V

NUESTROS ANIMALES SUFRIERON MUCHÍSIMO durante la marcha; morían por docenas, aunque curiosamente el desierto proporcionaba sustento a miles de seres salvajes. Habría sido el paraíso de un cazador, pero pocos teníamos la energía necesaria para perseguir a esas bestias. Viajábamos permanentemente vigilados, incluso acompañados, por veloces onagros, avutardas y gacelas; además de avestruces, a las que los hombres evitaban desde que una había matado a un soldado de una patada en la cabeza. Nuestros guías indígenas decían incluso que en el desierto había una misteriosa aldea poblada por hombres con cara de cerdo, de donde los viajeros perdidos jamás regresaban en su sano juicio. Yo no hacía ningún caso a esas supersticiones campesinas y de vez en cuando perseguía a los onagros, que parecían el objetivo más fácil entre la fauna local. Pero corrían mucho más que nuestros caballos, y me aventajaban tanto que a veces se detenían un momento, como si se burlaran de mí y me desafiaran a acercarme. En cuanto lo intentaba, sin embargo, echaban a correr otra vez, manteniéndose siempre fuera del alcance de mis flechas. Por un arduo procedimiento de ensayo y error, descubrimos que era posible matarlos si los jinetes se apostaban a intervalos regulares y los cazaban por relevos, hasta que el animal caía rendido. En el proceso, no obstante, se extenuaban también cinco o seis jinetes y caballos, un método poco eficaz de obtener carne para el ejército.

Durante una de estas persecuciones de asnos salvajes me alejé unos centenares de estadios del grueso del ejército, hasta un terreno escarpado y un profundo barranco, donde mi yegua tropezó en un hoyo. Su pata se partió como una paja, y el animal me arrojó de cabeza sobre unas rocas de bordes afilados. Debí de permanecer inconsciente durante largo rato, pues cuando desperté el sol estaba bajo y mis compañeros habían desaparecido de la vista. Habíamos organizado una cacería por relevos, y con toda probabilidad pasarían horas antes de que me echaran de menos. Mi cabeza palpitaba como un martillo contra un yunque debido a la caída y al calor que me había abrasado durante toda la tarde, y movido por un imprudente impulso vacié mi odre, bebiendo con avidez durante unos instantes y arrojando el resto de la salobre agua del Éufrates sobre mi dolorida cabeza, lo que me proporcionó escaso alivio.

La yegua estaba tendida a pocos pasos de mí, berreando como un niño y convulsionándose a causa del calor y del dolor de la fractura múltiple. Era preciso matarla, cosa que hice con pesar y cierta dificultad, aplastándole la cabeza con una piedra. Luego subí a lo alto de la cuesta para orientarme, y a la luz del crepúsculo me pareció vislumbrar la nube de polvo que levantaba el ejército mientras avanzaba por el desierto. Eché a correr en esa dirección, acompañado por mi cada vez más largo doble negro, y afanosamente mantuve el paso durante la mayor parte de la noche. Guiándome por las estrellas, solo hice una breve pausa para descansar cerca de los semienterrados restos de las mulas de una partida de viajeros, unos huesos tan blancos y limpios que parecían casi incandescentes a la luz de la luna.

A la mañana siguiente, cuando despuntó el alba, divisé otra vez la nube de polvo, pero descubrí con desazón que estaba a la misma distancia que la noche anterior y que en realidad no era polvo, sino la habitual calima que cubría el horizonte, causada por las olas de calor que emanaban de la arena y las rocas. A estas alturas estaba asustado y mortalmente sediento, pues además de correr durante toda la noche no había bebido nada desde la tarde anterior. Cerca del mediodía me sentí incapaz de seguir adelante, y tras encontrar un pobre refugio de la ferocidad del sol en una hondonada rocosa, me tendí a esperar la muerte.

