IV

JENOFONTE ESTABA SENTADO en una banqueta, en la semioscuridad de la habitación de Sócrates, tan agitado que parecía ajeno a cuanto le rodeaba.

—He desaprovechado la ocasión —gimió con los hombros caídos y la espalda encorvada, como un perro apaleado. Hacía veinte años que no lo veía tan afligido—. Era la única oportunidad de pedirle al dios que me guiase en la decisión más importante de mi vida, y me equivoqué de pregunta. No puedo contarle a mi padre lo que dijo el oráculo, y mucho menos lo que voy a hacer con mi vida.

Sócrates guardó silencio mientras se paseaba por la habitación, ordenando documentos y papiros. Como siempre, su silencio no era recriminatorio, sino reflexivo y reconfortante, como la presencia de un abuelo al que se quiere. Jenofonte estaba inmóvil, igual que yo en el rincón donde me había retirado, procurando pasar tan inadvertido como me lo permitía mi considerable tamaño.

—Osaste engañar al dios —dijo Sócrates por fin, sin que su cara de viejo sátiro reflejase expresión alguna—. Formulaste la pregunta más cercana a tus deseos.

—Pero Sócrates —interrumpió mi amo mientras se levantaba y comenzaba a pasearse—, yo quise hacer la pregunta que me indicaste tú. Pero la Pitia me detuvo, ¡impidió que continuara! ¡Lo intenté! ¡Los dioses son testigos! —Me miró y yo asentí lentamente, pero Sócrates ni siquiera se molestó en apartar los ojos de lo que estaba haciendo.

—¿Sabes en qué consiste la verdadera sabiduría? —preguntó al fin, y esta vez se puso directamente delante de Jenofonte, exigiendo con su actitud que prestase una atención absoluta a sus palabras—. ¿De verdad entiendes lo que significa «Conócete a ti mismo», la máxima que viste labrada en el muro del templo de Delfos? Ahora escúchame sin interrumpirme. Por una vez, esto no será un diálogo. Los hombres me llaman sabio, y por lo visto tú crees que lo soy, de lo contrario no estarías aquí. Te daré el mejor consejo que pueda darte; haz con él lo que quieras.

»La sabiduría es mucho más, y lo que es más importante, mucho menos de lo que tú crees, y en ese sentido los hombres tienen razón: soy, en efecto, sabio. Pero no has de creerlo solo porque yo lo diga. Si quieres, puedes poner a tu amigo el dios délfico como testigo de mi sabiduría, porque lo es.

Jenofonte alzó la vista con interés, pues ninguno de los que habíamos estado con Sócrates en el ágora sabíamos que hubiese consultado a la Pitia.

—No fui yo quien la consultó —dijo, como si leyera nuestros pensamientos—, sino Querofonte, mi amigo de la infancia, que hace muchos años preguntó al oráculo si existía alguien más sabio que Sócrates. La Pitia respondió que no.

Vi en la mirada de Jenofonte que por su mente había pasado el mismo pensamiento que por la mía: «Aquél de sabiduría insuperada…». ¿Cómo seguía? «… cuyo verbo al veneno anonada…». Aquello no tenía nada que ver con Sócrates; las palabras de la Pitia seguían siendo oscuras. El anciano prosiguió, para que nos enterásemos los tontos:

—Cuando Querofonte me comunicó la respuesta del oráculo, yo me pregunté: ¿Por qué el dios no usa un lenguaje sencillo? Yo sé que no tengo ningún derecho a la sabiduría, ni grande ni pequeña; por lo tanto, ¿a qué se refería al decir que no había nadie más sabio que yo? No era posible que mintiese, pues no sería propio de un dios. Después de mucho cavilar, resolví averiguar la verdad de la siguiente manera: fui a hablar con un hombre célebre por su sabiduría, porque pensé que de esa manera lograría contradecir al oráculo y demostrarle al dios que había un hombre más sabio que yo. Pues bien, sometí a aquel hombre a un examen total (no te diré su nombre, pero a la sazón era uno de nuestros políticos) y llegué a la conclusión de que, pese a que muchos lo consideraban sabio y él se tenía por tal, en realidad no lo era.

»Jenofonte, la verdadera sabiduría solo está en posesión de los dioses, y el oráculo nos dice que la sabiduría humana tiene poco o ningún valor. Finalmente llegué a la conclusión de que el oráculo no se refería exactamente a mí, a Sócrates, sino que había usado mi nombre como ejemplo, como para decir: “El hombre más sabio es el que, como Sócrates, sabe que no sabe nada”.

