I

UN EXPLORADOR PERSA LLEGÓ A GALOPE tendido en un caballo que echaba espuma por la boca y se detuvo junto a Ciro, con la mirada extraviada y la barba enmarañada y polvorienta a causa de la carrera. Habló a gritos en persa y en griego, mezclando a veces las dos lenguas, trabándose con las prisas.

—¡El rey… las tropas del rey vienen hacia aquí en formación de batalla! ¡Hoy es el gran día, mi señor! ¡Se acerca tu hora de gloria!

La noticia se propagó rápidamente por las filas, provocando pánico entre los seguidores del ejército y confusión entre los soldados. Los oficiales que iban al frente, cerca de Ciro, dieron media vuelta y corrieron a reunirse con sus unidades, chocando con los hombres que iban detrás. Alarmado por la posibilidad de que nos atacaran en cualquier momento y en una zona desfavorable, el príncipe envió a todos los oficiales a poner orden en el caos y preparar a sus hombres. También mandó jinetes a las montañas cercanas, para que vigilasen a las fuerzas del rey y buscaran un terreno propicio para la batalla. Él mismo se puso la coraza y las grebas.

Al cabo de media hora el ejército había formado en orden de batalla en la cima de una cadena de colinas bajas que discurría perpendicularmente al río. Estábamos a un paso de la pequeña aldea de Cunaxa, a seis meses y trescientas parasangas de Sardes y a solo tres días de marcha de Babilonia. Los espartanos ocuparon el importante flanco derecho a lo largo del Éufrates, junto a la división de Próxeno y a los mil jinetes paflagones de las tropas nativas de Ciro, todos los cuales estarían a las órdenes de Clearco. Menón ocupó el flanco izquierdo, junto a Aireo, y el resto de los bárbaros se situó en el centro. Detrás de las largas columnas se apiñaron desordenadamente los miles de seguidores del ejército, luciendo desdentadas sonrisas de expectación y blandiendo sus improvisadas armas, hechas con los despojos que habían encontrado en los campos de instrucción. Todos llevaban sacos o cestos, ya que no estaban dispuestos a regresar con las manos vacías. Detrás de ellos los intendentes trabajaban frenéticamente, agrupando las galeras de vituallas en un conjunto compacto y ordenado, arreando a los animales hacia corrales temporales y preparando la zona de enfermería y las tiendas para los oficiales. Los quinientos guardias lidios a quienes Ciro había mandado ocuparse de la organización del campamento, como castigo por su lamentable comportamiento ante la reina Epiaxa, se movían con impaciencia en medio del caos, irritados por la insignificancia de las tareas que les habían asignado. En el centro del frente, montado en su caballo, estaba Ciro, fácilmente identificable por su cabeza descubierta y su cabellera al viento, rodeado por seiscientos jinetes cuyas armaduras brillaban a la cegadora luz del sol.

Permanecimos formados en silencio, mirando hacia las colinas del este, desde donde llegarían las tropas del rey. Salvo por las ocasionales idas y venidas de algún jinete que recogía mensajes de los puestos de avanzada y llevaba las órdenes de Ciro a las posiciones más alejadas, nadie se movía. El ambiente era irreal e inquietante; decenas de miles de hombres petrificados y mudos, ese breve momento previo al combate en que las columnas están en orden, los soldados esperanzados, los caballos tranquilos y la homérica gloria de la batalla resulta más evidente y previsible que nunca.

Las lejanas colinas comenzaron a titilar en el calor de la tarde, volviéndose brumosas e indefinidas. Pequeñas moscas zumbaban alrededor de nuestras caras, y un reguero de sudor descendía por mis costados debajo del peto. La cabeza me ardía y escocía bajo el casco, y el casquete protector de fieltro estaba ya empapado en sudor. La tensión inicial, ese profundo nudo que había sentido en el estómago mientras me preparaba, había dejado paso a un dolor sordo y palpitante y a un peso en la parte inferior del vientre y en las rodillas; la apabullante y soterrada presencia de la expectación y el miedo. El calor empezó a afectar a algunos hombres, incluso a ciertos oficiales, que bebían el agua hedionda de los pellejos y charlaban despreocupadamente con sus compañeros. Unos pocos apoyaron los pesados escudos en el suelo, contra las rodillas, para estrujar los gorros de fieltro que usaban debajo de los cascos. Otros simplemente se sentaron en el suelo, lanzando gruñidos; habían llegado a la conclusión de que, por pequeño que fuese el descanso que pudieran ofrecer a sus tensas extremidades, compensaría las molestias de levantarse otra vez bajo el peso de la panoplia.

El sol nos castigaba despiadadamente, calentando el exterior de las armaduras y los cascos y cociendo nuestros cuerpos como hogazas de pan en un horno. La niebla se espesó, y empezábamos a preguntarnos si de verdad entraríamos en acción ese día cuando divisamos con claridad una nube parda flotando sobre el horizonte. Al principio era tan lejana e imprecisa que Jenofonte le restó importancia cuando se la señalé, achacándola al efecto del ardiente calor del sol sobre la arena. Después de unos minutos, sin embargo, notamos que la nube se acercaba y se hacía más densa y alarmante: era el polvo que levantaban los millones de pies del ejército de Artajerjes.

