ramas verdes que había recogido y apilado con torpeza. Me acuclillé a su lado y pronuncié su nombre, sobresaltándola. Dio un respingo, alzó la vista y se arrodilló con expresión avergonzada, adoptando una postura más digna y apartando los mechones de pelo que caían sobre su sudorosa cara. Su dedo dejó una larga mancha de hollín sobre la mejilla.
—Asteria, necesito que me ayudes con un herido —dije—. Trae tus instrumentos médicos.
Al cabo de unos minutos fui con ella al campamento de los rodios y le señalé al joven herido, cuyos compañeros, desacostumbrados a la presencia de una mujer entre ellos, mantuvieron un silencio incómodo y deferente.
Lejos de acobardarse ante el vendaje empapado en sangre, Asteria desenvolvió el pie con rapidez y eficacia, pidiendo más luz. Cuando alguien lo iluminó con la llama de una antorcha, murmuró algo entre dientes.
—No tengo experiencia en estos casos —dijo por fin—. He tratado heridas de flechas, huesos rotos, fiebres, pero esto… —Miró casi con tristeza el pie de Nicolás.
Me incliné para ver mejor y tomé una bocanada de aire, profundamente apenado.
El pie se había hinchado hasta alcanzar el doble de su tamaño normal, y los dedos emergían de la bulbosa extremidad como los diminutos y recién nacidos brotes de un tubérculo. Gran parte de la piel había sido arrancada o colgaba en jirones, como si lo hubieran desollado con un cuchillo sin filo, y le faltaba un trozo en la parte interior del talón, justo debajo del tobillo, donde supuse que se había aferrado el feroz animal durante su agonía. El pie estaba lleno de profundos pinchazos, las marcas de los puntos donde la bestia había masticado y roído, tratando de agarrarse… Algunos llegaban hasta el hueso.
Asteria palpó con delicadeza el empeine, los dedos y el tobillo, mientras Nicolás se retorcía y gemía de dolor y dos amigos le sujetaban los hombros contra el suelo y murmuraban palabras tranquilizadoras.
—No parece que haya ningún hueso roto —dijo por fin—. Es una suerte. El pie es un miembro complicado y rara vez se recupera del todo de una fractura. Pero me preocupa la mordedura, los orificios de los dientes. Esta clase de herida tiende a gangrenarse. Una vez iniciado el proceso, podría perder el pie y… probablemente algo más.
Yo era muy consciente de ese peligro, pues el olor repugnantemente dulzón característico de esa enfermedad era habitual en el campamento griego.
Asteria titubeó, examinando el pie, antes de levantarse y dirigirse tranquilamente hacia el fuego más cercano, absorta en sus pensamientos. Se arrodilló y atizó suavemente las brasas, meditando sobre lo que haría a continuación. Al cabo de un momento se levantó, como si hubiera tomado una decisión, y regresó junto a Nicolás, aunque evitó mirar su cara sudorosa e inquisitiva.
—Siéntate sobre su rodilla, Teo —ordenó en voz baja— y sujétale la espinilla con firmeza. No dejes que mueva el pie.
Obedecí de inmediato, ansioso por hacer algo útil, y en cuanto agarré la huesuda espinilla y la pantorrilla, ella sacó de detrás de su espalda el cuchillo que había calentado en las brasas y destellaba un trémulo e incandescente resplandor. Se arrodilló rápidamente y apoyó con fuerza un lateral de la brillante hoja sobre la enorme mordedura del pie, y la humeante herida chisporroteó como la grasa de un asado que gotea en el fuego. Un penetrante y acre hedor a carne chamuscada invadió mis fosas nasales, tan intenso como el del alquitrán en llamas que había abrasado a los atacantes persas en Cunaxa.
