I

DORMIMOS MAL, cada uno soñando sus propios sueños, porque los sueños, como las musas o los hombres, se parecen superficialmente unos a otros, pero nunca son iguales. Decir «soñé con un hombre» es tan confuso como decir «sentí el sol». La primera frase no nos explica nada útil acerca del hombre, y la segunda no precisa si el sol era la benévola esfera que preserva nuestra existencia, o el cruel fuego mortífero que nos seca la garganta y nos deja sin fuerzas cuando intentamos desafiarlo. Un sueño pertenece exclusivamente a quien lo sueña, y nadie puede conocer su significado si ignora los temores y aspiraciones del soñante. Pasamos de éste al sueño, del hombre a las musas, tratando de armonizar las dos mitades, de convertirlas en un todo, aunque los sueños son incoherentes por naturaleza. Igual que los hombres, dicho sea de paso.

Algunos piensan que los sueños son las cavilaciones y los cálculos de la mente inconsciente, que aparecen cuando el espíritu toma el control del intelecto, libre del dolor y de las hedonistas presunciones del cuerpo mortal. Otros dicen que son mensajes de los dioses, y que solo pueden recibirse cuando el cuerpo y la mente se encuentran aletargados y vulnerables. Cada noche, mientras descansa, el hombre toma su vida en sus manos y se lanza desarmado y desnudo al tempestuoso río de la perspectiva cambiante, donde ni los latidos de su corazón ni el ritmo de su respiración lo mantendrían con vida si estuviera despierto. Durante el sueño, a veces se le aparecen los muertos, para incitarlo a cruzar al otro lado o exhortarlo a regresar a su penosa condición terrena. No es casual que Hipnos, el sagrado dios del Sueño, esté unido por nacimiento a un hermano gemelo con quien trabaja en estrecha colaboración: Hades, el alado dios de la Muerte.

Es curioso que meditemos tan poco sobre el sueño, que incluso lo maldigamos porque reduce el valioso tiempo que tenemos a nuestra disposición. Quizá se necesite cierta humildad para apreciar semejante ofrenda; una humildad que falta en el espíritu de la mayoría de los hombres. Mientras duermen, el filósofo y el traidor se diferencian poco, y un rey no dista mucho del mendigo que está al otro lado de su puerta. Solo los dioses, que ven el material del que están hechos los sueños, podrían distinguirlos si quisieran tomarse esa molestia.

Y ¿quién sabe? En la medida en que las deidades están demasiado pendientes de sus pequeñas riñas para preocuparse por la vida cotidiana de los humanos, en la medida en que el hombre controla su propio destino, la mente de un hombre, especialmente la mente dormida y libre de las debilidades físicas, es su dios, y el sueño el acto y la consecuencia de un pensamiento no condicionado por intereses materiales. Tanto si proviene de fuera, enviado por los dioses, como si nace en el interior, creado por el espíritu divino del hombre, recibir un sueño es una experiencia aterradora, y sus mandatos no deben tomarse a la ligera.

Y quizá lo más inquietante es que nos envíen un sueño que no hemos recibido en muchos años —quizá desde la infancia, cuando los límites entre el mundo físico y el espiritual son más imprecisos, y los sueños y su recuerdo más agradables—; que nos envíen un sueño semejante y no saber cuál es su mandato. Eso es lo que le sucedió a Jenofonte la noche de la muerte de Clearco, cuando se durmió a mi lado junto al fuego. Cualquiera diría que un sueño tan profético y vivido tendría también un significado claro, pero hasta el presente no puedo decir si fue un mal augurio o la esperanzadora señal de que los dioses nos observaban y estaban dispuestos a guiarnos.

—Me vi junto a la casa de mi padre —contó—; no en Erquía ni en Atenas, sino en una vasta llanura sin árboles; solo en una llanura cubierta de gamones.

