I
LA BUENA REINA EPIAXA NOS ACOMPAÑÓ durante algunas semanas, y en Tirieo, la ciudad más importante que encontramos después de su llegada, el ejército recibió órdenes de detenerse durante tres días. La reina se había vuelto aún más osada en sus efusiones de afecto hacia Ciro y le había pedido que organizase una revista de tropas en su honor. Pensando que sería una buena oportunidad para impresionar a los habitantes de la ciudad con su poder militar, y en consecuencia seguir obteniendo provisiones con facilidad, Ciro accedió de buena gana.
Los hombres protestaron por el trabajo adicional que suponía sacar brillo a los escudos, lavarse la ropa y el cuerpo y adornarse el pelo, pero creo que en general se alegraron de la oportunidad de lucirse ante la maravillada población. Era una agradable ruptura de la rutina y la monotonía. Tirieo no era ni por asomo una gran ciudad; solo una amplia colección de bajas chozas de barro con una polvorienta plaza en el centro, habitada por el gobernador local y una pequeña guarnición y mantenida por una gran población de campesinos y esclavos de lamentable aspecto. El lugar era pestilente; un arroyo de aguas residuales discurría por el medio de las polvorientas calles, las fastidiosas moscas atormentaban a los hombres, y el olor era sofocante. Aprovechando un momento en que Clearco y sus hombres no podían oírlo, Próxeno comentó que la ciudad guardaba un gran parecido con Esparta. De hecho, los espartanos parecían estar más en su ambiente aquí que en el esplendor oriental de Sardes o la opulencia de Atenas.
Se ordenó a los griegos que formasen en orden de batalla, cada uno según la costumbre de su unidad y país, y cada capitán al frente de sus hombres. Así formados, de cuatro en fondo, entramos en la plaza de armas: Menón el tesalio con sus mil hombres de infantería pesada y quinientos de infantería ligera en el flanco derecho; Clearco y sus aterradores espartanos de cara inescrutable en el flanco izquierdo, y los demás en el centro. Los hombres habían sacado tanto brillo a sus cascos de bronce que éstos destellaban bajo el radiante sol, realzados por las grebas y las rojas túnicas, y llevaban los resplandecientes escudos descubiertos. El reflejo sería casi insoportable para cualquiera que los viese con el sol de frente. Ciro y la reina inspeccionaron primero las tropas persas, que marchaban con regio esplendor a caballo y a pie. Luego la pareja real subió a un carro y pasó lentamente por el centro de la columna de griegos, todos inmóviles y en posición de firmes, mientras una nube de polvo se asentaba a nuestros pies y los sudorosos flancos de los caballos de los oficiales emanaban vapor.
Después de que Ciro y la reina pasaran junto a las últimas filas helénicas, cuando estaban regresando hacia las tropas indígenas del príncipe, éste hizo una seña a los griegos que estaban a su espalda. Entonces se elevó entre nuestras tropas la triste fanfarria de cinco notas de la llamada a armas, interpretada con la sálpinx, la trompeta de guerra griega cuyo resonante sonido atribuye Aristófanes a su forma de ano de mosquito. Presentaron las picas, con las puntas de bronce afiladas como mortíferas agujas. Las primeras filas las sujetaban horizontalmente por la lisa asta de madera de fresno, listas para embestir, mientras que aquéllos que marchaban detrás las empuñaban con precisión espartana en posición vertical, y el ejército griego avanzó en una unidad compacta hacia Ciro y sus tropas nativas, marchando a un ritmo de dos tiempos, como si se preparase para el ataque. Las famosas máquinas beocias de Próxeno, preparadas de antemano para una eficaz demostración, comenzaron de súbito a lanzar llamas junto a los flancos de la formación. Los oficiales persas se pusieron rígidos y cambiaron miradas inquisitivas mientras sus hombres empezaban a moverse con nerviosismo. La sálpinx resonó otra vez con la apremiante y estentórea llamada de ataque, y diez mil gargantas lanzaron un rugido ensordecedor. Con los escudos en alto y agitando amenazadoramente las afiladas lanzas al ritmo de sus pasos, la tropa griega, como una sangrante ola escarlata, inició una loca carrera hacia la columna central de los atónitos soldados nativos de Ciro.