Nicolás guardó silencio por un instante, tal vez a causa de la impresión, o gracias al misericordioso lapso que transcurre entre el contacto del metal candente sobre la piel y la blanca y cegadora explosión del dolor en la cabeza. Luego prorrumpió en un largo aullido de desesperación, un grito de furia y dolor que impresionó y enmudeció a todo el campamento, porque a centenares de pasos a la redonda los hombres interrumpieron sus tareas para escuchar. Cuando sus pulmones se quedaron sin aire, el grito se fue apagando hasta convertirse en un gemido ahogado, pero retumbó otra vez cuando Asteria giró el cuchillo para apoyar el otro lado de la hoja, todavía al rojo vivo, sobre la herida quemada. La hemorragia cesó casi de inmediato, quedando reducida a un silencioso e insignificante goteo. Asteria miró su obra con satisfacción.
—Prácticamente he terminado —le murmuró a Nicolás con tono tranquilizador, aunque el pobre consuelo que pudieron proporcionarle esas palabras debió de esfumarse cuando vio que regresaba al fuego y nuevamente metía la hoja del cuchillo entre las brasas.
Volvió al cabo de un momento, y esta vez introdujo con delicadeza la punta incandescente de la hoja en cada marca de dientes, girando lentamente el ardiente cuchillo para cauterizar todos los lados del orificio. Nicolás perdía y recuperaba alternativamente el conocimiento a causa del desgarrador dolor, y cuando volvía en sí, se limitaba a emitir ahogados sollozos de desesperación.
El brutal tratamiento terminó tan rápidamente como había empezado, aunque no lo bastante pronto para aquéllos que lo Contemplamos con una mezcla de horror y fascinación. Sacando de entre sus instrumentos una larga aguja y un trozo de tripa, Asteria cosió con celeridad y destreza los jirones de piel que colgaban del tobillo y el empeine, volvió a rebuscar en su bolsa y extrajo un pequeño bote de cerámica con un trozo de tela firmemente atado alrededor de la abertura. La abrió, metió los dedos y untó todo el pie de Nicolás, tanto en el exterior como en el interior de las heridas, con un bálsamo grasiento y maloliente que pareció proporcionar cierto alivio al joven. Finalmente lo vendó hasta la rodilla con una gasa limpia, ató la venda con fuerza y se levantó, secándose las manos en las caderas.
—Teo —dijo en voz baja y autoritaria—, dale un poco de vino puro para que le ayude a dormir. Vendré a verlo por la mañana y le cambiaré el vendaje. Si mantenemos la fiebre a raya durante tres días, se recuperará sin problemas.
Corrí a buscar vino de la reserva particular de Jenofonte, que lo usaba para las libaciones durante los sacrificios, y al regresar encontré a Asteria charlando en murmullos con varios jóvenes rodios, que la consultaban sobre sus heridas y malestares. Respondió a sus preguntas pacientemente y lo mejor que pudo, pero su cara sugería que estaba agotada y sin fuerzas, así que la aparté suavemente de los agradecidos honderos y el dormido Nicolás.
Mientras regresábamos en silencio a las tiendas de los seguidores del ejército, hicimos una pausa para descansar cerca de un alto seto vivo. Su trabajo con Nicolás me había impresionado profundamente, y se lo dije, pero ella rechazó mis cumplidos con un ademán desdeñoso.
—Aprendí a tratar las heridas de los pies gracias a unas notas que Demócedes de Crotón dejó hace años en el palacio —dijo—, pero fue Hipócrates, tu compatriota, quien perfeccionó la técnica de cauterización. Hasta ahora no había tenido valor para probarla. El dolor es terrible, pero breve. Hay que agradecer a los dioses que fuera solo un pie. Podría haber sido mucho peor.
—¿Peor? ¡Tenía el pie destrozado!
—Es verdad, pero Hipócrates recomienda esta técnica para curar las hemorroides.
Di un respingo, y ella puso los ojos en blanco ante mi remilgo.
—Por favor, Teo, hablemos de otra cosa. Necesito distraerme.
