III
LO PRIMERO QUE VI, antes incluso que su origen, fue una tenue y movediza sombra en la pared, mientras el intruso se colaba silenciosamente en la tienda de Próxeno y se aproximaba con sigilo a mi catre.
Tantas tiendas habían quedado destrozadas tras el ataque que Próxeno nos había invitado a Jenofonte y a mí a trasladarnos a la suya hasta que encontrásemos una solución mejor. Aunque los estandartes habían indicado claramente que su tienda pertenecía a un oficial, por alguna razón se había librado del pillaje de los persas, cosa que los soldados veían como una señal favorable de los dioses, un augurio de esperanza y triunfo. Mientras Próxeno pasaba la noche con los demás oficiales en el improvisado alojamiento de Clearco, repasando los acontecimientos del día y planeando la estrategia para el siguiente, yo estaba acostado solo, tratando de vaciar mi mente de los innumerables pensamientos y recuerdos que se agolpaban en ella. Es una debilidad que he padecido durante toda mi vida. No sé si a otros hombres les ocurre lo mismo, pues siempre me ha dado vergüenza interrogarlos al respecto, pero si les ocurre, estoy seguro de que también ellos se guardarán de mencionarlo por temor a que los tomen por locos. Precisamente en los momentos en que necesito la mente clara —cuando intento deliberadamente apartar las telarañas, las ideas superfluas e inoportunas que interfieren constantemente en mi concentración—, como ante la señal de una picara divinidad, cada pensamiento errante, cada recuerdo de una humillación infantil, cada eco inquietante de la antigua canción siracusana que me vuelve prácticamente loco, todos irrumpen en mi cráneo como un viento en un vacío, disputándose un lugar preponderante en mi conciencia, forcejeando, aplastándose y arrinconándose unos a otros. Es suficiente para volver loco a cualquiera, y mi confusa y atropellada sintaxis demuestra que soy incapaz de explicar la experiencia con lógica. Estaba acostado, con mi recalentado cerebro a punto de empujarme al pánico, cuando vi a través de las pestañas de mis entornados párpados que la puerta de la tienda se había abierto y alguien entraba furtivamente.
Mi mente se aclaró en el acto. Cualquiera que entrase en la tienda solo podía estar buscando a Próxeno, aunque a la suave y trémula luz de la diminuta lámpara de aceite que estaba sobre la mesa vi que no era Jenofonte, como había pensado en un principio. Agucé la vista y mi respiración se detuvo cuando reconocí a la intrusa, que estaba inmóvil, enmarcada por la luz en el centro de la tienda, con los ojos aún desacostumbrados a la oscuridad. Cuando aparté la manta para sentarme, Asteria se sobresaltó y giró en dirección al ruido. Su cara reveló asombro mientras me reconocía, y permaneció petrificada por un instante antes de acercarse silenciosamente a mi catre. Llevaba solo un delgado peplo sujeto por un cinturón de cuero y estaba descalza, temblando de frío, o quizá por los horrores que había visto aquel día, o por miedo a lo que sería de ella ahora que su amo había muerto y la había dejado sola. Observé que la capa de polvo que aún cubría sus mejillas estaba surcada por marcas de lágrimas. Entonces se arrojó a mis brazos, apretándose contra mi pecho y ocultando mi cara en su cuello mientras emitía un suspiro: un largo, tembloroso e incontrolable suspiro que se me antojó demasiado profundo para su menudo cuerpo, como si surgiese de un lugar secreto, de un tiempo muy lejano.
La estreché con fuerza y extendí la manta sobre ambos, sintiendo cómo sus fríos y temblorosos miembros se relajaban poco a poco y respondían al calor de mi cuerpo. Los espasmos de su llanto cesaron gradualmente y permaneció tendida encima de mí, despierta y absorta en sus pensamientos, rozándome el cuello con las pestañas mientras el húmedo y vaporoso aroma de su aliento y su pelo se elevaba hacia mi cara en el silencio. Por fin levantó la cabeza y su cara quedó a unas pulgadas de la mía, escrutando mis ojos como si tratase de leer mis pensamientos. La tenue luz de la lámpara solo me permitía ver el oscuro contorno de su larga melena con un suave halo luminoso a su alrededor, y el olor a madera quemada y flores machacadas que emanaban de su piel y su pelo se me antojó curiosamente reconfortante. Cogí su cara entre mis manos, con la punta de los dedos sobre el cabello, donde toqué el roto cañón de una pequeña pluma semejante a una lanza rota, un último adorno que había desenterrado laboriosamente de entre las cenizas de sus posesiones. Me moví un poco y le giré la cara hacia la pálida luz para estudiar su expresión. Mientras lo hacía, observé con atención las parpadeantes sombras que se retiraban para revelar su rostro y vi cómo la penumbra se disipaba en los profundos huecos que había entre sus cejas y sus pómulos. Esperé a que sus ojos emergieran de la oscuridad como un profeta que aguarda la aparición de la luna después de un eclipse, experimentando los mismos temblores y la misma incertidumbre que sentiría él al tratar de adivinar las intenciones de los dioses. Nadie había visto jamás unos ojos como aquéllos, al menos en este mundo, y en la oscuridad era imposible determinar si eran azules, grises o verdes. Podían ser de cualquiera de esos colores, dependiendo de la luz del exterior o de los pensamientos que ocultaban. Más adelante, durante los días siguientes, vería cómo se volvían tan negros e insondables como las profundidades del mar vistas desde la borda de un barco, y cuando dormía, bajo los párpados entornados, las órbitas irradiaban un brillante y gélido blanco, igual que un carámbano en un alero, cuyos destellos a la luz del sol son a la vez refrescantes y mortíferos.
