III
EL PODEROSO ÉUFRATES. Las dos palabras son inseparables, como gemelos unidos por las costillas, como el gran Nilo o el Zeus del Olimpo. Incluso aquí, a ciento cincuenta parasangas de su embocadura, el río tenía cuatro pletros[3] de ancho, más que cualquier otro que hubiera visto en mi vida: era el rey de los ríos. Las tierras inundadas cubrían vastas extensiones a ambos lados de su curso, y cada uno de los canales de riego, construidos por el hombre varias generaciones antes, podrían haber abastecido a una ciudad del tamaño de Atenas. ¿Cuánto debía de haber viajado el río, desde los lejanos territorios lluviosos o las montañas salpicadas de glaciares, para traer semejante cantidad de agua a este desierto, por lo demás desprovisto de humedad? Los lugareños nos enseñaron los peces que habían atrapado, primitivas criaturas más largas que dos hombres juntos, temibles seres con morros de reptil a quienes extraían los huevos para su consumo antes de devolverlos al río. Aquellos monstruos habrían sorprendido a cualquiera, incluso si hubiesen aparecido en el vasto mar. Aquí, en la corriente de agua dulce, su presencia resultaba aterradora. En este punto el río solo podía cruzarse a través de un largo pontón, pero descubrimos que lo habían quemado recientemente. Los dos extremos todavía humeaban. Abrócomas había decidido faltar a su cita con Ciro y había huido con trescientos mil hombres para aliarse con las fuerzas del rey Artajerjes.
El ejército acampó allí durante cinco días, mientras Ciro planeaba sus próximos movimientos; en la cuarta noche el príncipe mandó llamar a los oficiales a sus aposentos para celebrar un banquete y un consejo de guerra. Jenofonte me invitó a acompañarlo, y accedí de buena gana, aunque solo se me permitiría permanecer en silencio entre las sombras, cerca de la puerta, con los demás escuderos y guardias. El interior de la inmensa tienda había sido decorado como un monumental trofeo de batalla, una brillante idea de Ciro para animar a sus invitados y fomentar su espíritu guerrero. No habían terminado de tenderse en sus lechos cuando Ciro se puso en pie.
—Capitanes —dijo, evitando el florido lenguaje que los persas reservaban para las ocasiones formales—. Hablaré con llaneza. Normalmente, cuando el segundo hijo de un gran rey desea poder, como es mi caso, o bien se resigna a una pequeña satrapía o recurre a los servicios de un asesino. Su posición es incierta y está siempre a la merced de otros. Yo prefiero la guerra. En la guerra, un hombre gana o pierde. El resultado es claro. El miembro gangrenado se extirpa de raíz y la herida no se infecta.
»Abrócomas ha huido despavorido, con el rabo entre las patas, a pesar de que su ejército era el triple de grande que el nuestro. Por desgracia para él, sumar sus tropas a las de mi hermano no aumentará su fuerza; una compañía de cobardes solo consigue que quienes la rodean se vuelvan más cobardes. Ahora tendremos a un millón de hombres para vencer, en lugar de a trescientos mil o setecientos mil. Decidles a vuestros soldados que descansen la mano con la que empuñan la espada: la matanza que nos aguarda es mucho mayor de la que teníamos derecho a esperar.
Ciro se sentó, cogió una copa y bebió con serenidad. Todos se habían quedado mudos de asombro ante semejante alarde de valor. Nadie se movía, salvo los esclavos que caminaban silenciosamente entre los comensales para llenarles las copas. Jenofonte miró con cautela hacia donde estaba yo, entre las sombras.
Algunos de los capitanes, más concretamente los espartanos de Clearco, asintieron y comenzaron a dar entusiastas puñetazos sobre la mesa, voceando su aprobación. Otros, sin embargo, murmuraban entre dientes, preguntándose con desesperación cómo le darían la noticia a sus hombres, que ya estaban al límite a causa de la larga marcha y no deseaban alejarse más aún del mar. Al cabo de unos instantes, Próxeno se levantó y el silencio volvió a reinar en la estancia.
