I

DESDE EL PRINCIPIO HABÍAMOS REPARADO en que nos resultaría imposible avanzar al mismo tiempo que repelíamos los ataques de Tisafernes, de manera que permanecíamos bastante tiempo en cada pueblo que encontrábamos en el camino para enterrar a los muertos y explorar los campos circundantes en busca de provisiones. Cuando el enemigo parecía bajar la guardia, casi siempre por la noche, levantábamos sigilosamente el campamento y viajábamos velozmente, al amparo de la oscuridad, hasta la siguiente aldea, donde esperábamos otra oportunidad para avanzar. Saltábamos pues de refugio en refugio, como en un juego infantil en el que el perdedor sufriera el peor y más permanente de los castigos. Las tropas persas eran inútiles por la noche. Dejaban sus caballos atados, maneados y sin sillas, de modo que ante la contingencia de un ataque nocturno eran incapaces de preparar rápidamente las cabalgaduras, las corazas y las armas. En previsión de un ataque sorpresa de nuestros hoplitas, solían acampar a cincuenta o sesenta estadios de nuestra posición. Por la noche, en cuanto hacían sonar la retreta, preparábamos el bagaje, y cuando desaparecían de nuestra vista marchábamos a paso forzado, aumentando la distancia entre los dos ejércitos para obligar a los persas a viajar el doble al día siguiente.

Una noche, sin embargo, el enemigo cambió de proceder. Fingieron retirarse, pero enviaron un numeroso destacamento para que nos adelantara y se ocultara detrás de una colina, apostándose en una posición estratégica encima del camino que tendríamos que recorrer.

Al día siguiente, cuando Quirísofo vio desde la vanguardia que nos aproximábamos a una colina ocupada, envió mensajeros a la retaguardia, donde estaba Jenofonte, para pedirle que avanzara con los honderos. Pero estábamos ocupados, porque el ejército de Tisafernes nos pisaba los talones y atacaba a los honderos y los arqueros cada vez que se le presentaba la ocasión. Molesto por las insistentes exigencias de Quirísofo y el implacable hostigamiento de Tisafernes, Jenofonte dejó momentáneamente a Licio a cargo de la retaguardia y cabalgó hacia el frente, acompañado por Nicolás y por mí.

—¿Dónde demonios estabais? —bramó Quirísofo, furioso por la tardanza—. ¿Y el resto de tus agitacuerdas? ¿Se han quedado escondidos detrás de los carros de vitualla?

Nicolás enrojeció y lo miró con odio, pero Jenofonte pasó por alto aquella muestra de grosería espartana y lo hizo callar con una mirada gélida.

—Si traigo a mis honderos, Tisafernes te meterá el asta de su estandarte por el culo antes del atardecer. Permanecerán en la retaguardia mientras el ejército persa siga allí.

Quirísofo maldijo entre dientes.

—Han ocupado la colina que tenemos delante, y estaremos atascados aquí, como cagarrutas en un cubo, hasta que nos libremos de esos puñeteros tiradores persas. Se están comiendo vivos a mis hombres.

Jenofonte alzó la vista con aire pensativo. Cuando se lucha en una cuesta empinada, las fuerzas que están en lo alto pueden alcanzar con sus armas a todo el cuerpo de atacantes que se encuentra abajo, desde la primera hasta la última fila; los escudos resultan inútiles a menos que se levanten y se sujeten horizontalmente, como caparazones de tortugas, una posición incómoda para escalar y luchar. Y lo peor es que los combatientes que están al pie de la colina, incluso si tienen ocasión de lanzar o disparar, solo pueden alcanzar a la primera línea del enemigo, y hasta eso es imposible si los defensores están bien atrincherados.

Jenofonte recorrió al trote varios estadios, en busca de una posición mejor, hasta que vio otra empinada colina detrás de la que ocupaba el enemigo. Los persas aún no la habían tomado y era bastante más alta, separada de la otra por un estrecho sendero rocoso. Cuando regresó junto a Quirísofo estaba ligeramente agitado.

