I

LO QUE POR FIN me despertó de mi intranquilo sueño aquella mañana fue un apestoso hedor: un dulzón olor a humo no muy diferente del de un animal asado para un sacrificio, pero con una indefinible fetidez, como la de la carne chamuscada o podrida, una carne demasiado magra para absorber el calor y las llamas y permitir que el fuego la cocine gradualmente en lugar de carbonizarla con rapidez. Me levanté aturdido, me mojé la cara con un poco de agua del pellejo que colgaba de un gancho junto a la puerta y salí de la tienda.

El cielo matutino era de un furioso, maligno color gris amarillento, muy distinto de la habitual paleta blanquiazul que genera el calor del desierto. El aire estaba contaminado por un repugnante y apestoso humo, que flotaba cerca del suelo y ascendía como si tuviera vida propia, formando lentos remolinos, disipándose y espesándose, serpeando por inútiles senderos que comenzaban en la muerte y terminaban en renuente olvido. La trémula calima ocultaba los vivificadores rayos del sol, tiñéndolo de un opaco rojo costra mientras palpitaba en el cielo, rechoncho y malévolo, como si se resistiese al esfuerzo de subir o brillar. El llano e inconmensurablemente lóbrego desierto se extendía a lo largo de parasangas enteras en todas las direcciones, y continuaba ininterrumpido hasta el horizonte, sin un árbol o una cadena de colinas que rompiese la monotonía. Era la primera vez que reparaba en la deprimente inmensidad de aquel territorio abandonado por los dioses, a pesar de que lo había recorrido pocos días antes.

Cuando mis ojos se apartaron del horizonte para posarse en la zona más próxima, vi desmentida mi primera impresión: de hecho, el paisaje estaba formado por elementos indistinguibles a primera vista, como los trazos de una pintura o las olas y corrientes del mar tal como las observa un marinero, alzándose en relieve sobre la infinita homogeneidad del agua. La tierra estaba agrietada y rota, partida en caprichosos dibujos que se bifurcaban y convergían como un sarpullido en la piel, salpicados con barrancos y cuencas, lechos secos y bajos y agostados arbustos. Era un terreno maldito, lleno de dolor y frustración, el mismo que había retrasado mi frenético regreso al campamento el día anterior. A media distancia, un poco más allá de una cadena de colinas apenas distinguibles de su entorno, vislumbré el impresionante despliegue del ejército persa en el sitio donde se había retirado, concentrado como una columna de hormigas que se extendía hasta el horizonte. Los estandartes de guerra ponían pequeñas notas de brillo y color en la monótona e indiferenciada nube de hombres y animales. Sacudí la cabeza para concentrarme y presté atención a los detalles.

Los despojos de la colosal batalla del día anterior yacían a lo largo de una parasanga a la redonda. Había carros derribados, con su contenido de grano y pescado en salazón esparcido por el suelo e incendiado, todavía despidiendo un humo fétido y grasiento. Del duro suelo despuntaban en absurdos ángulos trozos de lanzas y jabalinas, con los extremos agitándose y temblando como si los curiosos e invisibles dioses del desierto estuvieran poniendo a prueba la capacidad de penetración y la fuerza de sus astas. Paseé la mirada por el vasto paisaje, desde una serrada colina hasta una agostada mata de hierba, y por fin, a regañadientes, dejé que se posase en los oscuros bultos que salpicaban la llanura en cifras demasiado pavorosas para contarlos: los retorcidos cuerpos de caballos lisiados o aplastados; los bueyes y ovejas perversamente abiertos en canal o degollados con el único fin de privar a los griegos de su carne y sus servicios, y la visión más previsible, pero también más aterradora de todas: los hombres.

