II

TEMIENDO QUE EL REY NOS TRAICIONASE, Clearco emprendió la marcha con el ejército formado en orden de batalla. Curiosamente, los obstáculos físicos que encontramos no eran obra de los dioses —como las montañas, los ríos o incluso el desierto—, sino del hombre. Había docenas, quizá centenares de zanjas y canales de riego que no podíamos franquear sin puentes, de manera que los construimos talando palmeras datileras y atándolas unas a otras. El propio Clearco dio ejemplo en esta empresa, metiéndose en el barro con hombres más jóvenes y cargando troncos sobre sus hombros. Al ver a un holgazán que descansaba entre los juncos y comía un trozo de pan que había guardado del desayuno, lo cogió por los pelos, lo arrojó al lodo en la orilla del canal y lo azotó brutalmente con el palo que llevaba para levantar los troncos que se hundían. Antes de que Clearco terminase con su castigo, el hombre quedó inconsciente y cubierto de sangre. Los soldados se habían ido acercando silenciosamente y ahora contemplaban la escena, algunos con expresión de reproche, otros asustados y atónitos ante la severidad de la pena.

Clearco subió al puente y los fulminó con la mirada.

—¿Qué demonios miráis? —gritó con voz ronca—. ¡Ciro ha muerto y estáis solos en territorio enemigo! Los dioses han tenido la gracia de bendecir a unos imbéciles como vosotros con un general espartano. Cuando me pongo al frente de un grupo de hombres, no espero de mí mismo menos de lo que les exijo a ellos. ¡Y lo que les exijo es obediencia ciega! Siempre que un espartano manda un ejército, ¡ese ejército es espartano! De manera que trabajaréis y os comportaréis como espartanos, o por los dioses que moriréis como espartanos.

Los hombres se dispersaron enfurruñados, rehuyendo la furiosa mirada de Clearco, pero no volvieron a zafarse de sus obligaciones y redoblaron sus esfuerzos para conseguir que el ejército y los carros de vituallas avanzasen por los escarpados caminos. Unos minutos después del incidente, Jenofonte me alcanzó con su caballo. Tenía la cara roja de ira.

—¿Has oído, Teo? ¡Es un tirano! «¡Trabajad como espartanos o moriréis como espartanos!». ¡Ese asno con aliento perruno conseguirá que los soldados deserten, como los tracios, a menos que les dé una razón mejor para seguirlo que la amenaza de que los muela a palos en un lodazal!

—¿Como la de que morirían de hambre en el desierto? —sugerí—. ¿O en manos de los escoltas persas? Serían buenas motivaciones.

Me miró con furia, pero le sostuve la mirada hasta que dio media vuelta y se alejó al galope.

Tres días después, cuando llegamos a la aldea, fue un alivio comprobar que los heraldos del rey habían dicho la verdad. Había abundancia de trigo, palmeras y dátiles, y los lugareños habían llenado grandes vasijas con una especie de vino de dátiles al que los soldados se aficionaron de inmediato, por mucho que les pesase a los oficiales. Además de que durante la larga marcha desde Sardes habían perdido la resistencia al alcohol, esta bebida tenía el efecto de inmovilizarlos con atroces dolores de cabeza. Clearco prohibió su consumo, pero solo después de que la mitad de los soldados quedasen como alelados un día entero, durante el cual Jenofonte y yo rezamos para que el rey cumpliera su promesa de paz.

Por fin llegó Tisafernes con su séquito, en el que se encontraban el hermano de la reina, los tres embajadores que ya conocíamos y un montón de esclavos cargados de regalos y provisiones. Visto de cerca, Tisafernes era más viejo de lo que me había parecido durante la caótica pelea ante la tienda de Ciro, acaso demasiado mayor para ser comandante de caballería. Pero era alto, con extremidades largas y delgadas, piel curtida y barba rala, y se movía continuamente con una energía insólita para su edad y un porte autoritario que sugería que no toleraría discrepancias. Sus ojos eran penetrantes y claros, quizá celestes o grises, y después de entrar en la tienda con el paso rápido y seguro de un vencedor, se detuvo en seco y miró alrededor como si buscase a alguien. Noté que Asteria, que estaba detrás de Clearco, trataba de ocultarse de sus escrutadores ojos tras la esclava que se hallaba a su lado.

Tisafernes no era tan fácil de amedrentar como los demás representantes del rey. Fijó su mirada de depredador en Clearco, para asegurarse de que lo recibirían como a un igual o un superior, hasta que el espartano bajó la suya. Tras zanjar esta cuestión de jerarquías sin cambiar una palabra, consolidó aún más su posición ante los oficiales griegos mandando repartir cálices de oro y otros regalos extravagantes. Jenofonte recibió un freno de bronce y plata bellamente decorado, un obsequio embarazosamente suntuoso para un oficial de su grado, o, de hecho, para cualquier oficial que sirviese a las órdenes de los espartanos. Agradeció el presente con una adusta inclinación de cabeza y me lo pasó a mí, ansioso por desprenderse de él antes de regresar con el resto de los oficiales griegos, que estaban alineados junto a una pared de la tienda.

