II

AL DÍA SIGUIENTE AMANECIÓ FRÍO, con una fuerte llovizna que ocultaba nuestra posición en la vasta y desértica llanura. Las nubes pendían bajas sobre nuestras cabezas; hacía tiempo que la dura tierra había absorbido la poca humedad que era capaz de retener y se negaba a aceptar más. El agua permanecía en la superficie, como un lago inmenso, turbio y poco profundo, reflejando nuestro sufrimiento y resistiéndose a nuestros penosos esfuerzos por encontrar un lugar seco donde sentarnos, quedarnos de pie o encender fuego.

Los hombres estaban cansados e inquietos, y no había nada para desayunar. Los soldados iban de aquí para allí, realizando sus tareas sin entusiasmo, y comenzaban a sucumbir a la desesperación que los embargaba desde la muerte de Clearco y los demás oficiales. En la cima de la colina había un escuadrón cada vez más grande de jinetes enemigos, alineados y mirando hacia nosotros con las lanzas en alto y los estandartes ondeando, aparentemente preparándose para atacar. Esto afligió profundamente a nuestra tropa, que solo disponía de cuarenta caballos.

Jenofonte se aproximó a Quirísofo, el espartano de mayor graduación que quedaba en el ejército, un soldado excelente y muy respetado por los hombres. Al ver su curtida piel, su cabellera y su barba, largas y del color del acero, uno se preguntaba cómo era posible que un individuo de su edad hubiera sobrevivido tanto tiempo en la expedición. De hecho, a menudo se sentaba en silencio, apartado de los demás, y dormitaba como un viejo criado retirado cuya vida se apaga discretamente. Pero su apariencia era engañosa, porque Quirísofo era un maestro en el arte de conservar sus fuerzas. Cuando entraba en acción, era tan vigoroso como un efebo de veinte años, y si se enfadaba, soltaba una ensordecedora retahíla de juramentos capaz de erizarle los pelos de la barba al más blasfemo de nuestros espartanos. Quirísofo había luchado al lado de Clearco durante veinte años, y era el único hombre que había hecho frente a las amenazas y bravuconadas del brutal general sin temor a que lo castigaran; posiblemente el único soldado a quien Clearco había respetado de verdad. A él se dirigió Jenofonte.

—Necesito tu consejo, Quirísifo. Tus espartanos están levantando campamento y manteniendo el orden como soldados en una plaza de armas, pero el resto de los hombres parecen viejas.

—Ya lo he notado —respondió con sequedad Quirísofo, que masticaba una brizna de hierba mientras observaba los torpes preparativos de las demás tropas y el caos solo ligeramente organizado de los seguidores del ejército. Sus profundas patas de gallo no reflejaban alegría, como en otros viejos, sino las horas que había pasado mirando al sol cegador, y también una especie de cansancio o hastío ante el mundo—. Y creo que deberíamos librarnos de la carga de algunos seguidores del ejército.

Jenofonte pasó por alto este cruel comentario.

—Mira, anoche votaste a favor de que yo dirigiese las tropas; te vi. Pero yo soy una incógnita. Es a ti a quien admiran los hombres. Reúne a tus compañeros y paseaos entre las tropas. Conversad con los soldados y tratad de animarlos; habladles de igual a igual. Yo no tengo motivos ocultos para ponerme al frente, pero es probable que ellos no lo vean así. Convencedlos de que debemos ponernos en marcha.

Quirísifo lo miró largamente, como si lo midiera. Me pregunté si decidiría marcharse solo, acompañado únicamente por sus tropas espartanas, en lugar de cargar con la multitud de soldados inferiores de los demás estados griegos y con el heterogéneo grupo de seguidores, que componían un segundo ejército. Por lo visto se decidió a favor de Jenofonte, porque tras mover con gesto indiferente la brizna de hierba hacia la otra comisura de la boca, miró a sus tropas y llamó a tres o cuatro brigadas.

Mientras Quirísofo se paseaba y conversaba tranquilamente con pequeños grupos de soldados, Jenofonte se aproximó como por casualidad y pidió a los hombres que le contaran sus preocupaciones.

—¡La caballería! —exclamó uno—. ¿Cómo esperas que nos abramos paso entre diez mil jinetes para llegar al Tigris cuando nosotros no tenemos ni un solo escuadrón?