»Se habían formado grandes cúmulos de nubes —continuó—, pero no eran del color gris oscuro característico del cielo que anuncia lluvia o tormenta, sino del más brillante y refulgente blanco; y un sol cálido y radiante calentaba mi cabeza y mis doloridos hombros con sus reconfortantes dedos. Me sentía rodeado de paz y tranquilidad. Al alzar la vista pude ver la serena cara de Zeus entre las nubes, una majestuosa presencia que dominaba todo el firmamento, mirándome y sonriéndome con dulzura. Me inundó con su amor y su aprobación.

»Pero mientras lo contemplaba con veneración, su enorme cara hizo una súbita mueca, y vi que tenía la boca llena de dientes podridos y que una pálida cicatriz le cruzaba la sien. Negras trenzas espartanas se sacudían a su espalda, como movidas por un fuerte viento. De uno de sus ojos salió un rayo que voló hacia la tierra con un silbido semejante al que harían un centenar de proyectiles de plomo lanzados por honderos enemigos. Dieron contra la casa de mi padre, produciendo una cegadora explosión que la destruyó en el acto y prendió fuego a todo lo que me rodeaba.

Durante varios minutos sus ojos permanecieron desorbitados, y después de tomar un largo trago de vino con el fin de calmar sus nervios, avivó el fuego y se cubrió con una capa para protegerse del húmedo frío de la noche. Repasé su sueño en silencio, preguntándome qué significaría. Por un lado parecía una buena señal: que a pesar de los peligros que nos acechaban, estábamos rodeados por la luz y la benevolencia de los dioses y Zeus nos observaba desde los cielos; pero también había motivos para sentir temor, pues Jenofonte estaba convencido de que el propio Zeus le había enviado aquel sueño, y de que profetizaba que cualquier intento por abandonar aquel lugar supondría nuestra ruina y nuestra destrucción.

Durante una hora me devané los sesos, tratando de resolver el acertijo, pero no soy adivino, y no tengo imaginación ni habilidad, ni mucho menos paciencia, para interpretar sueños. Sin embargo, el pensamiento que acudía a mi mente con creciente insistencia tenía poco que ver con la capacidad profética del inconsciente de Jenofonte, y mucho que ver con la tangible y corpórea realidad de nuestra situación. Descubrí que comenzaba a disgustarme conmigo mismo y con los demás helenos por nuestra falta de disciplina, pues la noche avanzaba y no hacíamos nada para protegernos del ataque enemigo, que sin duda se produciría al alba. Los soldados estaban dispersos por todo el campamento y los campos circundantes; se habían dejado caer allí donde los hubiera vencido el agotamiento o la desesperación. Muchos esperaban morir en sueños bajo los duros cascos de los caballos persas, cuando los jinetes se precipitasen sobre el campamento para terminar la destrucción que habían comenzado. Si caíamos en manos del rey, con toda seguridad moriríamos después de sufrir terribles torturas e ignominias. ¿No había cortado el rey la cabeza de Ciro, su propio hermanastro, y luego la había empalado en un poste delante de su tienda? ¿Y Tisafernes no había desollado vivo a los mismos griegos a los que minutos antes había mentido amistad? Nadie se preparaba para esa eventualidad. De hecho, en el campamento quedaban pocos oficiales para dirigir a los hombres, y aquéllos que habían sobrevivido estaban tan paralizados por el miedo y el dolor como el más insignificante de los escuderos. Le expuse mis pensamientos a Jenofonte.

Incapaz de conciliar el sueño, se levantó y caminó a la luz de la luna por el extenso y caótico campamento, despertando y reuniendo a los capitanes de Próxeno, la mayoría de los cuales habían dormido también entrecortadamente. Salían mugrientos y despeinados de entre los arbustos y las zanjas donde los había encontrado, a veces acompañados por un soñoliento seguidor del ejército, pero casi siempre solos, pues habían perdido o rehuido el contacto con sus subordinados. Parecían agradecer que les dieran un motivo para levantarse y moverse, aunque la orden procediera de alguien que no tenía autoridad sobre ellos. Cuando por fin consiguió localizar y reunir a unos veinte individuos desaliñados, en diversos estados de confusión y dolor, les habló quedamente en torno al brillante fuego que había encendido yo.