Después del preámbulo de rigor, durante el cual Clearco bostezó ostentosamente, aunque sin que ello pareciera afectar a Tisafernes, el persa se volvió y se dirigió no solo a él, sino a todos los oficiales. A pesar de que hablaba griego con fluidez, utilizó un intérprete.

—Caballeros —dijo en voz sorprendentemente aguda y melosa—, como seguramente sabréis, mi país natal es vecino del vuestro, y me he tomado la libertad de pedirle al rey que me permita escoltaros personalmente, aprovechando que tenía planeado un viaje para visitar mis haciendas. Con ello espero ganar vuestra gratitud y la de vuestro país, y también ayudar al rey, librándolo del ejército extranjero que ocupa su territorio.

»El rey ha prometido deliberar sobre este plan, pero me ordenó que primero os preguntase por qué motivo le habéis declarado la guerra. Vuestro ejército es demasiado pequeño y vuestras líneas de suministros demasiado largas para que podáis permanecer aquí mucho tiempo; sin embargo, sois lo bastante fuertes para causar daños considerables antes de que os venzamos. Os ruego que dejéis de tratar con tanta severidad a los representantes persas y que contestéis a mi pregunta con la debida consideración, para que yo pueda transmitir una respuesta favorable al rey y así ayudaros a resolver vuestro problema.

La expresión de Clearco se suavizó un poco, como si la sensatez del general lo hubiera conmovido. Aunque Tisafernes no se mostraba tan humilde como habría cabido esperar, al menos no cayó en la gratuita fanfarronería con la que los otros embajadores habían ofendido a los griegos. Después de consultar con Próxeno, Clearco respondió esforzándose por ser cortés:

—Señor Tisafernes, en un principio no teníamos intención de luchar contra el rey, sino contra los písidas. Pero Ciro nos convenció con promesas de gloria y riqueza para que lo ayudásemos a alcanzar su verdadero objetivo, cosa que hicimos por motivos de lealtad y amistad. No queremos permanecer en vuestro territorio ni os deseamos mal alguno. Ciro está muerto. Ya no tenemos nada que hacer aquí y nos proponemos regresar a nuestra patria pacíficamente, siempre que no nos hostiguen por el camino. Responderemos a cualquier agresión con mortífera violencia.

Después de unos minutos más de cháchara formularia, Tisafernes y su séquito se despidieron con reverencias y regresaron a sus carros, esta vez rodeados de griegos silenciosos. El general llevó nuestro mensaje al rey y regresó al cabo de unos días con una escolta más pequeña y menos solemne, y, lo más importante, con una respuesta favorable. Prometió escoltarnos con su ejército hasta nuestra patria y abastecernos por el camino, siempre que los griegos se comportasen como si estuvieran en territorio amigo. No habría violencia por ninguna de las dos partes. Tisafernes y Clearco sellaron el trato con un juramento y un apretón de manos, y los capitanes y demás oficiales de cada bando brindaron por los del bando contrario. Luego Tisafernes se marchó a preparar sus tropas para el viaje, y Próxeno, Jenofonte y yo volvimos con nuestros beocios, para anunciarles el plan y aguardar el momento de la partida.

Tres semanas esperamos a las afueras de la aldea, junto a las tropas de Arieo, y durante ese tiempo creció la indisciplina entre nuestros hombres, sin duda debido a la forzada inactividad, el nerviosismo, y la falta de progresos. Aquel lugar ofrecía pocas distracciones o comodidades. Los ejércitos estaban acampados junto a vastos campos de cereales, ahora agostados y en barbecho, implacables en su llana y parda monotonía. Sacábamos el agua de un lodoso canal de riego que los lugareños nos habían cedido por orden de Tisafernes. Los minerales del agua teñían todo lo que tocaban, desde las vasijas hasta nuestras prendas, de un opaco color naranja que servía de deprimente contrapunto al resplandor del sol, que no nos daba tregua porque no había árboles ni otros elementos del paisaje que arrojasen sombra. Nuestras tiendas de cuero y lona no alcanzaban a protegernos del agobiante calor, y estaban demasiado atestadas y sofocantes para que pudiéramos dormir por las noches. La mayoría de los soldados las cortaban por las costuras y formaban toldos sujetos por astas de lanzas, para disgusto de Clearco, que consideraba que eso dificultaría aún más los preparativos para la batalla. Sin embargo, al final entró en razón y aceptó la recomendación de Próxeno de que concediese esa pequeña comodidad a los hombres.

Para pertrecharnos de víveres y otros artículos, los días de mercado juntábamos nuestros escasos fondos y enviábamos destacamentos con bestias de carga a la miserable y apestosa aldea, donde los hombres deambulaban entre las chozas de barro y paja y regateaban con los arteros lugareños. Nuestro éxito era relativo, y las verduras agusanadas y mustias y la rancia carne de caballo hacían que añorásemos la suculenta aunque monótona dieta que habíamos observado durante los primeros meses de nuestra expedición.