No sabía de qué quería hablar, pero por mi mente se cruzó una pregunta que había estado corroyéndome durante semanas y que no me había atrevido a formular por miedo a hacerle reconsiderar sus motivos.
—Asteria, prácticamente no habías hablado conmigo antes de lo de Cunaxa. ¿Qué te llevó a meterte a hurtadillas en mi tienda?
Me miró sorprendida.
—Mi origen lidio, naturalmente —contestó. No entendí la respuesta, cosa que ella dedujo de mi silencio—. Claro que nací en Mileto —añadió, confundiéndome aún más—. Mileto había estado bajo el dominio de Lidia durante siglos, pero el linaje de mi madre se remonta directamente hasta el rey Creso, así que me considero lidia, a pesar de que los persas insistían en llamarme «la milesia».
Ahora estaba totalmente desconcertado, y eso pareció extrañarle.
—Me sorprendes —dijo con exasperación.
—Entonces estamos en la misma situación —repliqué—. Atenas está llena de lidios, y he tratado con ellos durante toda mi vida, pero ¡jamás conocí a una mujer que me concediera sus favores simplemente porque había nacido lidia! —Le hice un guiño, pero ella pasó por alto o no llegó a advertir la socarronería de mi tono.
—¿Has leído a Arquíloco de Paros? —preguntó, enarcando las cejas.
Por supuesto había leído al viejo pario en las épocas en que Jenofonte y yo éramos estudiantes, pero había retenido muy poco de aquellas lecturas, y debo confesar que en su momento había entendido incluso menos. Para mí, su poesía lírica era de las más oscuras.
—Y pensar que nos llamáis bárbaros —dijo con desprecio—. Los atenienses parecen creer que no merece la pena escuchar su historia, a menos que se la den masticada en la prosa fácil de Heródoto.
Ahora tocaba un tema con el que estaba familiarizado.
—Heródoto fue un gran hombre —declaré, irguiendo la espalda y alzando la barbilla ante esta rara oportunidad de demostrar mi sabiduría—. Incluso conocí al maestro personalmente, cuando yo era un niño y él un anciano… aunque no puedes imaginar a un carcamal más malhumorado que él, ni a uno menos capaz de conseguir los favores de una joven lidia. —Le di un pícaro pellizco en la cadera, pero ella me apartó la mano.
—Bien, ya que eres un ateniense tan culto —replicó con sarcasmo—, seguramente conocerás la crónica de Heródoto sobre el rey Candaulo de Lidia.
—Desde luego, pero aun así discrepo de tu caracterización de Heródoto…
—¿Quieres que recite la versión en verso que escribió Arquíloco de esa historia? Así podrías juzgar mejor la prosa de tu plúmbeo héroe.
Pasando por alto su desdén por la educación y la cultura que tanto me habían costado adquirir junto a Jenofonte, mordí el anzuelo y accedí de buena gana a escuchar el recitado. Empezó a declamar sin esfuerzo los elegantes trímetros yámbicos que Arquíloco utilizó exclusivamente en sus poemas más salaces, aunque en boca de Asteria sonaban puros como una oración. Sería totalmente incapaz de describir aquí su tono perfectamente modulado y su cristalina vocalización: es imposible para un intelecto mediocre reproducir el lenguaje de otro superior, sobre todo en la senectud de los cincuenta años. Por lo tanto, me limitaré a evocarlo en la medida de mis posibilidades con la tosca prosa ática que tanto despreciaba Asteria, pero a la cual me han condenado mis pedestres musas.
—Ya sabrás, por supuesto, que Candaulo estaba loco, apasionadamente enamorado de su esposa —comenzó—. Era un hombre afortunado, porque si los dioses ordenan que un hombre se enamore, cosa que ocurre con frecuencia, y a la vez que ame a la misma persona con quien le mandan pasar el resto de su vida, cosa que ocurre solo rara vez, ese hombre recibe una auténtica bendición. Y Candaulo fue triplemente bendecido, pues también estaba convencido de que su esposa era la mujer más hermosa del mundo. Semejante prodigalidad de gracias atrae la atención de los dioses, que entonces aplastan el clavo cuya cabeza se eleva por encima de las demás.