—Estoy seguro de que os pasa lo mismo que a mí, que esta noche no he podido dormir pensando en las fuerzas del rey. Desde que los vencimos en Cunaxa, han aguardado a ver una señal de debilidad para atacarnos. Les permitimos que nos apartasen de sus cojones, de Babilonia, ¡de donde estábamos a solo ocho parasangas de Cunaxa!, y ahora nos encontramos en territorio hostil, nada más y nada menos que en el de los medas, y han matado a nuestros jefes. Ésa era la debilidad que esperaban. Por la mañana enviarán a sus espías y exploradores para que averigüen si el asesinato de nuestros oficiales ha surtido efecto y si ha llegado la hora de acabar definitivamente con nosotros.

»Tisafernes rompió la solemne promesa que nos hizo ante los dioses. Pero estamos rodeados por vastos campos, abundantes provisiones, reses, rebaños de ovejas y un botín inconmensurable. Estos serán los premios que ganará el bando que tenga mejores hombres, y aquél al que protejan los dioses. Nuestros cuerpos están mejor entrenados para soportar penurias, y nuestras almas son más fuertes. Y lo más importante es que somos hombres libres, mientras que los soldados persas son esclavos. Los dioses serán los árbitros en este certamen. ¿A quiénes creéis que van a favorecer? ¿A los perjuros persas o a nosotros?

»Mi opinión es que no debemos esperar más. El enemigo llegará al amanecer. Confiad en que os seguiré sin reparos si decidís encabezar la lucha; y si me ordenáis que sea vuestro jefe, lo seré lealmente, sin escudarme en mi juventud ni en mi inexperiencia.

Los oficiales lo escucharon en silencio, mirando el crepitante fuego con gesto ausente. Pero cuando Jenofonte concluyó su breve discurso, cambiaron largas miradas y sopesaron sus palabras con expresión alerta, ya sin vestigio alguno de somnolencia o dolor. Finalmente, Jerónimo de Elea, el mayor de los capitanes de Próxeno, un canoso y corpulento veterano con treinta años de experiencia en campañas militares, respetado en igual medida por los soldados y la oficialidad, se incorporó despacio y se acercó al fuego.

—Bien dicho, joven Jenofonte —dijo mirándolo a los ojos—. Tienes cara de niño, pero esta noche has expresado lo que ningún otro se ha atrevido a expresar. Yo, por mi parte, te seguiré si tomas el mando.

Varios capitanes más se pusieron en pie y se acercaron a Jerónimo, y luego uno a uno, algunos con entusiasmo y otros a regañadientes, aceptaron esta propuesta, eligiendo a Jenofonte como jefe de las tropas de Próxeno.

Impávido, Jenofonte les dio las gracias por la confianza que habían depositado en él y volvió de inmediato al asunto que tenían entre manos.

—Nos queda poco tiempo para prepararnos. Separaos y buscad a todos los capitanes y demás oficiales que hayan sobrevivido. Reunidlos aquí dentro de una hora, y con la ayuda de los dioses decidiremos nuestro destino.

Así lo hicimos mientras Jenofonte se recluía en la oscuridad de su tienda. Mientras recorría el campamento, oí cómo éste despertaba a pesar de que aún era plena noche; hombres desaliñados y soñolientos salían lentamente de los campos o de las tiendas de los seguidores del ejército, de allí donde la desesperación los hubiera empujado a refugiarse indisciplinadamente. Discutían en murmullos a mi alrededor, y oí el nombre de Jenofonte entre las sombras mientras los hombres se indicaban unos a otros la localización del fuego en torno al cual tendrían que reunirse dentro de poco.

Al cabo de una hora regresé a la tienda de Jenofonte y me agaché para pasar por la pequeña puerta. Lo encontré sentado con las piernas cruzadas contra la pared de lona teñida, con los ojos cerrados y murmurando algo entre dientes, como un desnudo adivino indio en trance. La trémula llama de la diminuta lámpara de aceite, que estaba justo enfrente de él, proyectaba un pequeño círculo alrededor de su cuerpo, iluminando las brillantes perlas de sudor que se habían formado sobre su cara y su cuello. No hizo ningún movimiento que indicase que me había oído entrar.