A la mañana siguiente me despertó el suave tañido de unas campanas. Mi boca sabía mal, a lanas, y mi piel estaba caliente y sensible al tacto. Comprendí vagamente que tenía fiebre, y que debía de padecerla desde hacía tiempo, quizá horas, porque en mi delirio e irritación me había quitado las pocas prendas que llevaba, que estaban esparcidas a mi alrededor, hechas jirones. Contemplé durante unos instantes el vasto y estéril cielo, tratando de aclararme las ideas y orientarme, preguntándome por qué no estaba muerto aún, hasta que volví a oír aquel sonido, el lejano tañido de unas campanas.

Me incorporé con dificultad y miré alrededor, pero no vi mucho más que desde la estrecha hondonada de piedra. Con las rodillas temblorosas y conteniendo las arcadas que me subían por la garganta, fui buscando cautelosamente los naturales puntos de apoyo de la cuesta para trepar a la cima. No estaba más alta que la cabeza de un hombre, pero en mi estado de debilidad me parecía la cumbre del monte Olimpo. Una vez allí me dejé caer boca abajo y descansé durante unos instantes, luchando por aclararme la vista, hasta que fui capaz de ponerme en pie y buscar con mis empañados ojos la fuente del sonido.

No resultó difícil. A poco más de treinta pasos había un pequeño rebaño de amarillentas ovejas, con el mugriento pelaje cubierto de polvo y abrojos del desierto, mirando tontamente por entre la lana que les caía sobre la cara mientras caminaban despacio por un sendero apenas visible en la grava. El fuerte y mohoso olor de su sucia lana llegó flotando hasta mí y me produjo una sensación curiosamente reconfortante. Las ovejas permanecieron ajenas o indiferentes a mi presencia, y continuaron soltando suaves balidos y haciendo sonar sus esquilas de bronce como si yo fuera menos importante que un tocón o un arbusto marchito.

Pero no para su pastora. La niña, que llevaba una holgada y sucia túnica del color de sus animales y un delgado trozo de lino atado a la cabeza para protegerse del sol, no debía de tener más de doce o trece años. Había estado arreando a su rebaño por un camino paralelo a la hondonada, y ahora se encontraba a menos de cinco pasos de mí, mirando con mudo asombro al gigante de ojos vidriosos que había aparecido ante ella, como brotado del suelo, completamente desnudo. Ni siquiera tuve fuerzas para cubrirme con las manos, ni para pedirle un trago de agua del odre que vi colgando de su hombro, pues la oscuridad se cerró rápidamente desde ambos lados de mi campo de visión, reduciéndolo inexorablemente hasta convertirlo en un punto de luz en un túnel, un diminuto círculo centrado en el húmedo pellejo de agua que tenía delante. Avancé a tientas hacia la niña con los brazos extendidos, oyendo sus jadeos y su grito como desde una inmensa distancia, pero entonces hasta el ojo de aguja en que se había transformado mi visión se ensombreció y desapareció.

Desperté como si regresara desde esa misma distancia infinita, con el grito de angustia de la niña todavía resonando en mis oídos, y permanecí inmóvil largo rato, con los ojos cerrados, tratando de adivinar dónde me encontraba por la sensación de mis omóplatos debajo de mí y por el peso de la tela que me cubría. Sentía la boca como si una rata hubiera anidado en ella, parido dolorosamente y muerto. Los gemidos continuaban, y abrí con cautela un ojo empañado e inyectado en sangre.

