II
PRÓXENO, JENOFONTE Y YO ENTRAMOS en los aposentos del príncipe, mirando con cautela a los guardias de aspecto feroz. En cada turno había de guardia treinta gigantes como aquéllos, escogidos al parecer tanto por sus cualidades estéticas como por su fuerza y su capacidad para inspirar miedo. La mitad eran etíopes de piel tan negra que casi parecía azul; tenían el grueso cráneo afeitado, untado con cera de abeja, brillante como una berenjena morada y decorado con tatuajes en relieve. Llevaban descomunales cimitarras persas, vestían zaragüelles persas y lucían el torso desnudo, acentuando la antinatural negrura de su piel. La otra mitad de los guardias, situados en orden alterno con los etíopes alrededor de la tienda, eran escitas y prácticamente albinos, de piel muy clara, casi rosada, mejillas afeitadas y bigotes largos y colgantes. El rubio cabello, con mechones enroscados como cuerdas, les llegaba a la cintura, y llevaban largas espadas rectas con empuñadura labrada y, alrededor de los bíceps, brazaletes chapados en oro con dibujos de serpientes. Aunque las dos razas eran dignas de verse y admirarse, incluso para unos atenienses cosmopolitas como nosotros, los escitas nos llamaron particularmente la atención, a pesar de que hacía mucho tiempo que en Atenas había un cuerpo mercenario de vigilancia formado por miembros de aquella tribu. Se sabía que los soldados escitas bebían la sangre de los hombres que mataban en las batallas y que cortaban la cabellera de sus enemigos practicándoles un corte circular por encima de las orejas y tirando luego del pelo, dejando a las víctimas, vivas o muertas, con el cráneo convertido en un ensangrentado casquete esférico. Era necesario que presentaran aquellas cabelleras a su rey para que recibieran parte del botín; luego las curtían y las colgaban de las bridas como recuerdos. Si tenían suficientes, incluso las cosían para hacerse una capa o una aljaba. Aquel destino era temible para los griegos, que no podían ni concebir la idea de presentarse ante el Barquero sin pelo y con piel de otras partes del cuerpo atrozmente convertida en pertrechos de un bárbaro. Estos hombres, en filas alternas de etíopes y escitas, componían la guardia personal de Ciro, y nos miraron con recelo cuando entramos en la tienda.
Yo había oído tantas cosas sobre el príncipe que sentía curiosidad por conocerlo. Con solo veinticuatro años, Ciro hablaba a la perfección el griego ático, el persa y media docena de lenguas propias de las poblaciones que estaban bajo su gobierno, y estaba tan familiarizado con los escritos de los filósofos y los hombres de ciencia de Oriente y Occidente como muchos otros que habían dedicado su vida a adquirir esta clase de conocimientos. Su aspecto estaba lleno de contrastes: era de constitución pequeña, sin barba, con una larga melena castaña que caía suelta y con naturalidad, lo contrario de los pomposos, afeminados y acicalados nobles que le hacían de consejeros y generales. Unas profundas cicatrices deslucían el natural atractivo de su cara y el uniforme tono aceitunado de su pecho y sus brazos; según nos explicó Próxeno, se las había producido una osa hacía unos años, durante una cacería. El día de nuestra audiencia iba vestido con sencillez, incluso con sobriedad, con una corta toga ceremonial encima de la túnica, un conjunto que le permitía entrevistarse con cualquiera, desde diplomáticos y generales hasta el soldado de menor graduación, sin necesidad de cambiarse. Esta apariencia poco pretenciosa lo congraciaba tanto con sus soldados como con sus súbditos civiles. Sus desnudos brazos dejaban a la vista una larga cicatriz que le recorría longitudinalmente el tríceps izquierdo, aunque no sé si se la había hecho en una batalla o durante la pelea con la osa. La toga era sencilla, con un ribete púrpura de dos dedos de grosor, pero estaba confeccionada con la lana mejor cardada de Mileto. Las sandalias estaban cubiertas de polvo, pero eran de cuero egipcio pulido y repujado, con hebillas de oro. El sencillo pero elegante atuendo de Ciro era el de un hombre que solo conoce un puesto en el mercado: el mejor.
