II
AL VER A SU REY CON VIDA, los persas recobraron las esperanzas, y los oficiales volvieron a disponer sus tropas en orden de batalla. El rey, ya recuperado de su caída, se puso al frente de un numeroso contingente y salió en busca del cuerpo principal de los invasores, convencido de que seguía en los alrededores aunque lo hubiera perdido de vista en la confusión del momento.
Próxeno nos había enviado a Nicarco y a mí a una pequeña loma situada a aproximadamente media parasanga del lugar donde estaban apostadas nuestras tropas, para que estudiásemos la situación y tratásemos de determinar dónde hacíamos más falta. De repente, a través de la confusa nube de polvo, vimos cómo varios centenares de jinetes persas partían a todo galope hacia nuestro campamento. Como si nos hubieran abofeteado, ambos comprendimos simultáneamente lo que ocurría: ¡Tisafernes! Con las prisas de los preparativos para la batalla, los griegos habían dejado el campamento sin vigilancia, dando por sentado que las fuerzas enemigas no serían capaces de atravesar nuestras líneas y que, incluso si nos veíamos forzados a batirnos en retirada, simplemente regresaríamos al campamento para defender las provisiones y a los seguidores del ejército. Dimos media vuelta.
—¡Ve al campamento! —exclamó Nicarco mientras descendía por la empinada cuesta—. ¡Reúne a los seguidores del ejército detrás de las galeras de vituallas! ¡Resistid como podáis!
Se marchó a galope tendido hacia las tropas de Clearco, con la esperanza de interceptarlas antes de que se alejasen aún más del campamento y decirles que regresaran a defender nuestras valiosas provisiones.
La mía era una competición que estaba destinado a perder. Aunque los persas y yo corríamos hacia el campamento desde lados opuestos, el escarpado terreno dificultaba la marcha de mi caballo, y sabía que no llegaría a tiempo para advertir a los seguidores del ejército de que las hordas enemigas estaban a punto de atacarlos. Descendí por la pared de un estrecho barranco y recorrí varios estadios por el lecho de un río seco, y durante ese tiempo perdí de vista el campamento. Cuando volví a subir, al cabo de unos minutos, era demasiado tarde: la nube de polvo ya había cubierto a la comitiva de Ciro y los carros de provisiones, y ahora flotaba sobre ellos como un tornado detenido en el punto donde inevitablemente haría más daño.
Algunos soldados de las tropas nativas de Arieo, que estaban apostadas cerca de las de Ciro, regresaron a defender el campamento en cuanto se dieron cuenta de que los persas lo estaban atacando, pero lucharon sin entusiasmo, pues no les hacía gracia la idea de matar a sus compatriotas. Los repelieron con facilidad; de hecho, rebotaron contra los saqueadores de Tisafernes como una pelota arrojada por un niño contra una pared de piedra. Huyeron hasta su propio campamento, situado a más de tres parasangas de allí, llevando solo lo que cargaban a sus espaldas.
Yo seguí avanzando con la esperanza de ayudar a los desventurados seguidores del ejército y me sumergí a ciegas en la polvareda y el caos, sin saber siquiera si lo hacía por el lado de nuestro bando o por el de Ciro. De hecho, los seguidores del ejército estaban demostrando mucho más valor que las tropas de Arieo. Rápidamente habían dispuesto sus precarias defensas alrededor de los escasos víveres e improvisaban un ataque con las máquinas beocias, basándose en lo que habían aprendido observando las prácticas. Por extraño que parezca, la harapienta multitud de enfermos, prostitutas, cocineros y muleros se enfrentó a la caballería de Tisafernes con pavorosa eficacia. Las llamas volaban en todas las direcciones desde la aterrorizada muchedumbre, que había formado una compacta y rugiente piña detrás de las máquinas; algunos lanzaban inútilmente piedras a los persas mientras otros, desesperados, se ocultaban detrás de las tiendas, los animales o incluso los cadáveres para protegerse de las flechas y el resto de los proyectiles que lanzaban los jinetes. Delante de las máquinas había montones de persas y desquiciados caballos, muchos chamuscados por el fuego, algunos asándose vivos centro de las pesadas armaduras mientras las oleosas llamas caían sobre el metal de sus corazas y cascos.