Por encima de las lejanas colinas el horizonte se puso negro y luego se convirtió en una gruesa línea ondulante, dibujando un gran arco desde el tramo inferior del Éufrates, a nuestra derecha, hasta el punto que se encontraba más a la izquierda de nuestro campo de visión. Finalmente la línea comenzó a extenderse y engrosarse, igual que la oscura sombra de una nube, avanzando inexorablemente hacia nosotros, como una plaga, conforme el colosal ejército compuesto por quinientos mil hombres y caballos se aproximaba en formación de batalla. Ninguna vista contemplada antes por mortales, ni el sitio de Tebas ni la destrucción de Troya, ni siquiera la guerra entre los dioses y los titanes, podía rivalizar con el puro y destructivo esplendor del enorme ejército del rey. La luz destellaba aquí y allí, donde el sol se reflejaba en las relucientes armaduras y en los pulidos bocados de los caballos, y momentos después las caprichosas ráfagas de viento transportaron hasta nuestros oídos las estentóreas órdenes de los oficiales, los relinchos de los caballos y los atronadores y rítmicos pasos… sobre todo los pasos.

Un rato antes Ciro nos había advertido que no permitiéramos que los gritos de guerra de los bárbaros nos pusieran nerviosos. Dado que él también era persa, estaba acostumbrado a aquella estudiada táctica de sus compatriotas, que consistía en tratar de romper la concentración del enemigo antes incluso de que empezara el combate, con un grito estridente que se oía a varias parasangas de distancia y pretendía sembrar el pánico en el corazón de cuantos lo oyeran. Pero esta vez el príncipe se equivocó: los bárbaros avanzaron en medio de un silencio absoluto, sin emitir sonido alguno, aparte del insistente ruido de pasos. En cierto modo esto era aún más inquietante, pues hacía que pareciesen espectros o dioses, en lugar de seres de carne y hueso.

Miré a Jenofonte, que se había quedado petrificado de asombro al ver aparecer de súbito, como de la nada, una ingente multitud de hombres y animales en el desierto y árido paisaje. Clearco fue el único que permaneció impávido ante el espectáculo. Trotaba incesantemente de un extremo al otro de las columnas en un magnífico corcel que echaba espuma por la boca, corrigiendo posiciones aquí, reprendiendo a un oficial allá, con sus largas y cuidadas trenzas asomando por debajo del casco de batalla espartano, que cubría toda la cara: era una imagen aterradora, pues el brillante bronce solo dejaba a la vista las ascuas de los ojos y la tupida barba.

Ciro se aproximó a nosotros, buscando a Clearco, pero éste terminó tranquilamente de bramar órdenes a sus capitanes antes de volverse hacia el príncipe, que aguardaba impaciente sobre su nervioso caballo.

—¡Alteza! —exclamó con satisfacción, y un mortífero brillo destelló en las profundas cuencas del casco de bronce—. ¡Éste es tu ejército griego! ¡Éstos son los hombres que te conducirán a la victoria!

Ciro hizo caso omiso de los alardes de Clearco.

—¡Victoria! Sí, quizá sobre las tropas auxiliares del enemigo. El falso rey y sus Inmortales avanzan hacia nosotros en el centro de las columnas… Si los reducimos, ganaremos la batalla. Estás en el flanco equivocado. ¡Cruza con tus hombres al flanco izquierdo!

Clearco lo miró estupefacto, luego observó mejor a las tropas que se acercaban y comprobó que el príncipe estaba en lo cierto; el ejército del rey era tan superior en número que su centro rebasaba nuestra ala izquierda, pues sus columnas se extendían mucho más allá de las nuestras. Sin embargo, la ventaja de trasladarse al otro lado de las filas a esas alturas era dudosa, y Clearco consideró intolerable la crítica implícita del príncipe a sus habilidades tácticas. Se quitó el casco indignado.

—¿En el flanco equivocado? ¡Y una mierda! La primera regla de la batalla, príncipe, es apostar las tropas más fuertes a la derecha.

Sin nosotros allí, la caballería del rey atravesará el ala derecha como si fuera mantequilla y nos rodeará por detrás. Si nos quedamos junto al río, no podrán flanquearnos; al menos por este lado. Créeme, he estado haciendo esto desde antes de que tú nacieras. Mientras yo esté al mando de las tropas griegas, estas permanecerán a la derecha.