La tienda de cuero engrasado era pequeña y austera, y a través de la puerta abierta vi que comenzaba a anochecer. Un pequeño fuego de excrementos secos de oveja humeaba poco más allá, y oí el reconfortante rumor de personas que caminaban despacio y conversaban mientras se ocupaban de sus quehaceres. Los gemidos no eran de miedo o angustia, como me habían inducido a pensar mis sentidos trastornados por la fiebre, sino el sereno canto de la niña, que estaba sentada tranquilamente en un rincón de la tienda, moliendo delicadamente algo con un pequeño mazo de piedra. La miré en la penumbra sin moverme, y esta vez me fijé en su larga melena negra, trenzada en un intrincado peinado que rodeaba su cabeza, y en su holgada túnica, la misma que llevaba antes. La prenda le cubría por completo los hombros, la espalda y las piernas, a diferencia del vaporoso chiton que usaban las mujeres atenienses en las noches estivales. La cara de la joven comenzaba a mostrar las esbeltas líneas de la mujer en la que se estaba convirtiendo, pero aún conservaba la delicada y confiada inocencia de una niña. Mientras rasqueteaba y molía, su expresión reflejaba una concentración absoluta en la sencilla tarea que tenía entre manos y satisfacción ante sus progresos. Me moví un poco y ella interrumpió su canturreo para mirarme fijamente, como si por segunda vez en el día se sorprendiera de verme. Esta vez, sin embargo, esbozó una sonrisa de alegría, se levantó rápidamente, se acercó y se arrodilló a mi lado. Cogió el pellejo de agua, le quitó el tapón de hueso y sostuvo la abertura sobre mi boca. Yo se lo arrebaté y bebí con avidez, pero ella lo apartó riendo, murmurando algo que parecía una regañina, y luego salió por la puerta llevándose el pellejo.

Oí voces excitadas en el exterior; luego levantaron la colgadura que hacía las veces de puerta y varias personas entraron en la diminuta estancia. Eran bajas y delgadas, y todos, hombres y mujeres por igual, vestían ropa de la misma tela basta y sucia. Lo más curioso era que llevaban las manos y la cara completamente cubiertas por trapos mugrientos, como para protegerse del calor y el polvo del desierto. El intrincado envoltorio solo permitía ver sus ojos, oscuros y penetrantes. Hablaban quedamente en su incomprensible y gutural lengua mientras contemplaban mi cuerpo extendido debajo de la manta. Entonces entró una vieja, la única con la cara descubierta, exhibiendo un semblante a primera vista tan arrugado y semejante a una pasa como el de la Pitia. Sin embargo, cuando se inclinó sobre mí entre las sombras, cuando la vi mejor a través de la bruma de la fiebre, su rostro adquirió un aspecto aterrador: debajo de los oscuros y brillantes ojos no había una nariz, sino más bien dos fosas dilatadas, como la punta del hocico de un verraco, y unos dientes expuestos por una sonrisa pavorosa, tan prominentes que daba la impresión de que los estrechos labios no alcanzaban a cubrirlos. Cerré los ojos con fuerza y luché por recuperar la lucidez, por escapar de esa visión de hombres-cerdos, como alguien que mientras sueña sabe que está soñando y se obliga a despertar.

La mujer me pasó una mano por la cara y la frente, justo por encima de la piel pero sin llegar a tocarla… supongo que tratando de tomarme la fiebre. Pero cuando volví a abrir los ojos, lleno de aprensión, no vi la mano de una mujer, sino la corta pata de un cerdo, descolorida y contrahecha, entrando y saliendo de entre las sombras por encima de mi cara. Por lo visto detectó el calor febril que irradiaba mi piel, porque se volvió hacia la niña que estaba junto a su hombro y con tono cortante le dijo algo que la hizo salir corriendo. A continuación la mujer-cerdo me quitó suavemente la manta, dejándome en mi estado natural ante la evidente estupefacción de los presentes, cuyas miradas ascendían y descendían por mis miembros mientras sus voces quedaban reducidas a murmullos. Me senté e hice un débil amago de cubrirme con la manta, pero me invadió una súbita sensación de mareo y náuseas y volví a acostarme rápidamente, decidido a soportar la pesadilla hasta que llegara la reconfortante luz del amanecer.

La niña regresó al cabo de unos minutos, con una vasija de barro que contenía una sustancia parecida al vinagre pero de olor más intenso y apestoso. Con ella mojó generosamente unos trapos recién lavados, que sacaba de un cesto. Sin hacer caso de mis débiles protestas, fue empapando mi cuerpo con la poción, levantándome las extremidades e impregnando pliegues y hendiduras, atenta a las instrucciones de la mujer-cerdo. La misteriosa y balsámica sustancia fue como un ungüento para mis sarpullidos, como cuando sales mojado del baño y notas una brisa fresca sobre tu piel húmeda.