Jenofonte miró con aire pensativo hacia la colina, donde el cuerpo de caballería continuaba creciendo, y ahora se cernía sobre nosotros como un negro nubarrón a punto de descargar. Se obligó a mirar de nuevo a nuestros soldados, que lo observaban con muda expectación. Me fijé en sus cicatrices, sus nudosos y fornidos hombros y sus largas trenzas espartanas, que invariablemente despertaban el temor del enemigo. Vi los grandes escudos de roble y bronce, que aunque pesaban treinta libras ellos levantaban como si fueran de papiro, y sus cortas pero mortíferas espadas, cada una de las cuales había matado al menos una docena de hombres. Y supe sin la menor duda que, por más que los persas fueran los mejores jinetes del mundo y montasen los mejores caballos, eran hombres como nosotros, pero a la vez diferentes. Porque ellos eran persas y nosotros, griegos.

—¿Estáis desanimados porque el enemigo tiene caballería y nosotros no? —preguntó Jenofonte con gesto de incredulidad—. ¡La caballería no es más que un grupo de hombres a caballo! ¡Yo no dudaría en luchar contra sus diez mil jinetes montados en caballos de desfile con nuestros diez mil hombres en suelo firme y seguro! Ningún hombre ha muerto jamás en combate por la coz de un caballo; las que matan son las espadas y las lanzas, y ninguna arma fue creada para pasar tanto tiempo en el vientre de los persas como el que han pasado allí las vuestras. Ellos están en la cima de la colina haciendo acopio de valor para atacarnos, y la posibilidad de caerse del caballo les asusta tanto como la de que un arma griega les atraviese los intestinos. Creedme, soy soldado de caballería; los caballos infunden miedo a causa de su tamaño y rapidez, pero no suponen ninguna ventaja frente a una falange de hoplitas griegos… ¡salvo que un cobarde puede huir más fácilmente a caballo!

Los hombres rieron, visiblemente reanimados, y algunos golpearon la espada contra el escudo en señal de aprobación. Vi la silueta de la caballería de Tisafernes en la colina; estaban inmóviles y observaban la escena con atención, aunque no pudiesen oír nuestras palabras.

—No me extenderé mucho más. El enemigo pensó que al matar a nuestros comandantes nos sumiría en el caos y podría eliminarnos fácilmente. Pero se equivocó. Las tropas persas están formadas por extranjeros forzados a luchar so pena de que los azoten o los ejecuten. Como su ejército se desintegraría sin los látigos de los oficiales, creen que todos los ejércitos son iguales. Pero ¡nosotros somos griegos! Mataron a Clearco, pero verán surgir diez mil Clearcos que ocuparán su lugar. ¡Ahora todos vosotros sois Clearco!

Los hombres prorrumpieron en una entusiasta ovación, y cuando el borrascoso viento llevó el sonido al otro lado de la desierta llanura, vi que algunos caballos persas se encabritaban.

—Si queréis volver a ver a vuestros seres queridos, mantened la vista fija en el camino que conduce al Ponto. Es el único que podemos tomar. Quemad los carros, para que las recuas no condicionen nuestro viaje. Quemad también las tiendas y dormid como los espartanos. Las posesiones son una carga y no nos ayudarán en el combate. Cuanto mayor sea el número de hombres armados y menor el de aquéllos que transportan la impedimenta, mejor nos irá. Si perdemos, todo lo que llevemos caerá en manos del enemigo; y si ganamos, cogeremos nuestro botín y usaremos a los enemigos como porteadores.

Los hombres lo aclamaron, haciendo sonar las armas, y corrieron a reunir las tiendas y los bagajes superfluos para encender una gran hoguera. Los seguidores del ejército lloraban y se estrujaban las manos, pero los soldados no les hacían caso, o les arrebataban brutalmente los objetos. Sabían que por cada libra de pertrechos que eliminasen podrían cargar un par de flechas más, y acaso salvar la vida del desgraciado cuyos bienes quemaban cruelmente ahora. Una enorme y grasienta nube negra se elevó en el aire, aunque solo a unos pies de altura, porque la lluvia había arreciado y el constante aguacero parecía empujar y aplastar el humo que se extendía por la llanura, ocultando a la vigilante caballería persa. Jenofonte envió jinetes, montados en los pocos caballos que nos quedaban, a vigilar las tropas de Tisafernes mientras levantábamos el campamento. Con el escaso bagaje que nos quedaba, esta tarea no nos llevaría mucho tiempo.

Aproveché un breve momento de calma para abordarlo.