Ahora fue Ciro quien se quedó boquiabierto ante el ostensible desafío de su subordinado, y tras una pausa cargada de asombro, reprendió al espartano con una retahíla de juramentos e insultos que me puso los pelos de punta incluso debajo del empapado casco y del casquete protector. Próxeno, Jenofonte y yo nos quedamos pasmados, mirando cómo Ciro y Clearco discutían a gritos mientras las colosales fuerzas del enemigo continuaban su inexorable marcha por la llanura, en dirección a nosotros. Artajerjes no esperaría a que zanjáramos nuestra disputa estratégica para iniciar el combate. Me desesperó ver a los dos generales a punto de llegar a las manos, pero Clearco no cedió. Hay pocos hombres más tercos que un viejo soldado, y ninguno más terco que un espartano. Finalmente Ciro alzó una mano, interrumpiendo a Clearco en mitad de una acalorada frase.

—Me he jugado mi vida y mi fortuna para vencer al falso rey en esta batalla —dijo con furia, en voz casi inaudible para el resto de los hombres— y no permitiré que un autócrata de mala muerte se interponga en mi camino. Te has opuesto a mis órdenes, pero no tengo tiempo para obligarte a cumplirlas. ¡El enemigo está casi sobre nosotros! Si no cargas contra el rey, ¡por los dioses que lo haré yo! Y te aseguro que volveremos sobre este asunto después de la batalla, Clearco.

Hizo girar al caballo con un furioso tirón de riendas y se alejó a medio galope, con la castaña melena ondeando a su espalda, mientras Clearco volvía a ponerse el casco con brusquedad. Sus largas trenzas espartanas, aceitadas y negras pese a las hebras grises que delataban su edad, cayeron sobre sus hombros como las serpientes de la Gorgona.

—El estúpido y vanidoso hijo de puta ni siquiera lleva casco —gruñó Clearco sin molestarse en bajar la voz para que los demás no fuéramos testigos de su insubordinación—. Si le gusta sentir el viento en el pelo, debería cabalgar sin calzones. Al menos así no pondría en peligro a todo el maldito ejército.

Próxeno habló por primera vez, acercando su caballo al nervioso animal de Clearco con el fin de tranquilizarlo, y mirando al furioso espartano a la cara.

—Clearco, tu posición es correcta, pero éste no es el momento de enemistarse con el príncipe. Con independencia de que Ciro tenga o no razón, has desobedecido una orden directa, cosa que jamás nos consentirías a nosotros. Por el bien del ejército y de nuestro futuro, envíale una rama de olivo antes de que comience la batalla.

Clearco lo miró indignado, y temí que fuera a atravesarlo con su espada por haberse atrevido a cuestionarlo; pero tras una larga pausa giró la cabeza en silencio y los músculos de su cuello se contrajeron furiosamente mientras apretaba las mandíbulas y contemplaba el rápido avance del enemigo. Tosió con fuerza para despejar su garganta del grueso y acre polvo; luego ladeó la cabeza, se apretó la nariz con el índice y el pulgar y sopló al suelo dos arcos de moco que estuvieron a punto de caer sobre el caballo de Próxeno. Acto seguido se giró hacia el otro lado para localizar al príncipe, que se había apostado a dos o tres estadios de allí, en una zona de observación más favorable.

—Eh, tú —dijo, mirando a Jenofonte—. Ve a llevarle un mensaje a Ciro. Dile que tendré cuidado y que todo saldrá bien.

Dio media vuelta con aire desdeñoso y se alejó al galope para continuar con los preparativos. Jenofonte y yo corrimos hacia Ciro, ansiosos por transmitir el mensaje y regresar a nuestros puestos antes de que empezara la batalla.

Solo dos estadios separaban ahora a las dos falanges, y ya podíamos distinguir las distintas unidades de los persas. La negra nube de infantería se fraccionó en individuos. La caballería, con sus coseletes forrados de seda blanca, apoyaba a la infantería pesada en el flanco izquierdo del enemigo, y Clearco hizo correr la voz de que el propio Tisafernes iba al frente de esos jinetes. Comprobamos que tenía razón un instante después, cuando avistamos el estandarte personal del comandante de los enemigos: un dorado caballo alado sobre un triángulo negro.

—¡Un dárico de oro para el que mate a ese hijo de puta cara de asno! —gritó Clearco a los que estuvieran lo bastante cerca como para oírlo. El entusiasmo de los hombres creció ostensiblemente.