Mientras trabajaban, conversaban: la vieja señalaba los sitios que la niña pasaba por alto y reía quedamente ante sus perplejas preguntas, al tiempo que yo abría y cerraba mis hinchados y empañados ojos, por el miedo y la curiosidad, en un desesperado intento de volver a ver con claridad. Finalmente recurrí al resto de mis sentidos, en particular el oído, y procuré adivinar qué decían las mujeres. Al mirar a la vieja, la niña repetía una y otra vez una palabra, un vocativo que interpreté como «abuela», mientras que la anciana se dirigía a ella con otra palabra: Nasiq, el nombre de la niña.

Así pasé dos días y dos noches, aunque solo lo sé porque más tarde me lo dijeron mis compañeros. Mi noción del tiempo era confusa, pues oscilaba entre el delirio y la lucidez, el terror y el agotamiento. Nasiq me humedecía diligentemente el cuerpo con el refrescante líquido varias veces al día, y dos hombres, a quienes tomé por el padre y el hermano de Nasiq, pasaban de vez en cuando para controlar mis progresos. A veces llevaban la cara cubierta; otras veces exhibían sus hocicos de verraco mientras me sometían a un interrogatorio en su lengua, al que yo era incapaz de responder, y me ofrecían chamuscados trozos de lagartija o de un pan tosco y plano. La abuela los echaba con malos modos, ya que me había impuesto un régimen compuesto por pequeñas cantidades de agua y algunas cucharadas de un caldo acre que me administraba Nasiq. El amable y a la vez brusco método de curación de la abuela, que me cuidaba pero sin llegar a tocarme, contrastaba con las largas miradas y los frescos dedos de la niña, que se posaban suavemente en mi frente después de los baños. Sin embargo, en varias ocasiones la vieja le habló con brusquedad, y entonces los ojos de la niña se llenaron de lágrimas mientras se incorporaba y se marchaba a cumplir las órdenes de su abuela. Dado mi estado de debilidad y confusión en aquellos momentos, ahora no sabría decir cuánto de lo que recuerdo es verdad y cuánto es solo fruto de mi febril ensueño.

En la tarde del tercer día me despertó la trápala de unos caballos y unos gritos masculinos. Sin embargo, a estos primeros signos de actividad en el exterior pronto le siguieron otros gritos, esta vez de aflicción, acompañados por el sonido de la presurosa huida de los caballos que acababan de llegar. La fiebre había bajado y me sentía mucho más alerta, aunque tremendamente débil, cuando me pareció oír la grave voz de Próxeno llamándome desde muy lejos. Con enorme esfuerzo me incorporé y me apoyé sobre un codo. La puerta de la tienda se abrió e irrumpió Nasiq con cara de preocupación. Después de tocarme la frente para comprobar si tenía fiebre y mirarme a los ojos para ver si había recuperado la lucidez, pareció satisfecha y me ayudó a beber unos sorbos de agua del pellejo. A continuación, murmurando algo en su lengua, me indicó con señas que me levantara, cosa que hice con dificultad y entre temblores. Entonces advertí con sorpresa, como un espectador que observara objetivamente la escena, que ya no sentía pudor alguno al exhibir mi desnudez ante la niña. Ella, sin embargo, contempló mi cuerpo como si lo viera por primera vez, rió con tono de reproche y me envolvió recatadamente con la manta, pasándola por debajo de mis axilas y sujetándola con una horquilla que desprendió de su cabello. Luego me indicó que me agachara y saliera de la tienda.