El príncipe había nacido cuando Darío, su padre, ya ocupaba el trono de Persia, de manera que según la antigua tradición persa tenía preferencia sobre su hermano Artajerjes, que, pese a ser treinta años mayor, había nacido cuando su padre era aún un simple súbdito. Pero el rey, por razones que yo desconocía, pensaba de otra manera. Había dispuesto que lo sucedería Artajerjes, dejando a Ciro en una posición relativamente insignificante, como sátrapa de Jonia, al mismo nivel que un viejo bribón llamado Tisafernes, que gobernaba al sur de Asia Menor. La relación entre Ciro y Tisafernes venía de antiguo: Tisafernes se había casado con la hija de Artajerjes, con lo cual se había convertido en sobrino político del príncipe. Había sido uno de los principales consejeros del rey Darío —una presencia constante en la corte e incluso en la residencia de la familia real—, y a Ciro siempre le había molestado la influencia que aquel individuo zalamero y ladino ejercía sobre su padre. Tres años antes, al ver que el poder y la autoridad del príncipe crecían, Tisafernes había hecho falsas acusaciones contra él ante Artajerjes, que había mandado apresar a Ciro y luego ordenado su ejecución. Su madre le había salvado la vida, consiguiendo que lo sacaran de la corte y lo nombraran sátrapa de Jonia, pero Ciro no se había sobrepuesto a la ira y la humillación que le había causado este episodio. Su lucha por el poder era ya una obsesión, y el deseo de eliminar a Tisafernes y Artajerjes una pasión ingobernable.
Entré en la tienda de Ciro con Próxeno y Jenofonte, pero me quedé cerca de la puerta mientras los otros dos se aproximaban a la mesa y la silla del príncipe. Ciro les pidió amablemente que esperaran mientras él y sus consejeros terminaban lo que tenían entre manos. Dado que era la primera vez que entraba en los aposentos de un persa rico, miré a mi alrededor con curiosidad, fijándome en las suntuosas alfombras y las cortinas de brocado que mantenían la tienda fresca y oscura y en los guardias fuertemente armados que había a ambos lados de la puerta, en posición de firmes.
Una bella mujer, alta y con rasgos finos, se inclinaba lánguidamente detrás de Ciro, abanicándolo con una pala de mimbre y murmurando alguna que otra orden a las criadas y los guardias que desfilaban incesantemente en la sombra, entre la mesa y una puerta trasera que comunicaba con otra estancia de la tienda. Esta compañera, aunque increíblemente hermosa, parecía aburrida y no se dignaba mirar a nadie.
Oí un rumor en la oscuridad del rincón opuesto y, al aguzar la vista, vi unos ojos rasgados observándome con interés, evaluándome con frialdad y sin apartarse de mí, a diferencia de lo que solían hacer las persas. Le sostuve la mirada durante un largo momento y finalmente fui premiado con la fugaz visión de unos dientes blancos, la tímida sonrisa de la joven, que se reía en silencio de su propia audacia. Cuando se adelantó un poco, su cara emergió de la oscuridad y quedó bañada por la delgada franja de luz que se colaba por una abertura de la tienda; mi corazón dejó de latir ante su belleza: tenía unos dieciocho años y la piel tersa y al parecer libre de afeites; el único adorno que lucía era una pluma de color amarillo subido cuidadosamente ensartada en el cabello. Su rostro revelaba una inocencia y una alegría que no encajaban con su presencia inexplicable en la tienda de Ciro, rodeada por los feroces guardias etíopes y el trajín de los correos. Me sonrió otra vez y continuó con su labor, que, según vi entonces, consistía en leer un grueso papiro. Fue lo que más me sorprendió, pues nunca había visto a una mujer leyendo.
Cuando se hubieron marchado los consejeros de Ciro, Próxeno se aproximó a la mesa con actitud relajada e informó de que llegaba con un amigo que iba a unirse a la expedición.
—Bien hecho, Próxeno —exclamó el príncipe—. Con tu ayuda y la de Clearco, pronto tendré a la mitad de los griegos combatiendo a mi servicio. —Esbozó una sonrisa amistosa—. Jenofonte de Atenas, ¿el hijo de Grilo?
Jenofonte pareció sorprendido, pero se recuperó rápidamente y respondió con solemnidad:
—Sí, señor.
Ciro lo miró durante un momento como si le hiciera gracia algo.
—Tranquilo, hombre. Por los dioses, ¿quién crees que soy? ¿El rey de Persia? Me han hablado mucho de tu padre, y te aseguro que todos los informes son excelentes, aunque dudo que él diga lo mismo de mí.