Al cabo de unos minutos pudimos identificar a nuestra izquierda a la vanguardia del rey, los temibles medos, que marchaban en medio de un disciplinado silencio con las caras pintadas de colorete, zaragüelles violetas y el cuello y las orejas adornados con joyas. Se parecían a los afeminados eunucos de Ciro, pero sus cotas de malla, sus cascos con penachos de plumas y sus musculosos brazos añadían un aire siniestro a su apariencia por lo demás inocente, un efecto destinado a sembrar el terror en tropas poco disciplinadas, así como la ambigua cara de un payaso asusta a los niños pequeños. Los seguían tropas procedentes de las docenas de naciones que dominaba el rey de Persia y donde reclutaba por la fuerza a sus soldados: frigios, asirios, bactrianos, árabes, caldeos, armenios, curdos… la lista era interminable. Hasta nuestros hombres más expertos eran incapaces de distinguirlos, y mucho menos de recordar cuáles eran sus peculiares estilos de lucha, sus armas favoritas y sus artimañas para matar. Lo más sorprendente era la variedad de armas y artilugios defensivos que teníamos delante: desde los livianos escudos de mimbre que llevaban los arqueros cisios, tan distintos a nuestros discos convexos de roble y bronce, hasta las delgadas jabalinas de los egipcios, semejantes a juncos, mortíferas si se lanzaban a media distancia pero demasiado ligeras para la lucha cuerpo a cuerpo. Lo que más nos inquietaba a todos, excepto quizá a los espartanos, eran los sesenta carros falcados de los persas, tirados por caballos blancos. Los aurigas sonreían maliciosamente por debajo de las viseras mientras observaban nuestras filas, esperando la oportunidad de atacar con las cuchillas adosadas a los ejes y aplastar, o cortar por la mitad, a todos los soldados que encontraran a su paso. Pero Clearco no daba importancia alguna a la variedad de hombres ni a sus técnicas. Despreciaba por igual a todas las fuerzas enemigas, convencido de que los espartanos eran superiores en disciplina y resistencia y capaces de vencer a cualquier número de soldados.

Mientras el enemigo se acercaba, Clearco desmontó y se acercó a los adivinos que esperaban junto a las primeras filas. Igual que Eurípides, creía que un comandante sabio ha de atacar siempre con los buenos auspicios de los dioses, nunca en contra de sus deseos, así que ordenó que sacrificasen un cordero a Zeus y otro a Fobos, dios del miedo y la derrota, con la esperanza de que el segundo desviara la vista de nuestros hombres y la dirigiera a los persas. El propio Clearco inició el rito, y a pesar del implacable avance de las tropas enemigas, siguió con cuidado y rigor el protocolo, cortando la garganta del animal y dejando manar la sangre para aplacar a los dioses. Al caer en el suelo caliente y agostado, dejó solo una oscura y humeante mancha que desaparecería instantes después bajo el sofocante polvo, pues la tierra se curaba sola de las heridas y afrentas infligidas por los hombres en sus insignificantes lides.

Clearco aún no había dado la voz de firmes a sus hombres, que aunque estaban pendientes de las hordas enemigas y los sacrificios, fingían indiferencia y miraban de reojo, con los escudos apoyados contra las piernas. Algunos hasta seguían sentados en el suelo. Próxeno nos había advertido a Jenofonte y a mí de este inquietante hábito de los espartanos, una deliberada artimaña para demostrar su desprecio hacia el enemigo. Solo cuando los arqueros persas, apostados a un estadio de distancia, comenzaron a calcular la línea de tiro, los hombres se levantaron con aparente despreocupación y empuñaron sus escudos.

A una señal del trompeta de Clearco, los griegos gritaron a voz en cuello la consigna que habíamos preparado: Zeus sóter kai Niké!, ¡Zeus salvador y Victoria!, golpeando los escudos con las lanzas y subiendo el volumen con cada repetición, hasta que la propia tierra pareció temblar. Al cabo de unos instantes el agudo y estridente aullido de las flautas ahogó nuestras voces, una nota alta y sobrenatural que se creaba un arrítmico contrapunto con el infernal coro de bajos. El creciente y vibrante redoble de los tambores de piel de buey, que percibíamos como un violento temblor en el estómago, resonó a lo largo de las filas, y cuando su palpitante son se intensificó súbitamente, entonamos al unísono nuestro himno de guerra, el peán dedicado a Apolo. El clamor de las diez mil voces y el explosivo golpeteo de las lanzas contra los escudos cruzó el espacio que separaba a los dos bandos y pareció golpear físicamente a los persas, como si hubieran topado con una pared. Las compañías que estaban directamente enfrente de nuestra ala derecha titubearon, y la primera fila se desdibujó visiblemente mientras los hombres que avanzaban detrás se congregaban en pequeños grupos. Al oír otro ensordecedor pitido de la sálpinx, rompimos filas y avanzamos al trote hacia el flanco izquierdo de los persas. Nuestros hoplitas mantuvieron la ordenada y compacta falange mientras descendían por la suave pendiente de la colina, seguidos de cerca por la infantería ligera, que preparaba sus arcos mientras corría y cantaba incesantemente su sangriento himno. Cuando estábamos a unos cincuenta pasos de las líneas enemigas, la infantería pesada interrumpió su rítmico canto de guerra y lanzó un potente chillido, un aullido como de rabia contenida, invocando a Ares, el dios de la guerra, con un grito ensordecedor: «Eleléu! Eleléu! Eleléu!». Con perfecta sincronización bajaron las lanzas hasta ponerlas en posición horizontal, y los recién afilados bordes y puntas destellaron a la cegadora luz del sol, prometiendo una muerte dolorosa. Las bocas de los aterrorizados soldados enemigos se abrían y cerraban en silencio, crispadas por el miedo, y los caballos de sus oficiales ponían los ojos en blanco y giraban bruscamente la cabeza, ansiosos por escapar del rugiente muro de hombres y metal que se acercaba rápidamente.