Durante esos calurosos y sofocantes días de forzada estancia en la aldea, los griegos y los soldados nativos se volvieron más y más blandengues y perdieron la capacidad para juzgar objetivamente su situación. Los hombres de Arieo se pasaban al enemigo por docenas, y temíamos que su jefe hiciera lo mismo, ya que a diario recibía visitas de persas: parientes, amigos e incluso antiguos compañeros de armas de las fuerzas del rey. Nos juró que acudían exclusivamente para traerle mensajes tranquilizadores del rey, que decía que no le guardaba rencor por su participación en la campaña de Ciro y que prometía cumplir la tregua. Sin embargo, las dudas de Próxeno crecían día a día.

—¿Por qué nos entretenemos? —preguntó Próxeno con impaciencia un día, mientras hacíamos inventario de nuestras provisiones por milésima vez—. ¿Por qué esperar a que el rey reúna sus tropas y fortalezca su posición? Estamos en territorio hostil, sin más provisiones que las que nos ha dado el benevolente Tisafernes, y su fuerza crece constantemente. ¿Qué ejército tiene tiempo para aguardar? ¿El suyo o el nuestro? ¿Acaso el rey va a permitir que regresemos a Grecia y nos burlemos de él porque, siendo solo diez mil, vencimos al colosal ejército persa y encima conseguimos que nos dieran vino de dátiles?

Disgustado, arrojó al suelo los mapas que estaban sobre la mesa y salió a reunir a sus hombres para una nueva revista de armas.

Yo me quedé sopesando nuestra situación. ¿Acaso Próxeno proponía que nos retirásemos sin permiso del rey? Sería un suicidio, porque sin la protección de Tisafernes no conseguiríamos más víveres que los que pudiéramos robar por los alrededores, un método mucho menos seguro que comprar en los mercados de la aldea, a pesar de nuestra menguante reserva de monedas. Recurrir al pillaje equivaldría a romper el solemne juramento que le habíamos hecho a Tisafernes. Además, no disponíamos de guías propios, aunque Próxeno albergaba serias dudas sobre la fiabilidad de los del rey. Y marcharnos en ese momento supondría una importante reducción de nuestras tropas, pues era evidente que Arieo no nos acompañaría. Nuestra situación era delicada, aunque un observador casual jamás habría llegado a esa conclusión al ver cómo reían y jugaban los hombres mientras esperaban el momento de la partida.

Si Clearco pensaba lo mismo, no lo dejó traslucir cuando Próxeno se decidió por fin a exponerle sus preocupaciones. Sin levantar la vista del informe de compras que estaba revisando con irritación junto al tembloroso y balbuceante intendente, hizo un ademán desdeñoso, como restando importancia a los desvelos de Próxeno.

—Si Artajerjes hubiera querido atacarnos, no habría requerido promesas y juramentos —dijo—. El rey y Tisafernes no tienen mierda en el cerebro. Deja que rompan su palabra delante de todo el mundo. Puede que muramos todos, pero nos llevaremos a cinco hombres suyos por cada uno de nuestros caídos, y no pienso aumentar nuestra deshonra violando el pacto.

Próxeno regresó a la tienda indignado por la negativa de Clearco de pasar a la acción, aunque Jenofonte le recordó que no podía esperar otra cosa. Sin embargo, tuvimos poco tiempo para alimentar nuestra furia, ya que al día siguiente Tisafernes se presentó con sus tropas, que contrariamente a lo que temíamos no llegaron en formación de batalla, y de inmediato tranquilizó a Clearco y a Próxeno con su jovialidad. Lo acompañaba su esposa, la hija del rey, y todo su séquito, y Jenofonte y yo observamos asombrados y divertidos cuando Clearco salía a recibirlos.

—¿Has visto el bagaje de Tisafernes? —pregunté, señalando a los criados, los carros cargados de regalos y las esclavas vestidas de seda que formaban el séquito de la esposa del general. Por su opulencia, la caravana no tenía nada que envidiar a aquélla con la que Ciro había partido de Sardes. Jenofonte emitió un suave silbido.

—Parece que piensa regresar con elegancia —dijo.

Miré los carros con atención.

—¿Crees que alguno contiene armas? ¿Es posible que planee traicionarnos?

Jenofonte sonrió.

—No me da esa impresión. No creo que nuestro amigo Tisafernes tenga la menor intención de arrugarse la ropa enzarzándose en una pelea con el pequeño grupo de griegos descarriados que lo acompañará en su camino.

Los dos ejércitos partieron al día siguiente. Tisafernes encabezó la marcha a lo largo del Éufrates, recogiendo a seguidores por el camino, y continuó proveyéndonos de víveres tres veces a la semana. Arieo lo acompañaba con sus tropas nativas. Los griegos iban detrás, siempre formados en orden de batalla y a una distancia considerable de las tropas de Tisafernes, de cuyas intenciones todavía desconfiaban. Por las noches acampábamos a una parasanga de los persas, lo que hizo que nuestros hombres se quejasen de las dificultades para acceder al mercado y a las esclavas, pero un furioso discurso de Clearco sobre la disciplina militar acalló las protestas durante un tiempo. Sin embargo, al cabo de varios días comenzaron a verse los efectos perjudiciales de sus delirios de persecución, pues las sospechas infundadas aumentaban gradualmente la tensión entre los dos ejércitos. En un par de ocasiones estallaron peleas entre compañías de griegos y persas, que se encontraban en el campo durante las rutinarias rondas de reconocimiento o mientras recogían leña.