Eran miles de hombres, o lo habían sido, aunque a muchos era imposible reconocerlos como tales. Pese a que solo hacía un día de su muerte, el sofocante bochorno los había cocido sobre la caliente arena, y muchos se habían hinchado con los gases de sus intestinos hasta alcanzar el doble o el triple de su tamaño original. Casi todos yacían sepulcralmente inmóviles, tan inertes y silenciosos como las rocas y los carros que salpicaban la llanura. Otros, sin embargo, silbaban y eructaban en medio del calor, y de vez en cuando sus miembros se sacudían o se movían espasmódicamente. Turbaban su reposo los estridentes graznidos de los buitres que planeaban en círculo sobre ellos, reuniendo el valor para descender y concentrados sobre todo encima de aquellos cuyas entrañas estaban más expuestas a los cielos. Reprimí mi creciente disgusto y me obligué a contemplar la escena, a asimilar los cambiantes pormenores; entonces caí en la cuenta de que no todos los cuerpos estaban tendidos y muertos, que algunos eran las negras siluetas de seguidores del ejército y soldados que deambulaban sin rumbo, se arrodillaban o incluso dormían en el campo, junto a los cadáveres. Un exhausto vivandero griego despertó a medias y manoteó a un ansioso buitre que lo había puesto a prueba con un picotazo en los ojos, y un espartano cubierto de sangre, todavía con la panoplia de batalla, se sentó para insultar y ahuyentar a patadas a un cerdo que había empezado a hozar en su entrepierna. Una mujer mugrienta, vestida con una túnica, se balanceaba en el suelo, arañándose la cara y mesándose el cabello mientras lloraba y se lamentaba quedamente por una imprecisa pérdida.

A mi derecha, un centenar de soldados y seguidores del ejército, organizados en brigadas funerarias, empezaban a encender piras y a recolectar cadáveres para identificarlos y quemarlos. También despojaban de cualquier objeto de valor a los soldados persas, muchos de los cuales estaban chamuscados por el fuego de las máquinas beocias, y los dejaban desnudos allí donde habían caído, con la carne sangrante o seca por efecto de las llamas y la piel de la cara convertida en una pavorosa máscara blanquiazul. Habían formado una fila de cadáveres —seguidores del ejército de Ciro—, que tras ser identificados en la medida de lo posible eran arrojados sin mayor ceremonia a una hoguera por hombres cubiertos con gruesas mantas para protegerse del intenso calor y del nauseabundo olor. Comprobé con alivio que no había soldados griegos en las filas de los muertos.

Había madera suficiente para las piras: la de las miles de flechas persas y los pesados escudos egipcios que cubrían el campo y habían sido abandonados por sus propietarios durante la precipitada huida. También había galeras y carros intactos, y pese a los esfuerzos de los persas por cometer una carnicería, centenares de vacas y ovejas habían logrado salvarse de la suerte de sus hermanas y huido en plena noche, y ahora deambulaban por los alrededores del campamento, berreando para que las ordeñasen y atendiesen. Aunque las provisiones no alcanzarían para todo el viaje de regreso, al menos bastarían para alimentarnos en los próximos días.

Me paseé por el campamento, evaluando la situación y buscando a Jenofonte y a Próxeno. A lo lejos, una nube de polvo se había separado del cuerpo principal de las tropas enemigas, y aunque era demasiado pequeña para despertar alarma, acaparó mi cansina atención cuando la interceptaron los centinelas que Clearco se había acordado de apostar en las proximidades del campamento. Pronto avisté un jinete que se acercaba a la periferia del campo de batalla, desarmado y con un estandarte que lo identificaba como heraldo. Puesto que me hallaba cerca, aguardé mientras se abría camino con cautela entre los hinchados cadáveres de los persas, y luego lo conduje a la tienda de Próxeno, que por falta de otras mejores se había convertido en el centro de reuniones de los oficiales.

Clearco, el único griego que mantenía un incomprensible buen humor, salió a recibirlo y descubrió con asombro que era Falino, un espartano mayor y taciturno que en sus tiempos mozos había estado a su servicio, pero que tras encontrar la experiencia demasiado agotadora había buscado otro empleo. Más que un guerrero, Falino siempre se había considerado un experto estratega, y unos años antes había convencido a Tisafernes de que le asignase esas funciones. Se rumoreaba que incluso Artajerjes tenía una excelente opinión de él, gracias a sus conocimientos sobre las costumbres y tácticas militares de los espartanos. Clearco le dio un amistoso puñetazo en el hombro.

—¡Viejo perro! —exclamó—. ¿Así que el rey no te ha despachado aún por la lamentable actuación de ayer? Seguro que lo has ablandado con el cuento de tus grandes victorias sobre Atenas. ¿Le has dicho ya que eras mi aguador cuando éramos jóvenes hebontes[4] en Esparta?