El enemigo titubeó, y las primeras filas se detuvieron en seco. Los infantes persas de la retaguardia, que no podían ver lo que sucedía en lo alto de la colina porque sus compañeros les tapaban la vista, siguieron avanzando, atropellando a los que se habían detenido y sufriendo los empujones de los que marchaban detrás. Alentada por esta demostración de flaqueza, la infantería pesada griega echó a correr, haciendo un ruido infernal con las armaduras y los escudos. La disciplina de las tropas helenas era sobrecogedora: hombres adiestrados contra inexpertos, orden contra desorden, tropas que avanzaban con absoluta y mortífera precisión, tan compactas y uniformes como las escamas de un áspid.

En cuanto a lo que ocurrió después, es imposible precisar si los dioses fueron los responsables o si ningún enemigo hubiera sido capaz de resistir una marea humana tan arrolladora como la que formábamos. Las columnas de los persas sucumbieron sin ofrecer resistencia a la infernal tormenta griega, incapaces de afrontar siquiera el ensordecedor estruendo que se produce cuando los soldados de primera línea chocan y caen unos sobre otros en medio de un caos de metal, gritos y fluidos corporales. La primera línea se rompió, y pasamos por encima de los hombres como si fueran toperas, sin molestarnos siquiera en matar a los que huían, simplemente aplastándolos y avanzando hacia la fila siguiente, como un furioso y rugiente muro de hierro y muerte. Los enfervorizados seguidores del ejército, que nos seguían de cerca, comenzaron a despojar a los muertos de los objetos de valor o los comestibles, usando palos y desechadas cabezas de lanza para acabar con cualquier enemigo que continuara moviéndose o llorando tras la arremetida de nuestros hoplitas. Los persas que iban en primera línea trataban desesperadamente de dar media vuelta y correr hacia la retaguardia, pero los que iban detrás, en formación de quince o veinte en fondo, seguían avanzando obstinadamente, como buenos esclavos, espoleados por los látigos o las amenazas de sus mandos, impidiendo la retirada de sus asustados compañeros. El pánico alimentó al pánico y se produjo una matanza. Hasta los pocos persas que en un principio estaban dispuestos a plantarnos cara se acobardaron al ver que los habían dejado solos, y se sumaron a la estampida.

Nuestros arqueros apuntaban especialmente a los aurigas, que habían permanecido detrás de su infantería pesada, esperando a ver un claro entre los combatientes para abrirse paso con sus mortíferas guadañas sin despedazar a sus propios compañeros. Los espartanos despreciaban aquellas máquinas de guerra y hacía cien años que habían dejado de usarlas. Sin embargo, les entusiasmaba la idea de enfrentarse a ellas, pues habían llegado a dominar la técnica de abrir brechas por las que los aurigas avanzaban sin causar daños, mientras uno o dos espartanos atacaban desde un lado y apuñalaban al conductor o al caballo. En su juventud, Clearco había sido un experto en este truco.

Pero los espartanos se llevarían una decepción, porque ni un solo carro falcado logró llegar hasta las filas de los griegos. Nuestros arqueros derribaron a varios cocheros, y en el caos que reinó a continuación ningún infante persa se molestó en ocupar su puesto ante las riendas. Los aterrorizados caballos corrían sin rumbo, violando con las afiladas cuchillas la santidad y virginidad de la frágil piel de los hombres de su propio bando, segando un brazo aquí y una cabeza allí, atravesando corazas y costillas como si fuesen queso, exponiendo los secretos de los dioses ante la mirada maliciosa o espantada de los mirones. Yo vi cómo dos beocios del batallón de Próxeno, que resultaron ser hermanos, subían a dos de esos carros desbocados e imponían método y disciplina a la carnicería que estaban perpetrando, volviendo así el arma más pavorosa de los persas en contra de sus propietarios, y con devastadores efectos. Abrieron una sangrienta brecha en la sección más compacta de las líneas enemigas y luego, sonriendo tranquilamente, llevaron sus trofeos a Próxeno, con trozos de carne sanguinolenta y chorreantes tiras de los cascos de cuero todavía adheridas a las asesinas cuchillas. Sócrates dijo una vez que para espiar en el interior de un ser humano uno puede hacerlo reír u observarlo cuando está enamorado; olvidó añadir que también puede usar una espada o una lanza. Este método prueba más allá de cualquier duda que las personas se asemejan más por dentro que por fuera, y que de hecho se diferencian poco de los cerdos o los asnos.