Más o menos en esta época los dos ejércitos cruzaron una inmensa acequia, tan ancha y caudalosa como un río, que sorprendió a los hombres por su grandeza y profundidad, y al día siguiente llegamos al Tigris, en cuyas proximidades, a quince estadios de la ribera opuesta, estaba la ciudad de Sítaca. Acampamos en un idílico lugar con vistas al río, cubierto de suave hierba y resguardado del sol por grandes y frondosos árboles. Las tropas de Tisafernes cruzaron el río en primer lugar y, fieles a la costumbre que se había instaurado en los días previos, acamparon fuera de nuestra vista con los hombres de Arieo. Esa noche, mientras Próxeno, Jenofonte y yo paseábamos por el campamento, supervisando los preparativos, se nos acercó un mensajero persa, agitado y con la cara encendida, portando un estandarte que lo identificaba como miembro de la guardia personal de Tisafernes.

—Que los dioses os acompañen —dijo entre jadeos—. Busco a Próxeno o a Clearco para darles un mensaje de Arieo.

—Yo soy el que buscas —respondió Próxeno—. Habla.

Me llamó la atención que Arieo enviase un mensaje a Próxeno en lugar de a Menón, que era amigo suyo y tenía la misma graduación que Próxeno en el ejército griego, pero guardé silencio y me acerqué un poco para oír lo que tenía que decir. El mensajero me miró con cierta desconfianza y luego continuó.

—Arieo me ha pedido que comience por recordaros que, aunque viaja con Tisafernes, fue leal a Ciro y sigue siendo leal a sus amigos helenos. Me ha rogado que os advierta de que esta noche debéis permanecer alerta ante un posible ataque. Tisafernes ha apostado un numeroso ejército al otro lado del río, y se propone destruir el puente para evitar que crucéis y dejaros atrapados entre el río y la acequia.

Lo miré estupefacto. Próxeno reaccionó con rapidez. Cogiendo al mensajero por el pescuezo, lo llevó medio a rastras y medio a empujones hasta la tienda de Clearco, que estaba a unos centenares de pasos de allí, para que repitiese su mensaje. En el camino vi a Asteria, que subía con paso tambaleante desde el río hacia las tiendas de los seguidores del ejército, cargando sobre sus frágiles hombros unas aguaderas con dos cubos de agua, una tarea totalmente inapropiada para ella. Al principio no me vio, pues sus ojos estaban fijos en el mensajero. Me fijé en la cara de este último en el mismo momento en que él la miraba a ella y, dando muestras de haberla reconocido, esbozaba una sonrisa tensa y triste y la saludaba con un casi imperceptible movimiento de cabeza. Asteria no se puso roja como una mujer que se encuentra inesperadamente con un examante o un amante secreto, sino que palideció de miedo y desvió rápidamente la mirada. Todo el episodio duró apenas unos segundos, pero me persiguió durante semanas, a pesar de que por momentos me preguntaba si no lo habría imaginado.

Al oír las noticias del mensajero, Clearco reaccionó soltando una retahíla de juramentos que hizo que aquéllos que se encontraban cerca corrieran a resguardarse, con la esperanza de que su ira no los salpicase. El mensajero se puso a temblar, ya que después de la deplorable forma en que Clearco había tratado a los heraldos del rey, su reputación entre los persas era aún más pavorosa que entre nosotros.

—Perdonadle la vida —dijo a regañadientes, pues el miedo del joven dejaba claro que no era un bromista con intenciones de atormentar a los griegos, sino un auténtico mensajero de Arieo que decía la verdad.

Clearco ordenó a Tólmides que convocara a los oficiales a una reunión del consejo. El sol empezaba a descender por el oeste, así que el tiempo apremiaba.

Asistí a la reunión con Jenofonte, y pude ver la preocupación reflejada en las caras de todos los presentes. Después de varios días de marcha, los hombres estaban agotados y nuestra posición era delicada, pues nos encontrábamos atrapados entre dos masas de agua que solo podían cruzarse con pontones. Sería difícil defender nuestra «isla»: el terreno era casi totalmente llano, sin hondonadas naturales ni rocas que pudiesen servirnos como fortificaciones, e ideal para los escuadrones de caballería, que el rey enviaría por docenas, mientras que nosotros disponíamos solamente de unos cuarenta caballos. Clearco maldijo una y otra vez mientras evaluaba la situación.

Pero el hecho de que Arieo hubiera enviado el mensaje a Próxeno, en lugar de al amigo que lo conocía íntimamente, había despertado dudas en Jenofonte, que por primera vez habló ante los oficiales superiores de un asunto que no había discutido previamente con Próxeno.

—Con tu permiso, general: la afirmación de Arieo carece de toda lógica. ¿Por qué iban los persas a atacarnos y a la vez destruir el puente? Si nos atacan, solo hay dos opciones: que pierdan o que ganen. Si ganan, ¿por qué iban a derribar una construcción tan valiosa? La necesitarán para regresar, y con el puente o sin él, nosotros no tendríamos ninguna posibilidad. Si pierden, necesitarán el puente todavía más, para huir de una muerte segura en nuestras manos y no quedar atrapados en esta isla.