—Príncipe Ciro, permite que te diga sin ambages cómo preveo que reaccionarán nuestros hombres. —Ciro asintió con la cabeza—. Te hemos seguido lealmente hasta aquí, convencidos primero de que debíamos castigar a los písidas, luego a los cilicios y finalmente a Abrócomas aquí, en el Éufrates. Condujimos a nuestros soldados cada vez más lejos de Jonia. Pero apartar a los griegos del mar es como apartar a un gato de un plato de pescado. Los hombres dirán que tu verdadera intención desde el principio era luchar contra el ejército del rey, y que la ocultaste; que evitaste que volvieran hace semanas, cuando acampamos en Cilicia, y que ahora que hemos llegado tan lejos los has engañado otra vez, pues les resultará aún más difícil regresar a casa desde aquí. Príncipe Ciro, te digo esto con todo mi respeto: correrás un gran peligro si intentas cruzar el desierto y enfrentarte al rey con un ejército griego, a menos que compenses a las tropas helénicas y las convenzas de que les conviene seguirte.
Yo contuve el aliento ante la audacia de Próxeno. Ciro no tenía un pelo de tonto, desde luego. La insinuación de Próxeno era tan clara que rayaba en la extorsión, pero el príncipe no se inmutó. Miró tranquilamente al beocio, que permaneció de pie, sosteniéndole la mirada con aire imperturbable, mientras los demás oficiales se removían inquietos en sus asientos. Finalmente sonrió y se levantó, alzando su copa.
—Pensar que me creía más franco que nadie —dijo Ciro mientras los hombres reían con nerviosismo, pero también con cierto alivio—. Próxeno, tú conoces mis circunstancias tan bien como cualquiera de los presentes. Por razones prácticas, no puedo llevar carros cargados de oro para distribuirlo mensualmente entre los hombres. Pero reconozco que ellos podrían tener otras… expectativas.
Los oficiales asintieron y Ciro hizo una pausa, como para reflexionar un momento, todavía con los ojos fijos en Próxeno.
—Hagamos un trato, pues, que vosotros comunicaréis a los soldados. Cuando lleguemos a Babilonia, cada hombre recibirá cinco minas de plata. —Hubo un rumor colectivo, y hasta los esclavos se detuvieron para oír mejor. La cantidad era enorme—. Además —prosiguió—, les subiré el sueldo a tres dáricos al mes hasta que regresen sanos y salvos a Jonia.
Los oficiales emitieron pequeñas exclamaciones ahogadas. Próxeno, tan inescrutable como siempre, se tomó unos instantes antes de alzar la copa hacia el príncipe.
—Una oferta muy generosa, mi señor. La transmitiré a mis hombres, y aunque no puedo hablar por ellos, estoy convencido de que con esas condiciones te seguirían al Hades.
Los oficiales prorrumpieron en ovaciones, alzando las copas y dándose mutuamente palmadas en los hombros. Jenofonte, sin embargo, tardó en ofrecer un brindis y permaneció de pie, detrás de Próxeno, sin decir una palabra mientras los hombres que lo rodeaban charlaban animadamente. Más tarde me contó que estaba pensando que la hechicera Circe había lanzado un misterioso hechizo sobre aquellos hombres cegados por la codicia, convirtiéndolos en cerdos. Me pregunté qué habría dicho Grilo al enterarse de que los griegos libraban una guerra no por orgullo ni por principios, sino por tres dáricos persas al mes.
