III
MITRÁDATES SE VENGÓ de la humillación a la que lo había sometido Jenofonte. Acabábamos de emprender la marcha cuando apareció otra vez a nuestra espalda, ahora acompañado por doscientos jinetes y cuatrocientos soldados de la infantería ligera. El heraldo llevaba una bandera de paz, y aunque no nos detuvimos para recibirlo, Jenofonte y varios oficiales de rango inferior se rezagaron y lo esperaron, sin llamar a la infantería para que los protegiera.
Fue un error, ya que en cuanto hubo un espacio suficientemente grande entre el grupo de Jenofonte y el ejército, los caballeros de Mitrádates azuzaron a sus caballos y se situaron a lo largo de nuestros flancos, con intención de formar una cuña entre nosotros y el cuerpo principal del ejército y matarnos. Galopamos frenéticamente hacia nuestras tropas, salvándonos milagrosamente de que nos rodeasen, pero la maniobra de aproximación de Mitrádates cogió al ejército desprevenido. Tanto las flechas de los persas como los proyectiles lanzados por sus expertos honderos causaron daños en nuestra retaguardia antes de que consiguiéramos repelerlos mediante la simple superioridad numérica. Estábamos acostumbrados a los poderosos arcos de los persas, que eran altos como una persona y, aunque difíciles de manejar, permitían un alcance de tiro superior al de nuestros arqueros cretenses; sin embargo no habíamos contado con el mortífero poder de los honderos persas, cuyas grandes piedras no llegaron a matar a ninguno de nuestros hombres, pero los obligaron a ocultarse constantemente bajo los escudos, dejándolos expuestos a los ataques de la caballería.
Jenofonte ordenó que los persiguiéramos, pero no teníamos suficientes caballos para alcanzar a los jinetes, y ni siquiera nuestros infantes más veloces pudieron ganar terreno a los honderos y los arqueros, que nos llevaban demasiada ventaja. Al final del día habíamos recorrido escasamente una parasanga, y la retaguardia fue llegando lentamente en el transcurso de más de dos horas, en medio de un absoluto desorden. Nuestro primer día de marcha sin oficiales superiores había sido desastroso, y Quirísofo y los capitanes veteranos dejaron claro que el único culpable de la debacle era Jenofonte. Había permitido que los persas lo pusieran en una posición vulnerable, y luego arriesgado su propio cuello al perseguir a las tropas en retirada.
Escuchó las críticas en silencio, con expresión ausente, y reconoció su responsabilidad, hablando solo para agradecer humildemente a los dioses que su primera prueba de fuego hubiera involucrado únicamente a una avanzadilla, y no a la totalidad de las fuerzas de Tisafernes. Mientras regresábamos a la tienda, reparé en que no parecía desanimado, sino profundamente abstraído en sus pensamientos.
—Los espartanos menosprecian a los honderos —dijo—. Dicen que sus armas son juguetes impropios de los hombres de verdad, que usan espadas y lanzas. Pero ¿te fijaste en cómo los honderos enemigos acobardaron a nuestros hombres, incluidos los espartanos? Los persas se mantuvieron fuera de nuestro alcance, y sin embargo lograron que nos agazapáramos como tortugas detrás de los escudos. ¿Contamos con honderos que puedan hacer lo mismo?
Reflexioné durante unos instantes.
—Los rodios son célebres entre los griegos por su habilidad con la honda —respondí—. Pero no, no tenemos ninguna compañía de honderos. Los rodios están distribuidos entre las demás compañías, de acuerdo con sus facultades; hay algunos hoplitas, pero casi todos son peltastas y arqueros. Conozco a uno… Le preguntaré si hay honderos entre sus compatriotas.
Busqué a un hombre que había conocido durante la marcha por el desierto, un joven explorador llamado Nicolás de Rodas, y le pregunté si alguno de sus compatriotas sabía utilizar la honda. Nicolás era un muchacho moreno de constitución menuda, rasgos delicados, casi femeninos, y cabello muy corto, al estilo de su isla. Apenas si parecía lo bastante fuerte para sujetar un arco. Las vicisitudes políticas de su isla lo habían obligado a exiliarse a una edad temprana, al igual que tantos compatriotas suyos, pero la excelente reputación de los rodios como exploradores de montaña y arqueros les permitía encontrar empleo fácilmente en los ejércitos mercenarios del Mediterráneo. Los rodios tenían fama de mantener el buen humor y la entereza en las circunstancias más adversas. Nicolás se alegró de que me hubiera tomado la molestia de buscarlo y esbozó una sonrisa socarrona al oír mi pregunta.
