III

EL PORTERO NOS DETUVO cuando cruzamos la entrada del templo y nos preguntó nuestro nombre y nuestras intenciones.

—Jenofonte de Atenas —respondió mi amo con desprecio—, y éste es Teo… Temistógenes de Siracusa, liberto y ayudante mío.

El guarda nos miró con frialdad y volvió los ojos a un papiro que contenía una lista de nombres. Era el último día de consulta de lo que quedaba de año, y aunque la lista era corta, con solo dos o tres nombres, el guarda frunció los labios con suficiencia e hizo un esfuerzo considerable para cumplir lo que su cargo le exigía. Tras localizar nuestros nombres y comprobar que habíamos pagado la tasa correspondiente, nos hizo pasar de mala gana por la estrecha puerta que conducía al inmenso recinto religioso.

Ante nosotros había un amplio patio cuadrangular, de suelo empedrado y desgastado por las sandalias y los pies descalzos que pisaban su superficie desde hacía siglos. Habría estado completamente vacío de no ser por la media docena de acólitos que restregaban apáticamente con trapos las piedras de los rincones, preparando el lugar para el día siguiente, en que se celebraría la ceremonia en honor de la llegada de Dioniso. En la parte delantera del patio había un pequeño altar, con una lámpara encendida en ambos extremos. Al lado había un pilón en el que caía un hilo de agua procedente de una de las numerosas fuentes sagradas de la montaña. Anduvimos con cautela hasta el altar y aguardamos en silencio, preguntándonos si lo normal era buscar un guía o anunciar a voces nuestra presencia.

En el muro, por encima del altar, habían grabado con cincel las más sabias respuestas que había dado el oráculo durante generaciones. «Conócete a ti mismo» y «Nada en exceso» estaban en un lugar destacado, sobre la puerta del recinto interior. Las puertas laterales, incluso la entrada al granero de piedra donde se guardaban los animales que se sacrificarían en la ceremonia, también estaban adornadas con máximas y todas reflejaban el espíritu representado por Apolo: «Modera el genio», «Habla con respeto», «No rebases los límites», «No te vanaglories de tu fuerza», y mi favorita, en la medida en que afectaba a Aglaya: «Gobierna a la mujer». Aunque Aglaya no lo habría entendido, pues dudaba que supiera leer.

De repente se abrió una puerta lateral y salió un anciano sacerdote, calvo y vestido de blanco, acompañado por un joven acólito con un magnífico carnero. El carnero los siguió dócilmente mientras se aproximaban al altar. Pero al llegar allí, el animal continuó andando, y el joven necesitó todas sus fuerzas para atarlo a la argolla de hierro adosada al muro, donde el carnero siguió dando fuertes tirones a la cuerda.

Jenofonte había estudiado las costumbres del oráculo con antelación y sabía que debíamos sacrificar al animal, cuyo precio estaba incluido en la tasa que ya había pagado para hacer la consulta. El procedimiento consistía en rociar al carnero con agua fría del pilón con el fin de producirle un escalofrío. No debía ser un estremecimiento rápido; tenía que tiritar y sacudir todo el cuerpo, de pezuñas a cabeza. El propio animal debía sancionar el sacrificio haciendo crujir sus huesos. Si esto se lograba, la ocasión se consideraría propicia, y Jenofonte recibiría autorización para ofrecer el sacrificio a los dioses.

Con ayuda del joven acólito, sujeté al agitado animal entre mis piernas y le murmuré palabras tranquilizadoras hasta que dejó de forcejear y se quedó quieto. Lo miraba desde arriba y en sus ojos grandes y acuosos vi reflejados mi cabeza, mi torso y parte de mis piernas, que desaparecían en el borde del párpado inferior. Me pregunté si también los dioses se verían reflejados en los ojos del hombre cuando nos contemplaban desde los cielos, y si al mirar atentamente a la Pitia mientras estaba en comunión con Apolo podríamos entrever al propio dios en sus ojos, aunque el reflejo estuviera al revés. Jenofonte cogió agua con la mano y roció suavemente la testuz del carnero. Éste sacudió la cabeza, irritado, y gruñó, pero no tiritó. Jenofonte volvió al pilón, cogió más agua, pero en esta ocasión, en vez de rociarla, la arrojó directamente a la cara del animal. El carnero baló con furia, escupió, y a punto estuvo de derribarme mientras bregaba por inmovilizarlo entre mis piernas, sujetándole los cuernos con fuerza. Pero tampoco tiritó.

