III
EL DÍA QUE PARTIMOS DE SARDES, el noveno de marzo, fue espléndido, lleno de sol y confianza, y la ciudad entera salió a contemplar el espectáculo. Los hombres se pusieron en marcha al rayar el alba y a mediodía la mitad del ejército aún no había llegado al camino. La tremenda nube de polvo levantada por los pies de los soldados ocultaba el sol y hacía imposible ver todo el ejército de una sola vez, pero bastaba con observar los miles de rostros solemnes que llenaban la gruesa e interminable columna para hacerse una idea del poder de aquel ejército, un poder capaz de impresionar incluso a los dioses. Solo faltaban Clearco y sus recién reclutadas fuerzas, que se reunirían con nosotros antes de finalizar nuestra marcha.
Abrían la marcha largas recuas de hoscos camellos de carga y los rebaños de cabras y ovejas destinados a los sacrificios que se celebrarían diariamente, o bien para obtener el favor de los dioses en la batalla o al cruzar un río peligroso. Detrás iban mugientes bueyes de grandes ojos que tiraban de galeras inmensas cargadas con los pesados pertrechos y las vituallas. Los animales encabezaban la marcha para que llegasen antes a los campamentos provisionales y se pusieran a pastar, y para que los esclavos del jefe de intendencia montaran las tiendas e instalasen las cocinas. Tras los bueyes iban cuarenta elefantes, que Ciro había comprado a unos mercaderes indios. Nunca había visto aquella clase de animales; su aspecto era temible y parecían vestigios de la era de los Titanes. Eran altos como árboles, de pellejo lampiño y agrietado, y de lejos daba la impresión de que tenían un rabo detrás y otro delante. Un ignorante podía llegar a creer que andaban hacia atrás, aunque yo no tardé en averiguar que las largas y oscilantes orejas indicaban con bastante exactitud la ubicación de la cabeza. Sin embargo, aquellos animales solo estaban allí para realzar el espectáculo de la salida de Sardes. Habría sido difícil satisfacer sus exageradas necesidades alimenticias durante una marcha normal, de manera que Ciro había ordenado que después de la ostentosa revista de las tropas regresaran a la ciudad, donde continuarían empleándose en la construcción de defensas.
Los seguían las tropas indígenas de Ciro: cien mil hombres entre persas, lidios, egipcios e incluso etíopes, todos con la coraza y el atuendo de su país de origen, cada grupo con sus propios tambores y flautistas, que mantenían el ritmo de los pies mientras los oficiales gritaban órdenes en lengua bárbara. Los estandartes y banderas de estas brigadas indígenas ondeaban orgullosamente al viento, y cada unidad trataba de emular a las demás ante el príncipe en aquella primera etapa de la marcha.
Detrás de la infantería, mandada por el propio Ciro, iba la caballería persa: miles de sementales árabes, todos blancos e idénticos, cabriolando y resoplando bajo sus orgullosos jinetes, que iban erguidos e inmóviles, guarnecidos con puntiagudos cascos de bronce y cotas de malla que brillaban al sol como las escamas de los peces. Junto a ellos iban las columnas de medos vestidos con zaragüelles, que marchaban en perfecta sincronía y empuñando lanzas doradas, enjoyadas y coronadas por banderolas de seda con forma de dragón; cuando la brisa pasaba por sus abiertas bocas, los dragones parecían bufar con furia, sacudiendo la larga cola. Siguiendo a la caballería, en el lugar de honor generalmente reservado para la guardia personal del jefe supremo, marchaban al compás los orgullosos griegos, con la roja capa restallando al viento y las largas y aceitadas cabelleras de los espartanos que había entre ellos cuidadosamente anudadas en trenzas que les colgaban por la espalda. Habría sido estupendo que hubieran desfilado también las máquinas beocias de Próxeno, pero había demasiada gente para garantizar la seguridad, y Clearco, que detestaba aquellos artilugios, había prohibido a sus capitanes que volviera a hablarse del asunto, incluso en su ausencia. Próxeno, Jenofonte y el resto de los oficiales cabalgaban junto a las columnas de infantería, no tanto para mantenerlas en orden cuanto para contener a la multitud de mirones. La muchedumbre estaba ya tan enfervorizada que costaba impedir que las mujeres y las muchachas se metieran entre las columnas para besar a los soldados, o que los hombres dieran pescozones de júbilo a nuestros griegos para desearles suerte y que vencieran a aquellos písidas rebeldes.