—¿El Ponto, Jenofonte? Está a más de ciento sesenta parasangas de aquí, cruzando Media, la tierra de los carducos y las montañas de Armenia. Se acerca el invierno. ¿Te das cuenta de lo que nos pides?

Rehuyó mi mirada y se ató las sandalias.

—Es la única ruta posible —murmuró y por primera vez se permitió un fugaz gesto de abatimiento—. Sabes que no podemos regresar por donde vinimos, y no hay caminos transitables al oeste, por Asia Menor. Nuestra única esperanza es ir hacia el norte y viajar por los pasos de montaña rumbo al mar Negro. En la costa meridional hay pequeñas ciudades mercantiles dispuestas como un collar de perlas: Sínope, Cotiora, Trapezunte. En una de ellas podríamos conseguir una flota y regresar a Jonia a través del Helesponto.

Resoplé.

—¿Y cómo piensas comprar una flota? ¿Esperas sacarles oro y riquezas a las tribus montañesas que derrotemos por el camino? Por lo que recuerdo de los escritos de Heródoto, allí no hay nada más que salvajes.

Dejó de entretenerse con nimiedades y finalmente me miró a la cara, casi con furia.

—¿Quién ha hablado de comprar una flota? No me subestimes, Teo. Ésta no ha sido una decisión impulsiva. Por supuesto que no compraremos una flota. La conseguiremos por extorsión. —Lo miré perplejo—. En esas ciudades hay griegos, Teo —prosiguió—, pero ¿significa eso que son nuestros hermanos? Difícilmente. Se asustarán tanto como Artajerjes al vernos llegar, y se alegrarán en la misma medida cuando nos vayamos. Harán todo lo posible para proporcionarnos barcos. Si tú vivieras en la pequeña y lodosa Trapezunte, ¿cómo te sentaría ver a diez mil mercenarios hambrientos y feos acampados al otro lado de las murallas de tu ciudad?

Comprendí su razonamiento, pero todavía dudaba de que eso fuese motivo suficiente para arrastrar a diez mil por las montañas en pleno invierno.

Jenofonte conferenció otra vez con Quirísofo mientras nos preparábamos para el combate, y decidieron formar las tropas en cuadro, para mantener protegida en el centro la impedimenta que nos quedaba y a la multitud de seguidores del ejército. Quirísofo y sus espartanos formarían la vanguardia y penetrarían las filas de los persas que nos atacasen de frente, mientras que Jenofonte ocuparía la retaguardia y repelería a la caballería de Tisafernes si intentaba llegar a nuestros carros de vituallas.

Poco antes de marcharnos, nuestros centinelas nos informaron que se aproximaba una embajada persa, y Jenofonte salió a su encuentro de mala gana, preguntándose si era posible que trajeran buenas noticias y, en tal caso, si podíamos confiar en ellas. Para mi sorpresa, vi llegar con treinta jinetes a Mitrádates, un heleno que había luchado a las órdenes de Arieo, pero recientemente se había pasado al bando de Tisafernes. Saludó con afabilidad a sus compañeros griegos, pero Jenofonte permaneció distante.

—Di lo que tengas que decir deprisa, Mitrádates, o haré que tu salvoconducto sea tan inútil como el que los peleles de tus amos persas ofrecieron a Clearco. Y tendrás que volver a tus filas aullando y con el rabo entre las patas.

Mitrádates hizo un mohín de crispación y desmontó. A una señal de Jenofonte, varios hoplitas corpulentos se apoderaron de su caballo. Obligaron a desmontar también al resto de los persas y llevaron los animales con nuestras recuas. Mitrádates protestó por este tratamiento, pero Jenofonte se explicó.

—Los dioses prohíben que rompamos el sagrado juramento de proteger a los heraldos y embajadores —dijo con una risa amarga—, pero, que yo sepa, no dicen nada de los animales.

La gente comenzó a congregarse para escuchar las negociaciones, y entre un grupo de seguidores del ejército distinguí a Asteria, que estiraba el cuello para ver por encima de los hombros de los soldados que tenía delante. Nuestros ojos se encontraron, y me saludó con un movimiento de cabeza casi imperceptible y una mirada grave.

Mitrádates recuperó la compostura y comenzó a hablar.

—Sabéis que fui leal a Ciro mientras vivió, y sigo siendo griego —dijo tras un titubeo, mirando afligido cómo despojaban a su caballo de los suntuosos arreos—. Decidme qué os proponéis, y si pienso que tenéis alguna posibilidad de conseguirlo, me uniré de buena gana a vosotros con todos los hombres que están a mi mando. Pensad en mí como un amigo y consejero.