—Tenemos que llegar a la cima antes de que los persas se den cuenta de lo que pasa. Tisafernes tiene acorralados a mis hombres a casi una parasanga de aquí. O bien envías a tus espartanos a ocupar la colina, o te quedas aquí y diriges las tropas mientras yo subo con un destacamento de tus soldados. Sea como sea, haz algo útil.

Quirísofo lo fulminó con la mirada.

—Lo que tú mandes, general —respondió con sarcasmo, poniendo énfasis en la última palabra—. Mi deber es cumplir tus órdenes.

Respiré hondo mientras observaba a Jenofonte, que hizo una pausa y midió al espartano con la mirada antes de decidir, una vez más, pasar por alto su ofensivo tono de voz. Solo podía atribuir la circunspección de Jenofonte a su deseo de mantener a la unidad del ejército a cualquier precio, incluso cuando era objeto de insultos personales. Grilo nos había advertido hacía tiempo que los espartanos no eran de fiar. Pensé que debíamos agradecer a los dioses la lealtad incondicional de los rodios, pues era un gran consuelo, además de una considerable ventaja defensiva.

Jenofonte se protegió los ojos del sol y volvió a mirar hacia lo alto de la colina.

—Necesitaré trescientos hombres —dijo—. Dentro de una hora sabréis si lo hemos conseguido.

Quirísofo asintió y comenzó a escoger a los soldados, y he de decir en su favor que eligió a los más corpulentos, brutales y feos hijos de Orco que tenía entre sus filas y se los cedió a Jenofonte para la ocupación de la colina. Partimos de inmediato, pero Jenofonte detuvo a Nicolás y se lo llevó a un lado.

—Tú te quedas aquí.

El rodio le dirigió una mirada inquisitiva y luego entornó los ojos con resentimiento. Como todos sus compatriotas, era muy consciente de su juventud y su escasa estatura, y se molestaba cuando intentaban favorecerlo asignándole tareas ligeras.

—¿Por qué, Jenofonte? Con mi honda puedo matar a tres persas por cada uno que atropellen los espartanos.

Jenofonte sonrió ante el temple del muchacho.

—No es eso. Necesito que alguien de confianza espere a Licio y le explique la situación. No quiero que reciba la noticia de labios de Quirísofo.

Nicolás asintió con cautela, y Jenofonte dio media vuelta y galopó hacia el destacamento, que ya había iniciado el ascenso.

En cuanto los persas se dieron cuenta de que nuestro grupo bordeaba la colina donde estaban y comenzaba a subir hacia la cima desierta, enviaron a varios centenares de hombres, que corrieron para ocupar la misma posición. El silencio descendió sobre los dos bandos. Aunque ninguno de los dos destacamentos podía ver al otro, ya que escalaban por laderas opuestas, los dos ejércitos contemplaron toda la carrera desde la llanura. De repente los griegos prorrumpieron en una ovación, seguida instantes después por otra procedente del campo persa, y entonces los primeros callaron de nuevo. Igual que en un certamen de los juegos de Olimpia, en el que cada espectador anima a sus compatriotas, las tropas alentaban a gritos a sus compañeros de la colina.

A lomos de su esforzado caballo, Jenofonte iba de aquí para allí entre los jadeantes escaladores helenos, agitando su espada y desgañitándose.

—¡Deprisa, bastardos, deprisa! ¡Los persas nos atacan por el otro lado! ¡Es una carrera por Grecia!