Clearco lanzó una sonora carcajada, pero Falino permaneció serio e impasible, con los ojos enrojecidos y llorosos a causa del humo de las piras funerarias, y se negó a responder al alegre saludo de su antiguo jefe.

Esperó en silencio hasta que llegaron todos los capitanes griegos, y entonces les pidió su atención.

—Después de matar a Ciro y saquear el campamento heleno —anunció con voz autoritaria—, el rey se declara victorioso. Os ordena que depongáis las armas y supliquéis por la misericordia que quizá se digne ofreceros.

Silencio absoluto. Los griegos se quedaron sin habla y Clearco enrojeció de inmediato, aunque la cicatriz de su mejilla palideció. Se tomó unos instantes para dominar su ira.

—Los vencedores no tienen por qué deponer las armas —dijo despacio y con frialdad, señalando con su grueso y peludo brazo el inmenso campo lleno de cadáveres persas.

Luego se marchó a completar el sacrificio que había estado a punto de ofrecer, dejando a los demás oficiales reunidos alrededor de Falino, murmurando entre ellos.

Finalmente Próxeno rompió la tensión.

—Tú también eres griego, Falino, así que habla sin ambages y con sinceridad: ¿el rey se dirige a nosotros como vencedor, o simplemente nos pide que entreguemos las armas como gesto de buena fe?

En ese momento todos los capitanes alzaron la voz, algunos para reprender a Próxeno por la franqueza con que se había dirigido a Falino y otros para hacer preguntas. Por fin Teopompo de Atenas, un petimetre a quien había visto un par de veces con Sócrates en el ágora, consiguió acaparar la atención de los demás.

—Ponte en nuestro lugar, Falino —dijo—. Ahora que el rey ha expoliado nuestro campamento, solo nos quedan las armas y nuestro valor. Y mientras conservemos las armas, podremos usar el valor. Pero si entregamos las armas, perderemos ambas cosas. ¿Puedes culparnos acaso por rechazar la exigencia del rey?

Sonrió, orgulloso de su sólido argumento, y esperó la reacción de Falino. Todos lo observábamos.

Falino forzó una risita.

—¡Bien dicho, pequeño Sócrates! Pero la lógica no servirá a vuestra causa mientras los hechos estén en contra de vosotros. Seáis o no valientes, el rey aún tiene medio millón de hombres en el campo y una cantidad igual en Babilonia, a pocas horas de marcha. Sois unos necios si creéis que podríais hacer algo para controlar su poder. Yo también soy griego. Si pensara que tenéis una oportunidad entre mil para vencer al rey, o incluso para huir de él y regresar sanos y salvos a la patria, os diría que la aprovecharais. Por los dioses, durante estos años con los persas he reunido un pequeño tesoro en oro, así que hasta me iría con vosotros. El hecho de que no lo haga habla por sí mismo. Pregunta a tu gran filósofo qué haría él en esta situación.

Clearco ya había terminado el sacrificio y regresado, con la cara negra por la furia que había ido acumulando en su interior.

—Llévale esta respuesta al rey —bramó—: Si quiere ser nuestro amigo, le serviremos mejor con las armas que sin ellas. Y si lo que pretende es luchar contra nosotros, con mayor razón conservaremos las armas. De manera que se quedan aquí, y las mantendremos bien afiladas. En cuanto a ti, Falino, maldito hijo de puta lameculos, la próxima vez que te vea en mi campamento será al trinchar tus pelotas para mi desayuno.

Falino esbozó una sonrisa.

—No soy más que el representante del rey —dijo con zalamería—. No puedo pedirte que no te comportes como un tonto, Clearco. Pero tengo otro mensaje del rey. Os propone una tregua si os quedáis donde estáis, pero la guerra si os movéis de aquí, tanto hacia atrás como hacia delante. Dadme vuestra respuesta: ¿habrá una tregua o habrá guerra?

—Sí —respondió Clearco.

Falino lo miró primero con confusión y luego con furia.

—¿Qué se supone que debo decirle al rey? —preguntó irritado.

—Que por una vez coincidimos: habrá una tregua si nos quedamos y guerra si nos movemos de aquí.

Pero no dijo qué se proponía hacer.

Esa noche, inmediatamente después de la cena, Clearco nos ordenó que levantásemos el campamento. Cuando Jenofonte me transmitió la orden, no pude creer lo que oía.