—Llévame ante Jenofonte —dijo. Sacó una larga y enredada honda de lo más profundo de su zurrón y cogió un bastón—, y prepara una docena de ovejas, que esta noche las mataremos para la cena de las tropas.
Mientras regresábamos corriendo, silbó a sus amigos de las unidades que encontramos en el camino, todos con aspecto tan juvenil como el suyo, y les gritó en el gutural dialecto rodio que lo siguieran con sus hondas y sus palos.
Al llegar a la tienda de Jenofonte, até las ovejas a estacas en el campo colindante, y mientras Jenofonte y yo los observábamos, los rodios midieron cien pasos desde los animales y se detuvieron a esperarnos en ese punto. Miramos la distancia con escepticismo.
—¿Creéis que seréis capaces de darle a las ovejas desde tan lejos? —preguntó Jenofonte dubitativo.
Nicolás sonrió.
—Un centenar de pasos es la distancia desde la que los honderos de Tisafernes pueden alcanzar a una oveja con las piedras que usan, que son como un puño.
Me quedé estupefacto. Las piedras de ese tamaño podían derribar un escudo de la mano de un hoplita, y abollar fácilmente el casco de bronce de un soldado, clavándolo en su cráneo. No era de extrañar que la infantería ligera estuviera machacando a nuestros hombres. Los rodios retrocedieron otros cien pasos, y los seguimos con creciente incredulidad.
—Doscientos pasos —dijo Nicolás— es la distancia desde la cual un hondero rodio puede darle a una oveja con una piedrecilla recogida del suelo.
Miré a Jenofonte, que empezaba a pensar que esta muestra de fanfarronería era una pérdida de tiempo. Nicolás retrocedió cien pasos más, hasta un total de trescientos. Pero ahora las ovejas estaban a una distancia absurda, fuera del alcance de nuestros arqueros, y los rodios reían y se daban codazos como si se tratase de una broma.
—Y ésta es la distancia desde la que puedo darle a una oveja usando un proyectil de plomo y mi «bastón».
De una pequeña bolsa que llevaba a la cintura Nicolás sacó una colección de lo que él llamaba «proyectiles de plomo»: cada uno tenía la longitud de un pulgar, el doble de grosor y la forma de una bellota, con un extremo puntiagudo y el otro plano. Explicó que en su dialecto se conocían por el nombre de balanoi, y que los llevaba consigo para cazar, una actividad que practicaba desde la infancia, aunque le quedaban muy pocos. Yo empezaba a entender por qué los espartanos despreciaban un arma que consistía en unas insignificantes bolas de metal blando. Por otra parte, recordé que Nicolás había sido el único miembro del ejército que había conseguido cazar un avestruz hacía unos meses, durante el viaje por el desierto sirio. En aquel momento ni siquiera me había preguntado cómo lo había hecho; ahora comenzaba a sentir curiosidad.
Jenofonte se encogió de hombros con resignación.
—Bien —dijo—, ya nos has traído hasta aquí. Ahora haznos una demostración de tiro.
Nicolás insertó con destreza una de las cuerdas de la honda en una muesca situada en la punta del bastón, que él llamaba «asta de honda». Escogió una bala, la puso en la bolsa de cuero de la honda de cuatro pies de longitud, enrolló la otra cuerda, que era considerablemente más larga, alrededor de una pequeña protuberancia cercana a la base del bastón y sujetó el extremo con la mano. Tras sacudir el artilugio dos o tres veces alrededor de su cabeza, dejó salir el proyectil.
Nadie lo vio después de que se separase del arma, pero durante unos instantes lo oímos zumbar siniestramente en el aire, como una abeja furiosa. Las ovejas apenas tuvieron tiempo para levantar la cabeza, intrigadas por el extraño sonido, antes de que viésemos cómo a una de ellas le estallaba el ojo en medio de una lluvia de sangre y sesos y cómo se desplomaba en el acto, sin estremecerse siquiera. Las demás la miraron aleladas, pero no tuvieron mucho tiempo para especular sobre el destino de su compañera, porque el resto de los rodios habían preparado sus hondas y bastones, y los silbantes proyectiles se dirigían ya, en una trayectoria recta y certera hacia la cabeza de las ovejas. Todas, salvo una que fue alcanzada en el cuello en lugar de en la cabeza, se desplomaron en un pequeño suspiro de sangre y lana como si las hubiese fulminado un rayo. La que se salvó luchó afanosamente para ponerse en pie y comenzó a brincar y corcovear de dolor, como un caballo salvaje, mientras la sangre procedente de la profunda herida chorreaba por su sucia lana. El rodio que le había disparado se disculpó por su torpeza, cargó tranquilamente otro proyectil y lo lanzó hacia el desquiciado animal. Esta vez, a pesar de los frenéticos movimientos de la oveja, la alcanzó en plena cara y la dejó tan muerta como las otras.