Los seguían de cerca los seiscientos hombres de la escolta montada de Ciro, los «Inmortales», con un porte y una disciplina tan temibles como los de los griegos. Estos hombres habían sido cuidadosamente seleccionados en todas las naciones dominadas por los persas, pero llevaban armas y uniformes idénticos, y habían sido adiestrados durante años para que relegasen sus deseos personales y no hubiera para ellos nada más importante que su deber de proteger a Ciro. Estaban algo molestos por tener que marchar detrás de los griegos, pero durante los meses siguientes Clearco se esforzó por congraciarse con ellos, por lo menos hasta donde fue capaz, dado su escaso don de gentes. Con el tiempo, los griegos y los Inmortales de Ciro llegaron a respetarse.
Cerraban la retaguardia más infantería indígena y los veinte carros falcados de guerra; las curvas hojas de los ejes iban enfundadas por seguridad, pero aun así cortaban el aire con movimiento siniestro, ante el deleite de la multitud y el desdén de los espartanos, que detestaban aquellos efectos teatrales. Detrás iba el séquito personal de Ciro, toda una multitud: el intendente mayor con sus noventa subalternos, responsables de alojar y alimentar a las tropas; una compañía de altivos jinetes que eran correos del príncipe y de los oficiales superiores, y carros con docenas de videntes y sacerdotes persas y sus ayudantes. Los acompañaba el mismo número de vehículos cargados con sus pertrechos: lujosas togas y otras vestiduras, cuchillos ceremoniales, cálices, incienso, papiros y vasijas. Tras ellos iban las galeras cubiertas que transportaban el vestuario real y que, a pesar de su gran tamaño, eran pequeñas comparadas con las que llevaban la ropa de los generales persas, circunstancia que suscitaba burlas y risas entre los griegos. La importancia de los que desfilaban y los enseres descendía rápidamente a partir de este punto: cincuenta carromatos y galeras de reserva, todos vacíos, una manada entera de caballos sin jinete, cada uno conducido por un niño persa con zaragüelles y babuchas, y un interminable reguero de vehículos reservados para las concubinas del príncipe, los ayudas de cámara, los médicos, los barberos, los lacayos, los boticarios, los escribas, los porteadores, los sastres, las lavanderas, el cocinero jefe y sus catorce pinches, el catador de Ciro y otros dos catadores de repuesto, ingenieros, historiadores… tanta gente que la cabeza daba vueltas.
Al final iba el auténtico espectáculo, la inmensa y tumultuosa multitud de burlones y bulliciosos vivanderos de ocasión: curtidores, timadores, prostitutas, aguadores, músicos, malabaristas, costureras, cambistas, lavanderas, esposas e hijos de soldados y una horda de mendigos y vagabundos; una completa representación de lo más bajo de las sociedades griega y persa, una auténtica ciudad de miles de habitantes —la mitad que los soldados mismos— que se ganaban la vida sirviendo y desplumando al ejército durante el día y entreteniéndolo por la noche, o quizá a la inversa. Despreciados por los oficiales y soldados del ejército regular, se los toleraba y hasta se los protegía, pues de lo contrario los servicios que hacían habrían recaído en las tropas, y los hombres adiestrados para luchar eran demasiado valiosos para desperdiciarlos en tareas mundanas.
No entraré en detalles sobre el progreso diario de nuestra marcha. En su mayor parte transcurrió sin incidentes. Ciro había dispuesto que saliésemos con provisiones suficientes, de manera que no necesitamos requisarlas por el camino. Así pues, los habitantes de los pueblos y las ciudades no temían nuestra llegada, que por el contrario era motivo de discretas celebraciones. El príncipe viajaba siempre con un arca llena de monedas de cobre, que arrojaba a manos llenas a su paso con los efusivos ademanes de un padre bondadoso. La multitud se congregaba enfervorizada alrededor de la columna, compitiendo con el séquito de mendigos de Sardes, y alborotaban mientras escarbaban en la arena, buscando las diminutas monedas enterradas por pies y cascos. Ciro y sus adláteres pasaban de largo, solemnes e imperiosos; solo algún asomo de sonrisa suavizaba su grave porte cuando miraban a sus súbditos revolcándose en la mugre, entre las patas de los caballos.