Salí con paso tembloroso y me quedé parpadeando bajo la intensa luz, todavía incapaz de ver claramente con mis ojos dañados por el sol. Nasiq me condujo despacio hasta un pequeño y espinoso árbol que estaba a unos pasos de distancia, y me apoyó contra él mientras el mundo daba vueltas a mi alrededor. Era la primera vez que salía de la tienda, y al examinar lentamente el paisaje circundante, descubrí con sorpresa que la de Nasiq no era la única tienda allí, sino que formaba parte de una pequeña aldea nómada de unas veinte estructuras semejantes, todas confeccionadas con el mismo cuero engrasado, con pequeños fuegos humeando delante de cada una. Sin embargo, no había señales de otros habitantes, ni de los seres porcinos ni de ninguna otra especie.

De repente vi de refilón a un hombre cuyo aspecto me resultó familiar, aunque parecía extrañamente vacilante y aprensivo. Lo reconocí: era uno de los intérpretes indígenas de Ciro, al que habíamos recurrido muchas veces en los últimos días, pues procedía de esta zona desértica y hablaba la lengua de varias tribus locales. Manteniéndose apartado, soltó un rápido y brusco balbuceo para ordenar a Nasiq que se apartara también de mí, y ella obedeció, aparentemente de mala gana. Luego se dirigió a mí en un griego con fuerte acento extranjero.

—Teo, Próxeno está aquí, te hemos encontrado. ¿Vienes?

Me quedé boquiabierto. De manera que la voz que había oído hacía unos instantes era en efecto la de Próxeno. Miré al intérprete con perplejidad.

—¿Dónde está? No sé si podré andar —dije con esfuerzo—. Dile a Próxeno que venga, o pídele al padre de esta niña que me ayude a llegar hasta él.

El intérprete me miró con ojos desorbitados y comenzó a retorcerse las manos, buscando las palabras adecuadas.

—Próxeno dice que vengas tú; él no viene, no hay que tocar a esta gente, ésta… gente enferma.

Me levanté con dificultad, raspándome la espalda con la áspera corteza del árbol, y caminé con paso tambaleante detrás del hombre. Eché un vistazo a las demás tiendas, preguntándome distraídamente por qué no veía gente, recordando las risas infantiles y los ruidos de faenas domésticas que había oído durante mi convalecencia. Pero tras rodear la última tienda del pequeño campamento me detuve en seco, balanceándome a causa del agotamiento. Todos los habitantes de la aldea habían sido obligados a congregarse en una apretada piña. Hombres, mujeres y llorosos niños estaban de pie en un estrecho círculo, con la cara crispada y vendas en distintas partes del cuerpo. Los custodiaban tres arqueros griegos, arcos en ristre y apuntando con sus flechas al aterrorizado grupo. Próxeno supervisaba la operación mientras un nervioso Nicarco sujetaba las riendas de varios caballos y miraba con impaciencia hacia la aldea de la que yo había salido a duras penas.

—¿Estás vivo o eres un fantasma, Teo? —gritó Próxeno, aunque no corrió a saludarme, como yo habría esperado, ni hizo nada para ayudarme a andar—. Pasa junto a esos leprosos lo más rápidamente posible y ve hacia el caballo que está amarrado al arbusto.

¿Leprosos? Me estremecí de horror, preguntándome a quiénes se refería, y entonces, con creciente lucidez, miré mejor a los hombres-cerdos de la aldea, ahora claramente visibles bajo la radiante luz del sol. La abuela de Nasiq estaba al frente del patético grupo de mujeres llorosas; era la única que guardaba silencio, con una actitud casi desafiante. Igual que antes, no intentó taparse la cara, retándome a contemplar su inexistente nariz, los agrietados y costrosos labios que se negaban a cubrir los dientes y el ralo cabello, que se había desprendido por mechones del escamoso cuero cabelludo. Mirándome fijamente, alzó las manos como para bendecirme o maldecirme, y yo di un respingo al ver el redondeado muñón sin dedos, despellejado y sanguinolento.

—¡Deprisa, Teo! —gritó Próxeno, y el sobresalto me hizo huir del sitio donde me había quedado petrificado a causa de la repulsión.