Parecía estar consultando mentalmente el oráculo, y por lo visto recibió una respuesta favorable de los dioses, porque de pronto pegó su cálida y dulce boca a la mía con más fuerza de la que habría creído posible en un ser de apariencia tan frágil; entonces sentí cómo sus húmedos labios, semejantes a una flor, comenzaban a deslizarse suavemente, pero con creciente presión, por mi cuello y mi pecho, mientras yo le quitaba la ligera prenda, sujeta con un cinto del que colgaba una enorme daga envainada, y la estrechaba entre mis brazos. Luego nos consolamos mutuamente.
Pasé casi toda la noche en vela, observando cómo el miedo y las preocupaciones abandonaban gradualmente su tenso rostro y cómo se relajaban sus facciones mientras se sumía en un dichoso sueño, o quizá simplemente en la nada, en un vacío donde la felicidad consiste precisamente en la ausencia de dolor, de miedo e incluso de amor. Dormí a ratos, despertándome con el ruido más nimio, como la discreta tos del centinela que se paseaba afuera, para volver a caer en un sueño intranquilo. Dormía, o eso pensó ella cuando por fin se levantó, una hora antes de que el alba despuntara al este del cielo. Como en un sueño, a través de los párpados entornados, la vi cubrir su esbelto cuerpo con el peplo y ceñir el cinturón de cuero alrededor de su cintura. Todavía hoy no sé si continué mirándola, o si había vuelto a quedarme dormido cuando desenvainó silenciosamente la daga, la observó con atención durante un instante y con cuidado, sigilosamente, sin atreverse a rozarme con la mano o con la manga por miedo a despertarme, puso la afilada punta sobre la palpitante vena azul de mi cuello, justo debajo de la mandíbula. Ya estuviera despierto o soñando, fingí dormir profundamente, temiendo que el más mínimo movimiento o parpadeo, la más suave respiración, la instara a hundir la daga en mi garganta. Sostuvo la punta en ese sitio durante lo que me parecieron minutos enteros, tan inmóvil como alguien que ha visto una Gorgona, contemplando mis entornados ojos, desafiándome a reaccionar. Mi alma escapó del cuerpo y flotó atravesando a Asteria, situándose detrás de ella, en el techo de la tienda, de manera que la observé desde arriba, inclinada sobre mi helado cuerpo con los tendones de la muñeca tensos y temblorosos por el esfuerzo de mantener el cuchillo perfectamente inmóvil junto a mi cuello.
Una pequeña gota de sangre apareció en mi piel, justo debajo de la punta del cuchillo, sangre pura y limpia, virginal comparada con la sucia sustancia que había visto manar a borbotones el día anterior, y cuando parecía que iba a seguir su veteado sendero por un lado de mi cuello, se detuvo, como para considerar si aquélla era la mejor opción, y comenzó a coagularse lentamente. Juro por los dioses que pude ver todo eso como si fuese una tercera persona que contemplara la escena, impotente y muda, desde detrás de Asteria. La gota temblaba y colgaba de mi garganta como la cuenta de un collar, con su creciente peso ejerciendo presión contra la superficie cada vez más espesa, y desde lo alto mis ojos eran incapaces de enfocar nada más que aquel maligno globo rojinegro, que reflejaba del revés la temblorosa llama de la lámpara y la cara de la joven, curiosamente distorsionada y ampliada. Vi en ese reflejo que también sus ojos estaban fijos en la gota, como si se hallase en trance, pensando en todas las repercusiones de su vida y la mía, representadas en aquella pequeña masa que crecía lentamente, ese diminuto y significativo bulbo que parecía contener el don de vida, más que reflejarla, y también el de la muerte.
De repente Asteria se irguió, volvió a acercar la daga a sus ojos para examinar brevemente la enrojecida punta a la suave luz de la lámpara; luego sacudió la cabeza como quien despierta de un profundo sueño y guardó rápidamente el cuchillo en la vaina del cinto. Se inclinó otra vez sobre mí, lamió sigilosamente con su caliente lengua la pequeña gota roja y, siempre en silencio, besó mis secos y temblorosos labios. Después se escabulló como un espectro, tal como había entrado, para volver junto a las frías brasas del fuego; mi alma se escapó de mi cuerpo y me dejó jadeando y temblando, cubierto de un frío sudor, sentado en mi catre como si acabase de despertar de una pesadilla. No habíamos hablado en toda la noche, de hecho nunca habíamos intercambiado ni una sola palabra, pero yo sentí que mi destino dependía tanto de esa mujer como dé los dioses, y supe que semejante situación es a la vez extraordinaria y terrible.