I
ENTRE LOS GEMIDOS y el rechinar de cadenas de los sudorosos esclavos que remaban, el barco llegó sacudiéndose al puerto de Éfeso, el más cercano a Sardes pese a estar a más de quince parasangas. Recogí los bultos y salté al muelle con Jenofonte, sin molestarnos en despedirnos del bruto capitán. Comimos rápidamente unos trozos de humeante pan redondo, untado con una sabrosa salsa de lentejas que había comprado a un vendedor de los alrededores, y después de regatear un poco, adquirí dos saludables asnos capadocios para que nos llevasen con el equipaje. Como si estuviéramos repitiendo el viaje a Delfos, durante tres días recorrimos el Camino Real, la carretera que llegaba hasta Susa, la ciudad real persa, y en la que Sardes era la parada más importante. Apartándose de la costa y enfilando hacia el interior, el camino cruzaba montes secos e inhóspitos, tan estériles como el matrimonio de Afrodita con el cojo Hefesto. Finalmente descendía hacia el valle del Cryos y luego seguía la orilla izquierda del río Hermos, que nos condujo directamente a la ciudad. Nuestro plan inicial era preguntar de inmediato por el paradero del ejército de Ciro, pero los ruidos e imágenes de aquella metrópoli oriental, la ciudad más grande que habíamos visto, nos fascinaron tanto que decidimos buscar una posada y pasar un par de días recorriendo el lugar antes de ir a ver a Próxeno.
Sardes no nos decepcionó. Rodeada por fértiles viñedos y casas de labor, junto a los que habíamos pasado al llegar, la antigua ciudad se alzaba majestuosamente en la llanura como una inmensa fortaleza de murallas de roca, con torres en talud que se elevaban hacia el cielo. Los bulliciosos mercados, el intenso aroma de las especias y pociones de hierbas que vendían en todas las esquinas y los incontables individuos exóticos de todas las naciones del mundo me recordaron a la Atenas de mi infancia, antes de su devastación y empobrecimiento. Hacía tanto tiempo que no disfrutaba de los placeres de una ciudad próspera y optimista que incluso cuando estábamos solos en la habitación, oyendo el rumor de la calle, me sentía lleno de entusiasmo ante la perspectiva de lo que nos aguardaba al otro lado de la puerta.
Hacía unos trescientos años, Sardes, que ya era una gran ciudad, había sido invadida por hordas de bárbaros de piel clara, que habían llegado del norte como jaurías de lobos hambrientos, consumiendo todos sus bienes y mezclando su salvaje sangre con la de los refinados y delicados indígenas. Dicen que durante el brutal ataque murieron tantos hombres y mujeres que, cuando terminó la carnicería, miles de huérfanos quedaron abandonados y llorando en las calles. Los vástagos de la realeza andaban mezclados con los de los vaqueros más humildes, y la identidad de estos niños acabó por borrarse de su porte y su conducta, pues para vivir buscaban sobras en los arroyos de las calles. Finalmente se llegó a la conclusión de que era imposible determinar sus orígenes, ya que todos afirmaban que eran hijos del rey, de manera que los hicieron formar en el mercado, como si fueran artículos de consumo, y los ofrecieron al mejor postor para que fueran esclavos de bárbaros o hijos adoptivos de los sardianos supervivientes. Desde entonces se hace a cada recién nacido un pequeño y discreto tatuaje, casi siempre junto al nacimiento del pelo o en la nuca, un símbolo que identifica a la familia, por ejemplo un animal o una letra. Mientras paseábamos por las calles vi esas marcas en los pequeños que iban colgados como zurrones en las espaldas de las niñeras y dormían con la suave y calva cabeza caída hacia delante.
Durante el reinado de Creso, que según se decía poseía tanto oro como Midas pero había sido maldecido por los dioses, Sardes se recuperó y llegó a ser aún más rica que antes. En el último siglo, y como el resto de Asia Menor, había quedado bajo el dominio persa, y siguió prosperando a pesar del gobierno a menudo incompetente de los sátrapas y descendientes del rey, el más reciente de los cuales era el joven Ciro.