Cuando desmonté para abrirme camino más fácilmente entre el caos y la carnicería, vi algo que me heló la sangre. El propio Tisafernes estaba entre los saqueadores y se había bajado del caballo. Mientras acechaba entre sus destructoras tropas, vestido con la pesada armadura de caballero, se había topado con la hermosa concubina focense de Ciro, que huía despavorida de una tienda en llamas, y la había cogido por los pelos. La entregó a un escudero para que la llevase al otro lado de las líneas persas y luego ordenó a tres guardias que entrasen a través del denso humo negro a la sección de la tienda del príncipe que aún no se había incendiado, en busca de planes de batalla o cualquier objeto de valor.
Lo que hallaron fue verdaderamente valioso y aterrador, pues un instante después dos de los guardias salieron cargados de papiros y mapas, que habían cogido a tientas en su carrera contra las llamas, y el tercero arrastraba a Asteria por el cuello de su túnica. Tisafernes se quedó petrificado al verla luchar como una Furia, hundiendo los pies descalzos en el suelo y arañando al guardia. Finalmente le clavó los dientes en la muñeca, tan profundamente que el hombre aulló de dolor y de rabia. La soltó por un momento y la golpeó en la cara con el antebrazo, con suficiente fuerza para que volara en el aire antes de caer a cuatro patas, ágil como un gato, escupiendo sangre por entre los labios partidos y mirándolo con ojos llenos de odio.
Tisafernes montó en cólera. Desenvainó una cimitarra decorada con piedras preciosas y caminó a paso vivo hacia donde estaba acuclillada Asteria, furiosa y asustada. Mirándola con la cara crispada de odio e ira, levantó la brillante hoja de la cimitarra por encima del hombro izquierdo de la joven, y yo sentí que el mundo se detenía. La conmoción y el caos que me rodeaban parecieron suspenderse, como si el tiempo se hubiera fragmentado. Los aullidos de los heridos y los aterrorizados caballos, que habían ido en aumento hasta hacerse ensordecedores, ahora quedaron sumidos en el silencio, y el hedor del acre humo negro y de la carne chamuscada pasó a un segundo plano en mi mente, convertido en un inodoro vapor. El espacio entre un momento y otro pareció extenderse, y todos mis sentidos se concentraron única y exclusivamente en la trayectoria de esa mortífera cuchilla, que se me antojó tan lenta como si estuviera soñando. El arma vaciló por un instante en el punto más alto de su itinerario, temblando, y contuve el aliento mientras los ojos de Asteria, los del guardia y los míos convergían en la punta de la cimitarra, cada uno deseando con todo su ser que tomase una dirección que en última instancia solo decidirían Tisafernes y los propios dioses. El mundo se movía lentamente, como en un trance, y cuando la angustiada Asteria levantó sus delgados brazos para parar el golpe, yo hice lo mismo, a pesar de que la distancia que me separaba del arma era de muchos pasos, de una vida entera.
La razón volvió a mí estrepitosamente; el tumulto que me rodeaba irrumpió en mi interior, inundando nuevamente mi conciencia, y la súbita ferocidad del fragor de la batalla estuvo a punto de hacerme caer al suelo. Mis ojos no se apartaron de la cimitarra. Girando con rapidez, Tisafernes la dejó caer brutalmente y cortó la cabeza del guardia que había golpeado a Asteria, como un jardinero que poda una díscola rama de un árbol frutal. Del seccionado cuello manaron dos gruesos chorros de sangre, sinuosos y serpenteantes, que se cruzaron y se unieron para trazar un arco perfecto antes de caer al suelo, junto a los pies de Tisafernes. El guardia muerto permaneció en pie por un instante, acéfalo y goteando sangre, rígido y apuntalado por la pesada armadura de caballero, hasta que sus rodillas se doblaron y cayó lentamente al suelo, con la sangre saliendo a borbotones, como espuma negra, de la aún temblorosa carne de su cuello y mezclándose con los oscuros y hediondos charcos que se habían formado a sus pies. Tisafernes miró con desprecio la bulbosa cabeza, que yacía a varios pies de distancia: el casco se había torcido con el impacto, dejando a la vista los ojos y la boca del desventurado guardia, que permanecerían para siempre abiertos en una mueca de pasmo.