Hizo una pausa para cerciorarse de que la escuchaba atentamente y continuó.
—Candaulo tenía un escolta favorito, Giges, a quien confiaba todos sus asuntos, hasta los pensamientos más íntimos, y Giges jamás traicionó la confianza de su amo. Era incondicionalmente leal. Candaulo le describía a menudo la belleza y la voluptuosidad de su esposa… —cambiando de estilo y rompiendo el ritmo, Asteria añadió—: Aunque tú sabes mejor que yo de qué hablan los hombres cuando están a solas.
Sentí que mi cara se teñía de rubor, y comencé a negar rotundamente que los hombres hablasen de esas cosas, pero ella levantó los ojos al cielo, en un gesto desdeñoso, y prosiguió.
—Un día, mientras hablaban del tema favorito de Candaulo, éste señaló que Giges no parecía creer sus comentarios sobre la perfección física de su esposa. Y añadió: «Puesto que la verdad persuade más a los ojos que a los oídos, encontraré la forma de que la veas desnuda; entonces te convencerás no solo de su belleza, sino también del resto de sus dotes».
»Naturalmente, esta sugerencia escandalizó a Giges, como habría escandalizado a cualquier hombre honorable. “¿Qué dices, amo?”, preguntó. “Créeme, sé que no mientes cuando dices que no hay en la tierra otra mujer con un cuerpo como el suyo. Pero mi padre me enseñó a distinguir entre el bien y el mal. No me pidas que haga algo malo solo para confirmar lo que ya sé. Preferiría que me arrancaras los ojos”.
»Pero el rey no aceptó esa negativa y lo reprendió: “Ten valor, Giges. Solo deseo disipar las dudas que pudiera haber en tu mente. Créeme, es muy difícil ver unas nalgas blancas y perfectas como las suyas, al menos para los mortales. Dispondré las cosas para que puedas contemplar su belleza a gusto, sin que ella sepa que la estás mirando. El mal que pasa inadvertido para la víctima no es un mal en absoluto, sino meramente un beneficio para quien lo perpetra, y nadie saldrá perjudicado.
»”Esta noche, ocúltate detrás de la puerta de nuestra alcoba. Cuando me vaya a dormir, ella me seguirá. Cerca de la entrada hay una silla donde dejará sus prendas una a una, conforme se las vaya quitando. Duerme desnuda, y tú, entre las sombras de detrás de la puerta, podrás verla a la luz de la lámpara como si se estuviera preparando para meterse en tu propia cama. Cuando termine de desnudarse y te dé la espalda para dirigirse a la cama, podrás quedarte y seguir mirando o escabullirte sigilosamente sin que te vea”.
»Giges trató una y otra vez de rehuir la solicitud de su amo, pero sus protestas no sirvieron de nada. Esa noche, Candaulo lo llevó al escondite convenido, y poco después entró la reina, que, tal como había predicho el rey, fue dejando cuidadosamente sus prendas en la silla. Giges la observó sobrecogido, arrobado por la belleza de la reina, que era más prodigiosa de lo que había imaginado o de lo que el rey había dicho. La pasión y el miedo prácticamente le impedían respirar, y sus rodillas temblaban tanto que temió que se doblasen y lo hicieran caer jadeando a los pies de la sorprendida reina.
»Poco después ella se dirigió a la cama, y cuando Giges vio que sus tersas y blancas nalgas se alejaban de él, salió de la alcoba con cautela, furtivamente y en el más absoluto silencio. Sin embargo, justo cuando cruzaba la puerta, la inteligente reina miró hacia atrás y vio su sombra, y aunque se dio cuenta en el acto de lo que ocurría, no gritó ni hizo nada que indicase que estaba al tanto de la terrible ofensa de Giges y su marido.