El festín continuó en un clima de alegría. Los esclavos de Ciro escanciaron grandes cantidades del resinoso vino tasio, añejado en barricas de pino y transportado desde Grecia para el disfrute de los invitados del príncipe. Presentaron humeantes fuentes de pescado asado, recién sacado del río, macerado en el espeso zumo de granadas y melocotones y guarnecido con puerros y otras verduras, seguidas por zorzales servidos sobre un lecho de espárragos al vapor. Cuando el apetito de los comensales comenzaba a abrirse, sonó un conjunto de oboes y seis hombres entraron en la tienda, cargando con esfuerzo un buey asado atravesado por un par de espetones. Tras dejarlo con cuidado sobre una mesa ancha y plana, uno de ellos sacó una cimitarra y con tres poderosos golpes abrió al animal desde el esternón hasta la entrepierna. Los ayudantes hundieron los brazos hasta los hombros en la cavidad, y cuando todos esperábamos que extrajeran las vísceras, sacaron con orgullo una oveja asada cubierta de cebollas y hierbas, humeando y chorreando salsa por los lados. El hombre de la cimitarra la abrió en canal, salpicando a los invitados más cercanos con sus fragantes jugos. Del revoltillo emergió un cerdo asado con el vientre pulcramente cosido. El hombre de la cimitarra fingió un suspiro de exasperación, haciendo las delicias de los comensales, y con otro tajo abrió el cerdo. Estaba relleno con un cabrito, y en los huecos libres habían puesto manzanas que llevaban horas macerándose en los jugos y daban su fragante aroma a todos los animales que las rodeaban. La escena continuó, pues cada animal contenía otro más pequeño: un robusto ganso, un pollo, una perdiz, un hortelano, un ruiseñor y otros, sin duda hasta llegar a un saltamontes o una larva, aunque yo estaba demasiado lejos para ver con claridad qué exhibía el cocinero. Los criados se aseguraron de que cada hombre degustara rápidamente una buena porción de estos animales, y vigilaban con atención los platos de los invitados por si aparecía algún hueco, en cuyo caso lo rellenaban rápidamente con otra pieza de carne humeante o con un trozo del chato pan tostado.
Un banquete de Ciro no habría estado completo sin entretenimiento, que proporcionaron en abundancia los artistas que había llevado consigo o reclutado más tarde entre los seguidores del ejército. Los espartanos contemplaban con mudo asombro y no poca consternación cómo los malabaristas y los acróbatas, cuyos servicios creían haber prohibido meses antes, retozaban por la carpa, a veces interpretando varios actos a la vez para distintos grupos de comensales. A causa de su feroz semblante, Clearco era el blanco predilecto de los bufones y los magos, aunque, curiosamente, se lo tomó con buen humor. Las hermosas hetairas sirias ofrecieron un espectáculo aún más animado, bailando y moviendo sus ágiles cuerpos desnudos dentro de una serie de vertiginosos aros lanzados al aire, que ellas atajaban al compás de la música; o haciendo juegos malabares con pequeñas y afiladas espadas que destellaban a la luz de las lámparas. Una joven bailaba y se contorsionaba en el suelo con una enorme serpiente adiestrada; era sorprendente ver las cosas que le había enseñado, o hasta qué punto la había drogado.
De repente, sin embargo, a una señal de Ciro los esclavos apagaron a la vez todas las lámparas, para consternación del siempre nervioso Clearco y sus capitanes. Entonces las jóvenes de bellas nalgas comenzaron a bailar frenéticamente con antorchas encendidas, amenazando con prender fuego a la tienda o a la larga cabellera de los espartanos, pero sin dejar de ejecutar con absoluta precisión los complicados pasos. Los aplausos dedicados a su exhibición fueron ensordecedores. A la salida, se pasearon discretamente entre los comensales, recogiendo monedas y deteniéndose de vez en cuando para dar una afable palmada a una díscola mano que, como por accidente, subía demasiado por un muslo esbelto y broncíneo.
Para sorpresa de todos, Clearco se puso en pie con gesto grave y golpeó la mesa con el dorso de la mano, pidiendo atención, hasta que reinó el silencio. Con voz solemne dio las gracias a Ciro y tambaleándose ligeramente inició lo que, según advertimos pronto con desconsuelo, sería una arenga militar.