Clearco lo escuchó atentamente, con una ligera expresión de sorpresa que no supe si atribuir a las palabras de Jenofonte o al hecho de que se fijaba en él por primera vez. Meditó durante unos instantes y luego preguntó al mensajero qué distancia había entre el Tigris y el canal que habíamos cruzado la mañana anterior.

—Una distancia muy grande, señor; con muchas aldeas, algunas ciudades y tierras de cultivo, como ésta en la que acampáis ahora.

Los demás oficiales entendieron lo que quería decir Jenofonte, cosa que Clearco había hecho de inmediato. Los persas habían enviado a ese hombre con la advertencia de un posible ataque para evitar que fuésemos nosotros quienes cortásemos el puente del Tigris. Eso nos hubiera dejado en una posición inexpugnable, protegidos por el río por un lado y el canal por el otro, con abundancia de provisiones en el campo y las aldeas cercanas y la capacidad para exigir nuevas concesiones a Tisafernes. Desde nuestro punto de vista era una idea ridícula, ya que entre los diez mil griegos no había uno solo que no ansiara regresar a la patria lo antes posible y huir de aquel territorio extranjero de costumbres raras y vino cabezón. La idea de enfrentarnos a las fuerzas del rey, con todas las probabilidades en contra, se nos antojaba inconcebible. Pero los persas seguían temiéndonos tanto como nosotros a ellos, y ambos bandos albergaban sospechas de una posible traición. De ahí que Tisafernes jugase al gato y el ratón con nosotros; solo quería proteger su retaguardia.

Clearco no corrió riesgos: esa noche apostó guardias en ambos extremos del puente, con jinetes de refuerzo que le avisarían en cuestión de minutos si se iniciaba un ataque. Sin embargo, ordenó a los capitanes que no dijesen una sola palabra de esto a sus hombres; que los dejasen dormir tranquilamente. Una revuelta como la que se había producido después de la batalla, y que él había sofocado con el cuento del asno salvaje, esta vez tendría consecuencias más graves, pues los persas la oirían fácilmente desde la otra orilla del río.

Al día siguiente el ejército se puso en marcha al rayar el alba y cruzó el pontón formado por treinta y siete barcas antes de que los persas terminasen de desayunar. Una vez más, Clearco tomó todas las precauciones posibles, enviando en primer lugar a las tropas pesadas para que establecieran una cabeza de desembarco y nos defendieran de un posible ataque de los persas mientras cruzábamos el estrecho puente. Los carros de vituallas y los seguidores del ejército avanzaron en último lugar, en vez de protegidos en el medio como es costumbre, pues la retaguardia era segura, protegida por nuestra posición en la isla. Jenofonte y yo contemplamos el cruce desde una loma situada al otro lado del río. El sol naciente producía destellos rojos y anaranjados sobre la brillante superficie del agua, rota solo por la tenue línea del puente, como una cuerda que atara a la tierra a un Titán dormido. El puente se combaba a causa de la presión que ejercía la corriente sobre las barcas del medio, y parecía tirar con frustración de las sogas que lo sujetaban a ambas riberas.

Incluso en un río de aguas mansas, atravesar un pontón estrecho con carros y bestias de carga es una empresa delicada. Al igual que un ejército o un hombre, cualquier sistema complejo que parece estable y sólido desde lejos, de cerca se manifiesta como una unidad formada por muchos elementos interconectados, cada uno de los cuales se rebela contra los demás de multitud de maneras, con constantes afirmaciones de independencia, y aquel puente de varias piezas no era una excepción. Las barcas que lo componían oscilaban y se inclinaban, y las cuerdas vegetales que lo mantenían unido crujían y se tensaban. Cada vez que una brigada de hoplitas, una piara de aterrorizados y quejumbrosos cerdos o un destartalado carro cargado de víveres o pesados pertrechos lograba milagrosamente cruzar la estrecha estructura, Jenofonte soltaba un sonoro suspiro de alivio y daba gracias a los dioses con una pequeña inclinación de cabeza.

Mientras observábamos a los seguidores del ejército, avisté a Asteria, que avanzaba animosamente con un grupo de mujeres, cargando sobre sus hombros un bulto que parecía demasiado grande para ella. Durante esa larga etapa de la marcha me sentí profundamente avergonzado por mi incapacidad para ayudarla, una sensación que no se atemperó hasta esa noche, cuando entre risas restó importancia al incidente.

—Las mujeres son mucho mejores expedicionarias que los hombres —declaró, bromeando solo a medias—. Observa a tus tropas cuando acampemos. Los hombres sudan y se desploman como cerdos, llamando a gritos a sus escuderos para que les ayuden a quitarse la armadura. Las mujeres no descansan; de inmediato comenzamos a recoger leña y a cocinar. Hasta yo, que no había recogido leña en toda mi vida.