—¿Te das cuenta de que Clearco acaba de firmar nuestra sentencia de muerte? —exclamé—. Somos solo diez mil… ¡Al amanecer tendremos encima a todo el ejército del rey!

Jenofonte no se inmutó.

—Es posible. Pero nuestros propios hombres empujaron a Clearco a tomar la decisión. ¿No lo sabes? Esta tarde desertaron trescientos infantes tracios y cuarenta caballeros para unirse a las tropas del rey.

—¿Trescientos cuarenta hombres? ¿Sus oficiales no fueron capaces de mantenerlos a raya hasta que tomásemos una decisión conjunta?

Jenofonte titubeó y miró hacia otro lado con gesto de amargura.

—Los oficiales se fueron con ellos. Y en cuanto se corra la voz, los seguirán otros.

Sopesé esas palabras. Era imposible predecir durante cuánto tiempo conseguiría Clearco mantener el ejército unido ahora que los hombres habían perdido la esperanza de recibir el botín prometido por Ciro. Teniendo en cuenta la superioridad numérica del enemigo, un ataque frontal contra Artajerjes resultaba inconcebible. Y permanecer donde estábamos, sin provisiones, mientras el rey nos entretenía con el fin de desgastarnos, equivaldría a un suicidio. Nuestra situación era claramente insostenible.

—¿Dónde se propone llevarnos Clearco? —pregunté.

Jenofonte se encogió de hombros.

—No ve más opción que unirse a las tropas nativas de Arieo y esperar que permanezcan leales a nosotros en lugar de aliarse con el rey.

Aunque no lo mencionamos, quedaba implícito que movernos de nuestra posición actual equivalía a declarar la guerra a todo el imperio persa, igual que nuestros antepasados se la habían declarado a los antepasados del rey, Darío y Jerjes.

Después de una larga marcha en la oscuridad, llegamos al campamento de Arieo a medianoche. Los oficiales se reunieron de inmediato alrededor del fuego, y todos ellos, persas y griegos por igual, juraron defenderse hasta la muerte. A instancias de Arieo, sellaron el pacto mojando sus lanzas en la sangre de un toro recién sacrificado, y cada hombre manchó el pecho de su vecino con la punta de la lanza como señal de confianza mutua.

Finalmente Clearco habló con impaciencia.

—Ahora que nos hemos jurado lealtad con esa estúpida ceremonia de las lanzas y que reconocemos que estamos en la misma situación, ¿qué propones, Arieo? Tú conoces el territorio. ¿Debemos volver por donde vinimos?

Arieo contempló el fuego con aire taciturno durante unos instantes antes de responder.

—Si regresamos por ese camino, moriremos de hambre. Hemos llegado hasta aquí a través de un desierto yermo. Durante diecisiete etapas dependimos de las provisiones que traíamos con nosotros y de las que ya no queda nada. —Hizo otra pausa, absorto en sus pensamientos—. Si regresamos por el norte tardaremos más, pero al menos pasaremos por un territorio fértil y jalonado de aldeas donde podríamos abastecernos. Lo importante es que nos demos prisa y nos alejemos lo más posible de Artajerjes. No se atreverá a atacarnos con un contingente pequeño, y si decide avanzar con todo el ejército se retrasará y tendrá dificultades para alcanzarnos. Propongo que actuemos rápidamente, mientras podamos.

Los oficiales refunfuñaron, pues parecía una solución de cobardes, una vulgar huida. Sin embargo, como nadie tenía una idea mejor, aprobaron el plan de Arieo, ofrecieron un sacrificio a los dioses y se marcharon para dormir unas horas antes de despertar a los exhaustos soldados y emprender la obligatoria marcha.

