IV

HARAPIENTO Y DESCALZO, sentado en una piedra a la vera del camino, el niño miraba a lo lejos mientras metía la mano metódicamente en la bolsa de cuero que llevaba en la cadera, sacaba larvas que había recogido de debajo de troncos y raíces y las comía una a una. A mí nunca me habían gustado las larvas y los saltamontes que había probado cuando era esclavo, en Atenas —lo único que uno podía decir en su favor era que contribuían a llenar el estómago—, pero el hecho de que este niño se los zampara de manera tan sistemática indicaba que eran la base de su dieta, no un complemento como lo habían sido para mí, así que lo compadecí.

Hacía una hora que Jenofonte y yo cabalgábamos por el estrecho barranco del Meandro, remontando con cautela el río por un sendero pedregoso donde era fácil que un caballo se torciera la rodilla o se despeara. Buscábamos un cruce que según nuestros guías estaba cerca, pero solo habíamos visto los restos de dos puentes de sogas y troncos que los lugareños acababan de cortar, al parecer con el fin de detener al ejército. De hecho, el ejército ni siquiera seguía ese camino: Ciro no tenía intención de perseguir a las insignificantes tribus de vaqueros nómadas hasta las montañas del interior. Sin embargo, últimamente las partidas de asalto písidas habían estado hostigando a nuestros rebaños, y Jenofonte se había ofrecido voluntario para ir en busca de un camino donde más tarde pudiésemos enviar a un grupo de hoplitas mejor armados con objeto de ahuyentarlas. Próxeno había aceptado y nos había asignado un intérprete llamado Cleonte y dos exploradores beocios.

Teníamos que hablar a gritos para hacernos oír por encima del rugido del agua, que caía en cascada por la angosta brecha que había ido abriendo a lo largo de los últimos estadios. A nuestra derecha se alzaba una empinada y pedregosa colina, casi un precipicio, imposible de escalar y salpicada de agujeros: las madrigueras de una colonia de roedores que había construido una vasta red de túneles por debajo de la superficie. De vez en cuando caían delante o detrás de nosotros pequeñas lluvias de esquisto y escombros, sobresaltándonos y haciéndonos pensar que había alguien en lo alto del precipicio; pero cuando alzábamos la vista, solo veíamos la piedra llena de hoyos y alguna que otra cabeza peluda asomando con cautela por un agujero.

Al ver al niño allí sentado, solo, le hice una seña a Jenofonte para que se detuviera; nos acercamos y lo miramos con curiosidad. No nos hizo el menor caso, o fingió que no nos veía. Aparentaba nueve o diez años, y me pregunté cómo habría llegado allí, pues no vi señales de que hubiese un campamento de písidas en las proximidades. Tenía los ojos hundidos y las mejillas descarnadas a causa del hambre. La piel que rodeaba su boca estaba mugrienta, como si se hubiese atiborrado de miel y la suciedad se hubiera ido adhiriendo al contorno de sus labios, mezclándose con un constante flujo de mocos que no parecía tener intención de limpiar.

Jenofonte y yo nos miramos.

—¿Crees que está bien de la cabeza? —pregunté.

Se encogió de hombros, y llamamos a Cleonte para que nos ayudara a comunicarnos.

Cleonte era un hombre alto y delgado, con mala vista y una curiosa cabellera alborotada, un písida que había sido capturado por los persas hacía muchos años y se había adaptado por completo a sus costumbres. Miró al niño con desprecio y le gritó una pregunta. El chico no dio señales de que le hubiera entendido, ni siquiera parpadeó ni lo miró; impasible, continuó masticando y tragando las brillantes larvas blancas. El intérprete le hizo otra pregunta, con el mismo resultado, y se encogió de hombros.

—Es imbécil —dijo—. O puede que sea sordomudo.

—Nos vendría bien hacerlo hablar —dijo Jenofonte, mirando al niño con aire pensativo—. Es obvio que conoce el terreno; de lo contrario no estaría plácidamente sentado ahí. Seguro que sabe si hay algún cruce en los alrededores.

Desmontó y yo lo imité, agradeciendo la oportunidad de estirar las piernas. Jenofonte se sentó en la piedra, junto al niño, y rebuscó en sus alforjas. Sacó un trozo de carne asada, procedente de un jabalí que habíamos cazado dos días antes, y se lo alargó a la hambrienta criatura.