—Jenofonte —dije con preocupación, temiendo que sufriera un súbito ataque de fiebre—. ¡Jenofonte! Los hombres te están esperando. ¿Sabes ya qué vas a decirles?

Guardó silencio, y lentamente, con un suspiro que pareció surgir de lo más profundo de su pecho, abrió los ojos y me miró sin pestañear a la tenue luz de la tienda.

—No. Estoy rezando.

Me quedé estupefacto y lo miré largamente a los ojos.

—¿Solo? ¿Sin sacrificios ni libaciones? Cuando se reza por algo tan precioso como la supervivencia, hay que tomarse al menos la molestia de buscar un cabrito y un sacerdote y celebrar un sacrificio como es debido, delante de los hombres.

Jenofonte negó con la cabeza.

—No hay tiempo. En Delfos los dioses vieron lo que había dentro de mi corazón, y volverán a verlo ahora. Saben que el sacrificio que he hecho es más importante que matar a un cabrito en un altar. Y no, no rezo por la supervivencia.

—Entonces rezarás para que la mano del enemigo no nos alcance, ¿no?

—Tampoco. Todos moriremos, ya sea dentro de cinco horas o de cincuenta años, y no me parece justo pedir a los dioses que extiendan el plazo que me hayan concedido. Estoy preocupado, Teo; creo que me han asignado una misión de gran responsabilidad. Solo rezo para que en el tiempo que me queda los dioses me den fuerza para vivir tan honorablemente como pueda.

Me miró y abrió la boca como si fuese a añadir algo, pero calló. Hice un movimiento de cabeza en dirección a los hombres que lo esperaban fuera. Asintió y se puso en pie, y salimos de la tienda hacia la luz.

Cuando llegamos al lugar de la reunión, vi que habían encendido una gran hoguera, una inmensa llama que disipaba las sombras a más de cincuenta pies a la redonda. El resplandor iluminaba las caras expectantes y atentas de más de cien hombres, cuyos nombres ignoraba a pesar de que los había visto a casi todos en el transcurso de nuestra expedición. Por el campamento se había corrido la voz de que había una reunión para decidir el futuro del ejército. Algunos soldados rasos, movidos por la curiosidad y el temor, se habían apiñado detrás del grupo de suboficiales, y esperaban noticias para difundirlas entre sus compañeros. El fuego crepitaba y chisporroteaba, y a medida que los leños apilados más arriba se encendían, comenzaba a rugir como un río o un mar tempestuoso, lanzando lenguas de llamas y chispas que se elevaban para fundirse con las estrellas; era una enorme almenara que señalaba nuestra posición, provocaba al enemigo y lo retaba a atacarnos, atrayéndolo con su calor al tiempo que lo disuadía y amenazaba con su feroz y apremiante rugido. Los hombres miraban en trance el centro de la hoguera, radiante como el sol; sus caras, igual que la de Jenofonte, estaban cubiertas de sudor, y algunos murmuraban como él. Me pregunté si junto con sus esperanzas perderían la razón, y si Jenofonte, al llevarlos allí, los estaría arrastrando a la locura.

Jerónimo se aproximó al fuego, y las trémulas sombras acentuaron aún más los profundos surcos de su cara curtida y áspera mientras hablaba lacónicamente y con voz ronca.

—Oficiales del ejército griego. Nos hemos reunido para acordar una estrategia. Uno de nosotros, el joven Jenofonte, ha tomado la iniciativa, así que ahora le pido que repita lo que les dijo antes a los oficiales de Próxeno.