Fui tambaleándome hacia el caballo que había señalado Próxeno, y uno de los arqueros corrió a mi encuentro, me ordenó que me quitase la andrajosa manta y me arrojó un taparrabos. Me quité la manta y me puse la nueva prenda mientras todos los habitantes de la aldea me observaban, ahora en silencio. El soldado me ayudó a subir al lomo del caballo y me ató boca abajo, con la cabeza apoyada en la cruz del animal, para evitar que me cayera por culpa de mi debilidad. Luego volvió al resto de los caballos.

A una orden de Próxeno, los arqueros bajaron la guardia e indicaron a los aldeanos que volvieran a sus tiendas. Luego Próxeno le dijo con aspereza al intérprete que diera las gracias al padre de Nasiq y arrojó un dárico al suelo, que cayó a los pies del hombre. El padre de Nasiq alzó la vista hacia Próxeno, que estaba montado en su caballo, y luego miró la moneda con desconcierto; entonces comprendí que no podía levantarla con sus muñones envueltos en trapos. Llamó a un niño que no parecía afectado por la peste, igual que Nasiq. El pequeño corrió hasta allí y, siguiendo las instrucciones del hombre, recogió solemnemente la moneda y se la guardó. Los dos dieron media vuelta, y sin una palabra ni una mirada atrás, caminaron despacio y con gran dignidad hacia las tiendas.

Solo Nasiq permaneció en su sitio, aparentemente pasmada ante la visión de los arqueros griegos, sus caballos y mi súbita partida. Tras observar con recelo a los arqueros mientras guardaban sus armas y montaban, se aproximó serena al caballo donde yo estaba tendido, parpadeando angustiosamente bajo la cegadora luz del sol, y cogió mi gran mano con su pequeña mano. Dio unas palmadas sobre el lánguido brazo, como una niña que tranquiliza a su muñeca, sonriendo con ternura y murmurando algo en su idioma, segura de que la entendería o de que llegaría a hacerlo algún día. Cuando Nicarco se acercó para atar su caballo al mío, Nasiq alzó la mano para tocarme la frente una vez más. Entonces reparé por primera vez en la pequeña mancha blanca que había en la piel de su mano, por lo demás impecable. Sufrí un estremecimiento involuntario y giré la cabeza. Después de seguir mi mirada, Nasiq bajó la mano en el acto y la ocultó bajo su túnica, con los ojos llenos de lágrimas. Permaneció inmóvil, mirando cómo mi caballo se alejaba, sacudiéndose y trotando con dificultad. Tardamos apenas dos horas en alcanzar el campamento de los griegos, donde mi llegada en tan degradante estado pasó inadvertida gracias a las sombras del anochecer.

Entre los míos me recuperé rápidamente. Ciro me envió un mensaje, dándome la enhorabuena por haber sobrevivido y amenazándome en broma con reasignarme una mula, pues era el segundo caballo que perdía. También ordenó que mi recuperación fuera supervisada por su médico personal, un persa muy versado en el tratamiento de las enfermedades del desierto. En una ocasión el médico llegó acompañado por Asteria, que a su espalda sacudió la cabeza, contradiciendo en silencio el diagnóstico del sabio doctor. En cuanto él salió de mi tienda, la joven sacó furtivamente una pequeña vasija de barro con una amarga pócima de hierbas, cuya tapa estaba sellada con cera, me dio la primera dosis en un gran vaso de agua y me aconsejó que no me sometiera a la sangría diaria que me había recomendado el médico. A cambio, yo le regalé una pequeña pluma de avestruz que había encontrado hacía un tiempo en el desierto y que reservaba para una ocasión propicia.

Desde entonces no ha pasado un solo día sin que me tome unos instantes de calma para rogar a los dioses que bendigan a la dulce Nasiq, la por siempre virgen Nasiq, y pedirles perdón por el modo en que la traté. A modo de libación, ofrezco un vaso de agua limpia y purificante, la sustancia más sagrada entre todas las conocidas, y saboreo su insípida frescura, maravillándome ante la idea de que contiene, en forma reducida o destilada, los antiguos elementos que formaron la tierra, la divina lluvia de los cielos, y quizá incluso una vaga esencia de inmortalidad.