Los ojos del niño destellaron cuando olió la carne, y giró la cabeza despacio para mirar la cara de Jenofonte. Con tanta rapidez que casi no alcancé a verlo, estiró la mano y metió la carne en su bolsa de cuero. Supongo que quería reservarla para más tarde, porque de inmediato volvió a fijar la vista en el mismo punto, al otro lado del río, y continuó masticando lentamente las larvas.

—No estoy seguro de lo que significa esto —dijo Jenofonte, intrigado.

Le hizo una seña a Cleonte para que desmontase y ató las riendas de los tres animales a las retorcidas ramas de un pequeño arbusto. Los dos beocios aguardaban pacientemente detrás de nosotros, a unos cincuenta pasos, tomando su propio tentempié y conversando en voz baja.

—Háblale con mayor amabilidad —ordenó Jenofonte—. No le preguntes dónde está el cruce, sino qué está esperando.

Cleonte frunció el entrecejo y luego, con gran esfuerzo, suavizó su gesto, convirtiéndolo en una mueca de resignación. Se acuclilló junto al niño y lo interrogó durante unos instantes, de nuevo infructuosamente. Pero cuando empezaba a incorporarse el niño dijo algo en su lengua; solo dos o tres palabras. Cleonte permaneció inmóvil, como si esperase algo más, pero era evidente que el niño ya había dicho lo que quería y no estaba dispuesto a añadir nada más. El intérprete se encogió de hombros.

—Dice que está esperando a la muerte.

Jenofonte lo miró con mayor atención.

—Es extraño —dijo—. Parece hambriento, pero no moribundo. Me pregunto qué ha querido decir.

En ese momento cayeron más pedruscos a nuestros pies. Habíamos aprendido a pasar por alto esos pequeños derrubios, pero el niño miró con nerviosismo las piedras que habían caído. A la pequeña lluvia de grava le siguió otra más sustancial: esta vez cayeron piedras de tal tamaño que podrían habernos aplastado una pierna si hubiesen dado directamente en ella. Alcé la vista y miré hacia lo alto del precipicio, pero no vi nada. El niño, sin embargo, se había bajado de la roca y estaba de pie, mirándonos y desplazando el peso del cuerpo de una pierna a la otra.

—Parece que quiere decir algo —sugerí, porque había abierto la boca y comenzado a murmurar, pero un terrible y ensordecedor estruendo ahogó sus palabras.

Cuando alcé la vista vi que toda la capa de esquisto de la pared del precipicio se había desprendido como la corteza de un árbol podrido, se había partido en grandes trozos y caía hacia nosotros.

No tuvimos tiempo de empuñar las armas ni de pensar; lo único que podíamos hacer era huir. Jenofonte y yo dimos un salto hacia el camino y echamos a correr irreflexivamente, tratando de adelantarnos a las estrepitosas rocas que oíamos rodar por la pared del precipicio, arrastrando arbustos, otras piedras y todo lo que encontraban en su camino. Una lluvia de polvo, grava y pedruscos caía sobre nuestros hombros y nuestras cabezas, y tuve la impresión de que corríamos a una velocidad increíblemente lenta, como en las pesadillas. Al cabo de unos instantes torcimos por una cerrada curva, donde el camino se aproximaba a una esquina del peñasco, y nos dimos cuenta de que, a menos que se derrumbara la montaña entera, estábamos a salvo, fuera de la trayectoria de las rocas. Apretamos la cara y el pecho contra la pared de piedra, clavando las uñas, jadeando y gimiendo no de agotamiento, pues solo habíamos recorrido unos pasos, sino por el catártico efecto que ejerce el pánico sobre el alma.

Durante unos instantes escuchamos cómo las rocas caían estruendosamente al otro lado de la esquina, fuera de nuestro campo de visión, y se precipitaban en el camino con un ruido ensordecedor. Al llegar a la llana cornisa que se proyectaba sobre el sendero, hacían una pequeña pausa, como para considerar su posición, y luego continuaban su frenético viaje, daban contra un lado de la pared y se hundían ruidosamente en el río, levantando grandes surtidores de agua amarillenta y espuma. Al cabo de un rato el ruido cesó tan súbitamente como había empezado, y salimos con cautela de nuestro escondite para contemplar la destrucción.

El camino había desaparecido. No había indicios de vida o de actividad humana, y el sitio donde un momento antes habían estado Cleonte y nuestros caballos había quedado bloqueado por una montaña de rocas de treinta palmos de altura. El aire estaba cargado de polvo, lo que nos dificultaba la visión e incluso la respiración, y en la pared del precipicio, que antes era empinada, casi vertical, había ahora una gran depresión o cueva, cuya profundidad no podíamos ver aún con claridad por culpa de la polvareda.