Jenofonte se levantó y repitió lo que había dicho, aunque más despacio y explayándose más. Pero antes de que terminase su discurso, miré más allá del inmediato círculo de luz y me quedé estupefacto al ver que, además del centenar de oficiales y los soldados curiosos, allí estaba el campamento completo: los diez mil hombres y unos cinco mil seguidores del ejército, congregados en una extensión de centenares de pies a la redonda, fuera del alcance de la luz del fuego. Los soldados habían formado filas, las lavanderas se subían a hombros de sus compañeras para ver mejor y los vivanderos llegaban poco a poco desde los campos; sin embargo, la multitud guardaba silencio. Todos los ojos estaban fijos en Jenofonte, esperando las palabras que decidirían si los entregarían al enemigo para que los esclavizase o los matase, o si tenían motivos para confiar en que regresarían a la patria. Jenofonte terminó su petición a los oficiales:

—Tenemos una oportunidad. Diez mil soldados han puesto sus ojos en vosotros. Durante dos días han estado abatidos, casi sin deseos de vivir. Pero aquí están ahora, aferrándose a las pocas esperanzas que les quedan. Si os ven desanimados y asustados, se comportarán como cobardes. Si se limitan a preguntarse qué les pasará y se sienten impotentes, permanecerán inactivos. Pero si ven que vosotros asumís el control de su destino, preparándoos para luchar contra el enemigo y pidiéndoles ayuda, podéis estar seguros de que os seguirán y os imitarán de buena gana. Vosotros sois los privilegiados del ejército. No cargáis bultos, recibís sueldos más altos y dirigís las batallas desde la retaguardia. Es justo que ahora aceptéis una responsabilidad mayor.

»Sabemos que Tisafernes nos ha quitado cuanto ha podido. Cree que estamos derrotados y se propone destruirnos, hacernos desaparecer de su territorio. Pero ¡es un bárbaro! Debemos volver las tornas y hacer todo lo posible para resistir. Tenemos el arma más poderosa: diez mil guerreros fuertes, experimentados y estrechamente unidos. Y ya sabéis que no es el número de combatientes ni la fuerza física lo que decide la victoria en una guerra, sino la fortaleza de espíritu y la buena voluntad. Ganará el bando que demuestre mayor resolución. Aprended esta lección y aplicadla. ¡Sed hombres! Podéis contar con que los demás os seguirán.

El suspiro de alivio y aprobación del centenar de hombres que rodeaban el fuego fue casi tangible. El entusiasmo se fue extendiendo como por oleadas más allá de la luz del fuego, adquiriendo ímpetu conforme avanzaba, y luego regresó, ganando vigor como las corrientes marinas que parten de la playa y dan fuerza a las olas procedentes del interior. Los hombres comenzaron a conversar, primero en murmullos y luego más alto, hasta que una voz aislada gritó «¡Jenofonte! ¡Jenofonte!». La siguió de inmediato una docena de voces, después un centenar, y finalmente el ejército entero se puso en pie, irradiando el calor de la cegadora hoguera y voceando el mismo nombre. Yo estaba inquieto y pasmado ante el poderoso entusiasmo que había nacido pocas horas antes de un sueño problemático. Por segunda vez en la noche reparé en la influencia a un tiempo iluminadora y destructiva del fuego sobre el destino de los hombres, pero siguiendo el consejo de Jenofonte adopté una actitud confiada y charlé alegremente con algunos soldados mientras el clamor descendía sobre nosotros.

—¿De verdad crees que puede hacerlo? —Asteria me miró con escepticismo. Estábamos sentados contra una roca, observando cómo la hoguera se convertía en rescoldos. Los últimos soldados y seguidores del ejército habían regresado a sus mantas.

Me encogí de hombros.

—¿Qué quieres que crea? Tuvo un sueño, un sueño poderoso, y está convencido de que los dioses lo han puesto al mando.

—¡Los dioses! ¡Esa gente es la plebe, Teo! Al menos para los seguidores del ejército, Clearco era solo un nombre. No sabían nada de su historia ni de sus cualidades ni de su formación; sencillamente lo seguían porque decía ser el jefe del ejército. No supondrás que serán más leales a Jenofonte que a él. Si el bufón de Ciro se hubiera levantado para declararse general, lo habrían aclamado con el mismo entusiasmo.

Di un respingo al oír el nombre de Ciro.