Jenofonte estaba boquiabierto.
—¡Por Zeus! —exclamó finalmente—. ¿Cuántos rodios tenemos en el ejército?
—No más de doscientos, señor, pero todos sabemos usar la honda.
—Reúnelos aquí dentro de un cuarto de hora. Tengo que haceros una proposición.
Nicolás me miró con un brillo de gratitud en los ojos.
—Estoy en deuda contigo —dijo.
—Pamplinas. Es el reconocimiento que merece el único hombre del ejército capaz de matar un avestruz.
Sonrió con alegría y corrió a buscar a sus compatriotas.
Esa noche Jenofonte organizó la compañía de honderos del ejército, nombró capitán a Nicolás y les prometió a todos que les pagaría el doble por sus servicios cuando llegásemos a nuestra patria. Con ello se granjeó la gratitud eterna y la lealtad incondicional de los rodios. Esa misma noche se confiscó un carro de hachas y herramientas de los seguidores del ejército con el fin de fundir las piezas de plomo que eran la parte esencial de las herramientas y forjar balas uniformes para los honderos. Los herreros recibieron la orden de pasar la noche en vela, si era necesario, y fabricar sesenta balanoi para cada hondero. El propio Nicolás les enseñó a forjarlos con el innovador añadido de una espiral labrada a escasa profundidad, que se extendía desde la punta hasta la base y daba cinco o seis vueltas alrededor de la bola. Estos surcos se tallaban en el metal blando después de que los proyectiles se enfriaran, y en los bordes se dejaban rebabas capaces de cortar la mano si uno no los manipulaba con cuidado. Cuando me quejé por el trabajo adicional que suponía este paso, Nicolás sonrió y dijo con aire misterioso:
—Hace que canten.
Cuando los rodios recibieron su cupo de municiones, sacaron alegremente los cuchillos y comenzaron a personalizar los proyectiles con pequeñas marcas o tallas; según dijeron, con el fin de identificarlos después de una práctica de tiro. Los que sabían escribir labraron incluso frases provocativas —«Muere, perro» o «Cómete esto»—, que indudablemente no llegarían a impresionar al soldado enemigo en cuya garganta se enterrara el proyectil.
Entretanto, se rescataron veinte caballos de entre las bestias de carga y se destruyó una cantidad de pertrechos equivalente a la que ya no podrían cargar. Se improvisaron arreos con trozos de cuero y mantas. Sumando estos animales a los treinta caballos que le habíamos requisado a Mitrádates el día anterior y a unos pocos que quedaban de la guardia real de Ciro, Jenofonte descubrió que disponía de una unidad de caballería de casi cien jinetes, al frente de la cual puso a su amigo Licio de Atenas. Cien caballos, prácticamente la mitad de ellos de carga y con el lomo hundido, era una cantidad ridícula si se la comparaba con los diez mil de Tisafernes, pero tendrían que bastarnos.
No tuvimos que esperar mucho para poner a prueba la destreza de nuestros nuevos honderos y caballeros. Al día siguiente el ejército renunció al desayuno y partió al alba. Durante el día tendríamos que cruzar un estrecho barranco, y esperábamos llegar allí antes que los persas. Entretanto, después de su victoria del día anterior con un reducido grupo de hombres, Mitrádates se había envalentonado. Convenció a Tisafernes para que le asignara mil jinetes y cuatro mil soldados de infantería ligera y le prometió que antes del anochecer conseguiría la rendición de todo el ejército griego y le entregaría la cabeza de Jenofonte. Al menos eso fue lo que dijo el heraldo de Mitrádates a última hora de la tarde, cuando exigió insolentemente que nos rindiésemos.
Esta vez Jenofonte había pasado mucho tiempo conferenciando con Quirísofo y los demás oficiales para decidir qué unidades cargarían contra el enemigo, cuáles permanecerían en la retaguardia y qué función precisa cumplirían los honderos. Los hoplitas espartanos no se enteraron de nuestras tácticas experimentales hasta poco antes de que llegara Mitrádates. Cuando vieron que los jóvenes rodios, con sus facciones delicadas, cuerpos infantiles y «armas de niños», ocupaban sus puestos, los espartanos musculosos y llenos de cicatrices los abuchearon, y algunos incluso dieron media vuelta, indignados por la forma en que Jenofonte arriesgaba la seguridad del ejército al apostar en primera línea a aquellos Ganímedes lampiños que agitaban larguísimos cordones de sandalias.