Tisafernes dejó caer el brazo armado y, tras dirigir una fugaz mirada a la asustada Asteria, le gritó algo a un guardia que estaba cerca y volvió a montar. El guardia cogió con brusquedad a la chica por el cuello de la túnica y empezó a arrastrarla otra vez. Ella se retorcía como un pez enganchado en un anzuelo, tirando desesperadamente del cuello de la túnica para aliviar la presión en su garganta e impedir que le aplicaran el garrote cuando por fin la llevasen detrás de las líneas persas.
En mi interior se rompió algo: ese instinto de preservación con el que nacen todos los hombres y que en mayor o menor medida rige todos nuestros actos. Ese instinto murió en aquel momento, e hice cosas que no haría ningún hombre en su sano juicio. Cubriéndome la cara con el escudo para protegerme de las jabalinas, corrí a ciegas hacia las líneas persas, arremetiendo contra todos los seres vivos que encontraba en mi camino, haciendo fintas y paradas. Para mi sorpresa, de pronto dejé de hallar resistencia: los enemigos se apartaban para dejarme paso, pues poca importancia podía tener un solo griego enloquecido mientras intentaban atacar al fuego de las máquinas beocias y de los rugientes seguidores del ejército. Hasta el último soldado persa daba por sentado que el camarada más cercano me liquidaría.
No perdí de vista a Asteria, y aunque difícilmente habría pasado más de un minuto desde que la habían sacado de la tienda, a mí se me antojó una eternidad mientras la perseguía, abriéndome paso a golpes de espada. Cuando llegué a pocos pasos de ella, me miró fijamente, y aunque era imposible que me identificase con el casco y el nasal que me ocultaban la cara y la armadura y las extremidades cubiertas de sangre, un brillo de reconocimiento pareció destellar en sus ojos, despertándola del letargo en que la había sumido el semiestrangulamiento. De repente sacó fuerzas de flaqueza y con los ojos desorbitados y la cara roja de furor volvió a clavar los pies en el suelo, cogió la seda que se había enrollado y anudado alrededor de su garganta y tiró tan enérgicamente como pudo, rasgando la túnica hasta la cintura.
Súbitamente liberado del peso de la joven, que cayó sentada, el guardia perdió el equilibrio y dio de bruces contra el suelo. Yo estaba aún a varios pasos de distancia, pero en ese momento me interceptó un jinete persa, que se quedó estupefacto al ver a un griego armado corriendo frenéticamente entre sus filas. Se detuvo delante de mí y con una sonrisa perversa levantó el hacha de guerra, dispuesto a cortarme la cabeza como si fuese un melón. No tuve más remedio que apartar los ojos de Asteria, que seguía en el suelo, jadeando y tirando de los jirones de la larga túnica, que se le habían enredado alrededor del cuello y las piernas. El guardia que la había estado arrastrando forcejeaba para levantarse, luchando con el peso de la armadura y la turba que lo rodeaba y le hacía perder el equilibrio.
Centré mi atención en el caballo encabritado que tenía delante y, bajando la cabeza, arremetí con todas mis fuerzas contra su vientre. Noté cómo la cimera del casco se hundía profundamente en su blando plexo solar y más que oír sentí su fuerte jadeo cuando el aire explotó en sus pulmones y su diafragma. Reboté por la fuerza del impacto, y el hacha del jinete atravesó el aire, cortando el rojo penacho de crin de mi casco. El animal se desplomó por el dolor y quedó tendido de lado, con los desorbitados ojos llenos de terror, doblándose, retorciéndose y lanzando espesos hilos de saliva que me salpicaron la cara y el cuello. La lengua le colgaba a un lado de la boca y sangraba, pues se la había mordido con la conmoción del golpe.
El jinete gritó y cayó debajo del caballo, pero yo también tropecé y perdí unos segundos preciosos en levantarme mientras trataba desesperadamente de esquivar las coces del animal. Prácticamente no me quedaban fuerzas en los brazos y las piernas y me tambaleaba como un buey recién degollado para un sacrificio. Me volví con nerviosismo hacia el lugar donde había visto a Asteria por última vez. Allí estaba su raptor, que finalmente había conseguido ponerse en pie y asía aún un largo trozo de seda como si fuese un estandarte hecho jirones, aparentemente confundido y buscando a la joven en el mismo sitio donde se había soltado. En el suelo estaban los restos de la túnica que finalmente Asteria había conseguido desenredar de sus piernas y su cuello. Y a una distancia que era ahora de diez pasos, pero aumentaba segundo a segundo, estaba la veloz Asteria, que corría desnuda entre los estupefactos soldados enemigos, llevando únicamente el rubí de las cortesanas en el ombligo y un voluminoso escudo de mimbre que había robado a un persa muerto, para protegerse tanto de las espadas como de las miradas lascivas.