Avanzamos a ritmo constante hacia el este, cruzando longitudinalmente Asia Menor, con buen tiempo y en orden, sin descuidar la vigilancia, ni la instrucción diaria que había ordenado Ciro, ni las revistas diarias de armas y pertrechos. Entramos directamente en el corazón de Pisidia y, aunque esperábamos batallas y saqueos, no disparamos una sola flecha ni capturamos ningún territorio. Con actitud desdeñosa, el príncipe ni siquiera prestó atención a los guerreros bárbaros cautelosamente formados en las cimas de las montañas, que observaban con temor y pasmo el largo reguero de carros de impedimenta, criados y vivanderos. Al cabo de cinco semanas de marcha nos detuvimos en un palacio del rey, junto al río Meandro, que utilizamos durante un mes como apeadero, para reagruparnos, ejercitarnos y reorganizar el equipaje. Según cuenta la leyenda, fue aquí donde Apolo castigó al desvergonzado sátiro Marsias, que había desafiado al dios a una competición musical. Apolo tocó con la lira al revés y dijo a Marsias que igualara esta hazaña con la flauta, cosa que naturalmente no pudo hacer. Después de desollar vivo al necio sátiro, Apolo colgó su piel en una cueva cercana, donde nace el pequeño pero turbulento río oportunamente llamado Marsias.
También fue aquí donde se reunió con nosotros el largamente esperado Clearco con lo que quedaba del ejército que había reunido con los dáricos de Ciro, un millar de feroces y callados espartanos vestidos de rojo, cada cual asistido por dos o tres esclavos ilotas que llevaban sus pesadas armas y corazas. Traía asimismo ochocientos infantes tracios de hombros fornidos, que habían abandonado a los suyos, y doscientos arqueros cretenses. Ellos formarían el vigoroso núcleo del ejército griego de Ciro, del que el propio Clearco era jefe supremo, y además homólogo de un persa llamado Arieo, que mandaba las tropas nativas del príncipe. Clearco era tan temible y peculiar como nos había advertido Próxeno, o peor. Su cara era tan fea y estaba tan picada de viruela que casi daba risa, y además tenía una horripilante y tortuosa cicatriz debajo de la sien que se rascaba a todas horas, inflamándosela de continuo, quizá intencionalmente, con el fin de impresionar. Su barba estaba tan desgreñada y llena de piojos que resultaba escandalosa incluso en un espartano, y nunca sonreía; en realidad tampoco hablaba, salvo para insultar a sus hombres, y casi no podía masticar con sus negros y podridos dientes. Cabalgaba con aire desdeñoso entre sus tropas y no se dignaba mostrar obediencia a Ciro, pero sus nuevos reclutas marchaban en perfecta sincronía, sin un movimiento o una palabra de más, mostrando escasa preocupación y menos curiosidad por los cien mil soldados indígenas que se habían reunido para contemplar su llegada. Obedecían las señas e instrucciones de Clearco tan coordinadamente como si fuesen una sola máquina, una máquina de guerra creada por un dios decidido.
Durante la reorganización del ejército junto al Meandro, Clearco observó la situación y montó en cólera, exigiendo que se redujesen drásticamente la impedimenta y el número de seguidores del campamento: los espartanos se negaban a pelear para proteger carros de ropa, hetairas y personal de cocina. Ciro se resistió durante un tiempo, pero cuando Clearco amenazó con retirarse con las tropas que acababa de traer, el príncipe cedió y redujo a la mitad el reguero de impedimenta y vivanderos, compensando a los últimos con oro para que diesen media vuelta. Sin embargo, y pese a las quejas de los espartanos, quiso conservar un pequeño grupo de esclavas y ayudantes. El príncipe era persa y tenía que guardar las apariencias.
Habida cuenta de lo que las Parcas me tenían reservado, no puedo decir si la obcecación del príncipe en este asunto me benefició o no, aunque su decisión causó en mi vida un impacto tan grande como cualquier decreto de los dioses, o, para el caso, de los espartanos.
Maldito sea Clearco.