Los persas se mantuvieron valientemente en su sitio durante un momento, mientras sus oficiales contemplaban con asombro el brutal ataque de los griegos, y luego, como ante una orden de su comandante, todos excepto el príncipe se volvieron y corrieron como conejos. La espantada reina saltó de su carro como un mulero al que hubieran llamado a desayunar, y toda la población de la ciudad huyó de la plaza. Ciro hizo una señal de alto a los griegos, que obedecieron de inmediato, levantando una inmensa nube de fino polvo con la brusca parada, y apoyaron el extremo romo de las lanzas en el suelo. El sonido del rugido se convirtió en un lejano eco y luego se desvaneció por completo. Lo único que se oyó, retumbando en las silenciosas y ventosas calles de Tirieo, fue la carcajada de Ciro, que estaba solo en su carro, con lágrimas en los ojos.
—Por los dioses —le murmuré a Jenofonte. Nos habíamos quedado inmóviles en medio de la polvareda, con los ojos fijos en Ciro—. ¿Has visto cómo corrían?
—No alardees, Teo. Recuerda que en teoría estamos en el mismo bando.
—Esperemos que los bárbaros con los que luchemos sean igual de cobardes; de lo contrario no tendremos ninguna posibilidad —dije.
Jenofonte se limitó a gruñir, pero yo advertí que la exhibición no lo había complacido en absoluto.
Los hombres estaban enfadados, y la tensión era palpable en el sofocante y polvoriento campamento. Después de dejar a la cansada reina en Tarso, donde su sufrido marido tenía el palacio, el ejército se había cerrado en banda y se había negado a marchar durante tres semanas, ante el disgusto de Ciro y el viejo rey Siénesis. Se había corrido el rumor de que el verdadero objetivo del príncipe era vencer a su hermano, el rey Artajerjes de Persia, y los soldados decían que no los habían contratado para eso. El motín era inminente, y entre los hombres ya habían surgido cabecillas rebeldes.
—¡Los griegos son hombres de mar! —exclamó un orador en ciernes—. ¡El mar! ¡Mientras estemos cerca del mar, estaremos cerca de casa! ¡Las mismas aguas que mojan nuestros pies en territorio enemigo bañan las amadas costas de nuestra patria!
La idea de enfrentarse al gran ejército de un poderoso rey a centenares de parasangas de la costa, más allá de la ardiente arena del desierto y de las montañas agostadas por el sol, entre dioses extraños y hombres que no conocían el mar, era inconcebible para los soldados. Con la excepción de los espartanos de Clearco, todos se negaron a cumplir nuevas órdenes. Cuando un grupo de oficiales mandados por Próxeno se presentó ante las tropas y trató de razonar con los hombres, les lanzaron alimentos podridos.
Jenofonte volvió a nuestra tienda, aturdido y asombrado, limpiándose las manchas de huevo de la cabeza. Pero no tuvo tiempo para reponerse ni para dar explicaciones, pues Próxeno irrumpió en la tienda un instante después.
—¡No te molestes en limpiarte! —ordenó con la cara roja y apretando las mandíbulas con furia. Su túnica también estaba cubierta de restos de fruta podrida—. ¡Quiero que Clearco vea esto!
Se llevó a Jenofonte a los aposentos del general, y en el camino se les sumaron otros oficiales que habían presenciado el incidente y se sentían igual de indignados.
Cuando Clearco se enteró de lo sucedido, palideció y comenzó a pasearse por la tienda, murmurando amenazas de muerte contra los amotinados. Por fin se detuvo, miró con furia a los oficiales, respiró hondo y contuvo el aliento durante un instante. La cicatriz de su sien se hinchó sobre la piel circundante, inflamada y con aspecto doloroso. Soltó el aire con un gran suspiro y luego, lenta y deliberadamente, recompuso su cara con el sereno aire de un actor que interpreta el papel principal en una tragedia de Eurípides en el Gran Teatro de Atenas. Hizo un aparte con Próxeno y le susurró algo, gesticulando nerviosamente con bruscos movimientos de manos, mientras Próxeno asentía con seriedad. Después salió con actitud impasible de la tienda y se subió a una roca, empujando a un exaltado sargento que había estado gritando improperios contra Ciro ante las cada vez más nutridas filas de los griegos rebeldes. Molesto por ese brutal tratamiento, el sargento lo miró con furia, pero al ver la fulminante mirada de Clearco, palideció y corrió a reunirse con la multitud de espectadores.