Precisamente desde Sardes habían enviado Darío y Jerjes sus expediciones contra los griegos, cien años antes; la del primero había terminado bruscamente con la derrota de Maratón y la del segundo se había retrasado con consecuencias fatales, gracias a los espartanos, en el paso de las Termópilas. Allí se habían ordenado y planeado las batallas que ya eran famosas en la historia griega; los soldados persas que habían combatido en las tres guerras jónicas habían salido principalmente de la región de Sardes; y allí habían librado su último combate frente a los contragolpes atenienses. Visitamos las bibliotecas y los monumentos durante el día y las tabernas y teatros por la noche, ajenos a lo rápido que pasaba el tiempo, hasta que Jenofonte advirtió que habíamos malgastado tres semanas y una considerable cantidad de nuestras reservas de plata.
Al día siguiente hicimos el equipaje, recuperamos las mulas del corral donde las habíamos dejado y, dos horas después de salir de la ciudad, avistamos las primeras cercas del ejército, donde se había encerrado a miles de animales de carga con su forraje, y filas de tiendas militares que se perdían en la distancia, la mayoría de cuero y algunas de lona, un material más barato pero más duradero que los ejércitos usaban cada vez más. El número de soldados congregados en la llanura era incalculable. En su carta, Próxeno había dicho que Ciro estaba organizando un ejército mandado por mercenarios griegos para sofocar la rebelión de los písidas; pero éstos eran una atrasada raza bárbara que no justificaba la intervención del monumental ejército congregado ante nuestros ojos. No era el variopinto grupo de agotados mercenarios espartanos y abatidos esclavos persas que habíamos esperado ver. Una indefinible sensación de tensión e inquietud me oprimió la boca del estómago mientras cabalgábamos por el campamento, rodeados por barbudos y armados soldados persas que nos miraban con ostensible hostilidad.
Jenofonte preguntó al primer oficial que vio dónde podía encontrar a Próxeno de Beocia. El hombre observó nuestra polvorienta ropa, evidentemente para determinar nuestras intenciones, y nos envió con alguna reticencia a las tiendas del estado mayor, que estaban en el centro del campamento. Durante una hora anduvimos por las estrechas callejuelas de tiendas y entre la multitud de soldados, por un campamento que por sí solo era una ciudad tan independiente y rica como la propia Sardes, con mercados, tabernas, baños y zonas residenciales. Por fin nos detuvieron dos gigantescos guardias etíopes, vestidos con piel de leopardo y empuñando sendas lanzas de diez palmos de longitud, que nos dijeron en un griego amanerado que no podíamos entrar en los aposentos de Ciro sin su permiso.
Cuando Jenofonte preguntó por Próxeno, nos señalaron una callejuela cercana, que según supe más tarde formaba parte del sector griego; el primer oficial que encontramos en la primera tienda que vimos fue Próxeno.
Si me hubiese topado con él por la calle, jamás lo habría reconocido, pero cuando estrechó a Jenofonte entre sus brazos con la fuerza de costumbre y me miró con la sonrisa de siempre, supe que, en el fondo de su corazón, seguía siendo el mismo Próxeno que habíamos conocido.
—¡Jenofonte! —exclamó, haciendo una seña a unos capitanes suyos para que se acercasen—. ¿Todavía te afeitas? Por los dioses, qué hombros. Amigos —dijo a sus compañeros—, este joven y apuesto demonio es el primo del que os he hablado. Fui su niñera en Atenas hace muchos años, cuando todavía necesitaba que le limpiaran la nariz, y miradlo ahora… ¡un capullo crecido y a punto de abrirse!