—Asteria, los seguidores del campamento no fueron los únicos que aclamaron a Jenofonte. Las tropas griegas lo apoyaron primero.

Cabeceó con tristeza.

—Si eso te consuela, tú también eres parte de la plebe.

Me crispé; ella lo notó y me tocó el brazo con suavidad.

—Eres un liberto, Teo, no un esclavo, y aunque tuvieras alguna obligación para con él, en circunstancias excepcionales como éstas las distinciones entre amo y esclavo no siempre se aplican. No tienes por qué aceptar la ley del populacho. Eres un hombre educado, fuerte, capaz de pensar por ti mismo… ¿por qué ibas a someterte a los volubles caprichos de los brutos espartanos de Clearco?

La miré con desdén.

—No estoy de acuerdo contigo. Es inútil considerar siquiera lo que dices. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Rebelarme y formar un ejército de un solo hombre? ¿Aducir que los méritos de Jenofonte no son tan impresionantes como los que me gustaría ver en un general? ¿Amenazarlo con retirarle mi aprobación? No, gracias, correré el riesgo de seguir a la plebe.

Asteria frunció los labios y miró al suelo en silencio, frotándose distraídamente los dedos de las manos, entumecidos después de horas de cargar las aguaderas con bultos suspendidos de finas cuerdas de cuero.

—No me refería a eso, y lo sabes —murmuró—. A veces creo que te haces el tonto adrede.

—Me halagas al sugerir que es solo una actuación —repliqué con sequedad.

—Teo, las cosas no tienen por qué ser así. No es preciso que vivamos entre la escoria, asustados durante cada día de nuestra vida, preguntándonos de dónde saldrá nuestra próxima comida.

—¿Qué quieres decir?

—Conozco… gente del otro lado. Nos recibirían bien, y sería para siempre. No le deberías nada a nadie; de hecho, te honrarían, y yo podría…

Balbuceaba a causa del entusiasmo, y agitaba las manos para subrayar su atropellada sintaxis. La cogí con fuerza de los hombros y la obligué a volverse para que me mirase a los ojos.

—¿Sugieres que desertemos? ¿Tan poco ha significado para ti la muerte de tantos griegos y la del propio Ciro que ahora quieres pasarte al enemigo?

Se humedeció los labios y sopesó sus palabras antes de responder.

—Lo ves todo blanco o negro, Teo. No todos los persas son tus enemigos, ni todos los griegos son tus amigos. Un solo hombre puede ser las dos cosas a la vez, tener sentimientos e intenciones contradictorias, incluso comportarse como si fuese dos individuos diferentes. Ciro era persa, y sin embargo luchaste a su lado. Mi padre es persa, pero… yo estoy aquí. Me crié entre los persas. Artajerjes siempre me trató bien, como a una sobrina querida, y te aceptaría como a un… como a un sobrino.

—¿Y qué me dices de tu padre, Asteria? Temías que me viese como una afrenta a su honor.

—He estado pensando en ello. Antes de marcharnos podríamos tomar medidas para ablandar su corazón… Si tú quieres…

Miré sus ojos suplicantes y por un momento me perdí en ellos, pensando vagamente en su extraordinaria sugerencia; pero cuando recuperé el sentido, negué con la cabeza y me pregunté cómo era posible que hubiera contemplado siquiera esa idea.

—Es imposible. Sé que tus intenciones son buenas, pero yo jamás dejaría a los griegos, jamás traicionaría a Jenofonte.

Se mordió los labios y miró el suelo con muda decepción.

—No volveré a mencionarlo, Teo.

Asentí en silencio, y me embargó una sensación de alivio y gratitud. Pero enseguida me asaltó una idea inquietante.

—Asteria… En Cunaxa, cuando te sacaron de la tienda de Ciro, ¿por qué Tisafernes mató a su propio guardia en lugar de matarte a ti?

Me miró con serenidad y apartó suavemente mis pesadas manos de sus hombros.

—Ya te lo he dicho… No todos los persas son tus enemigos. Y, Teo… —La miré en silencio, esperando que terminase—. No todos los griegos son tus amigos.