III
CÓLERA, CANTAN LAS MUSAS, porque desde los tiempos de Aquiles ningún hombre había experimentado una cólera como la que embargaba a Jenofonte. Tras regresar furioso de su salida con Clearco, no quiso hablar del tema ni siquiera con Próxeno, y comenzó a pasearse de un extremo al otro de la tienda de los oficiales, levantando polvo y pasando como una ráfaga de aire junto a los mapas y papiros de Próxeno, hasta que éste le ordenó que se marchase y no volviera hasta que se hubiese calmado. Jenofonte salió impetuosamente; su cólera era como una gran pústula que se negaba a reventar y curarse, y yo me pegué a él como la sanguijuela de un médico, con intención de tranquilizarlo.
Pasó la mitad de la noche andando por los alrededores del campamento, preocupado por los insultos que había recibido y porque había guardado silencio ante las vilezas que había dicho Clearco sobre su padre.
—¡Es mi padre, Teo! Y yo no hice nada para defenderlo, ¡nada para desafiar a Clearco!
—Habría sido una tontería —repliqué—. Ya conoces el genio de Clearco: estaba esperando que perdieras el control. Si le hubieses dado la más mínima excusa, te habría atravesado con tu propia espada; y con una sonrisa en los labios.
—Aun así, no puedo pasar por alto sus palabras. Si solo estuviera en juego mi honor, me tragaría mi orgullo, ¡pero se trata de mi padre!
—No es un buen momento para rencillas personales. Podréis resolver vuestras diferencias más adelante —sugerí—. Clearco te está provocando, y si muerdes el anzuelo le darás una satisfacción. El ejército está en peligro, y debes dedicarle toda tu energía. Deja que se comporte como un idiota. Pide a los dioses que te den la sabiduría necesaria para hacer lo correcto.
Estas palabras parecieron tranquilizarlo un poco, así que regresó a la tienda de Próxeno y se obligó a tomar un desayuno frío. Durante el resto del día no volvió a mencionar el incidente, salvo para decirle a Próxeno con total naturalidad que no lo acompañaría al parlamento de paz que se celebraría en el campamento de Tisafernes. Próxeno arqueó las cejas, sorprendido, pero no dijo nada.
Esa tarde, cuando la luz del día comenzaba a desvanecerse, Asteria entró en la tienda donde yo estaba ocupándome del petate de Jenofonte. Me sorprendió verla allí, ya que hasta entonces siempre habíamos planeado cuidadosamente nuestros encuentros nocturnos, y además hacía varios días que no nos veíamos. De hecho, me molestó que no me hubiese buscado antes y que ahora llegase de improviso a la luz del día. Salí de la tienda y mientras conversábamos respondí con brusquedad a un comentario trivial. Guardó silencio durante unos instantes y se volvió para marcharse. La cogí del brazo y empecé a disculparme.
—No tiene importancia, Teo —dijo—. Solo quería verte un momento. No puedo quedarme; mis amigas me esperan. Por favor, no vayas al campamento de Tisafernes esta noche. Y no permitas que vaya tu amo.
Me volví hacia Jenofonte, que estaba en el interior de la tienda mirando a la pared con expresión ausente.
—No hay muchas probabilidades de que vaya, ¿no? —repliqué con sarcasmo—. El pobre está furioso, debatiéndose entre la posibilidad de matar a Clearco rápidamente o elegir un método más doloroso. El parlamento de paz de esta noche será uno más, como todos los que hemos presenciado hasta ahora.
Asteria me clavó la mirada, como si explorase en lo más profundo de mi mente, se encogió de hombros y murmuró que le pasaría a Jenofonte uno de los papiros que había conseguido salvar, pues le levantaría el ánimo. Pero poco antes de volverse por segunda vez, me miró de nuevo, y sus ojos destellaron en la creciente oscuridad.
—Clearco es un necio corto de entendederas —murmuró con voz apremiante—. No merece que Jenofonte se angustie por su culpa. Solo un idiota como Clearco confiaría en Tisafernes.
—¿Qué quieres decir? —pregunté con escepticismo—. Le sacó todo lo que quiso a Tisafernes cada vez que se reunieron. ¿Qué debería temer?
Miró alrededor con cautela y respondió con voz casi inaudible.
—Recordad quiénes sois y quién es Tisafernes. Está lleno de odio y es aún más traicionero que la mayoría de los persas. Lo conozco, Teo, lo conozco tanto como… como a mi padre. No confundas su rama de olivo con un gesto de paz. La misma madera puede usarse para una pira funeraria. Díselo a Jenofonte, por favor.
