II

TODO EMPEZÓ CUANDO MURIÓ MI VIEJO GALLO —dijo Nicarco junto al fuego, con los ojos empañados, pero esbozando una sonrisa maliciosa.

Esa noche, incapaz de dormir a causa de los cantos y el bullicio de las celebraciones, Jenofonte me había despertado para que le hiciese compañía. Cuando nos aproximamos a una hoguera alta y particularmente bien atendida, los hombres lo aclamaron y nos invitaron a unirnos a ellos y a beber un par de tragos de vino… Por lo visto se habían gastado ya los dáricos extra que les había prometido Ciro.

Nicarco el arcadio, uno de los sargentos de Próxeno, reía un chiste con tantas ganas que pensé que iban a reventarle las tripas. Cuando nos vio, recuperó la compostura, dio una palmada en el hombro a Jenofonte y limpió ceremoniosamente una sección de un tronco para que nos sentáramos. Este individuo normalmente reservado, incluso taciturno, que hablaba despacio, alargando las vocales a la manera de su tierra natal, tenía esa noche la cara rubicunda a causa del insólito exceso de vino y estaba extraordinariamente locuaz.

—Qué suerte que hayas podido sentarte aquí con nosotros, capitán —dijo arrastrando las palabras, compensando con formalidad su falta de concentración y pasándome el húmedo odre. Alrededor del fuego vi veinte caras risueñas en distintos estados de embriaguez, y me pregunté si no habría aprovechado mejor el tiempo tratando de dormir—. Estábamos cantando viejas canciones y conversando sobre la gloriosa historia y la cultura de mi querida patria. —Alargó la mano para recuperar el pellejo de vino.

—No lo escuches, señor —dijo Gelio, un curtido veterano que parecía el único sobrio del grupo—. ¡Como si Nicarco hubiera contribuido en algo a las glorias de Arcadia! Es un viejo granjero borracho y está demasiado ebrio para contar una historia como es debido.

Nicarco se levantó indignado.

—¿Un viejo granjero borracho, has dicho? —Sus ojos se esforzaron por fijar la mirada—. Debes saber que era el mayor productor de huevos de toda Arcadia, y si no fuese por aquel maldito gallo aún me estaría dando la gran vida allí, en lugar de estar sentado aquí con vosotros, cerdos piojosos. —Miró alrededor, esperando que alguien mordiera el anzuelo. Vi a varios hombres sonriendo y cabeceando con exasperación.

Al cabo de unos instantes la curiosidad pudo más que yo, y en contra de lo que recomendaba la prudencia pregunté:

—¿Qué gallo?

Varios hombres gruñeron.

—Bueno, señor —dijo Nicarco con aire pensativo—, es toda una historia, y debería añadir que se aprende con ella. —Empecé a pensar que nos daría la madrugada allí, pero los hombres estaban de buen humor y el odre continuaba circulando, así que me puse cómodo—. Verás, yo tenía una granja muy grande, con el mayor gallinero de los alrededores: ciento ochenta ponedoras; en fin, al menos eran ponedoras hasta que un zorro atrapó a mi gallo. Mi comida dependía de los huevos, ¿sabes?, así que fui a la ciudad a ver al criador de pollos y le pedí el mejor gallo que tuviera, porque yo tenía un montón de gallinas que le necesitaban.

»El criador metió la mano en una jaula y sacó el gallo más grande que había visto en mi vida. Tenía una enorme cresta roja, patas musculosas y una lambda espartana tatuada en la espalda, que estaba afeitada. Joder, si Clearco fuese un gallo, sería aquél. “Se llama Leónidas”, me dijo el criador, “y te costará caro, pero dejará contentas a tus gallinas”.

Los hombres rieron y Nicarco se inclinó para atizar el fuego.

—Bueno, me llevé a Leónidas a casa para lanzárselo a las gallinas y, dicho y hecho, empezó a pavonearse como el montón de mierda de pollo que era, escogió a la primera que le gustó, la montó, y antes de que ella pudiera soltar un chillido, se desplomó. Lo levanté por el cuello y pensé: «¿Qué demonios me vendió ese condenado? A este viejo pájaro apenas si se le empinó una vez antes de caer muerto».