Yo permanecí junto al fuego, entre las sombras, aturdido y con el cuerpo tenso e inquieto, sin demasiadas ganas de regresar a mi tienda. A pesar de los horrores de ese largo y amargo día —la incineración de los muertos, la discusión con Falino, la agotadora marcha en la oscuridad hasta el campamento de Arieo— no podía dejar de pensar en los acontecimientos de la noche anterior. En mi mente irrumpían una y otra vez el vivido sueño que había tenido y la casi certeza de que moriría a manos de Asteria por haber cometido un involuntario delito de lascivia, igual que aquel insecto macho semejante a un palillo que había observado con horror en mi infancia y que tras el acto de apareamiento era devorado tranquilamente por la hembra, en cuya boca desaparecía desde la cabeza hasta el abdomen, un abdomen todavía abultado por el celo. Después de deambular por el campamento durante un rato, me di cuenta de que mis pies me habían llevado, casi instintivamente, hasta las tiendas de los seguidores del ejército. Mientras trataba de orientarme entre el caos de carros y tiendas de la sección de mujeres, me sentí acuciado por miradas tristes y acusadoras procedentes de cada sombra y refugio. Anduve a ciegas e infructuosamente durante una hora, dudando de que fuese a encontrar a Asteria, cuando de repente, como si hubiera aparecido de la nada, sentí su suave mano en la mía, tirando con dulzura. Me llevó hasta el borde del campamento, donde intenté estrecharla entre mis brazos, pero ella se resistió y continuó avanzando en la oscuridad hasta que dejamos atrás los tenebrosos sonidos del campamento y llegamos a unas rocas resguardadas por un triste arbusto. Entonces se detuvo y se volvió hacia mí, con la cara oculta tras las sombras y el cuerpo tenso.

—Teo, anoche yo… Anoche tenía miedo de todo, y lo que hicimos estuvo mal. Lo lamento.

Guardé silencio, esperando a que continuase, pues no podía añadir nada a semejante declaración.

—Me conoces, pero no sabes nada de mí —prosiguió—. Pertenezco a la corte persa. Estaba en deuda con el príncipe, y antes de eso con su familia. Pero aquí, en el desierto, no tengo nada. Solo puedo causarte disgustos.

—Asteria, si te refieres a una dote, no es un asunto que me preocupe. Yo tampoco poseo nada propio. Además, en estas circunstancias, sería imposible que nos casásemos.

Durante unos instantes permaneció callada, aparentemente perpleja, y por fin una sonrisa triste cruzó fugazmente su cara.

—No me refería a eso. Es una cuestión de honor familiar. Mi padre…

La interrumpí, indignado.

—¿Te preocupan el honor y tu padre? ¿Por qué? ¿Porque no soy oficial? Soy un soldado de Atenas, un guerrero. No tengo dinero, pero sí unos brazos fuertes y la rica herencia de mi ciudad. ¿Quién es tu padre? ¿De qué puede alardear?

Suspiró.

—No lo entiendes, Teo. Podría soportar su repudio si se tratase únicamente de eso. Pero hay algo más, algo que no me dejaría vivir en paz. ¿Cómo iba a traicionar a mi padre?

—¿Traicionarlo? ¿Dónde está ahora? ¿Qué amenaza supongo yo para él, o él para mí?

—Ni siquiera estoy segura de que…

—Piensa en nuestra situación, Asteria, en tu situación. Una mujer necesita protección, y ha de aceptarla allí donde la encuentre. Yo estoy aquí; él no.

Hizo una larga pausa y escrutó mi cara en la oscuridad; parecía verme tan claramente como si hubiera luz, y una vez más intentaba adivinar la voluntad de los dioses antes de actuar. Al cabo de un momento se acercó y pegó su cálido y frágil cuerpo al mío. Me incliné para aspirar su aroma, el mismo y potente perfume a madera quemada y pétalos molidos que había permanecido en mi nariz desde su última visita. Cuando nos tendimos sobre la rala y polvorienta hierba del suelo, traté torpemente de deslizar las manos por debajo de su túnica.

—Espera —dijo—, no tenemos tiempo. Empieza a amanecer.

En efecto, el cielo comenzaba a iluminarse por el este y el campamento despertaba con los primeros sonidos de la actividad matutina, aunque nadie había dormido más que unas pocas horas.

Me relajé, y mientras me invadía una profunda sensación de cansancio y alivio, me sentí afortunado por el simple hecho de estar tendido entre los brazos de Asteria. Ella también parecía satisfecha, a mundos de distancia de la tensión y la desesperación de la noche anterior. Sin embargo, las terribles dudas que me habían atormentado poco tiempo antes volvieron a importunarme.

—Asteria —comencé con voz titubeante—, anoche, cuando te ibas, creo que tuve un sueño. Fue como si tú, tu cuchillo…

Era incapaz de expresarme con propiedad, porque ¿cómo se cuenta una experiencia semejante? Estudié su cara, más y más nítida conforme clareaba el día; sus límpidos ojos casi brillaban bajo la etérea luz gris, aunque todavía eran tan incoloros como las sombras. Me sostuvo la mirada con serenidad y una expresión indescifrable, casi inquisitiva.