Los hombres sudaban y resoplaban, esforzándose hasta el límite de sus fuerzas, con la vista fija en la cima. Un individuo fornido, de pecho grueso como un barril y piernas macizas como columnas, empezó a quejarse en voz tan alta que pudimos oírlo por encima de los gemidos y maldiciones de sus compañeros. Lo miré con atención: estaba claro que era o había sido un atleta, un hombre que debería haber encabezado la carga en lugar de estar refunfuñando en los últimos puestos. Yo estaba convencido de que lo había visto antes, pero no conseguía identificarlo con el nasal y las placas de las mejillas que ocultaban su rostro. Se lo señalé a Jenofonte, y mientras lo mirábamos se detuvo, enderezó la espalda y manoteó frenéticamente hacia atrás, tratando de rascarse el hombro, donde la correa de su coraza debía de estar despellejándolo vivo.

—¡Condenados oficiales! —gritó con furia, dirigiéndose a los hombres que lo rodeaban—. ¡Ellos van montados en sus apestosos caballos, mientras nosotros trepamos penosamente pegados a la tierra, arrastrando nuestros pertrechos como malditos esclavos de las minas de sal!

El hombre continuó despotricando, pero este insulto en particular fue como una bofetada para Jenofonte, que se volvió hacia él rojo de ira, con una expresión que yo había visto muchas veces, aunque casi siempre en la cara de los sargentos de instrucción espartanos, y que por lo general conseguía rehuir. Sin decir una palabra, Jenofonte saltó del caballo y me alargó las riendas. Luego corrió hacia el corpulento y quejoso bruto rezagado y pegó su cara a la de él:

—¡Vuelve al campamento y ayuda a las lavanderas! —gritó.

Le arrebató el escudo al estupefacto soldado y comenzó a escalar, toda una proeza teniendo en cuenta que iba vestido con la rígida armadura de caballero y que continuaba animando a gritos al destacamento. A su paso, los demás hombres golpearon al soldado en la cabeza y la espalda con el recazo de la espada, riendo e insultándolo mientras él permanecía inmóvil, estupefacto. Finalmente, profundamente avergonzado, agachó la cabeza y empezó a trepar otra vez, entonando a voz en cuello el peán dedicado al poderoso Apolo, que pronto prendió entre los demás escaladores y las tropas que estaban en la llanura. Cuando alcanzó a Jenofonte, el soldado lo miró con odio y recuperó su escudo. Jenofonte, agotado, atajó las riendas que le lancé y volvió a montar trabajosamente.

El clamor procedente de los dos ejércitos que estaban abajo indicaba que la carrera era reñida. Obligado a desmontar otra vez por lo escarpado de la cuesta, Jenofonte luchaba para quitarse la incómoda armadura y continuar el ascenso a pie. Ahora los hombres trepaban a gatas, y una lluvia de piedras y grava caía sobre los que subían penosamente más abajo, sudando, maldiciendo y tratando de no perder los escudos y las espadas. Los escaladores que iban a la cabeza estaban a solo veinticinco pies de la cima, luego a diez, y entonces vi con horror en el otro extremo de la cumbre la plana cimera de un broncíneo casco persa, seguido rápidamente por otro. Los griegos más adelantados, absortos en el esfuerzo de la escalada, no repararon en este hecho hasta que media docena de ellos llegaron a la cima y, rendidos por el agotamiento, se dejaron caer sobre las rocas. Hubo un momento de quietud mientras los exhaustos escaladores de ambos bandos abrían los ojos y descubrían que sus mortales enemigos estaban a solo seis pies de distancia.

Los griegos y los persas se levantaron con dificultad, tratando de decidir si enzarzarse en una pelea o mirar por el lado opuesto de la cima para ver cuántos enemigos más se hallaban cerca. Los dos escaladores persas habían sacado una importante ventaja a sus compañeros, mientras que prácticamente todo el destacamento de griegos, azuzado por las desesperadas exhortaciones de Jenofonte, se había mantenido unido durante el ascenso y estaba a punto de alcanzar la cima en masa. En consecuencia, los persas y los griegos de avanzada no llegaron a las manos, pues en cuanto los primeros miraron hacia ambas laderas y compararon las distancias a las que se encontraban los dos grupos, decidieron que la opción más segura era ceder la cumbre a los griegos. Con un grito, saltaron hacia atrás, sobre las cabezas de sus compañeros, que rápidamente dieron media vuelta y bajaron, corriendo o resbalando, por la empinada ladera. Las ovaciones del lado persa se interrumpieron, mientras que las del lado griego se elevaron hasta convertirse en un trueno ensordecedor. Tomamos la cima sin perder un solo hombre, y mientras Jenofonte y los demás hoplitas llegaban jadeando a lo alto, contemplamos a los persas que ocupaban la cercana cumbre, encima del camino del norte. También ellos habían dejado de abuchear y disparar a las fuerzas de Quirísifo y ahora estaban inmóviles, mirándonos con consternación.