Todos rieron con ganas, pues la verdad es que Jenofonte había crecido desde la última vez que Próxeno lo había visto: ahora era media cabeza más alto y veinte libras más pesado que su amigo de la infancia. El mismo Próxeno era mucho más bajo que en mis recuerdos, lo que podía significar que en mi mente su reputación había crecido más que su estatura; pero los años de guerra que había pasado con los espartanos lo habían convertido en un soldado cauto y experimentado, de piel bronceada y llena de cicatrices. Me llevé una sorpresa al saber que era también jefe de un regimiento de dos mil hombres curtidos en la batalla y completamente leales, que había reclutado principalmente entre los que habían combatido a sus órdenes durante la guerra del Peloponeso: mil quinientos hoplitas con sus pajes de armas y quinientos soldados de infantería ligera para quienes él era el único jefe.
Jenofonte sonrió con alegría, soltó la correa de las alforjas y se las arrojó a Próxeno, que fingió tambalearse bajo su peso.
—Gracias por tu afectuosa bienvenida, primo —dijo Jenofonte, mirando las tiendas circundantes—. Este lugar parece un poco destartalado, pero estoy seguro de que te encargarás de solucionarlo. Ahora llévame a mis aposentos, por favor.
Próxeno puso cara de ofendido y dejó caer las alforjas al suelo, pero de pronto se echó a reír y volvió a darle una palmada en la espalda.
—Te doy sinceramente la bienvenida, primo, y a ti también, gigantesco Teo. —Dirigiéndose a mí, añadió—: Creía que Jenofonte había crecido, pero, por los dioses, no querría enfrentarme a un ejército de siracusanos si todos son tan corpulentos como tú. —Luego dijo con seriedad a sus amigos—: Conozco a Jenofonte desde que era niño y he observado su aprendizaje militar durante años. Me enorgullece decir que es uno de los mejores oficiales de caballería que ha licenciado Atenas en toda su historia, y en los tiempos que corren es un honor ser licenciado por los bujarrones que mandan allí ahora. Bienvenido a nuestra campaña, Jenofonte; el príncipe se alegrará de que hayas venido.
Los hombres rieron con más fuerza aún, ante la consternación de Próxeno, que deseaba presentar formalmente a su amigo. Sin embargo, comprendió pronto la ironía de sus propias palabras al desviar la vista de Jenofonte, a quien había presentado como un excelente oficial de caballería, y posarla en el animal en el que había llegado: una polvorienta burra de espinazo hundido que en aquel preciso momento trataba de desenterrar la estaca de una tienda. Próxeno sonrió.
—Ven conmigo —dijo—. Podrás lavarte y descansar del viaje. Esta noche debo tratar unos asuntos con mis hombres, pero mañana nos pondremos al día.
Nos llevó a los baños de los oficiales, una obra digna del ejército del sátrapa de Sardes, donde pasamos el resto de la tarde lavándonos y dormitando, hasta que llegó un ordenanza de Próxeno para conducirnos a la tienda que nos habían asignado.
Al día siguiente Próxeno nos llevó a recorrer el grandioso campamento y nos explicó cuál era el papel que desempeñaba él en el ejército. Había combatido decididamente por Tebas durante la guerra y era particularmente famoso por su habilidad en la construcción y el uso de la máquina beocia. Ésta consistía en un largo y recto tronco partido longitudinalmente cuyas mitades se vaciaban cuidadosamente, se forraban con hierro o estaño y volvían a ensamblarse para formar un tubo metálico hueco. En el extremo posterior se acoplaba un enorme fuelle y del delantero colgaba un gran caldero de hierro con una ardiente mezcla de azufre y alquitrán. El artefacto se montaba en un carro cubierto por un firme techo de madera, para proteger a los conductores de las flechas y demás proyectiles del enemigo, y cuando estaba cerca del adversario o sus empalizadas, se accionaba el fuelle con el fin de que un torrente de aire atravesara el largo tubo, llegara al ardiente caldero y arrojase llamaradas pegajosas y homicidas sobre el objetivo. Jenofonte y yo cambiamos una mirada cómplice. De modo que aquél era el «dragón» que Trasíbulo había utilizado contra nosotros en Filé, con criminales resultados. Desde que había comenzado a usarse en la guerra, Próxeno había hecho numerosas mejoras en la estructura que aumentaban su eficacia, incluso había fabricado un modelo portátil que podía llevarse en las expediciones y con el que estaba impaciente por hacer una prueba formal para que la viéramos.