Jenofonte galopaba de un extremo al otro de la línea más cercana, hacía girar a su caballo en una cerrada curva al final de cada tramo y observaba atentamente a Tisafernes, buscando indicios de un ataque o un intento por flanquear a nuestras tropas. Pero este ejercicio resultó inútil: la caballería de Tisafernes no podía hacer nada en aquel caos, y permaneció congregada en la retaguardia, aguardando con nerviosismo el resultado de la batalla. Yo miré a Próxeno, que entraba y salía de la carnicería a lomos de su caballo, tratando de poner orden en la furiosa lucha, y a Clearco, que después de conducir a sus hombres hasta las líneas enemigas había retrocedido para controlar la situación y ahora observaba impasible a lomos de su caballo cómo sus hombres se abrían paso entre los adversarios como si segaran un campo de trigo.

Finalmente, los persas supervivientes de las filas del centro y el fondo comenzaron a retirarse. Los griegos los persiguieron, pisoteando los cuerpos de los caídos, resbalando sobre la sangre que cubría el suelo y agitando la viscosa mezcla de barro y orina que llegaba hasta el tobillo, salpicada con trozos de armas y los excrementos de los moribundos. Las lanzas de los helenos —tanto la de una sola punta como el sauroter o «asesino de lagartos», terminado en un puntiagudo pico de bronce que se clavaba en el suelo cuando el arma estaba en posición de descanso— hacía tiempo que se habían roto y habían quedado destrozadas en los frágiles cráneos y espaldas de los persas, así que ahora nuestros hombres daban golpes a ciegas con las cortas espadas. Aterrorizados, muchos persas arrojaron los escudos y las armas, renunciando a protegerse y a pelear, con lo que contribuían a su propia muerte. Las bajas del enemigo se contaban por millares, mientras que nosotros apenas habíamos perdido hombres, y nuestro único padecimiento era el hormigueo de nuestros brazos, agotados por el esfuerzo de la implacable matanza.

Clearco despertó por fin de su aparente tedio ante la apabullante carnicería y ordenó al trompeta que tocara la señal de alto. Durante un rato que pareció una eternidad, no ocurrió nada. El terrible baño de sangre continuó. Pero finalmente, después de varios trompetazos más, Clearco decidió entrar en la refriega y comenzó a golpear a sus propios hombres con el recazo de la espada para obligarlos a suspender la batalla. Los griegos salieron de su demencial y sangriento trance y se detuvieron, jadeando. Agotados, bajaron lentamente los brazos y permanecieron temblando en su sitio. El terrible fragor de la batalla fue desvaneciéndose hasta convertirse en un mero eco en nuestra mente, y gradualmente lo reemplazaron los gemidos de los heridos y los moribundos. La apariencia de los soldados era infernal, olímpica: cubiertos de sangre desde el casco hasta las grebas, cualquiera hubiese dicho que habían nadado en ella como perros; sus ojos destellaban malicia a través de la sombra de las viseras y los músculos de sus hombros y muslos estaban hinchados y tensos. Respirando con dificultad y con las piernas flaqueando por el agotamiento, algunos apartaban con el pie cadáveres y vísceras anónimas y se dejaban caer en el humeante y fétido lodo. El aire quieto y sofocante se llenó de gemidos de dolor, los últimos estertores de los persas que aún no habían sido despachados por los implacables vivanderos. La sangre había teñido la tierra de púrpura y corría en regueros, formando charcos y acumulándose en las depresiones del terreno, y los cadáveres yacían amontonados, con los escudos atravesados, las lanzas astilladas y las dagas desenfundadas, unas pocas en el suelo, la mayoría clavadas en los cuerpos y algunas todavía en manos de los muertos. Los griegos más fuertes luchaban por mantenerse en pie, con las manos aún temblando por la conmoción y la impetuosidad de sus esfuerzos, y buscaban compañeros en los que apoyarse, aunque fuesen desconocidos, para descansar y sentir un poco de calor humano.

Solo ahora se daban cuenta de la magnitud de su hazaña y del peligro que habían corrido. Pese a nuestra impresionante temeridad, el ataque había sido precario: los hombres habían mantenido los escudos en línea por pura disciplina, pero el efecto involuntario había sido ocultar al enemigo lo que había detrás de nuestro frente. De hecho, nos habíamos dispersado tanto con el fin de cubrir la longitud de la formación persa que nuestra falange era de solo cuatro filas de fondo, la mitad de lo normal. Solo teníamos una posibilidad de penetrar en las filas enemigas y, contra todo pronóstico, lo habíamos conseguido.

Clearco desmontó y caminó solemnemente entre los aturdidos hombres, prestándole a uno un hombro en el que apoyarse, ayudando a otro a levantarse del sitio donde sus rodillas habían cedido al peso de la conmoción. Me sorprendió verle pronunciar serenas y quedas palabras de ánimo, y contemplé atónito cómo cada hombre se recuperaba visiblemente mientras él marchaba entre las filas. Conforme avanzaba, los hombres parecían mucho más erguidos y fuertes que aquellos cuyos hombros no había tocado aún. Comprendí que la fuerza de Clearco, su ferocidad, procedía de esa capacidad suya para reconfortar e inspirar a sus hombres. Al cabo de unos instantes se subió a una roca, se apartó el casco de la cara y alzando su ensangrentada espada hacia los cielos lanzó un estremecedor grito a los dioses:

—¡Señor de los dioses, protector de los ejércitos, estos hombres… estos hombres son griegos! ¡Zeus salvador y Victoria!