Le di la razón, aunque seguí tratando de ayudarla en la medida en que mis obligaciones me lo permitiesen. Lo único que me pidió fueron suministros médicos, y gracias a que tenía libre acceso a los petates de los oficiales, siempre que podía le proporcionaba hierbas, bálsamos e hilo de sutura, con los que ella mantenía fuertes y sanas a las mujeres que la acompañaban.

Durante varias semanas más los ejércitos continuaron avanzando hacia el norte a lo largo del Tigris, siempre en el mismo ambiente de desconfianza, y la tensión constante empezó a hacer mella en los hombres. Marchar por territorio enemigo rodeados por nativos hostiles es suficientemente agobiante; depender de un ejército extranjero diez veces mayor que el nuestro, y al que habíamos vencido y humillado pocas semanas antes, bastaba hasta para hacer flaquear las piernas de un espartano. Cuando llegamos al río Zapatas —de cuatrocientos pies de anchura y lo bastante difícil de franquear para que los ejércitos tuvieran que acampar varios días antes de pasar al otro lado— Clearco se decidió por fin a tomar medidas. No era un diplomático, pero la continua tensión del viaje y los recelos entre los dos bandos estaban inflamando los ánimos de sus soldados, y le preocupaba que las peleas aisladas entre las patrullas acabasen en una auténtica conflagración, de la que sin duda los griegos saldrían peor parados. Mandó decir a Tisafernes que quería celebrar una reunión privada con él, la primera desde que habían firmado la tregua, tres semanas antes. El general persa accedió de buena gana. Curiosamente, Clearco pidió a Jenofonte que los acompañase a él y a su guardia personal en el papel de secretario oficial. Próxeno se quedó estupefacto.

—Parece que te has ganado el respeto de Clearco —dijo—. ¿Será ese perfume persa que te ha dado por usar últimamente? ¿O has vertido una poción en su vino? Tendré que empezar a buscar otro lugarteniente.

Pero sus ojos sonreían. Próxeno siempre había deseado lo mejor para su primo, y yo esperaba que esta nueva responsabilidad se ajustase a sus planes. En cuanto a Jenofonte, aunque acompañar a un general en una misión oficial era desde todo punto de vista un honor, no me quedaba claro si debía alegrarse o temer por su vida, y en este último caso, si se arriesgaba a perderla en manos de los persas o en las de Clearco.

Jenofonte aceptó con buen humor las bromas de Próxeno y se ofreció a dejarle su perfume.

—Aunque parece irte bien sin él, primo… He notado que no faltan ovejas alrededor de tu tienda.

Próxeno rió a carcajadas.

—¡Te guardaré una! —Y luego con más seriedad—: Mantente en guardia, Jenofonte. Clearco sabe lo que se propone y no tiene miedo de entrar en el campamento de los persas. Confío en que Tisafernes y Arieo le asignen una guardia, como hicimos nosotros cuando nos visitó Tisafernes. Sin embargo, es probable que algunos soldados persas nos guarden rencor, y Tisafernes no podrá hacer nada si un granuja decidido a vengar la muerte de un amigo rompe filas y te atraviesa con una lanza. Hasta podría «facilitar» una acción semejante sin mancharse las manos ni la reputación. Teo y tú podríais ser el blanco de una agresión. Tened cuidado.

Al día siguiente, mientras nuestra pequeña partida cabalgaba hacia el campamento persa, la advertencia de Próxeno seguía fresca en mi mente.

Tisafernes nos recibió como a príncipes de su reino. La celebración fue magnífica: extraordinarios vinos y aves de caza, jarras y lámparas de oro, y una multitud de esclavos de ambos sexos —de hecho, varios para cada invitado—, de manera que cada gota de vino que bebíamos, o cada bocado que nos llevábamos a la boca, era inmediatamente reemplazado por un sirviente que estaba cerca, dispuesto a satisfacer cualquier capricho. Antes de conocer a Ciro, jamás habría imaginado que alguien pudiera viajar de esa guisa, y mucho menos un general en campaña, pero Tisafernes no tenía nada que envidiarle al príncipe.

Clearco explicó de inmediato el motivo de nuestra visita:

—Señor Tisafernes —dijo con brusquedad tras aclararse la garganta y soltar un eructo cortés pero entusiasta—. Agradezco tu hospitalidad, que ha despejado gran parte de las dudas que tenía al llegar. Nunca he dudado de tu palabra ni de tu intención de llevarnos sanos y salvos a nuestra patria. Nos has puesto al cuidado de tus oficiales y guías de mayor confianza, y sé que ningún griego pensaría en hacerle daño ni al más insignificante mozo de intendencia de tu ejército.

Complacido, Tisafernes respondió con un lento gesto de asentimiento, y Clearco bebió otro sorbo de vino antes de proseguir.

—Aunque tú y yo confiamos el uno en el otro, nuestros soldados se miran con suspicacia y miedo, como si todavía fuesen enemigos. Sé que a menudo los hombres se odian sin fundamento, por culpa de las calumnias que han oído. Por eso quise que nos encontrásemos cara a cara, para resolver las tensiones antes de que estallen de manera violenta.

Esbozó una sonrisa maliciosa, aunque las palabras que brotaban de su boca eran dulces como la miel.