»Esa misma tarde llevé el ave muerta al criador y le enseñé lo que había pasado. Tengo que reconocer que el hombre estuvo muy atento; hasta se disculpó por la lamentable actuación de Leónidas, y yo casi empecé a sentir lástima por él. Volvió a meter la mano en la jaula y sacó otro gallo, más grande aún que el primero. Éste tenía la cresta color amarillo subido y ojos azules, como un maldito escita y, ¡caray!, llevaba una cinta de cuero con remaches alrededor del cuello, como el perro Cerbero, y había sido el terror de los demás gallos de la jaula. Bien, le llevé a casa y le solté entre las gallinas para ver si había valido la pena el dinero invertido en él.

»Juro que aquel gallo rubio no perdió el tiempo en pavonearse. Montó a la primera gallina que vio, hizo rápidamente su faena, saltó sobre la segunda y la aplastó contra la pared, fue por la tercera sin jadear siquiera y de repente… cayó muerto también, igual que el viejo Leónidas. Yo empecé a pensar que a mis gallinas les pasaba algo.

En este punto Nicarco suspiró con tristeza y bebió otro sorbo de vino, como para ahogar sus penas.

—Bien —dijo por fin—. Cogí a aquel gigante rubio, se lo llevé al criador y le grité: «Escucha, hijo de puta, mi negocio se está yendo a la mierda, ¡y todo porque tú no me vendes un pájaro capaz de mantener el cipote tieso durante dos horas antes de morir! ¡Dame un gallo de verdad ahora mismo, mono con labios de camello, o destrozaré esta mierda de tienda!». El tipo parecía preocupado; rebuscó en la jaula y sacó el gallo más canijo, viejo y arrugado que había visto en mi vida. La cresta le caía sobre un ojo, no tenía más de dos plumas en todo el cuerpo y apenas si podía mantenerse en pie a causa de los picotazos que le había dado el ave escita el día anterior. Pero el desgraciado gallo aún tenía una chispa de vida brillando en la mirada, y el vendedor dijo: «No le endilgaría el viejo Polífago a nadie, pero tú estás desesperado y es mi último gallo, así que aquí tienes».

»Polífago. Horrible nombre y patética ave. Estaba furioso, os lo aseguro, pero no tenía alternativa, de manera que volví a casa con el lastimoso gallo viejo y lo arrojé al gallinero sin muchas esperanzas. Ni siquiera iba a quedarme a mirar, pensé que no lo soportaría, pero cuando estaba a punto de marcharme observé que Polífago se erguía hasta alcanzar su máxima altura y, lo juro, me quedé de piedra al ver que estaba tan bien dotado como un burro. Echó un vistazo a mis ciento ochenta gallinas, con una sonrisa maliciosa en el pico, las montó a todas como si no hubiera mañana y debió de perder la cuenta, porque que me aspen si no volvió a cubrirlas a todas por segunda vez. Había gallinas tiradas boca arriba por todas partes, con una sonrisa estúpida en la cara, y cuando fui a buscar a Polífago descubrí que había atravesado la alambrada del gallinero y estaba tratando de violar a mi perro.

»Como imaginaréis, yo estaba estupefacto. Agarré al gallo por el cuello y esa noche lo encerré en la leñera para que las gallinas pudiesen descansar, pero a la mañana siguiente fui a buscarlo y lo metí otra vez en el gallinero. El viejo Polífago estaba casi desesperado por haber permanecido casto… ¿cuánto?, ¿doce horas?, y antes de que pudiera detenerlo montó a todas las gallinas, a mi galgo cazador de jabalíes, a una magnífica cerda y a dos vacas. Finalmente pillé a ese sátiro hijo de puta, le aticé un par de golpes en la cabeza para tranquilizarlo y lo encerré otra vez en la leñera para poder ir a atender a mis animales.