Sin embargo, por encima del constante rumor del río oímos voces —no las de nuestros compañeros, como pensamos en un principio, sino voces juveniles— y al alzar la vista vimos unas cincuenta figuras junto al borde del precipicio. El sol perfilaba sus siluetas, de manera que no pudimos identificarlos por su ropa o apariencia, pero su tamaño inducía a pensar que eran niños, algunos tan jóvenes como aquél con quien acabábamos de hablar y otros algo mayores. Asomados al precipicio, daban gritos de alegría y agitaban las manos ante la destrucción, que, según comprendimos entonces, había sido obra suya. Algunos de los mayores empuñaban todavía los fuertes palos que habían usado para empujar las rocas y causar el derrubio. El resultado debía de ser más grandioso aún de lo que habían previsto.

—Písidas —gruñó Jenofonte—. Nos han tendido una emboscada. Deberíamos haber escuchado al niño. Dijo que estaba esperando a la muerte. Sí, la nuestra. ¡Mira! —Y señaló hacia la mitad de la montaña, donde el niño trepaba y saltaba de piedra en piedra; por lo visto se había refugiado debajo de la roca y había salido indemne. Me pregunté cómo se prepararía a un niño para que hiciera algo semejante.

Ahora los rufianes del precipicio nos habían visto y gritaban con furia, contrariados por su fallido ataque. La mitad de la pandilla desapareció de inmediato, sin duda para descender por un camino secreto y terminar con nosotros, mientras los demás empezaron a usar frenéticamente sus palos para empujar más rocas, amenazando con desatar otra lluvia de piedras.

Jenofonte pasó rápidamente frente a mí y regresó detrás de la esquina donde nos habíamos refugiado antes, para ver qué posibilidades teníamos en esa dirección. A nuestra espalda, el camino por donde habíamos llegado era intransitable. Adelante, se llenaba rápidamente con los gritos de los furiosos jóvenes que descendían hacia nosotros. Un agorero reguero de grava comenzaba a caer sobre nuestras cabezas. Jenofonte me miró con ojos desorbitados, y sin decir una palabra ambos empezamos a quitarnos la coraza al tiempo que descendíamos, medio a gatas, medio rodando, por la empinada cuesta, con la esperanza de introducirnos cuidadosamente en el río antes de que nos aplastara otra avalancha.

«Introducirnos cuidadosamente» no fue exactamente lo que hicimos, pues en ese punto el río pasaba por un estrecho barranco con afiladas rocas que se alzaban a treinta palmos por encima de la espumosa agua. Nos detuvimos brevemente en la orilla, y tras rezar una rápida oración a los dioses para que nos refrescasen los conocimientos de natación que habíamos adquirido de niños en Erquía, nos zambullimos.

Ocho horas después, para sorpresa de los centinelas, entramos cojeando en el campamento, desnudos salvo por las sandalias y llenos de profundos cortes, magulladuras y rasguños producidos por las espinas. Tras media hora de aporrearnos y casi ahogarnos, las turbulentas aguas nos habían arrastrado una parasanga río abajo, dejándonos fuera del alcance de los písidas, pero aún nos quedaba una larga caminata hasta nuestro campamento, al que no llegamos hasta el ocaso. Próxeno ya había comenzado a pensar con aflicción en los preparativos de nuestro funeral, pues los dos aterrorizados exploradores beocios le habían descrito en detalle nuestra horrible muerte. Se alegró sobremanera de nuestro regreso y nos agasajó hasta altas horas de la noche con carne y vino puro, rogándonos una y otra vez que le contáramos cómo habíamos saltado al río para escapar. La noticia de nuestra aventura llegó incluso a Ciro, que también había sido informado de nuestra prematura muerte y que pasó por la tienda de Próxeno para felicitarnos por haber escapado a ese destino.

—¡Vuestro regreso es un buen augurio para el ejército! —exclamó—. He ordenado al intendente que os dé caballos nuevos… ya os ocuparéis de ese asunto por la mañana. Entretanto… por Zeus, Teo, ¡mira ese tajo! —Y pasó el resto de la velada con nosotros, comparando sus cicatrices con las nuestras y riendo de la reacción que seguramente habrían tenido los jóvenes písidas al bajar de la montaña y descubrir que habíamos desaparecido.