Nos alejamos una parasanga del campamento, hasta un lugar desierto que Próxeno utilizaba para probar sus máquinas, lejos de las miradas y comentarios de los demás soldados y de los curiosos de la ciudad. Allí, un selecto grupo de treinta hombres se encargaba de mantener y disparar la máquina, cuya última versión consistía en un tubo de unos veinticinco palmos de largo y uno de diámetro. Lo empujaron hasta el borde del terreno, donde habían levantado empalizadas de instrucción que imitaban una fortaleza o un parapeto enemigo. Siguiendo las instrucciones de Próxeno, insertaron expertamente el fuelle y colgaron el caldero. Pusieron un tapón de madera en el extremo delantero del tubo, accionaron el fuelle una docena de veces para comprimir el aire. Cuando éste alcanzó un nivel de presión suficiente, el tapón salió disparado y al salir a chorro el aire comprimido, un río de llamas saltó los diez pasos que había hasta la empalizada, incendiándola y dejando en el suelo un camino de hierba chamuscada hasta la raíz.
Próxeno sonrió.
—¿Qué te parece?
Yo estaba tan asombrado como la primera vez, en Filé. Con tres o cuatro soldados debidamente adiestrados y protegidos con coraza para ponerla en primera línea, la máquina tenía el poder destructivo de treinta hombres.
Pero Jenofonte mantuvo una actitud escéptica.
—La guerra ha terminado. ¿Qué te propones hacer con ella… y con tus dos mil hombres? ¿Crees que Ciro necesita a tus griegos para que ayuden a sus cien mil persas a sofocar una rebelión local?
—Esto es solo el principio —respondió Próxeno, esquivando la pregunta—. Con media docena de dragones como éste, ningún ejército enemigo podrá esconderse de mis hoplitas detrás de sus escudos y empalizadas, sobre todo después de que la infantería ligera los ablande un poco. En cuanto a la guerra… no creerás que te he hecho venir de tan lejos solo para que veas una exhibición, ¿verdad?
Mientras observábamos las maniobras, Jenofonte insistió en que le diera más detalles.
—El príncipe Ciro nos contrató para atacar a los písidas, que están causando estragos al oeste de su provincia. Y no somos los únicos griegos a los que ha recurrido. Jenias ya está aquí con otros cuatro mil soldados, y Soféneto, Sócrates de Acaya y Pasión llegarán pronto con otros miles. La «guerra con Esparta», como la llamas tú, no hizo más que empobrecernos y destruirnos la moral… ¡a pesar de que ganó nuestra liga! No puedo ni imaginar el efecto que tuvo en vosotros los atenienses. Al atacar a los písidas, con Ciro y sus persas de nuestra parte, todos los griegos podremos olvidar nuestra enemistad pasada y recuperar el honor… además de llenar la bolsa. —Próxeno nos hizo un guiño y miró nuestras mulas—. ¿Qué dices? Parece que te vendría bien otra montura, y supongo que a Teo el Gigante no le importaría traer un par de bailarinas sirias. Si estás a mi lado, puedes estar seguro de que serás presentado a Ciro como es debido.