Rechacé sus palabras con impaciencia, interpretándolas como los desvaríos emocionales de una mujer trastornada, y ella se marchó. De todas maneras Jenofonte y yo pasaríamos una noche tranquila en la tienda, y me alegré de no tener que volver al campamento persa.
Clearco se marchó a la reunión acompañado por Próxeno y otros cuatro generales griegos, además de veinte capitanes y doscientos soldados, que aprovecharían la ocasión para aprovisionarse de víveres en el mercado. El único oficial veterano que no iba con ellos era Quirísofo, que había ido a las aldeas vecinas en busca de provisiones más baratas. Algunos soldados protestaron, diciendo que ningún oficial, ni siquiera Clearco, debería entrar confiadamente en el campamento de Tisafernes, pero Clearco rió y respondió que esos temores no eran más que una prueba de la eficacia con que los conspiradores habían hecho su trabajo en el seno de la tropa. Próxeno dejó a Jenofonte de mala gana, y dijo que hablaría con él cuando volviera. Jenofonte estaba tan absorto en sus pensamientos que casi no se percató de la partida de su primo.
Estaba agotado, pues había pasado la noche anterior despotricando, de manera que se retiró pronto y se sumió rápidamente en un sueño profundo. Según me contaría más tarde, su primer recuerdo de esa noche era el de mi voz llamándolo como desde una enorme distancia; una voz tenue que lo reclamaba y lo exhortaba a abandonar el reconfortante paraíso de sus sueños. Noté que hacía un esfuerzo consciente por rechazar mis palabras, pero hablé más alto e insistentemente, como un cazador que acecha a un venado en el bosque y lo arrincona pacientemente en un sitio del que no pueda escapar. Lo sacudí con brusquedad y continué llamándolo con tono cada vez más apremiante.
—Jenofonte… Ha ocurrido algo terrible. ¡Tienes que levantarte! ¡Jenofonte!
Se sentó, aturdido, y luchó por fijar la vista en mi cara y entender el sentido de mis confusas palabras.
—¡Vamos, deprisa! Nicarco ha vuelto solo del campamento de los persas. Algo va mal.
Salió tambaleándose de la tienda y le señalé a Nicarco, el huevero, uno de los suboficiales que había acompañado a Clearco al campamento de Tisafernes: estaba sentado en el suelo con la cara cenicienta, rodeado por un grupo cada vez más grande de hombres vociferantes. Muy cerca de allí había un caballo cubierto de sangre, piafando y echando espuma por la boca. Cuando nos acercamos, vi que debajo de Nicarco había una oscura mancha de sangre que se extendía siniestramente sobre la arena. Miró a Jenofonte con una mezcla de horror e indescriptible tristeza, y cuando abrió los brazos en un ademán de resignación e impotencia, Jenofonte estuvo a punto de ahogarse con su bilis y recuperó la lucidez en el acto. Nicarco tenía un tajo desde el ombligo hasta la entrepierna, y lo que había estado sujetando tranquilamente entre las manos era una brillante espiral de intestinos entre marfileños y violáceos. Trataba desesperadamente de retenerlos, pero las luminosas y delgadas cintas se escurrían entre sus dedos y caían al suelo.
Jenofonte ordenó a gritos que fueran a buscar al médico del campamento, pero a juzgar por la hemorragia y la contaminación de los intestinos, estaba claro que al fiel Nicarco le quedaban pocos minutos de vida. Me apresuré a extender una capa a su lado y lo ayudé a tenderse en una posición más cómoda, casi fetal, para que no añadiera presión a una herida que ya debía de ser extraordinariamente dolorosa. No podía entender cómo había mantenido la entereza durante tanto tiempo.
—¡Por los dioses, Nicarco, habla! ¿Qué pasó? ¿Dónde están Clearco y el resto de los oficiales?
A esas alturas la noticia del regreso de Nicarco se había propagado por las tiendas vecinas, y estábamos rodeados de una creciente multitud de hombres que gritaban y gesticulaban.
—¡Jenofonte… han muerto! ¡Por los dioses, han muerto todos! —Nicarco se esforzaba por mantener los ojos abiertos y no perder el conocimiento—. Clearco y los capitanes entraron en la tienda principal, y los demás nos quedamos fuera…
Se atragantó con la sangre que brotaba de su garganta y caía por las comisuras de sus labios, y boqueó para tomar aire.
—Alguien hizo una señal, y entonces todos los persas desenvainaron las espadas y nos atacaron. Yo… yo conseguí montar y volver, pero los demás… —Ahora el pobre Nicarco sollozaba quedamente, en voz cada vez más débil—. ¡Debería haberme quedado con ellos! Tal vez hubiera podido ayudar…
Le apreté la mano y le aseguré que, de no haber sido por su valiente regreso, no nos habríamos enterado de lo ocurrido y nos habrían matado mientras dormíamos. Pese a la triste situación de Nicarco, no podíamos darnos el lujo de perder tiempo. Jenofonte se había quedado estupefacto ante el horror de lo que acababa de ver y oír. Ahora gritó a los hombres que nos rodeaban.