Cambiando otra vez de tono y como si hablase con un niño tonto, Asteria explicó lentamente y con esmero:
—Los lidios, incluso los hombres, consideran una deshonra que los vean desnudos.
Hizo una pausa y sentí que mi cara empezaba a arder bajo su mirada llena de intención. Hasta aquel momento, nunca había estado seguro de que me hubiera reconocido en Cunaxa cuando la había visto batallar con su túnica y huir desnuda detrás de las líneas griegas.
—La reina no le dijo nada a su marido —prosiguió Asteria—, pero al amanecer mandó llamar a Giges. Con frecuencia trataba temas oficiales con él a solas, de manera que Giges estaba acostumbrado a responder a sus llamadas. Y esta vez obedeció también la orden, sin sospechar que ella estaba al corriente de la indiscreción que había cometido la noche anterior. Al llegar junto a la reina, se arrodilló ante ella con la cabeza gacha, a la usanza de la corte lidia.
»—Has cometido una vileza, Giges —dijo ella con severidad, mirando torvamente al aterrorizado soldado y apoyando en su nuca la punta de una daga grande—, pues al verme desnuda has roto el sagrado misterio que une a un hombre y a su esposa. Ahora tendrás que tomar una decisión: O bien matas al rey, para hacerte con el trono y convertirte en mi señor, o dejas que yo te mate ahora mismo. En cualquier caso, no volverás a obedecer las infames órdenes de mi esposo.
»El pobre Giges permaneció inmóvil, conmocionado. Sin embargo se recuperó rápidamente y le rogó a la reina que no lo obligase a elegir entre semejantes opciones. Pero la reina estaba decidida a hacer cumplir su orden, y cuanto más suplicaba él que no lo matase ni lo forzase a matar, más apretaba ella la daga sobre la nuca de Giges. Finalmente, él no tuvo más remedio que ceder.
»—Si por segunda vez en dos días me veo obligado a cometer una vileza, escogeré salvar mi vida en lugar de la de mi amo. Dime cómo quieres que lo mate.
»—Lo atacarás en el mismo lugar donde él me exhibió desnuda ante tus indiscretos ojos y, para garantizar el resultado, tendrás que esperar a que se duerma.
»Viendo que no tenía otra opción que la de matar a su amo, esa noche Giges se ocultó detrás de la misma puerta que le había servido de escondite la noche anterior, esta vez empuñando la daga de la reina. Entró primero el rey, como de costumbre, y luego su esposa, que nuevamente, con lentitud y deliberación, se desvistió a la luz de la lámpara y fue dejando las prendas en la silla mientras Giges la contemplaba. Después de desnudarse por completo, permaneció inmóvil durante largo rato, exhibiendo su cuerpo ante el soldado. Una vez más, a éste le costó controlar los temblores causados por una combinación de temor y lujuria, los dos impulsos más violentos de los que dominan al hombre; ambos surgen de la entrepierna y ascienden hacia el vientre, alimentándose y fortaleciéndose mutuamente, comprimen el pecho, detienen la respiración, cierran la garganta, secan los labios y reblandecen el cerebro. La reina siguió de pie a la luz, dándole la oportunidad de que la contemplara, como si quisiera reforzar la voluntad de Giges mostrándole la recompensa que recibiría si completaba su misión con éxito.
Asteria hizo otra pausa y me miró con una mezcla de deseo y resentimiento. Tendí la mano para acariciarle la cara, pero sacudió la cabeza con energía, como para romper un hechizo, y con un encogimiento de hombros sugirió que había llegado al final de su historia.