Exasperado, Jenofonte miró alrededor y se fijó en un esclavo del templo que continuaba fregando el suelo a cuatro patas y fingiendo no ver lo que ocurría, aunque una silenciosa risa le sacudía los hombros. Mi amo fue hasta él, le arrebató el cubo y, antes de que nadie pudiese reaccionar, regresó al pilón y arrojó todo el contenido del cubo sobre el condenado animal, empapándome a mí también.

Yo nunca había oído rugir a un carnero, pero aquél rugió: un grave y largo bramido de protesta por el cruel trato que se daba a su augusto ser. Levantó las patas traseras y coceó en el aire, volteándome por encima de él y dejándome de espaldas en el suelo y sin respiración. Le solté el cuerno y se desplomó encima de mí, con la lana sobre mi cara y las afiladas pezuñas sacudiéndose en el aire, mientras con la mano libre trataba de cogerle una pata. Cada vez que me agarraba a la lana, ésta se me quedaba en la mano, hasta que di con carne blanda y la así con fuerza. El animal se quedó rígido como una tabla, y entonces me di cuenta de que lo había agarrado por los testículos, dejándolo paralizado de miedo y dolor. Me puse de rodillas con cuidado y le cogí un cuerno hasta que pude abrir la mano agresora y recuperar la posición de antes, a horcajadas sobre el lomo y tirando de los cuernos para levantarle la cabeza. Cuando le solté los testículos con cautela, el carnero tiritó de alivio y el sacerdote afirmó con la cabeza. Jenofonte se abalanzó sobre el carnero con el cuchillo, yo murmuré una breve oración y en un instante la tarea concluyó satisfactoriamente.

—Jenofonte de Atenas —entonó una voz desde detrás de la gruesa cortina.

Dos esclavos corrieron la cortina de anillas por la barra pequeña que la sostenía, poniendo al descubierto una estancia sombría, el centro del templo o adyton, donde se conservaban misterios más antiguos que la propia humanidad. Ante nosotros estaba el objeto más sagrado y antiguo de Grecia, el omphalos, la piedra que señalaba el ombligo del mundo, el centro de la tierra. La flanqueaban dos águilas de oro macizo que conmemoraban el descubrimiento de la tierra por las águilas de Zeus. La piedra en sí era corriente: con forma de cono y aproximadamente de un pie de altura, desgastada por cien generaciones de manos pitias y por el aceite que devotamente le derramaban a diario. A pesar de la importancia de este objeto, mis ojos solo se detuvieron en él un momento y se desviaron hacia donde estaba sentada una especie de mona, reseca, inmóvil, silenciosa y blanca como una lombriz. Llevaba remetidos por detrás los voluminosos pliegues de la blanca túnica y la pureza de la almidonada y recién comprada prenda de lino contrastaba con la áspera y frágil piel de su cara y con los ralos mechones de pelo que la enmarcaban y envolvían.

Jenofonte contempló en silencio a la diminuta anciana sentada en el trípode, el holmos, con los pies colgando y la cara vuelta hacia él con expresión expectante. Aunque tenía los ojos cerrados, se notaba que era ciega, o más bien que la habían cegado: los párpados, firmemente cerrados ante las oscuras sombras donde habían estado sus ojos, no mostraban la convexidad de los globos oculares; estaban ajados y arrugados, carecían de pestañas y parecían haberse fundido para ocultar permanentemente las vacías cuencas. En el regazo tenía un sencillo tazón de madera, con unas hojas de laurel que habían ardido en el altar y continuaban humeando, emanando una fina columna de humo que ascendía lánguidamente y envolvía con su penetrante aroma la cara de la mujer. Sobre la cabeza le habían puesto una corona de laurel y tenía en la mano una pequeña rama. Así estaba la Pitia, flanqueada por dos prophetai que esperaban el momento de interpretar sus palabras o ayudarla en lo que fuese menester cuando hablara con el dios; todos mirando a Jenofonte, preparados para su consulta.

—Puedes formular la pregunta al rey Apolo por mediación de la sagrada Pitia —volvió a recitar la voz, con los pesados y monótonos acentos del antiguo dialecto délfico, que me pillaron desprevenido.