El príncipe rió por lo bajo, se puso en pie y rodeó la mesa hasta ponerse a nuestro lado. Me asombró descubrir que era muy pequeño. Yo siempre había imaginado que el poder de los hombres se correspondía con su estatura, y no dejo de sentirme defraudado cada vez que compruebo lo modesta que es la talla de la mayoría de los grandes hombres, o, para el caso, lo elevada que es la mía.
—Tengo entendido que eres discípulo de Sócrates de Atenas, ¿no? —dijo Ciro. Jenofonte miró a su primo, asombrado otra vez de lo mucho que sabía Ciro sobre él, pero Próxeno se encogió de hombros, como diciendo que pensara lo que quisiera—. De hecho, no eres el único —prosiguió Ciro—. Menón, uno de mis generales atenienses, también es discípulo suyo… ¿lo conoces? Lamento no haber tenido la oportunidad de sentarme en las rodillas del gran hombre, pues nunca he estado en Atenas y Sócrates ha declinado todas las invitaciones a venir a Sardes. Pero Menón ha tenido la bondad de contarme todo lo que recuerda. Me impresiona mucho cómo justifica Sócrates la vida del soldado; según me han dicho, él es un viejo veterano, y además muy respetado. Si no recuerdo mal, dijo que en cierto sentido es deseable morir en combate. Aunque uno muera pobre, se le hacen unas honras fúnebres espléndidas, dignas de un arconte, y recibe elogios de labios de grandes oradores que no regalan precisamente los cumplidos.
Ciro hizo una pausa para murmurar algo a su alta compañera, que se marchó por la puerta de atrás sin decir una palabra; entonces se volvió otra vez hacia nosotros con una sonrisa radiante.
—En cualquier caso, ninguno de mis hombres corre el riesgo de morir en la miseria —dijo riendo, y mirando directamente a Jenofonte añadió—: Estoy encantado de tener un hombre culto en mi campamento. Los espartanos son una panda de fanfarrones, sosos e ignorantes como ellos solos, y francamente, Próxeno, tus beocios son un montón de patanes pueblerinos, aunque reconozco que vuestras máquinas son una maravilla. Jenofonte, espero que tus obligaciones te dejen tiempo libre para reunirte conmigo por las noches; beberemos vino griego y me contarás qué escándalo ha organizado Sócrates últimamente para que los gobernantes de vuestra ciudad estén tan furiosos. —Echó a andar con nosotros, hacia la puerta.
—Será un placer reunirme contigo en cualquier momento, señor —respondió Jenofonte con solemnidad.
—Supongo que Próxeno te ha buscado ya un puesto apropiado en nuestro pequeño ejército —dijo el príncipe con una sonrisa irónica—. Algo que te permita relajarte, antes de que te vuelvas espartano. No puedo prometerte más de un par de dáricos al mes, pero si sale bien la campaña, el botín te hará más rico de lo que hayas imaginado en tu vida.
Jenofonte meditó la respuesta mientras salíamos, pero al oír el silbido del acero en el cuero, me volví y vi que el príncipe había desenvainado la espada y, con una sonrisa pícara en los labios, ponía la punta bajo la barbilla de mi amo. Próxeno lo miró con una alarma apenas contenida.
Antes de que nadie pudiera moverse, cierto diosecillo juguetón, algún sátiro travieso que espiaba la conversación, puso en marcha los reflejos defensivos que se me habían desarrollado durante la larga instrucción como efebo en Atenas. Sin pensármelo dos veces, me puse delante de Ciro y le di un tremendo golpe en la muñeca con el pulpejo de la mano. Su espada salió volando y se clavó en el techo de la tienda. Ciro lanzó un leve chillido de miedo, mientras yo le atenazaba el cuello con el antebrazo. En un instante me rodearon ocho gigantescos guardias etíopes, con la punta de las espadas a un palmo de mi cara, pero yo mantuve los ojos fijos en Jenofonte, como me habían enseñado, igual que en un trance, esperando una señal para romperle el cuello al príncipe de Persia. Solo entonces mi razón alcanzó a mi cuerpo; el abominable sátiro huyó riéndose, y yo advertí con horror lo que acababa de hacer.
Jenofonte, que se había quedado petrificado, me ordenó roncamente que soltara al príncipe, sin duda imaginando que pasaría el resto de su vida en una mazmorra persa, antes incluso de haber empezado su aventura; pero Ciro, después de la sorpresa inicial, prorrumpió en carcajadas.