»Mira, en cierta ocasión quise profundizar en los escritos de Heráclito el Oscuro. Lo que entendí era excelente y creo que lo que no entendí también. —Sonrió por la pequeña broma—. Heráclito decía que no es posible bañarse dos veces en el mismo río del tiempo, y estaba en lo cierto. No se pueden tomar decisiones dobles.

»El dios vio en el interior de tu corazón, Jenofonte, y la sabiduría que creíste tener al tratar de adelantarte a su respuesta no sirvió de nada. Ya habías decidido lo que ibas a hacer, independientemente de lo que te contestase el oráculo. No te engañes a ti mismo, no cometas el mismo error que otros hombres, que están tan ocupados con los asuntos de sus rivales que no se detienen a analizarse. Ahora vete. Recibiste una respuesta del oráculo y la has hablado conmigo. La suerte está echada, y no puedo aconsejarte que hagas nada, aparte de la voluntad del dios, ahora y siempre.

Al oír aquello, Jenofonte, que había estado mirando al suelo con aire hosco, alzó la vista y vio que Sócrates le sonreía con dulzura, sin un ápice de tristeza o reproche. En su cara no había lágrimas ni el menor vestigio de duda; abrazó a Jenofonte como a un hijo y lo soltó enseguida, dándole una palmada en el brazo como para empujarlo hacia la puerta. Luego me miró fijamente (creo que fue la única vez que reparó en mí) y me abrazó también, pero al soltarme me miró a los ojos con la mirada brillante y dijo en voz baja:

—A ti, Teo, te considero uno de los hombres más sabios. Ojalá las Parcas te sean propicias.

Teniendo en cuenta cómo definía Sócrates la sabiduría, no supe si tomar sus palabras por un cumplido o por un insulto, pero acogí su bendición con alegría y seguí a Jenofonte hacia la pequeña puerta.

Comenzaba a oscurecer antes de hora y soplaba un viento intensamente frío. Atenas se estaba recuperando aún de la pobreza en que la habían sumido la guerra y la subsiguiente paz con Esparta; en las calles la actividad era escasa después del anochecer. Había pocas posadas abiertas, y por sus ventanas solo salían ruidos ocasionales. Jenofonte se quedó parado en la calle durante largo rato, observando el seco polvo que corría por las alcantarillas que flanqueaban la calle y las ventanas de las casas que se oscurecían y se volvían negras, ya que en el barrio de Sócrates pocas personas podían permitirse el lujo de comprar aceite de candil. La miseria y suciedad que caracterizan a las grandes ciudades nunca se habían visto en Atenas, tal vez porque las eclipsaban la belleza de los edificios y monumentos que había en todas partes y la natural viveza de los ciudadanos entregados a sus asuntos cotidianos. Aquella noche, sin embargo, el hedor y la podredumbre que se acumulaba en las alcantarillas y en las paredes de los edificios públicos, antaño impecables, resultaban sobrecogedores. Era la sensación predominante en una ciudad por lo demás prácticamente abandonada a sus fantasmas hasta que la luz del amanecer regresaba para expulsarlos. Jenofonte contempló el descenso de la noche y pensó que su futuro en la ciudad era tan negro como las sombras que la invadían inexorablemente. Unas semanas antes me había pedido que señalase con tinta roja en su pecho la posición de su corazón, según dijo, por si debía atravesárselo con la espada para no caer en manos de sus enemigos. Aunque con cierto nerviosismo, he de confesarlo, yo me había reído de la ocurrencia, por exageradamente teatral y por venir de un joven demasiado exaltado. Pero de todos modos había decidido vigilarlo, y aquella noche estaba de tan mal talante que me dije que ojalá le hubiera señalado el corazón en otro sitio.

Aquella noche Jenofonte sacrificó un buey a Zeus en el templo principal, y a primera hora de la mañana embarcamos en un barco mercante que transportaba a Éfeso lanudas ovejas del Ática. Mientras nos alejábamos en la lancha de embarque, vimos a Grilo el del único ojo en la playa empapada por la lluvia, abriéndose paso entre los pescaderos y porteadores con taparrabos en un tardío intento de detener a su hijo antes de que partiera. Nos sentamos en el bote, paralizados al ver a Grilo metido hasta las rodillas en el agua, agitando los puños con furia y aullando maldiciones que el viento se llevó misericordiosamente sin que llegasen a nuestros oídos. En una última e inútil explosión de la ira que sentía por la traición de Jenofonte, Grilo se puso a arrojarnos piedras, que cayeron inofensivamente en el agua, lejos de la embarcación. Jenofonte no emprendía aquel viaje hacia el país de los persas por ningún hombre, y mucho menos por Próxeno o por Ciro, sino en busca de un camino que condujera a Zeus. Pero al ir en pos de un inmortal, abandonó a otros, porque nunca volvió a ver a Sócrates ni a su padre.