—Tú no tienes razones para desconfiar de nosotros, aunque solo sea por el juramento que hicimos y que para los griegos es sagrado. Si rompiera mi palabra, ¿adónde podría huir y esconderme? Jamás podría ocultarme de los dioses, que lo saben y lo ven todo, y menos aún de ti, de quien ahora dependemos por completo. Si te ofendiésemos, tendríamos que responder ante tu rey en su propio territorio, o recorrer sin guías casi trescientas parasangas de desierto para regresar a nuestra patria.

En ese punto Clearco se inclinó hacia Tisafernes y bajó la voz, imprimiéndole un tono cómplice. Pero Tisafernes no dio indicios de reciprocidad: permaneció erguido en la silla, distante pese a su lánguida sonrisa, con las manos unidas por las puntas de los dedos.

—Y quizá descubras que te conviene protegernos —dijo Clearco en voz baja—. Sé que sufrís hostilidades en vuestro propio territorio: los misios han quemado haciendas y los písidas y los egipcios os están haciendo la vida imposible. No hay nación en el mundo que pueda enfrentarse a mis veteranos, y sería un placer para mí poner a tu disposición el poder de mis fuerzas si con ello podemos ayudarte.

Ahora volvió a reclinarse en el lecho, alargó la copa para que se la llenasen con un confiado ademán de familiaridad y entornó los párpados como si se dispusiera a dormitar. No miró ni a Tisafernes ni a Jenofonte, pero parecía satisfecho con su declaración y poco preocupado por la reacción de Tisafernes.

Éste lo miró por unos instantes con aire pensativo y expresión casi divertida, retorciéndose suavemente la punta de la barba y sonriendo con actitud paternalista. Ofrecer nuestras tropas para que asistiesen a Tisafernes en sus campañas militares era una brillante jugada de Clearco; además de asegurarnos que llegaríamos sanos y salvos bajo la protección del general, proporcionaría a los soldados un empleo adicional en un futuro inmediato. Un hombre como Clearco no podía desear nada más, y en el mejor de los casos les daría a sus hombres la oportunidad de llenarse los bolsillos con el rico botín egipcio antes de volver a casa.

Tisafernes respondió por fin, aunque esta vez prescindió de los servicios del intérprete y habló con fluidez en griego jónico, con un lenguaje formal y cortés.

—Mi querido Clearco —dijo adoptando un tono bondadoso y casi paternal—. Me complace sobremanera oírte confirmar vuestras buenas intenciones, aunque yo jamás te habría exigido semejante garantía. Sin duda, vosotros mismos habríais sido vuestro peor enemigo si hubieseis intentado hacernos daño durante el viaje. Por nuestra parte, si hubiésemos deseado romper nuestra palabra y destruir tu ejército, habríamos tenido oportunidades de sobra. Sin embargo, no os hemos demostrado hostilidad.

»Aunque no nos faltan medios para… bueno, me atreveré a decirlo: aunque no nos faltan medios para destruiros sin sufrir daño alguno, nunca osaríamos ofender a los cielos y a los hombres rompiendo nuestra sagrada promesa de protegeros y acompañaros a vuestra patria. No somos perversos, general, pero tampoco tontos. Ciro confiaba en ti y admiraba tu habilidad, de la que intentó sacar provecho al ponerte al mando de su ejército. No veo razón para que no hagamos lo mismo. ¿Qué más da a qué persas sirváis, siempre que se os trate con justicia y que recibáis vuestra parte de las recompensas? Un sabio dijo una vez que solo un rey puede lucir una corona en su cabeza, pero un hombre honrado podría llevarla en el corazón, y eso es lo que me propongo hacer yo.

Clearco gruñó, pero enseguida esbozó una sonrisa maliciosa.

—Entonces estamos de acuerdo, Tisafernes. Me alegra oír esta confirmación de vuestras pacíficas intenciones, aunque yo personalmente nunca las puse en duda. Sin embargo, con el fin de evitar que en el futuro surjan recelos entre nuestros soldados, no se me ocurre una idea mejor que castigar a cualquiera que intente propagar calumnias sobre nosotros o incitar a nuestras tropas a enfrentarse. ¿Estás de acuerdo?

—Desde luego —respondió el astuto persa, tomando aire, tras solo unos segundos de vacilación. Hizo una breve pausa, como si estuviera absorto en sus pensamientos—. Si convenimos en adoptar esa solución, Clearco, pongámosla en práctica con energía y entusiasmo, erradicando y destruyendo esas fuentes de tensiones. Vuelve mañana con tus capitanes y demás oficiales. Yo reuniré a los míos, y juntos señalaremos a aquéllos que han estado murmurando calumnias al oído de nuestros hombres para incitarlos a enfrentarse innecesariamente.

Desde luego, eso era lo que pretendía Clearco al sugerir que se castigase a los maledicentes, pues aunque confiaba plenamente en sus oficiales griegos, había empezado a desconfiar de Arieo y sus hombres, sobre todo después del incidente del puente del Tigris.