Mitrádates no se molestó en urdir un plan complicado, ya que el día anterior su método había funcionado a la perfección. Cuando sus tropas alcanzaron a nuestra retaguardia, permitimos que los jinetes y los honderos se aproximaran en masa al barranco hasta que sus proyectiles comenzaron a causar daños. Entonces, a una señal de Jenofonte, nuestras tropas pesadas se abrieron y los doscientos rodios, con cascos y armaduras pero sin escudos, se colocaron en primera línea, totalmente indiferentes a las flechas persas que pasaban rozándolos. A una distancia tan corta como aquélla los persas eran blancos seguros para los hábiles rodios, que, tal como habíamos planeado, ni siquiera apuntaron a los pesados escudos de bronce o los cascos de los persas. En cambio, dispararon sus mortíferas «abejas» de plomo a los indefensos cuellos y flancos de los caballos, y con una mezcla de admiración y horror observamos cómo las bolas de ásperos bordes practicaban profundos agujeros en los músculos y la tráquea de los animales. La espiral labrada en los balanoi tuvo el efecto «cantarín» que buscaba Nicolás: las rebabas de los proyectiles giraban vertiginosamente en el aire emitiendo un aullido estridente y aterrador. La suma de un centenar de estos inquietantes silbidos y los húmedos y explosivos sonidos que producían los proyectiles al penetrar en sus carnosos objetivos puso frenéticos a los caballos del enemigo. En cuestión de segundos el confiado avance de las líneas persas, cuyas caballería e infantería estaban decididas a destruir al enemigo y regresar a casa a tiempo para la cena, se trocó en caos y devastación. Los caballos se encabritaban y caían, derribando y pisoteando a sus jinetes, y los arqueros y honderos persas eran incapaces de manejar sus grandes e incómodas armas a tan corta distancia y en medio de la aglomeración.
Los hoplitas espartanos cabeceaban estupefactos. Cuando el enemigo consiguió huir por el barranco, nuestro nuevo escuadrón de caballería lo persiguió, seguido por los espartanos, y juntos arrollaron y apuñalaron a los aterrorizados persas que encontraron en el camino. Jenofonte y yo contemplamos su derrota con admiración y alegría.
—Por los dioses —dijo él atónito—, ojalá tuviera un ejército entero de jóvenes como éstos. Cada uno vale por cinco espartanos, ¡y comen muchísimo menos!
Reí, pero enseguida me puse serio.
—Te están agradecidos, Jenofonte, porque los has unido y has reconocido sus aptitudes. Ahora son los soldados más leales del ejército.
Jenofonte miró con aire pensativo a la caballería griega, que se había alejado mucho para seguir con la persecución.
—No debemos menospreciar esa lealtad —dijo—. Puede que la necesitemos en algún momento. Tenemos que cuidar a nuestros rodios, sobre todo a Nicolás. —Y regresó al trote con nuestras líneas, para conferenciar con los oficiales.
Durante la persecución capturaron dieciocho caballos persas en perfecto estado, magníficos ejemplares que supondrían una útil adición a nuestra caballería y nos proporcionarían buenas comidas durante los meses siguientes. En cuanto a los persas muertos, después de una larga discusión con Quirísofo, Jenofonte ordenó que los mutilasen y deshonrasen al estilo persa, con el fin de amedrentar al enemigo. Los espartanos homenajearon a los radiantes jóvenes rodios, a quienes ahora llamaban «los apicultores de Jenofonte», a su inconfundible manera: cantando solemnemente el himno de la victoria dedicado a Ares, el dios de la guerra, y premiándolos con sencillas coronas de mirto, el más alto honor militar de Esparta.
Tisafernes continuó persiguiéndonos, pero ahora se mantenía a una distancia prudencial. Así recorrimos cincuenta parasangas, avanzando en dirección norte por la ribera izquierda del Tigris hasta las antiguas ciudades de Nimrud y Nínive, que habían estado habitadas por los temibles medos hasta hacía ciento cincuenta años, cuando las conquistó el Gran Rey. Era sorprendente que un ejército persa semejante al que ahora nos atormentaba hubiera podido franquear esas formidables murallas. Con veinticinco pies de grosor y cien de altura, parecían inexpugnables. Pero el Gran Rey había sido mucho más hombre que Artajerjes, su desafortunado descendiente; desafortunado, digo, porque su inferioridad era evidente no solo para los pueblos y tropas de ambos bandos, sino también para sí mismo. Es triste tener que reconocer humildemente la ostensible superioridad de un antepasado. Es como si uno supusiera una decepción que atenta contra la continuidad del linaje, un vástago tan estéril como una mula, no en lo referente a la fecundidad, sino en términos de fuerza y honor. Ha de ser terrible repasar la gloriosa historia de la familia y ver que sus múltiples y célebres ramas convergen en un punto insignificante, como la punta mustia y agostada de una gigantesca cicuta, y descubrir que ese risible e incongruente vértice de las generaciones, esa sombra de un gran nombre, es uno mismo.