—Compañeros oficiales: estas jóvenes han demostrado que no poseen menos habilidades naturales que los hombres, y que solo carecen de juicio y fuerza física. Nadie que presencie estas sorprendentes proezas con espadas y fuego podrá negar que el valor es un atributo susceptible de enseñarse, puesto que estas frágiles mujeres se exponen con tamaña audacia a las afiladas hojas. De la misma manera, nosotros, los espartanos, debemos enseñar a nuestras tropas, si es preciso por la fuerza, a obedecer la llamada a las armas y exhibir tal valor…
Ciro, molesto por la inesperada e injustificada interrupción, arrojó un mendrugo a Clearco, alcanzándolo en la garganta y deteniéndolo en la mitad de la arenga. El espartano alzó la vista, escandalizado por esta violación del protocolo y la solemnidad militar, y miró fijamente a la oscuridad y la bruma de la tienda, buscando a su ofensor. La alegre voz de Ciro resonó en el silencio.
—Siéntate y cierra la bocaza, Clearco. Esta noche me importa un rábano si eres un general espartano o mi anciana abuela. Hay un momento para demostrar valor y un momento para divertirse. Nadie cuestiona tu superioridad en asuntos de guerra. Pero si insistes en demostrar tu inferioridad en asuntos sociales, ¡no dudaré en echarte de esta tienda!
Dicho esto, dio un par de palmadas y dos gigantones etíopes se pusieron a su lado, invisibles en las sombras de la tienda salvo por sus brillantes dientes y el blanco de sus ojos, fijos en el estupefacto Clearco. Los hombres celebraron con carcajadas este insólito desprecio al feroz general, que se sentó en su lecho con expresión compungida. Los capitanes espartanos, desacostumbrados a las cantidades de vino que habían ingerido, entonaron espontáneamente una canción de la victoria espartana, en un torpe intento por compensar la inoportuna interrupción de Clearco. Los músicos los siguieron animosamente mientras otros oficiales se unían a ellos.
Cuando las bailarinas y las hetairas enfilaron sus pasos hacia la puerta trasera, Ciro comenzó a mirar con expectación hacia la delantera, apenas capaz de mantener la concentración. En la mesa de los oficiales se habían reanudado las conversaciones, y la tienda se llenó otra vez de risas estentóreas, bravatas y pullas de hombres alegres. Finalmente el príncipe recibió su recompensa cuando recogieron la cortina de la puerta y Asteria entró en la tienda, convertida en la viva imagen de Artemisa o de la dorada Afrodita, con la pequeña lira bajo el brazo, la mirada recatadamente baja y una sonrisa tímida en los labios. Llevaba una túnica semitransparente que permitía vislumbrar su juvenil figura cuando pasaba por delante de las lámparas. Su larga melena negra, que le llegaba a la cintura, estaba esmeradamente recogida con trenzas y tirabuzones alrededor de la cabeza, y el surtido de plumas de colores ensartadas entre los rizos producía un hermoso contraste con la desnudez de un cuello y unos brazos sin adornos. Iba descalza y solo llevaba un ligero toque de colorete en las mejillas, pues su tez naturalmente aceitunada le confería un radiante brillo a la luz de las lámparas. Era conmovedoramente joven y hermosa, aunque la turgencia y el temblor de sus pechos, visibles a través de la delgada tela del vestido iluminado por detrás, demostraban que era toda una mujer, y una mujer consciente del desmayo que estaba causando en la estancia.
Un eunuco caminó silenciosamente hasta el centro de la tienda y colocó una silla, cuyas volutas de plata y marfil destellaron a la luz de las antorchas. El artesano que siglos antes la había fabricado para los antepasados de Ciro había añadido un pequeño apoyapiés debajo del asiento, ensamblado a la estructura; el diseño perfecto para que un músico apoyara el pie mientras tañía la lira. Para mayor comodidad, estaba cubierta por una gruesa piel de cordero. Asteria se sentó delicadamente en la majestuosa silla y el silencio descendió sobre la estancia.