—¡A vuestros puestos! ¡Ocupad vuestros puestos de combate! Formad en cuadro alrededor de los carros y el bagaje, con la infantería pesada delante y los seguidores del ejército atrás. ¡Encargados de las máquinas! ¡Encended el alquitrán y situad las máquinas beocias en primera línea!
Apostó en la entrada del campamento a los pocos arqueros e infantes ligeros que quedaban, para que dieran la voz de alarma; después lo ayudé a ponerse la coraza y el casco, y subimos a la improvisada torre de vigilancia para ver qué estaba pasando en el campamento persa. Ni siquiera se había detenido a pensar que no tenía la graduación necesaria para comandar un ejército de diez mil hombres, pero no había ningún otro oficial disponible, y los soldados, espantados por las últimas noticias, buscaban desesperadamente a alguien que asumiera el mando y les asignase tareas que los mantuvieran ocupados.
A lo lejos, cerca del campamento de los persas, ardían centenares de antorchas y fuegos. No vi que se aproximaran fuerzas enemigas, pero incontables jinetes galopaban de aquí para allí, y periódicamente el viento transportaba amortiguados gritos de júbilo o de dolor. Observé que la actividad parecía concentrarse en los alrededores del río, donde se montaban los mercados nocturnos, y temí por la suerte de los soldados que habían ido a buscar provisiones.
Los helenos permanecieron en sus puestos, temiendo un ataque inminente que, de hecho, no llegó a producirse. Lo que sí llegó fue un escuadrón de trescientos jinetes, que emergió repentinamente del caos y el fuego del campamento persa y galopó hacia nosotros, fuertemente armado y en formación de batalla. Jenofonte corrió a los puestos de vigilancia y agitó la bandera de la paz para detenerlos y averiguar sus intenciones.
Cuando el escuadrón se aproximó, vi que lo encabezaban Arieo, Artaozo y Mitrádates, los miembros del ejército aliado más leales a Ciro. El intérprete de Jenofonte, que había llegado jadeando a mi lado, me señaló al hermano de Tisafernes, que aunque estaba detrás de Arieo y con la cara oculta tras la visera del casco, parecía en comunicación con él y los demás oficiales. Se detuvieron junto a Jenofonte, lo miraron con desdén y llamaron a un capitán para transmitirle el mensaje del rey.
Jenofonte miró a Arieo con desprecio por la deshonrosa manera en que había traicionado a sus compañeros griegos, y luego mandó al intérprete a buscar a algún capitán que no se hubiera marchado con Clearco. Al cabo de unos minutos, el hombre regresó con Cleanor de Orcómenos y Soféneto de Estinfalia, que habían estado demasiado ocupados con la organización de las máquinas y las tropas para ver la llegada de los jinetes. Eran los únicos capitanes que quedaban en el campamento.
—¡Perros helenos! —gritó Arieo, y se me erizaron los pelos de la nuca—. ¡Puesto que Clearco rompió su juramento y la tregua, ha sido justamente castigado con la muerte! Pero Próxeno y Menón, que denunciaron lealmente su conspiración, están recibiendo honores del rey. Con el respaldo de Próxeno y Menón, el rey exige que entreguéis las armas y os rindáis. Dice que todo lo que tenéis es suyo, ya que pertenecía a Ciro, que era su hermano y vasallo.
Al oír esto los helenos prorrumpieron en abucheos, y los centinelas golpearon los escudos con las lanzas mientras insultaban a los persas. La situación solo podía ir a peor. Finalmente, Cleanor hizo valer su condición de oficial de mayor graduación y gritó pidiendo silencio.
—¡Oh, Arieo, maldito canalla, esclavo persa! ¿Cómo te atreves a presentarte con estos lameculos comemierdas ante los mismos griegos que te salvaron el pellejo en Cunaxa y exigir que nos rindamos a tu traición? ¿No sientes vergüenza ante hombres de verdad? ¿No temes que los dioses te castiguen por haber roto una promesa solemne, por habernos vendido a ese mono de Tisafernes y al eunuco de su hermano? ¡Has matado al hombre a quien juraste lealtad y te has aliado con nuestros enemigos! ¡Morirás con dolor y olvidado por los dioses en manos de aquéllos a quienes has traicionado!
Arieo escuchó las amenazas de Cleanor con una fría sonrisa en los labios, y observé que el hermano de Tisafernes, con los ojos brillantes de furia, le murmuraba algo desde atrás. Jenofonte alzó una mano, pidiendo silencio, e intervino para detener el inminente enfrentamiento.