—¡Bien hecho! —exclamó el bondadoso príncipe cuando lo solté. Próxeno estaba blanco como una sábana. Ciro se frotó la muñeca y farfulló unas palabras incomprensibles a sus guardias, diciéndoles en su bárbaro idioma que no nos ensartaran—. ¡Yo me lo he buscado! Quería enseñaros que si vais a pelear contra asiáticos, tenéis que acostumbraros a la traición. Debería saber que los espartanos no son los únicos luchadores que hay en mi campamento. Si sorprendes al enemigo tan bien como me has sorprendido a mí, en menos de un año serás general.
Próxeno me miraba con furia, aunque detecté una expresión de alivio en su cara, y quizá también un asomo de orgullo, por el afortunado final del falso ataque. Ciro les dio una palmada en la espalda a los dos hombres y nos acompañó a nuestra tienda; yo iba a su lado, seguido por la recelosa mirada de Próxeno, que quería asegurarse de que no volvía a poner en peligro su medio de vida.
—Nos marcharemos dentro de tres días, Próxeno. Dale a Jenofonte una coraza y las armas que necesite, y procura que monte un caballo, no esa mula con la que me han dicho que llegó al campamento. Y no te olvides de nuestro quisquilloso amigo —dijo, señalándome—. ¡Si a alguien quiero tener contento, es a él! —Con otra espléndida sonrisa, echó a andar por las calles de tiendas, entre la admiración de sus hombres y la exasperación del séquito de consejeros y guardaespaldas.
Aquella noche, despachados ya los asuntos de la jornada, mientras Jenofonte, Próxeno y yo nos lavábamos en el baño de oficiales, les hablé de la hermosa joven que había visto brevemente en la tienda de Ciro. Próxeno me dirigió una mirada extraña y suspiró.
—Conque deseas a Asteria, ¿eh? Ponte en la cola, detrás de nosotros.
Jenofonte lo miró con expresión inquisitiva y luego admitió en voz baja:
—Yo también la vi. Leyendo, nada menos.
Próxeno gruñó.
—Sí, es una criatura singular. Ciro tiene todo un harén, como es lógico… Incluso viaja con ellas cuando sale de campaña; por lo general es esa puta alta de Fócida, la que estaba detrás de él, la que pone contento al perrito del príncipe. —Sonrió con intención—. Pero su favorita es Asteria de Mileto, la que te llamó la atención a ti. He oído que está constantemente en la tienda de Ciro, aunque no por las razones que imagináis. Y no es una concubina, recordadlo bien. Ciro mandó azotar a un camarero que la llamó así. Los hombres dicen que es hija de un sátrapa del antiguo rey Darío, y que tiene cierto parentesco con Ciro… sobrina o prima. Se crió en el harén de Persia, con los propios hijos del rey. Habla el griego mejor que yo, recita a Homero cuando el príncipe quiere relajarse y toca la lira como una diosa. También conoce el arte de la medicina, pues estudió con los médicos del rey. Me han dicho que atendió a Ciro después de su encuentro con la osa, cuando los médicos lo daban ya por muerto. Adelante, admírala, pero mantén las distancias. Si Ciro te pilla mirándola aunque sea de reojo, pasarás a formar parte de su cohorte de eunucos antes de que puedas decir «bendíceme, Urano». Yo aún no he conocido una mujer que merezca un sacrificio como ése.
Tal fue mi primer contacto con Asteria, una joven capaz de leer a Homero y que iba a desempeñar un importante papel en mi vida. Si hubiese entrado en la tienda de Ciro veinte minutos antes o después, o si no hubiese escrutado con curiosidad aquel oscuro rincón, quizá nunca habría visto aquellos ojos delineados con galena. Cuánto depende el futuro de las efímeras redes que tejen las Parcas, de la remota probabilidad de que las deidades escojan un resultado posible entre un millar. Si algún hombre fuera capaz de desenredar esos hilos, resolvería por fin el misterio del universo y adquiriría la sabiduría de los dioses. Al hacerlo, sin embargo, los mismos dioses lo matarían para defender su existencia, como le pasó a Ícaro cuando se aproximó al sol.
Tal vez sea mejor desistir y no desenredar los hilos, pero una renuncia así se opone a la naturaleza humana. Es la eterna duda.