Desde el primer tañido de una cuerda dejó a los hombres fascinados y sin aliento, hechizados por su belleza y por la dulce y cristalina pureza de su voz. Al principio tocó las cuerdas casi al azar, como si buscase un tema o tratase de decidirse por un tono y un estilo, pero de pronto se quedó completamente absorta en la música. Sus dedos se deslizaban por las cuerdas como una vasija flotando río abajo, deteniéndose aquí y allí para explorar remolinos y sortear bajíos, adquiriendo velocidad en los rápidos y vacilando sobre las aguas quietas de un celestial lago que destellaba a la luz de la luna. En un griego impecable, cantó una oda amorosa al son de una melodía que sin duda era obra suya, pues tenía intervalos persas muy diferentes a los que uno podía oír en Atenas, lo que producía un sorprendente contraste con el carácter auténticamente griego del tono y la letra. Su cara reflejaba una concentración tan absoluta que se antojaba casi intolerable, como una de aquellas ambiguas máscaras usadas en el teatro, en las que el placer y la angustia se encuentran, coexisten y parecen chocar y quebrarse alternativamente, igual que olas contra la corriente. Mientras la mirada de Asteria saltaba serenamente de un hombre a otro, me sorprendió descubrir, aunque quizá solo lo imaginara, que se detenía más tiempo en mí, como si se dirigiera exclusivamente a mi persona. Sin duda todos los hombres experimentaron la misma sensación, ya que estaba adiestrada para complacer a la audiencia, y ¿qué mejor prueba de eficacia que lograr que cada hombre se sintiera el destinatario de una función privada? Sin embargo, yo seguía convencido de que su mirada se había clavado en la mía durante más tiempo del que sus maestros habrían aprobado.
Hay una antigua palabra griega, una extraña y hermosa palabra que rara vez se usa ya con su sentido primigenio y que describe el regreso gradual de una vibrante cuerda de lira a su punto de descanso y equilibrio, después de que el instrumento haya dejado de sonar. En tiempos modernos, un significado más siniestro se ha impuesto sobre el original. Mientras la última y dulce nota de Asteria se apagaba lentamente, trayendo a mi mente esa antigua palabra, todos los hombres, esclavos y generales por igual, contuvieron el aliento. Luego la joven alzó la vista, sonrió tímidamente, se incorporó con presteza y, con una deferente inclinación de cabeza dirigida a Ciro, se dirigió al fondo de la tienda para reunirse con sus compañeras. La conversación de los hombres volvió a llenar la estancia, aunque esta vez en un tono más bajo, pues el ensueño había reemplazado a la algarabía. Es difícil para un mortal regresar a los afanes de la tierra una vez que ha sido tocado por los dioses. El banquete terminó poco después, cuando cada hombre se disculpó, dio las gracias al príncipe y prometió su ayuda en las próximas acciones. Jenofonte y yo regresamos despacio a nuestro campamento, cada uno enfrascado en sus pensamientos y seguramente pensando lo mismo.
La palabra, insisten mis Musas; ¿cuál es la antigua palabra que mencioné, la que tiene un doble significado? Una palabra que connota a la vez aspectos del arte y la brutalidad, de la vida y la muerte, la belleza y el terror, una palabra misteriosa por su capacidad de abarcar simultáneamente todas estas cosas, una palabra trágica porque perdió su significado benévolo en favor de otro más maligno.
Esta palabra, tan adecuada en muchos sentidos para mi pequeña historia, esta palabra que cautelosamente levanto y saco de su tumba por última vez, con la esperanza de que su significado primitivo, el de la serena resolución del suave sonido de una cuerda, no sea olvidada sin celebrarle al menos un funeral. La palabra es katastrophé.