—Ya conoces el resto, desde luego —concluyó con una sonrisa irónica—. Giges apuñaló al rey mientras este dormía. La pálida y voluptuosa esposa del rey quedó en las felices manos de Giges, igual que el reino, con la posterior aprobación de la Pitia de Delfos. Varias generaciones después, un descendiente de Giges, el rey Creso, provocó la guerra de Lidia con los persas y más tarde su ruina.
Este último hecho era precisamente el tema de la historia que Jenofonte le había contado a Aglaya en el camino de Delfos, tanto tiempo antes. El entrecruzamiento de secuencias y géneros me divirtió, pero al cabo otra idea acudió a mi mente, confundiéndome, y se la planteé a Asteria solo parcialmente en broma.
—¿Quieres decir que, puesto que te vi desnuda, o bien debía matar a Ciro y hacerte mi esposa, o tú me habrías matado a mí?
Sonrió con serenidad.
—No conocías la obra de Arquíloco; ¿conoces quizá la de tu compatriota Homero?:
En verdad eres malvado, a pesar de que no piensas cosas vanas.
¿Cómo te atreves a decir tal cosa?, ¿cómo puedes imaginarla siquiera?
Con la tierra y el cielo por testigos,
juro que no maquinaré contra ti desgracia alguna.
No hay en mi pecho ánimo de hierro, sino compasivo.
—Sabes demasiado —murmuré—. Y la malvada eres tú. Me niego a librar un combate de citas con una mujer.
—Ésa era Calipso reconfortando a Odiseo, por si tenías alguna duda —susurró con voz melosa, dándome palmaditas en las manos—, y me atrevería a decir que no es que yo sepa mucho, sino que tú sabes poco.
—Calipso era una ninfa que prácticamente volvió loco a Odiseo —declaré con irritación—, y lo comprendo muy bien. He hecho una pregunta sencilla. Es un signo de inteligencia, y no digamos ya de buena educación, no hablar más de lo necesario pero responder al menos lo que se pregunta. Te has salido por la tangente. ¿Tendría que haber matado a Ciro para evitar que tú me mates a mí, mi augusta reina?
—Quizá sea una suerte, querido Giges, que Ciro muriese como murió, ahorrándote la molestia —respondió—. Al fin y al cabo, soy lidia.
Dicho esto pegó sus labios a los míos, una prueba irrefutable de que nuestra contienda verbal había terminado, cosa que agradecí. No obstante, mientras deslizaba las manos por sus costados y su cintura, volví a tocar la voluminosa daga que llevaba en la funda del cinturón y que no había abandonado desde su primera noche conmigo en Cunaxa, y eso me dio que pensar.
A la mañana siguiente sentimos la proximidad de las primeras heladas del invierno, y cuando salió el pálido sol, divisamos una ancha planicie, el camino que a través de las montañas del norte conducía al país de los carducos y, más allá, Armenia, un vasto y rico territorio bañado por el mar Negro, donde sin duda abundarían las provisiones. Los carducos sin embargo, inspiraban un terrible temor a nuestras tropas. Se había corrido la voz de que unos años antes una fuerza invasora de ciento veinte mil persas había penetrado en las montañas con intención de someterlos, y que ni un solo hombre había regresado vivo. La única pista de la suerte que habían corrido era un burro al que habían soltado en la frontera del país de los carducos y que había regresado al territorio persa cargado con un enorme saco. Cuando los centinelas persas encontraron al animal y abrieron el saco, descubrieron con horror que contenía ciento veinte mil prepucios humanos, desecados y atados a una larga cadena semejante a la que usaban los esclavos carducos. Esperábamos que se tratara de una exageración, pero era imposible saberlo a ciencia cierta.
Jenofonte ofreció un sacrificio a los dioses, pues temía que las fuerzas carducas hubieran tomado ya los pasos de las montañas, en previsión de nuestra llegada. Los dioses nos enviaron un águila, que describió un círculo sobre el campamento y lentamente se alejó hacia los picos del norte.
El ejército partió a medianoche.