—No sabemos de dónde vienen los sueños —dijo—, ni por qué se desvanecen. No tiene importancia. Sueñas con la muerte, pero no es más que un sueño. La vida continúa.

Por segunda vez en mi vida oí tres palabras que me impresionaron profundamente, dejando una huella indeleble, igual que una cicatriz o un tatuaje de casta en el cuello de un recién nacido. La estreché con fuerza mientras contemplaba el regreso de Eos y me sumí en un breve sueño, misericordiosamente libre de pesadillas.

Al día siguiente viajamos sin incidentes hasta un pequeño grupo de aldeas, y aunque no vimos tropas enemigas, los centinelas montados de Tisafernes, solos o en grupos de dos o tres, nos siguieron durante todo el trayecto, siempre fuera del alcance de nuestras flechas. Esa noche, la primera de la semana en que el ejército tendría ocasión de descansar desde el ocaso hasta el amanecer, los hombres estaban asustados. Jenofonte percibió su inquietud y me pidió que averiguase discretamente el motivo de sus temores.

—No es necesario, Jenofonte —dije—. Sé cómo se sienten. Han visto demasiado. Están asustados porque han perdido al príncipe tan lejos del mar y de sus hogares. Temen que los dioses griegos los hayan abandonado, y eso les preocupa mucho.

Jenofonte meditó mi respuesta, pero su expresión reflejaba escepticismo.

—Hablas de inquietudes muy imprecisas —replicó—, pero estos hombres son veteranos… conocen la derrota tan bien como la victoria. No es posible que estén al borde del pánico a causa de la vaga sensación de que los dioses los han abandonado, ¿no?

—Hay algo más —admití mientras él me miraba expectante—. Los soldados griegos, a diferencia de los oficiales, no han jurado lealtad a los hombres de Arieo. No se fían de ellos, sobre todo porque en Cunaxa dejaron a los seguidores del ejército librados a suerte. El campamento de las tropas nativas está a solo ocho estadios de aquí, y tienen diez veces más hombres que nosotros. Nuestros soldados no consiguen librarse de la sensación de que una oscura sombra se cierne sobre ellos.

Jenofonte contempló el campamento con un gesto que indicaba que me había entendido y echó a andar lentamente hacia la tienda de Clearco. El cielo estaba encapotado y los nubarrones ocultaban la luna y las estrellas; los hombres se apiñaban alrededor del fuego para reconfortarse con su mutua compañía. Bastaba un grito procedente de una compañía vecina, un juramento de un soldado que se había golpeado el dedo mientras cortaba madera, un relincho de un caballo lejano para que los soldados se sobresaltasen y escrutasen con temor la oscuridad. Todos sabían, o imaginaban, que estábamos rodeados por furtivos persas, que los asesinos de Tisafernes o los traidores de Arieo acechaban sigilosamente entre las sombras, preparados para liquidar a los rezagados con un rápido tajo en la garganta, o a compañías enteras con una lluvia de flechas dirigida a nuestras figuras iluminadas por el fuego.

A la hora del cambio de guardia ningún griego se había acostado aún. Comenzaron a formar grupos más grandes, pues para consolarse se reunían con aquéllos que hablaban el mismo dialecto o procedían del mismo país. Se produjeron tumultos en dos ocasiones, cuando alguien gritó que nos atacaban y todos corrieron a buscar sus armas. El ejército no permanecería intacto hasta la mañana siguiente: la rebelión era inminente y los hombres estaban dispuestos a matar incluso a sus comandantes, indignados porque habían visto cómo se esfumaban sus sueños de riqueza, o a huir despavoridos en la noche, cada uno tratando de salvar su propio pellejo y abandonando a los demás a lo que consideraban una muerte segura.