»A la mañana siguiente, cuando fui a buscarlo, vi que el viejo cabrón había taladrado en la pared de la leñera y escapado. El gallinero estaba destrozado, las ciento ochenta gallinas tendidas por todas partes, agitadas y exhaustas, el perro temblando en un rincón y mi pobre cerda sentada en el agua, tratando de refrescarse. Temí que Polífago hubiera huido a la granja vecina, así que monté mi mula, que se tambaleaba y tenía las patas arqueadas, y salí a buscar al pajarraco antes de que causara más estragos.

»Como imaginaréis, no fue difícil seguirle el rastro. Joder, el camino estaba sembrado de víctimas. Cabras que cojeaban y ovejas con el culo dolorido. Una temblorosa tortuga escondiéndose en su caparazón y tres codornices renqueando. Hasta me crucé con un jabalí grande y con el culo peludo que se esforzaba por disimular una sonrisa. Por fin, al torcer una curva, encontré al viejo Polífago tendido de espaldas, inmóvil, con la lengua afuera, mientras tres buitres planeaban encima de él. Supuse que finalmente había sucumbido, y que el mejor gallo que había tenido en mi vida estaba ya con los dioses.

»“¡Polífago! ¡Nooo!”, grité. Desmonté y me puse de rodillas. Pero el maldito gallo abrió un brillante ojo para mirarme, hizo una seña con la cabeza en dirección a los buitres y murmuró: “¡Deja de gritar! ¡Los ahuyentarás!”.

Los hombres se desternillaron y yo volví a coger el odre. Jenofonte acababa de beber un trago, aunque por desgracia fue al final del cuento y ahora estaba riendo y tosiendo alternativamente, echando vino por la nariz sobre los pies del hombre más próximo.

—Excelente cuento, hombre —balbuceó con voz ronca mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. ¡Lo recordaré cada vez que coma huevos!

Nos retiramos cuando las primeras luces rosadas del alba empezaban a dibujar un arco al este del firmamento.

Mientras caminábamos lentamente hacia la tienda, Jenofonte contempló la vasta extensión de cielo iluminado, y nos detuvimos en lo alto de una pequeña cuesta para mirar el campamento. Los millares de tiendas dispuestas en ordenadas hileras llegaban casi hasta el horizonte, como si las hubiera creado la propia mano de Zeus. Los hombres comenzaban a salir, rascándose y bostezando atizando las brasas de la noche anterior. El humo ascendía lánguidamente, flotando como una sombra en pequeñas bolsas o en brumosos remolinos, antes de serpear casi a regañadientes hasta las copas de los árboles, donde se disipaba en una brisa todavía inadvertida por los que estaban abajo. El sofocante bochorno del día anterior no era más que un recuerdo lejano, o una ligera preocupación por los rigores que nos aguardaban, y la frescura del aire, el aroma al aceite que se calentaba al fuego y la agreste belleza del vasto desierto emergiendo de la noche nos llenó de júbilo.

En la sección de Ciro, al otro lado del campamento, vi a varias mujeres salir de sus tiendas, envueltas de la cabeza a los pies en los velos que llevaban por recato en presencia de los hombres, incluso a estas horas de la mañana. Conversaban animadamente entre sí mientras que se ocupaban de sus tareas, aunque yo no alcanzaba a entender sus palabras. Entonces avisté a Asteria, a quien reconocí, pese a no verle la cara, por sus graciosos movimientos y su figura menuda. Al salir de la tienda permaneció quieta durante unos instantes, con la vista fija en nuestra dirección, aunque no supe si nos miraba a nosotros o a la rosada luz que trazaba un arco en el cielo. Le hice una pequeña seña con la mano, no lo bastante evidente para llamar la atención de los demás pero lo suficiente para que la notase si me estaba mirando. Siguió inmóvil un momento más, y luego se giró y caminó a paso vivo hacia las mujeres mayores, a quienes poco después oí reír a carcajadas.

Me volví hacia Jenofonte y descubrí que miraba en la misma dirección, pendiente de la misma escena. Me sonrió.

—Bonita estampa para empezar el día —dijo—. Eos y sus diosas protectoras.

Luego me echó una carrera cuesta abajo, igual que en los lejanos y cálidos días estivales en Atenas.