Esa noche, mientras salíamos del campamento griego, Clearco estaba silencioso pero satisfecho. Había disipado las sospechas de Tisafernes y consolidado aún más la posición de su ejército ante los persas para futuras campañas. Además, estaba deseando identificar a los traidores persas que habían causado tantos problemas a los griegos durante las últimas semanas, metiéndoles ideas amenazadoras en la cabeza y malgastando sus recursos. Jenofonte no había dicho una palabra en toda la velada, pero ahora habló con cautela, como si temiese interrumpir los pensamientos de Clearco.

—Con el debido respeto, general, ¿no te preocupa que tu plan de señalar culpables perjudique a algún oficial griego inocente? Yo juraría que todos los conspiradores de esta farsa se encuentran en el bando de los persas, pero Tisafernes difícilmente quedará satisfecho si le pedimos que los castigue con la muerte y no le damos la oportunidad de ver morir también a un par de helenos.

Clearco reflexionó en silencio durante unos instantes, con una media sonrisa en los labios.

—No morirá ningún griego como consecuencia de esto —dijo por fin— y dudo que muera alguno de los follacabras de Tisafernes. A ninguno de los dos ejércitos le conviene perder oficiales durante una campaña. Pero haremos que Arieo se mee encima, y en el futuro nos resultará tan útil como lo fue en el pasado.

Soltó una risotada breve y seca y miró mejor a Jenofonte.

—Tu cara me resulta familiar —dijo—. Tengo la impresión de que te conocí antes de que comenzase esta maldita expedición, pero es imposible. Acabas de salir de los brazos de tu madre. No habrás estado en Tracia, ¿no?

—No, general. Prácticamente no he salido de Atenas desde que era un efebo.

Clearco se encogió de hombros y miró la espada de Jenofonte.

—Parece espartana. Tienes mejor gusto para las armas que la mayoría de los atenienses —gruñó y alargó la mano para sacar la espada de la vaina que se balanceaba sobre la cadera de Jenofonte.

Inspeccionó la hoja y la empuñadura durante unos instantes, y cuando posó la vista en la profunda y toscamente tallada letra kappa, la primera de su propio nombre, sus ojos casi saltaron de sus órbitas.

—¿De dónde demonios has sacado esto? —exclamó, agitando la espada peligrosamente ante la nariz de Jenofonte y sobresaltando a los caballos—. ¡Era mía! ¡Se la cambié al testarudo Grilo hace años! —Una súbita expresión de reconocimiento cruzó su cara, y esbozó una sonrisa maliciosa—. ¿Eres hijo de Grilo de Atenas? —preguntó con voz grave, acercándose tanto que su pútrido aliento le provocó náuseas a Jenofonte.

Con los labios fruncidos, Clearco tenía la misma expresión desdeñosa que Grilo el día que había presenciado el entrenamiento de pancracio. Jenofonte miró al frente, concentrado en conseguir que su caballo guardara el paso del animal del general.

—Sí, señor —dijo impasible—. Mi padre es un gran hombre, o al menos lo era, pues no estoy seguro de que siga con vida. Sin embargo, contribuyó en gran medida a la gloria de Atenas. Estoy orgulloso de ser hijo de Grilo.

—Orgulloso —repitió Clearco con una sonrisa burlona—. ¡Orgulloso! ¿Y qué orgullo sentiría ahora Atenas, qué orgullo sentiría tu padre al ver que su hijo está a las órdenes de un general espartano después de haber participado en una lucha familiar entre persas? ¿Acaso ese agujero miserable e inmundo que es tu ciudad no te parecía lo bastante estimulante bajo la soberanía de los espartanos que has tenido que venir hasta tan lejos para convertirte tú también en espartano?

—Mi padre no aprobó mi decisión. Estoy seguro de que murió al descubrir lo que hice.

—El mundo estará mejor sin él —dijo Clearco entre dientes—. Ese hombre, tu padre, se interpuso en mi camino cada vez que me ordenaron tratar con él; puso trabas a todos los pactos que me mandaron negociar. Si me lo hubieran permitido, le habría hecho morder el polvo, y él lo sabía. Retrasó en diez años mi carrera.

—No me corresponde vanagloriarme ni sentirme culpable por la conducta de mi padre. Él servía a Atenas, y aunque sus acciones te perjudicaran, beneficiaron a la ciudad. Yo soy un hombre autónomo y tomo mis propias decisiones.

—Y eso, pequeño Jenofonte, hijo de Grilo, te perjudica a ti. Muchas veces maldije a tu padre y lo encomendé a Hades, porque era mi enemigo. Pero al menos él sabía quién era. Lo único peor que un ateniense es un traidor, y un ateniense traidor no puede ser amigo mío. Apártate de mi vista. La sola idea de que luches a mi lado me produce ganas de vomitar.

Jenofonte picó a su caballo, con expresión serena pero los ojos ardiendo de furia y la mente convertida en un torbellino de emociones. Como si no hubiera bastado con que Grilo lo atormentase en su infancia, ahora que era un hombre lo atormentaba Clearco, y ambos por idéntica razón: por ser hijo de su padre.

—¡Espera, ateniense! —gritó Clearco. También él azuzó a su caballo y alcanzó a Jenofonte—. Ten —dijo devolviendo la espada a su vaina—. Te recordará quiénes son tus superiores.