Los hombres se levantaron con actitud triunfal, golpearon estruendosamente los escudos con las espadas y repitieron el formidable grito de guerra. Al oír un ahogado «Eleléu, eleléu!», proferido con esfuerzo desde algún lugar cercano, miré a mi espalda y vi que procedía de la seca y constreñida garganta de Jenofonte, que también contemplaba a Clearco con un brillo triunfal en la mirada.

Los hombres se retiraron para descansar un momento, mudos a causa del agotamiento y agradecidos por seguir con vida, y bebieron vino aguado de los pellejos. A petición de Próxeno, cabalgué con él hasta la cima de una pequeña loma y agucé la vista para ver más allá de las olas de calor que se alzaban del suelo, hacia el sitio donde estaban la caballería de Ciro y el flanco izquierdo de los griegos, que aguardaban el resultado de nuestro combate. El aire seguía cargado de polvo, pero se fue asentando lentamente y logré divisar el resto de nuestras tropas, apostadas a aproximadamente ocho estadios de distancia. Levanté el estandarte del batallón de Próxeno y lo agité trazando vertiginosos círculos; de inmediato me respondieron alzando sus propios estandartes y armas en señal de júbilo. Un instante después oí una ovación que cruzó la llanura. Miré a Próxeno, cuyos ojos sonrieron bajo la visera levantada del casco.

El peligro más inminente era el flanco derecho del rey, que se extendía hasta donde alcanzaba nuestra vista, rebasando con creces la corta ala izquierda de Ciro. El propio rey se había desplazado para enfrentarse directamente con Ciro, y por lo visto había ordenado un movimiento envolvente, pues su larguísimo flanco derecho estaba girando como para rodear el flanco izquierdo del príncipe. Hasta el más ignorante paje de armas hubiera visto que, a menos que se tomaran medidas inmediatas, las tropas de Ciro serían rodeadas, con lo que se verían obligadas a retroceder y a dejar a nuestro grupo aislado y vulnerable, o empujadas hacia la orilla derecha del río, en cuyo caso quedaríamos a merced de nuestras parcas, atrapados entre un colosal ejército en el frente y un río infranqueable a nuestras espaldas.

Al ver el dilema en que se encontraba el príncipe, Clearco ordenó a sus hombres que se levantasen y formasen filas, y cansinamente y a paso forzado, cruzamos bajo el sol cegador la llanura que acabábamos de recorrer para ir en auxilio de las tropas de Ciro. Pero la caballería de Tisafernes no se veía por ningún lado, y cuando se lo dije a Jenofonte, éste alzó la vista, alarmado. Próxeno le había ordenado que vigilase los movimientos de esta arma, pero el agotamiento y el júbilo por nuestra pequeña victoria sobre los persas habían hecho que descuidase su misión durante unos minutos.

Ciro no iba a esperar a que llegásemos ni a que rodeasen sus tropas para atacar. Sorprendentemente, mandó tocar la trompeta y comenzó a avanzar hacia la infantería pesada del rey, seguido por la compacta formación de sus seiscientos jinetes, que luchaban por guardar el frenético paso de su jefe mientras lanzaban el pavoroso y estridente grito de guerra persa. Los hombres del rey pararon en seco y se quedaron petrificados de asombro. Pese a ser soldados bien entrenados, que a diferencia de los que acabábamos de vencer no se acobardarían ante el primer movimiento del enemigo, no eran tan imprudentes como para seguir adelante ante el vertiginoso avance de la caballería de Ciro.

A una orden del rey, sus arqueros dispararon las flechas, creando una espesa nube como de pájaros perversos que silbaban y zumbaban en el aire. Algunas flechas alcanzaron a los caballos de la vanguardia de Ciro, que trastabillaron y arrojaron a sus jinetes, provocando un auténtico caos, ya que los hombres que iban detrás tropezaron con los convulsionados cuerpos de los caídos. Se desató otra lluvia de flechas, y esta vez fueron más las que dieron en el blanco, pero Ciro siguió adelante, con su larga melena agitándose tras su descubierta cabeza como una antorcha en una ventolera.

Con un rugido de hombres y caballos rabiosos y el estrepitoso choque del metal contra el metal, la carga de la caballería del príncipe contra los enemigos vestidos con armadura sonó como una explosión. Hombres y bestias emitieron terribles aullidos mientras las primeras filas de los persas eran arrolladas despiadadamente y los caballos de la vanguardia de Ciro, atravesados por jabalinas o con las patas lisiadas por las espadas enemigas, arrojaban al suelo a sus jinetes. Ahora corríamos tan rápido como nos permitía la fatiga, resueltos a apoyar al príncipe en su intrépido ataque contra unas fuerzas tan superiores a las suyas, pero a la vez incapaces de creer lo que veíamos: que ningún caballo de Ciro salía del remolino de polvo, mientras que un constante reguero de enemigos desmoralizados y aterrados corría hacia la retaguardia del rey, extendiendo la polvareda y ensombreciendo lo poco que podíamos ver de la batalla.