Entrada la noche, hubo una nueva escalada de pánico que esta vez se extendió a todo el campamento, causando un alboroto semejante al que cabría esperar durante un ataque enemigo. Los temores de los hombres desesperaron a Clearco. Hizo sonar las trompetas y envió a un heraldo veterano, Tólmides de Hélide, cuya voz grave y chirriante podría oírse como una campana rota por encima del estruendo. Cumpliendo las órdenes de Clearco, Tólmides impuso silencio y transmitió el mensaje del cuartel general:

—¡Atended todos! Vuestro comandante, Clearco, os ruega que regreséis a vuestras compañías y permanezcáis quietos, pues quien abandone las filas será castigado con la muerte; y también ofrece una recompensa de un talento, o quince años de paga, a quien denuncie al hombre que soltó a un asno salvaje en el campamento, causando el infame barullo que está turbando el sueño del comandante.

Los que creían que el enemigo estaba atacando recibieron con alivio y buen humor la noticia de que un simple asno perdido había sido la causa del alboroto, y se tranquilizaron lo suficiente para descansar durante el resto de la noche. Los más listos, que sabían que el enemigo no estaba cerca pero temían aún más al potencial autodestructivo del ejército, se calmaron al oír el astuto anuncio de Clearco de que él, a diferencia de los demás, dormía profundamente. Hasta hubo algunos emprendedores que pasaron la noche espiando en todas las tiendas, buscando al pícaro burro.

Yo la pasé meditando, preguntándome en qué estarían pensando los dioses para desviar tanto de su rumbo a los pobres griegos, igual que a Odiseo.

A la mañana siguiente Próxeno nos despertó temprano. Estaba de excelente humor.

—¡Se acerca una embajada de Tisafernes! ¡Los centinelas acaban de comunicarle a Clearco que unos heraldos de los persas han pedido permiso para entrar en el campamento!

Me puse una túnica limpia y empecé a pulir con arena la armadura de Jenofonte y la mía. Aunque Ciro había muerto, el rey y Tisafernes parecían temernos tanto como nosotros a ellos; de lo contrario no habrían enviado una partida de hombres con un estandarte de paz para conferenciar con nuestros oficiales.

Entretanto, Clearco no perdió la oportunidad de incomodar a los heraldos de Tisafernes. Mandó decir a los centinelas que los retuvieran donde no pudieran ver el ejército hasta que él estuviera preparado. Luego llamó a sus oficiales.

—Formad las tropas en orden de batalla en la cima de las colinas —dijo—. Disponed a la infantería pesada en el centro, flanqueada por los arqueros y la caballería. Cercioraos de que haya al menos tres filas de fondo, y dejad los carros de vituallas y a los seguidores del ejército en el valle. No hay necesidad de recordarle al rey que tiene cien veces más hombres que nosotros.

Al cabo de un rato, cuando llegaron los enviados, les ordenó que desmontasen e hizo que les quitasen las armas y el estandarte con un dorado caballo alado, el distintivo de Tisafernes. Los espartanos más corpulentos y fuertemente armados escoltaron a los heraldos hasta los aposentos de Clearco, pasando por un campo donde seis máquinas beocias de Próxeno llevaban a cabo una oportuna y pavorosa práctica. Basándose en la experiencia adquirida durante sus años en Bizancio, Clearco había unido rápidamente varias tiendas para formar otra enorme, que había decorado al estilo de un trono tribal. El interior era suntuoso: guardias vestidos con toda la panoplia, jóvenes del harén tendidas sobre cojines, alfombras y tapices de incalculable valor y esclavos que aguardaban la oportunidad de complacer el más nimio deseo de su jefe. La escena era tan extraña para nosotros, que a diferencia de Clearco no estábamos familiarizados con las costumbres persas, que tuvimos que hacer un gran esfuerzo para contener la risa al ver a nuestro austero jefe espartano rodeado de semejante lujo. Pero nos dirigió una mirada tan furiosa —con su temible cara y las pobladas cejas que atravesaban su frente sin interrupciones, como si fuesen una sola— que nos dejó mudos. Luego cambió el gesto por una mueca de suficiencia para recibir a sus invitados.