Jenofonte frunció los labios con aire pensativo mientras observaba a los adustos y musculosos beocios que manejaban las máquinas. Luego miró hacia la lejana colina por donde habíamos cabalgado aquella mañana; la parte superior de las laderas estaba oculta por el polvo que levantaban cien mil vacas, caballos, cabras y ovejas, mientras que la parte inferior estaba negra a causa de las docenas de miles de tiendas militares que la cubrían. El poder destructivo de aquel inmenso ejército era apabullante. Ciro había reunido un colosal ejército mercenario de veteranos curtidos y ávidos de lucha, y se estaba preparando para la gloria.
Mientras regresábamos al trote al campamento, en medio de un sofocante calor, muy distinto de la fría humedad que había hecho en Atenas el día de nuestra partida, Jenofonte pidió a Próxeno más detalles sobre las intenciones del príncipe.
—Pues resulta que Ciro tiene un arma que supera en mucho a mis máquinas —dijo Próxeno—. ¿Sabías que ha contratado a Clearco?
Jenofonte se sorprendió.
—¿Clearco? ¿El general espartano? Oí decir que el consejo de Esparta lo había condenado a muerte.
—Parece que Ciro lo ha rehabilitado —dijo Próxeno con sequedad.
—¿Está en el campamento de Ciro?
—No, está reuniendo tropas en el este. —Al notar mi perplejidad, Próxeno amplió la información sobre el misterioso personaje: Clearco es un general espartano desterrado a quien Ciro admira mucho por su pericia militar. Es un genio de la estrategia, pero también el mayor imbécil del ejército. Cuando lo conozcas, sabrás por qué. Físicamente es un gigante, más grande que tú, Teo, y siempre está de pésimo humor. Se pasa el día vigilando a todo el mundo y disfruta imponiendo castigos por transgresiones de la disciplina. Tiene un aspecto horrible y huele aún peor. Come ajos como si fuesen uvas, siempre tiene las bolsas repletas de ajos. Dice que despejan la cabeza y mantienen a raya la peste, pero su aliento podría teñir el aire que le rodea. Antes de una batalla, se pasa medio día trenzándose y aceitándose el pelo, que le llega hasta la mitad de la espalda. A pesar del esfuerzo, no parece que su aspecto mejore en absoluto.
—La guerra no es un concurso de belleza —reprendió Jenofonte a su primo—. Me trae sin cuidado que parezca un Cíclope, siempre y cuando asuste al enemigo.
—Entonces no hay razón para preocuparse —replicó Próxeno—. Los enemigos se mean en las sandalias en cuanto se pone a cincuenta pasos de ellos, sobre todo si el viento le da de espaldas. Pese a lo repulsivo que es, no existe en todo el mundo un hombre más competente en la batalla.
Cabalgó en silencio durante un rato.
—Crees que me gusta la guerra —añadió— porque me uní al ejército de Ciro inmediatamente después de que Atenas y Esparta sellaran la paz. Bueno, Clearco va de guerra en guerra desde hace treinta años. No puede vivir sin combatir. Come guerra y duerme con ella. Sus hombres le tienen miedo, pero lo siguen ciegamente y son capaces de dar la vida para defenderlo de los comentarios de los extraños, así que ojo con lo que dices de él delante de otros. Deberías dar gracias a los dioses por estar a mis órdenes. Clearco y sus hombres se niegan incluso a tener tiendas. Duermen a la intemperie incluso con el peor de los climas, se alimentan de pan rancio y del repugnante «caldo negro» de los espartanos y no prestan la menor atención a las mujeres, ni a las prostitutas del campamento ni a sus propias esposas. Usan los escudos como almohadas y duermen con la lanza, pegados los unos a los otros para pasar menos frío. Una vez interrogué a Clearco al respecto, pensando que pasaba esas privaciones con el único fin de alardear, para mantener esa insufrible imagen espartana. Al fin y al cabo es el general en jefe de Ciro; no necesita dormir en el barro. Se burló de mis palabras. «Joder —dijo—, todos saben dónde encontrar a Ciro por la noche, desde un aguador de mierda hasta cualquier mujerzuela del harén enfadada porque el príncipe se ha acostado con otra. Por eso necesita treinta guardias alrededor de la tienda. ¿Y quién puede confiar en los guardias? Gracias, pero prefiero dormir en el barro».