Contemplamos maravillados las ruinas de esas ciudades otrora poderosas, ahora semicubiertas de arena y polvo, con las resecas murallas de arcilla desmoronándose. Los únicos habitantes eran las hienas que caminaban sigilosamente por las callejuelas, aullando a su propia sombra, y los buitres posados en las antiguas almenas, con la rosada cabeza despellejada, como hervida, y el cerebro lleno de ancestrales recuerdos de putrefactos cadáveres apilados junto a las murallas, cosa que no les había proporcionado sustento desde hacía cinco generaciones o más. Solo alguna caravana o una banda de beduinos pasaba de vez en cuando por allí, y rara vez se quedaba más de una noche.
Durante tres días acampamos en el interior de las murallas, la mayoría de los soldados agrupados por unidades en las plazas, ya que temían a los espíritus. Solo unos pocos se atrevieron a entrar en los patios de los ruinosos palacios, o en los abandonados esqueletos de las casas o los edificios de viviendas, y a deambular por las silenciosas y desiertas alcobas. Me pregunté cómo serían los moradores de estas viviendas. ¿Cómo era posible que cien o quinientos años de vidas transcurridas en esas estancias —siglos de risas, planes, relaciones sexuales, comidas y meadas, experiencias vividas e intensas para quienes las tuvieron en su momento— fueran borradas tan completamente de la faz de la tierra y de la memoria que ni siquiera quedaban fantasmas que nos hablaran de ellas, pues habían desaparecido por falta de visitantes vivos a quienes atormentar con sus apariciones? En vano me paseé por las antiguas habitaciones y fogones, buscando… no sé bien qué… alguna prueba de la capacidad del hombre para hacer sentir su existencia, un pequeño vestigio o una señal, un indicio, como un juguete o una herramienta, de que allí había vivido un individuo, un hombre como yo, y que a pesar de la terrible destrucción de su ciudad, había quedado alguna prueba de su antigua presencia; pero no encontré más que cenizas, al menos hasta la última noche.
Esa noche, en la intersección de dos enormes paredes perpendiculares, en un sitio desierto al que llegamos Asteria y yo durante uno de nuestros ociosos paseos nocturnos, aparté con el pie unos escombros para sentarnos, y me quedé pasmado al ver emerger del polvo una mano humana, perfectamente preservada. El terso y desproporcionado miembro despedía tétricos destellos grises, le faltaba uno de los dedos de mármol y la áspera piedra del corte brillaba como si reflejara el estrellado cielo sin luna. La espectral mano pareció temblar a la trémula luz de mi pequeña lámpara, y por un instante pensé que se movía, reprendiéndonos por turbar el descanso de su propietario, o quizá llamándonos con los dedos que le quedaban. Retrocedimos aterrorizados y estupefactos, y mientras regresábamos al campamento miramos con inquietud por encima del hombro, temiendo que las sombras de los antiguos reyes nos persiguieran por los ruinosos patios y calles de la ciudad. Esa noche pasé varias horas en vela, con la vista fija en el techo, escuchando los suaves sonidos y ocasionales rugidos de los perros salvajes que pasaban junto a la tienda, husmeando en busca de mendrugos o carne desatendida.
Por la tarde del día siguiente acampamos a un día de marcha de las abandonadas murallas, bajo un cielo tormentoso y frío cuyos negros cúmulos de nubes se cernían amenazadoramente sobre los ejércitos concentrados. El propio Tisafernes apareció en la llanura, claramente visible al frente de sus tropas, los negros estandartes con un dorado caballo alado ondeando al viento. Durante las semanas que llevaba persiguiéndonos se había aliado con las tropas de Orontas, otro yerno del rey, y con los cien mil soldados nativos de Arieo, que habían viajado a nuestro lado como amigos, pero ahora formaban filas con el enemigo. Las fuerzas aliadas eran inmensas y parecían cubrir toda la llanura. Trepé con cuidado a un muro semiderruido y observé al colosal ejército persa. Comparado con nuestra insignificante panda de griegos andrajosos, centenares de ellos heridos y muchos otros obligados a ocuparse de los carros de vituallas, nuestros recursos parecían lastimosamente endebles, y temí por el destino que nos reservaban los dioses.