Nadie dijo nada del pobre Cleonte; su muerte no fue una gran pérdida, pues no era más que un intérprete.

Después de dejar el Meandro, recorrimos sin incidentes otras cincuenta tediosas parasangas hacia el este, a lo largo de las cuales Ciro recibió y agasajó a dignatarios locales, hasta que llegamos a la vasta llanura de Caistro, donde el ejército se congregó como una enorme bandada de gorjeantes cuervos, revoloteando, pavoneándose y gritando órdenes e insultos. La pausa era necesaria para descansar y reagruparnos, ya que llevábamos más de tres meses de marcha, el calor se había hecho insoportable y las tropas griegas tenían dificultades para aclimatarse. Los contingentes persas —las tropas de Arieo y la selecta guardia personal de Ciro— se burlaban despiadadamente de las quejas de los griegos, diciendo que ellos se sentían bastante frescos, pues al fin y al cabo todavía estábamos viajando por las relativamente frías montañas písidas.

—Aún no ha llegado lo mejor —nos provocaban—. ¡En el desierto sirio os marchitaréis como flores, griegos blandengues!

Los ánimos también habían empezado a decaer. Hacía semanas que los hombres se quejaban de los retrasos en el pago de los sueldos. El príncipe no había autorizado saqueos ni robos en el camino, y puesto que no había pagado a la tropa desde que habíamos salido, los hombres se sentían pobres cada vez que pasaban por un mercado y no podían comprar los productos básicos, y mucho menos chucherías, ni participar en juegos. Esto afligía mucho a Ciro, que siempre se había enorgullecido de tratar a sus hombres con justicia y ponía gran empeño en asegurarse su lealtad, sobre todo teniendo en cuenta el tamaño de su ejército y su actual aislamiento. Justo cuando las quejas comenzaban a preocupar a los oficiales, avistamos una pequeña caravana que se aproximaba a nosotros. Ciro no parecía sorprendido; de hecho, daba la impresión de que la esperaba.

Cuando llegó, yo estaba montado en mi caballo, junto a Próxeno, y los dos la observamos con interés. Los carros eran lujosos, con caballos bien arreados, musculosos guardias y cocheros engalanados con fina seda y cadenas de oro.

—La caravana pertenece a la reina Epiaxa de Cilicia —dijo.

Cuando la mujer se apeó con cuidado ante los ojos de los soldados congregados, advertí que aunque hacía tiempo que había dejado atrás su juventud, aún conservaba vestigios de la belleza que había poseído.

—Es la esposa del rey Siénesis, uno de los aliados de Ciro. Es un viejo, y también fue sátrapa del padre del príncipe.

—¿Dónde está el rey? —preguntó Jenofonte, acercándose a caballo—. No habrá enviado a su esposa sola, ¿no?

—¡Ja! Ésa es toda una historia —repuso Próxeno con tono burlón—. Hace diez años que el rey no sale del palacio, pues se avergüenza de la forma en que lo trataron los písidas cuando lo capturaron, durante una de sus pequeñas guerras. Se rumorea que dicho tratamiento le costó la virilidad, aunque no sé si se trata de algo físico o de una forma de locura impuesta por los dioses como castigo por alguna mala acción. —Próxeno hizo una pausa y miró alrededor como para cerciorarse de que no hubiese nadie cerca. Luego sonrió de oreja a oreja—. Pero si perdió su virilidad en alguna parte, dicen que desde entonces la reina no ha dejado de buscarla entre ciertos candidatos afortunados.

De hecho, no sé qué pasó exactamente en la tienda de Ciro durante la visita de la reina, pues fue una de las escasas ocasiones en que no invitaron a Próxeno a la recepción oficial. Hasta las concubinas favoritas de Ciro fueron despedidas sumariamente, lo que hizo las delicias de los oficiales griegos, que disfrutaron con los mohines de indignación de las jóvenes afectadas durante su temporal exilio en las tiendas vecinas.

Sin embargo, sé que la reina llevó a Ciro varias arcas llenas de plata, una importante suma que se usó en parte para pagar a los soldados cuatro meses de sueldo y una bonificación adicional por su paciencia. Los hombres demostraron su gratitud a la reina, bendiciéndola en nombre del dios Príapo y brindando con cuernos repletos de líquido por el marido ausente. La reina, demasiado digna para mostrarse ofendida, se limitó a asentir y sonreír modestamente mientras salía de los aposentos de Ciro y regresaba a su tienda de viaje, hecha con cuero velloso y sin curtir.