Clearco suavizó su expresión y carraspeó, mientras los hombres se callaban para escucharlo. Era un hombre de autoridad, un griego como ellos, aunque no estaban seguros de poder confiar en él. Entonces rompió a llorar.
—¡Compañeros! —gritó mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Los soldados se quedaron boquiabiertos ante esa inesperada muestra de emotividad—. Hemos luchado y marchado juntos desde hace un año, cuando aplastamos a los tracios en las nieves de sus propias montañas. Algunos estuvisteis a mi lado incluso antes, en la guerra entre Esparta y Atenas. Desde entonces yo he tenido el privilegio de conducir a veteranos de todas las polis griegas al servicio de Ciro, mi benefactor. El príncipe me dio diez mil dáricos para convencerme de que me uniera a su ejército… ¡y yo no gasté ni un solo óbolo en mí mismo! ¡Todo fue para vosotros, para reclutar a los soldados más hábiles, experimentados, curtidos e hijos de puta que han pisado la tierra!
Se oyeron algunas ovaciones, pero Clearco se negó a responder a ellas y continuó con la mirada fija en el suelo, como si estuviera avergonzado. Mantuvo en vilo a los hombres, y cuando bajó la voz con el fin de aumentar el dramatismo, todos se acercaron un poco más para oír sus temblorosas palabras mientras la andrajosa capa roja ondeaba a merced de la cálida brisa del desierto.
—Sé tan bien como vosotros que el príncipe no ha sido sincero con nosotros —dijo, volviendo a mirar a los hombres—. Ciro temía que nos negásemos a ir con él al Éufrates, pues ése es su objetivo… no pelear con su hermano el rey, como quizá hayáis oído, sino atacar a un antiguo enemigo suyo, Abrócomas. Yo también me siento traicionado. Sin embargo, todavía valoro la amistad del príncipe. Por eso ahora me encuentro en un aprieto. Dado que vosotros, mis compañeros de armas, os negáis a marchar conmigo, debo decidir si abandonaros y mantener su amistad, o traicionarlo a él y quedarme con vosotros.
Los hombres observaron con creciente angustia cómo su comandante sopesaba el dilema con grandes demostraciones de emoción.
Clearco soltó un profundo suspiro y miró a los soldados con los ojos rojos y brillantes.
—¿Tenéis alguna duda de cuál será mi decisión? Nadie podrá decir que mandé a mis hombres, ¡a mis griegos!, a luchar contra los bárbaros y que luego los abandoné para unirme a los bárbaros. Soy ante todo griego, y solo en segundo lugar un general de Ciro. Si me veo obligado a escoger, me quedaré con vosotros, ¡y al demonio con las consecuencias! ¡Vosotros sois mi patria! ¡Sois mis amigos y compañeros! Con vosotros me siento honrado, y sin vosotros estoy vacío, porque la amistad, incluso con un hombre tan importante como Ciro, no vale nada si para mantenerla debo traicionar a mis hombres.
Ahora los hombres prorrumpieron en ovaciones. Clearco parecía sumido en un sueño; tenía la vista fija en sus pies y sus hombros se sacudían como si lo embargara la emoción. Después de un momento volvió a mirar a sus hombres y sus ojos se iluminaron al ver las caras de aquéllos que poco antes habían deseado lincharlo y que ahora lo honraban con una sucesión de clamorosos vítores. Yo contemplaba la escena como un pobre estudiante contempla al maestro escultor, atónito mientras el artista rompe un trozo de barro y comienza a amasarlo, golpeándolo para calentarlo y ablandarlo, y luego lo moldea diestramente a voluntad.
Clearco suspiró otra vez con tristeza y prosiguió:
—Nada complace tanto a mi corazón como los buenos deseos de los soldados griegos. Sin embargo, después de romper mi juramento de lealtad con Ciro, me resulta imposible continuar al mando. No puedo seguir siendo un general y esperar que otros hombres me obedezcan. Incluso en este mismo momento Ciro me está llamando para que le dé explicaciones. Os ruego que escojáis a un hombre digno de mandaros, y yo ocuparé mi sitio en la tropa, entre los más humildes cabreros. Con la ayuda de los dioses, el nuevo jefe nos llevará de vuelta a nuestra amada patria, a través de los territorios hostiles de los cilicios y los písidas.