Poco pude ver a partir de este momento a causa del polvo y de la creciente oscuridad, de manera que tendré que fiarme de lo que me contaron los compañeros de Ciro después de la batalla. Incluso a la luz del día es imposible que los combatientes lo vean todo, y de hecho en la batalla, igual que en tantas circunstancias de la vida, nadie está al tanto de lo que ocurre más allá de su entorno inmediato. Cuando por fin llegamos al lugar donde el príncipe había cargado contra el enemigo, allí no quedaba nadie con vida. Las fuerzas combatientes se habían lanzado a la carrera, como dos perros rabiosos rodando calle abajo, y en medio de la confusión los seiscientos hombres de Ciro se habían dispersado en pequeños grupos, que estaban aplastando a los persas por docenas. El propio príncipe se había lanzado contra el general del rey: usó primero la lanza para atravesar el lomo del caballo y obligarlo a arrojar a su jinete y luego, cuando éste estaba indefenso en el suelo, se la hundió en el cuello.

La visión de su general temblando y retorciéndose, clavado al suelo por la punta de la lanza, rompió la moral de los pocos soldados enemigos que aún mantenían el orden, y comenzaron a huir individualmente o en pequeños grupos a través de la vasta llanura, dispersándose para no ser atropellados por la caballería de Ciro. La táctica del príncipe estaba funcionando, pues al derrotar a la guardia del rey había logrado que el flanco derecho cesara su movimiento envolvente, ya que los oficiales querían ver el resultado de la batalla antes de seguir avanzando hacia las tropas de Arieo y Menón.

Después de una frenética carrera por la llanura, Ciro avistó por fin al rey y a los sobrevivientes de su séquito, que trataban de mantener el orden en la retirada.

—¡Allí está! —gritó el príncipe—. ¡Muerte a cualquiera que ataque al rey antes que yo!

Galopó hasta Artajerjes y lo golpeó con el extremo ahora romo de la partida lanza, derribándolo del caballo. Pero justo en ese momento uno de los hombres del rey arrojó su jabalina para detener al príncipe sediento de sangre y se la clavó por debajo del ojo, dejándolo inconsciente en el suelo. La guardia personal del rey y el séquito de Ciro se enzarzaron en una violenta pelea, cada grupo disputándose la posesión del cuerpo de su jefe. Ninguno de los dos bandos sabía a ciencia cierta si el rey y el príncipe continuaban con vida, pues los dos hermanos yacían inmóviles como piedras, con los brazos extendidos, casi rozándose. Al cabo de unos instantes, el rey se incorporó con torpeza y se unió a la refriega, que había dejado de ser un combate regio sobre magníficos corceles para convertirse en algo más parecido a una pelea entre soldados rasos: en el suelo, en medio de orines y barro, y con el rey luchando por su vida.

Finalmente los hombres de Artajerjes se impusieron a los nuestros y mataron a ocho de los soldados que intentaban proteger el cuerpo del príncipe. Uno de ellos, Artapes, un escita corpulento y lleno de cicatrices que había estado junto al príncipe desde que era un niño y había sido su más leal protector, saltó del caballo y cubrió a Ciro con su gigantesco cuerpo, recibiendo en la espalda el impacto de veinte lanzas destinadas a su jefe. Incluso así continuó vivo y respirando, y cuando el rey se acercó al lugar donde yacía Ciro, descubrió con disgusto que el viejo soldado seguía gruñendo con virulento odio a través de sus rotos dientes, pese a las lanzas que brotaban de su espalda como las cerdas de un jabalí y a la sangre que manaba por todos los orificios de su cuerpo. El rey se arrodilló y le suplicó a Artapes que se apartase de Ciro, pues no quería matar al viejo escita, que también había sido instructor suyo en la infancia. El soldado le escupió con furia, demasiado cansado y débil para maldecirlo con palabras, aunque sus vidriosos ojos todavía lo miraban con odio ponzoñoso. Compungido, el rey cogió la cimitarra que Artapes llevaba al cinto y murmuró una breve oración. Luego dejó caer el arma y con un rápido golpe seccionó a la vez la grandiosa y magullada cabeza del temible guerrero, cuyos ojos continuaron brillando con ferocidad en las ciegas cuencas, y la pequeña, tersa y casi infantil cabeza de Ciro, que rodó varios pasos cuesta abajo y se detuvo junto al entrecano mentón de Artapes, como si incluso muerto siguiera buscando el amparo y la protección de su antiguo tutor; parecían dos máscaras de yeso arrojadas despreocupadamente a un lado una vez terminada la función.