—Así que Clearco ha sido castigado. Si es verdad que rompió su palabra, merecía el castigo. Pero ¿qué hay de Próxeno y Menón, Arieo? Son nuestros generales. Si es cierto que están bien, enviadlos aquí. Son amigos de los dos bandos, y deberían ser ellos quienes negociaran una posible rendición de los helenos.
Los bárbaros conferenciaron en su lengua y en voz demasiado baja para que nuestro intérprete pudiera entenderles. Luego se marcharon sin decir una palabra.
Jenofonte miró con cara soñolienta el bulto que la tarde siguiente dejó junto a nuestra tienda un jinete persa, antes de volverse rápidamente y regresar a su campamento a todo galope. Esa mañana, unos informantes helenos del campamento persa nos habían contado que Próxeno y Menón no habían recibido honores, sino que habían sido atados de pies y manos, arrastrados por caballos hasta la tienda del rey, desollados vivos, si es que aún les quedaba algo de piel en el cuerpo, y decapitados. Los doscientos soldados que habían ido al mercado habían sufrido una muerte más rápida, pues los persas que vendían en los puestos los habían apuñalado en cuanto habían recibido la señal.
Trastornado por la pena, rodeado de hombres confundidos y asustados y preguntándose qué sería de nosotros, Jenofonte me pidió que abriese el paquete. Descubrimos con horror que era la cabeza de Clearco, con las largas trenzas espartanas sujetas en forma de espiral y señales evidentes de que había sido brutalmente golpeado antes de morir. Después de un día bochornoso y húmedo, cubierta solo por un envoltorio de papiro, la cabeza estaba pavorosamente desfigurada, con los globos oculares apergaminados, los labios azules y la piel hinchada. La cicatriz de su sien, que antes había estado constantemente inflamada y que tanto había atemorizado a sus hombres, ahora se veía completamente blanca sobre la piel inerte. Las moscas zumbaban perezosamente, esperando que yo las dejase seguir con sus menesteres. Sentí una soledad y una tristeza inenarrables. El canturreo siracusano de mi infancia, que no me atormentaba desde hacía tiempo, irrumpió otra vez en mi interior; me amenazaba y me apremiaba, y solo con gran esfuerzo fui capaz de ahuyentarlo, de empujarlo a un rincón de mi mente para concentrarme en los terribles acontecimientos del presente.
La noche anterior, después de fortificar el campamento, nuestra tarea más inmediata había sido honrar a las almas de los hombres asesinados para que descansaran en paz, lo que resultaría difícil, ya que ni siquiera pudimos poner el acostumbrado óbolo en sus bocas para que pagasen al barquero Caronte, ni aceitar sus cuerpos antes de enterrarlos. Los persas se habían quedado con sus restos, y sin duda les habían hecho atrocidades, igual que a Clearco. Celebramos una rápida ceremonia, improvisando panegíricos, sacrificando un valioso buey en su honor y enterrando una sola efigie en una tumba que representaba a todos los hombres que habían muerto esa noche.
Curiosamente, a pesar de mi dolor por la muerte de Próxeno, no podía dejar de pensar en Clearco y en la terrible pérdida que suponía su vil asesinato. Nunca había sentido afecto por él; era incapaz de dar amor, y recibirlo habría sido para él la peor de las debilidades. De hecho, lo odiaba por su arrogancia, su terquedad, su total incapacidad para aceptar conciliaciones y cualquier filosofía que no fuese la de «la fuerza lo puede todo». Sin embargo, en cierto sentido lo había venerado como quien venera a un dios cruel o, en la infancia, a un padre severo. Lo consideraba casi inmortal, indestructible, y era incapaz de conciliar mi imagen mental de él con la magullada y semipodrida cabeza que yacía en un saco sobre el polvo, como una col desechada.
En cualquier territorio que no fuese Esparta lo habrían coronado, y la historia lo habría recordado como uno de los reyes más grandes y brutales. Pero procedía de Esparta, la única nación del mundo donde abundan los hombres como él; y era Clearco, el más espartano de los espartanos, de modo que quizá estuviera destinado a una muerte más trágica que la de la propia Esparta. Aunque resulta difícil elogiar a un hombre semejante, Clearco, en igual medida que los demás personajes que pueblan esta titubeante crónica, merece que lo recuerden por sus proezas y le disculpen sus debilidades, aunque sea con cincuenta años de retraso. Su cuerpo estaba muerto, pero por nuestra propia supervivencia, recé para que su espíritu permaneciese con nosotros durante un tiempo y penetrase en un hombre digno de llevarlo.