Al saltar por encima del caballo que acababa de derribar, di con las sandalias de cuero con tachuelas justo encima de la cara del jinete, que todavía forcejeaba para levantarse, y corrí tras Asteria, esforzándome por asestar golpes de espada con mi entumecido brazo derecho mientras ella se separaba de las filas persas y se colaba ágilmente, como un conejo asustado, por entre las llamas de las máquinas beocias. Yo no fui tan veloz como ella; preferí adoptar la postura cuya eficacia acababa de demostrar, de modo que agaché la cabeza y avancé con ímpetu, esperando lo mejor. Milagrosamente, lo mejor ocurrió y yo también salí ileso de entre las llamas.
Con las pocas fuerzas que me quedaban corrí entre los seguidores del ejército, que se aferraban a mí como a un dios salvador mientras buscaba desesperadamente a Asteria entre las caóticas defensas. Finalmente la encontré donde menos lo esperaba: sin pensar siquiera en su pudor, estaba ayudando a un grupo de mujeres a manejar los fuelles para disparar una máquina. Corrí hacia ella, la cubrí con mi ensangrentada y harapienta capa roja y ocupé mi puesto entre los defensores.
La sonora trápala de un solo caballo había sobresaltado a las tropas de Clearco, haciéndoles perder el mecánico ritmo de marcha que por puro agotamiento habían adoptado después de la batalla.
Estaban a una parasanga del campamento, buscando el campo de batalla de Ciro, convencidos de que habíamos ganado en todos los frentes. La mayoría rezaba para no volver a combatir aquel día, ya que una gran victoria puede hacer temblar a un hombre en la misma medida que una derrota, y lo único que deseaban los soldados era regresar al campamento, quitarse la armadura y descansar. Solo aquéllos que habían sido testigos directos del destino de Ciro sabían algo sobre él, y los griegos daban por sentado que había salido victorioso de su ataque y que seguiría merodeando y desplumando al enemigo hasta caer rendido.
El jinete, cubierto de sangre y de una dura capa de polvo y mugre, se abrió paso entre los soldados con tanta precipitación que cayó del caballo mientras llamaba a gritos a Próxeno. El paje de armas de Próxeno, que casualmente estaba cerca, tardó unos segundos en reconocer a Nicarco bajo las capas de polvo y sangre.
—¡Los persas! —exclamó Nicarco entre jadeos—. ¡Los persas están saqueando el campamento! ¡Busca a Próxeno!
El atónito paje no podía creer lo que oía. ¿El rey estaba en nuestro campamento? ¿Nos había vencido finalmente? Pero ¿y Ciro? El escudero corrió entre los infantes, gritándoles que continuaran la marcha, hasta que vio a Próxeno y a Clearco a lomos de sus respectivos caballos, discutiendo tranquilamente si debían perseguir a los persas o regresar al campamento. Nicarco les soltó la noticia a bocajarro, sin perder el tiempo en saludos. Con ojos llenos de incredulidad galoparon hacia las tropas, que habían girado hacia el campamento y apretado el paso antes de que se lo ordenasen. Clearco corría a pie delante de sus soldados, meditando con aire grave el posible significado de aquella noticia.
Cuando llegaron, el campamento era una ruina humeante. Los seguidores del ejército deambulaban como espectros, en busca de tiendas y alimentos rescatables. Las tropas del rey habían quemado y saqueado más de cuatrocientos carros de vituallas, llevándose la mayor parte de la cebada y el vino que habíamos transportado penosamente a través del desierto. Los agotados soldados, que esperaban con ilusión una comida caliente y una noche de sueño, tuvieron que contentarse con agua sucia, los mendrugos que se habían salvado de la rapiña y un descanso sin mantas sobre el duro suelo.
Pero aquello no era lo peor. Porque los informes de Clearco pronto nos confirmaron que Ciro —el motivo fundamental de la larga expedición y nuestra única esperanza de recibir orientación y provisiones en el viaje de regreso a Grecia— había muerto. Los griegos prácticamente no habían perdido hombres en la batalla, pero nosotros habíamos perdido nuestras preciosas provisiones y a nuestro jefe y benefactor. Fue una noche larga y fría.