—¿Y cómo llegaron a aliarse Clearco y el príncipe? —interrumpió Jenofonte—. Por lo que dices, no existen dos hombres más distintos en el mundo.
—Es algo complicado. No se aprecian, pero se usan para sus propios fines. Clearco abordó al príncipe hace un año, aproximadamente en la misma época que yo. Buscaba un señor, y Ciro sabía que era un soldado brillante y, mejor aún, un proscrito, de manera que no había posibilidad de que se desanimara y volviera a Esparta si las cosas se ponían feas. Ciro le dio diez mil dáricos —tanto Jenofonte como yo lanzamos una exclamación de asombro, pues era una auténtica fortuna— para que organizase un ejército de mercenarios, y Clearco no se quedó ni con un maldito óbolo, aunque al príncipe no le habría importado si lo hubiera hecho. Cuando corrió la voz de que pagaba mejor a los soldados veteranos, comenzaron a llegar hordas de reclutas de todos los rincones del mundo griego; todos los veteranos desterrados, desilusionados, deshonrados o resentidos que deseaban empezar de nuevo se presentaron ante Clearco. Éste escogió a los mejores, les pagó por adelantado y los adiestró, en teoría para reprimir a los tracios que habían estado saqueando las ciudades del noroeste de la satrapía de Ciro. Los ancianos de Esparta lo condenaron a muerte por fomentar una guerra ilegal y desobedecer sus órdenes. En Esparta, es una acusación que equivale a la de traición. Pero a Clearco no le importó una mierda. Es como un perro de caza cuando acosa a un jabalí; no puede dejar de combatir, y Esparta ya no tiene guerras suficientes para mantenerlo ocupado.
»En fin, ya has visto a sus hombres. Llevan casco propio, de bronce, con penacho de crin de caballo y capa roja… parecen Iguales de Esparta. Los armó con las temibles espadas cortas de los espartanos, los escudos y petos de bronce de los espartanos, y trajo instructores de Esparta para que los adiestraran en campaña. Los desriñonó a todos y desechó a la mitad por ineptos. Pero seis meses después había convertido a los que quedaban en el ejército activo más poderoso del mundo griego, casi comparable al de Esparta, así que el joven Ciro está encantado. Allí donde van sus hombres la gente cae de rodillas y los llama los “griegos de Ciro”. Pues bien, los griegos de Ciro afilaron las espadas destruyendo a los tracios, y ahora Clearco está en el campo reclutando más soldados. Nos reuniremos con él más adelante, por el camino.
Cabalgamos en silencio, asimilando el retrato de nuestro futuro colega. Yo sabía que lo paradójico de la situación no dejaba de torturar a Jenofonte. Se había alistado en el único ejército decente que quedaba en Grecia, sin contar al espartano, con objeto, al menos en parte, de limpiar su nombre y el de su padre, y había acabado en el mismo bando que uno de los enemigos más odiados de Atenas, un hombre a quien Grilo habría escupido y maldecido hasta la tercera generación antes de aceptar que su hijo luchara a sus órdenes. Qué extraños son los dictados de los dioses, que hacen que se crucen destinos tan dispares como los de Clearco y Jenofonte. Uno se pregunta si Zeus lo tendría presente cuando ofreció a Jenofonte augurios favorables para su viaje a Sardes. Cuesta imaginar que no estuviera previsto.
Antes de que transcurriesen tres días de nuestra llegada al campamento de Ciro, Próxeno había nombrado formalmente a Jenofonte oficial del ejército y edecán suyo, mientras que a mí me proveyeron de la coraza y las armas de la caballería ligera y me asignaron la misión de llevar el estandarte del regimiento, una bandera negra con una serpiente echando llamas por la boca. El cargo me gustó.