¿Territorios hostiles? Inexplicablemente, los amotinados no se habían detenido a considerar este hecho, y ahora comenzaron a murmurar. Por fin alguien gritó:
—¡Clearco tiene razón! ¡Compremos provisiones y volvamos a Grecia antes de que Ciro decida matarnos!
Alguien lo hizo callar:
—¡No! ¡Pidámosle a Ciro que nos dé barcos para volver por mar, o al menos que nos asigne un guía!
Algunos gritaron que jamás viajarían en un barco de Ciro por miedo a que los traicionasen, mientras otros decían que nunca seguirían a uno de sus guías. La asamblea degeneró en un caos, pero Clearco permaneció mudo sobre la piedra, con la cabeza gacha de vergüenza y los grandes hombros encorvados. De repente Próxeno se acercó a él e hizo una seña a los hombres para que callaran. Noté que Clearco lo miraba por el rabillo del ojo, ahora seco, y un esbozo de sonrisa pareció dibujarse en las comisuras de sus labios, si es que Clearco era capaz de sonreír.
—¡Griegos! —exclamó Próxeno, y los soldados callaron—. ¡Estamos discutiendo el destino de un ejército de diez mil hombres, pero ignoramos los hechos! No sabemos si la reacción de Ciro será hostil o amistosa; solo sabemos que no será indiferente. Enviemos a Clearco a hablar con él y a preguntarle sin rodeos qué se propone. El príncipe es un hombre honorable; o bien nos convence para que lo apoyemos en la lucha contra Abrócomas, o nosotros lo convenceremos a él de que nos deje marchar honorablemente, como amigos, con la promesa de que no nos hará daño. Después podremos tomar una decisión, basándonos en su respuesta.
Los hombres emitieron murmullos de asentimiento y Clearco bajó de la roca. Acompañado por Menón y Próxeno, dejó a los hombres en la plaza de armas y caminó despacio a campo traviesa hacia el cuartel general de Ciro, donde pasaron junto a los guardias y entraron en la tienda. Permanecieron allí dos horas, mientras en la mente de los hombres crecía y se emponzoñaba el temor a regresar sin que Ciro y sus tropas nativas los protegiesen y guiasen. Jenofonte guardó silencio, alejado de los demás. Hizo caso omiso de los tanteos de algunos para adivinar su opinión, molesto por la facilidad con que buscaban el consejo de alguien a quien minutos antes habían cubierto de injurias. Las sombras se alargaron y la paciencia de los hombres llegó casi a su límite; estaba a punto de romperse cuando alguien gritó por fin que los oficiales volvían, y vimos a Clearco y los otros salir a la luz del sol, volverse hacia la oscura entrada de la tienda para saludar y caminar rígidamente por el campo, rumbo a los hombres que aguardaban con nerviosismo.
Clearco volvió a subirse a la roca y miró a los soldados, esta vez con los hombros erguidos y sacando su grandioso pecho de oso, con la característica arrogancia espartana. No tuvo necesidad de hacer callar a los hombres, pero permaneció inmóvil durante un largo rato, recreándose en el expectante silencio antes de empezar.
—¡Soldados! —bramó—. El príncipe ha dicho que se propone avanzar hasta el río Éufrates, que está a doce etapas de aquí, y enfrentarse con su enemigo Abrócomas. Si Abrócomas se encuentra allí cuando llegue, lo destruirá y disolverá el ejército enemigo. Ciro nos invita a acompañarlo, pero si nos negamos, nos dejará marchar como amigos y nos dará un guía para el viaje por tierra. Para ablandarnos, ofrece a cada hombre media paga más de la que recibía con anterioridad: un dárico y medio por mes, en lugar de uno…
Los hombres prorrumpieron en ovaciones antes de que acabara, y nadie dudó de la decisión que debía tomar. Se dispersaron alegremente y regresaron a sus unidades.
Esa noche, en respuesta a las miradas inquisitivas de Jenofonte, Próxeno rió y nos dijo que había prometido mantener en secreto la conversación que había tenido lugar en la tienda de Ciro. Pero más tarde descubrí que el príncipe ni siquiera había estado allí. Había abandonado el campamento un día antes para cazar jabalíes, y no regresó hasta el ocaso del día siguiente.