—Observadlos —dijo Jenofonte con una sonrisa maliciosa—. Teo, dale la señal de ataque a Quirísofo.

Me quité el casco, lo coloqué en la punta de una lanza de ocho pies que tomé prestada de un hoplita e hice la señal convenida, subiendo y bajando la lanza tres veces. Un instante después las tropas de Quirísofo prorrumpieron en un tremendo clamor, mientras corrían hasta el pie de la cercana colina y comenzaban a escalarla a gatas. Los persas que se encontraban entre nuestros dos destacamentos se volvieron, atónitos, para observar la acometida.

—¡Al ataque! —gritó Jenofonte, y nuestros hoplitas, con los ojos destellando ferozmente a través de las ranuras de los cascos y los dientes brillando maliciosamente detrás de las viseras, saltaron de la colina, impacientes por descender sobre las multitudinarias fuerzas persas.

Los persas no esperaron a ver cuál era el final al que estaban predestinados. Arrojando las armas y agitando los brazos con terror, prácticamente rodaron por la ladera de su baluarte, ahora indefendible, y huyeron despavoridos de los hoplitas que los atacaban por arriba y por abajo entre gritos asesinos. Al cabo de un momento, Jenofonte alzó inesperadamente la mano, haciendo la señal de alto, y solo con gran dificultad consiguió contener a los enfervorizados hombres.

—¡Dejadlos marchar! —gritó, y rió al ver que los aterrorizados persas, con las prisas por escapar, tropezaban y caían unos sobre otros en la pedregosa ladera—. Para el misérrimo botín que podríamos sacarles, no vale la pena que uno solo de nuestros hombres se tuerza un tobillo.

Los soldados obedecieron a regañadientes y regresaron jubilosos con las tropas de Quirísofo.

Después de aquel día no volvimos a enfrentarnos con las fuerzas principales de Tisafernes, aunque pequeñas partidas de asalto persas hostigaban ocasionalmente a los helenos que se alejaban demasiado del ejército en busca de bienes que saquear. Los persas enviaron una avanzada a quemar las prósperas aldeas del Tigris y los cultivos que estaban en nuestro camino, un acto que interpretamos como señal de que estaban desesperados. Aunque teníamos serias dificultades para encontrar suficientes provisiones, sabíamos que era un problema temporal: un ejército nativo no puede incendiar su propio territorio sin que su pueblo le oponga resistencia antes o después.

Estábamos en lo cierto, naturalmente, porque al cabo de unos días Tisafernes cejó por completo en su empeño de atacarnos, y su presencia militar en la zona quedó reducida a unos pocos exploradores aislados, que continuaron persiguiéndonos a una distancia prudencial durante varias semanas, mientras nos alejábamos del área que controlaba el rey. Esa noche, mientras ayudaba a Asteria a sacar agua de un arroyo cercano para los seguidores del ejército, una fugaz expresión de horror cruzó su cara cuando dije que era improbable que volviéramos a ver a Tisafernes. Por un instante me miró con expresión inquisitiva, preguntándome sin palabras si aceptaría la proposición que me había hecho, y yo negué con la cabeza lentamente pero con firmeza. Suspiró, cargó sobre sus hombros las aguaderas con los pesados cubos, y caminó en silencio hacia su campamento, donde la dejé para volver a mi trabajo con Jenofonte.