Quirísofo, que estaba a mi lado, rió.

—Regresamos a nuestra patria. Puedes decirle a tus jefes que cruzaremos su país lo más rápidamente posible, nos llevaremos solo lo que necesitamos y haremos el menor daño posible, siempre y cuando nos dejen en paz; pero cualquiera que intente impedirnos el paso regresará chillando como un cerdo, ya sea persa o de cualquier otro origen.

Miró a Mitrádates con odio. Éste le sostuvo la mirada, y luego se giró con actitud desdeñosa para dirigirse otra vez a Jenofonte.

—No podréis viajar por este territorio sin el consentimiento del rey. No tenéis víveres, y ahora veo que habéis quemado vuestros pertrechos. ¿Esperáis que el rey os proporcione tiendas, además de un salvoconducto? ¿Os quejaréis de la calidad del vino que os envíe para saciar vuestra sed?

Quirísofo gritó con furia y se lanzó sobre Mitrádates, dirigiendo la daga a su garganta. Lo sujetamos entre varios, pero Mitrádates apenas si se inmutó.

—Mitrádates, disfrutas de un salvoconducto, y te aconsejo que te marches mientras puedas —dijo Jenofonte en voz baja—. Las tropas están bajo control; tenemos nuevos jefes. Recuérdale a Tisafernes la vergonzosa conducta de sus hombres en Cunaxa. Hoy mismo emprenderemos la marcha por el territorio del rey, con su consentimiento o sin él.

Mitrádates le lanzó una breve y gélida mirada de furia, pero enseguida recuperó la compostura. Respirando hondo para dominarse, volvió a desairar deliberadamente a Quirísofo y se dirigió a Jenofonte.

—Tisafernes os hace otra petición —dijo—. Soltad a todos los persas que tenéis como rehenes, y entonces considerará la posibilidad de otorgaros derecho de tránsito hasta que salgáis de sus tierras.

Al oír esto, los oficiales griegos callaron y cambiaron miradas de perplejidad. Recordé la conversación que había mantenido con Asteria la noche anterior y la miré, pero ella rehuyó mis ojos, fijando los suyos en Mitrádates. Jenofonte dio un paso al frente, hacia la primera línea de los griegos, y se volvió a mirarnos.

—¡Compañeros griegos! —exclamó en voz clara y autoritaria, y se hizo el silencio—. Cualquiera que piense que está viajando bajo coacción, o que le conviene unirse a los persas, podrá hacerlo sin que nadie se lo impida. Estoy dispuesto a garantizar la seguridad de todos los que deseen pasarse a las filas de los persas.

Entonces calló y permaneció inmóvil, estudiando una a una las caras de los soldados que murmuraban entre sí, sosteniéndoles implacablemente la mirada durante largos instantes. Mis ojos se clavaron en Asteria, que con los suyos muy abiertos, la cara pálida y los labios entornados y temblorosos, miraba sin pestañear a Jenofonte. Contuve el aliento y esperé a que reaccionara. Estaba de pie, angustiada y tensa, en una postura que sugería que iba a dar un paso al frente en cualquier momento, pero no se movió.

Finalmente Jenofonte bajó la vista y se volvió hacia Mitrádates.

—No tenemos rehenes persas —declaró con serenidad—, y Tisafernes lo sabe. Todos los que viajan con nosotros lo hacen voluntariamente. Si lo que busca Tisafernes es un pretexto para atacarnos, no debería tomarse esa molestia. Dile que se limite a hacerlo sin tapujos, como un hombre, así podrá probar la espada de los griegos, en lugar de quedarse cobardemente en la retaguardia como hizo en Cunaxa.

Mitrádates lo miró con ira, dio media vuelta y se marchó del campamento por el mismo camino por donde había llegado. Sus ayudantes persas lo siguieron con toda la dignidad que fueron capaces de aparentar, pisando el barro y los excrementos de caballo con sus delgadas y puntiagudas babuchas. Sus caballos ya habían desaparecido de la vista. Quirísifo seguía agitado, pero se había calmado lo suficiente para regresar con sus tropas y hacerlas formar rápidamente para la marcha. Los seguidores del ejército y la retaguardia tardaron un poco más, pero a media mañana el ejército estaba listo, y avanzamos lentamente por la llanura, dejando atrás una montaña de despojos carbonizados que despedía un apestoso humo negro, y nuestro sueño de regresar triunfalmente a Grecia y entrar por la puerta grande.