La escena impresionó a los persas, que antes de entrar en la tienda habían tomado a Próxeno por el comandante a causa de su actitud autoritaria. Después de reprenderlos por su falta de respeto, los guardias los guiaron al fresco interior del sombrío y humeante «salón del trono». Los heraldos eran tres, todos generales a juzgar por su altivo porte militar, las refinadas túnicas y bandas de seda y las barbas, que llevaban cuidadosamente rizadas y aceitadas. Mientras avanzaban con aire arrogante sobre las alfombras, Clearco se inclinó y bebió un sorbo de vino, fingiendo indiferencia. Los enviados comenzaron su discurso con una introducción perfectamente ensayada y las fórmulas que preceden todas las conversaciones cortesanas en Persia, recitando la letanía de títulos honoríficos que adornan el nombre del gran rey como las piedras preciosas de una corona:

—General Clearco: en nombre del señor Tisafernes, comandante de la caballería del rey Artajerjes, Rey de reyes y Juez de los hombres, Soberano de incontables tierras y pueblos, Conquistador de razas a lo largo y ancho de todo el mundo, Hermano del Sol, Omnipotente entre los Mortales, Invencible y Excelso, persa e hijo de persas… —El intérprete se atropellaba para seguirle el ritmo.

Clearco se inclinó hacia delante e interrumpió el florido discurso con un ademán cansino y desdeñoso.

—No tengo tiempo para oír vuestra cháchara de adulones —dijo con sequedad—. Soltáis halagos gratuitos igual que una maldita cabra suelta cagarrutas. —Recé para que el intérprete fuese prudente, o al menos para que no dominase muy bien la lengua—. En Cunaxa aplasté a tus mejores tropas como a un grupo de hetairas de Quíos. Los seguidores de nuestro ejército tienen que molerse los huesos para hacer harina, y quieren más. Si vuestro patoso rey desea una tregua para que no lleguemos más lejos, tendrá que hacer algo más que mandar a unos comemierdas lameculos como vosotros. Decidle a Artajerjes que mis hombres no han desayunado aún, y que nunca hacemos tratos con el estómago vacío. Los griegos no comen caca de perro y espinas, como he oído que hacen los persas, así que si el rey no nos envía provisiones voluntariamente, como señal de buena fe, tendremos que obtenerlas por nuestros propios medios.

Dicho esto, Clearco, el austero espartano, se reclinó en su asiento con una sonrisa maliciosa e hizo una seña a una de las temblorosas jóvenes para que le llenase la copa.

Los generales persas se quedaron petrificados, con las mejillas encendidas de ira. Tuve que darme un fuerte pellizco para no echarme a reír a carcajadas, y noté que Próxeno tensaba los músculos de las mandíbulas para contener la risa. Los enviados se retiraron en silencio, solo para descubrir que nuestros hombres habían formado dos largas hileras junto a la puerta de la tienda, de manera que tuvieron que recorrer ese pasillo durante un tiempo que debió de parecerles eterno antes de llegar a sus caballos y recuperar las armas. Mientras montaban Próxeno hizo una seña a los soldados, que prorrumpieron en un grito ensordecedor y comenzaron a golpear las lanzas contra los bordes de bronce de los escudos. El súbito estruendo asustó tanto a los ya atemorizados caballos persas que se encabritaron, y los furiosos generales tuvieron que abrazarse a sus cuellos para no caer mientras franqueaban la colina para regresar al campamento persa.

La artimaña de Clearco funcionó, pues los heraldos regresaron por la tarde con una actitud considerablemente más humilde y menos formal. Esta vez Clearco los hizo esperar casi dos horas antes de convocarlos ante su augusta presencia. Sin preámbulos, los invitados le informaron que Tisafernes consideraba muy razonable su petición y que como señal de buena fe los conduciría a una aldea bastante grande, donde podrían acampar cómodamente durante el tiempo que quisieran, aprovisionarse libremente en el mercado local y prepararse para cumplir cualquier acuerdo al que llegasen el rey y la jefatura griega.

Clearco envió a los heraldos a tomar una cena frugal que había hecho preparar especialmente para ellos (una rama espinosa amablemente servida en cada plato para que, según dijo, se sintieran como en casa) mientras él conferenciaba con el consejo. Decidió no pasarse de la raya, ya que tarde o temprano Tisafernes descubriría cuál era el auténtico poder del ejército heleno, y no era conveniente ofenderlo aún más antes de que firmasen una tregua. Clearco esperó el momento oportuno, dejando a los embajadores tan preocupados por su respuesta que no tocaron la comida, y cuando incluso los oficiales griegos empezaban a preguntarse si iba a cambiar de idea, mandó llamar a los enviados y les ordenó que le dijeran al rey que tuviese a los guías preparados al amanecer.