Con dificultad, y tras repetir la frase para mí, fui capaz de comprender lo que había dicho nuestro interlocutor, que, según descubrí entonces, era un pequeño y barrigudo escriba que estaba sentado en una alta silla detrás de la Pitia, con el estilo preparado sobre una tablilla de cera en blanco.

Jenofonte paseó la mirada entre la Pitia y los dos sacerdotes, pero siguió callado. ¿No había entendido la indicación del escriba? Me preparé para dar un paso al frente y ayudarlo con un rápido y apremiante murmullo. El sacerdote de la izquierda tenía una expresión hostil e irritada y miraba a Jenofonte como si éste lo hubiera sacado de la cama para que cumpliera con su obligación. Sin embargo el otro sacerdote, el mayor, esperaba pacientemente, con cara bondadosa y paternal. Al final le hizo un educado ademán a Jenofonte, como para confirmarle que tenía permiso para hablar, incluso abrió ligeramente la boca, como si fuese a pronunciar palabras de ánimo. Pero Jenofonte pareció reaccionar en aquel momento y, sin detenerse siquiera a llenarse los pulmones de aire, realizó la consulta que había preparado cuidadosamente durante varios días.

—Poderoso rey Apolo, te ruego que escuches mi pregunta —dijo en voz baja pero resuelta y confiada, imitando como pudo el antiguo dialecto local. Permaneció inmóvil y tieso como un remo, con la vista fija en la ciega e impenetrable cara de la Pitia—. Apolo Pitio, dios de las Musas, te suplico que me digas si es tu voluntad que vaya a Sardes para acompañar a mi amigo Próxeno en la expedición de Ciro…

Desde que Jenofonte había comenzado a hablar, la anciana temblaba y daba muestras de agitación, meciéndose, alzando la barbilla y pataleando como un niño que quiere que lo bajen de la silla. Su respiración se volvió jadeante, y antes de que Jenofonte hubiese terminado, alzó la cara hacia el techo, dejando caer la rama de olivo y tapándose los oídos con las manos. Emitió un breve chillido, como de dolor, y por su barbilla se deslizaron brillantes hilos de baba. Los sacerdotes, con una impasibilidad tan notable como el frenesí de la mujer, se apresuraron a sujetarla por los hombros para que no se cayese del trípode.

De repente dio un salto hacia delante y cayó al suelo de cualquier manera. Todavía encogida, dio un paso hacia Jenofonte, con la contraída cara vuelta hacia la suya, se detuvo y se desplazó temblorosamente hacia un lado, todavía sujeta por los sacerdotes y farfullando en dialecto de manera tan rápida e inconexa que solo pude descifrar palabras sueltas. Sacudía furiosamente los brazos, como si estuviese ebria o en trance, y acentuaba rítmicamente sus palabras, que ahora repetía sin cesar, con chillidos idénticos al que había interrumpido a Jenofonte. Se agitaba y echaba espuma, balanceándose ante el altar, al parecer ajena a nuestra presencia, y sacudiendo la cabeza como para librarse de un insecto que le hubiera entrado en el oído y le estuviera picando. El escriba seguía de cerca a los dos sacerdotes y a la vieja, apuntando rápidamente sus palabras en la tablilla. Jenofonte estaba estupefacto, con los brazos caídos a los costados, y me dirigió una mirada de total perplejidad. Lo que nos habían contado no nos había preparado en absoluto para aquella reacción de la sacerdotisa.

Al cabo de unos instantes, la anciana se detuvo otra vez delante de Jenofonte y alzó la cara hacia él, con los agrietados puños firmemente apretados y como si pudiera verlo a través de los ajados párpados. Jenofonte permaneció donde estaba, sin mover un solo músculo, pues el aspecto y la conducta de la mujer eran aterradores.

De repente, la Pitia pareció desplomarse, siempre con la cara vuelta hacia Jenofonte. Llevándola medio en volandas y medio a rastras, los sacerdotes retrocedieron dos o tres pasos y volvieron a sentarla en el trípode, donde la anciana respiró hondo y volvió a adoptar la postura serena y expectante del comienzo. Los sacerdotes sacaron cautelosamente las manos de las axilas de la mujer y, cuando se convencieron de que la conmoción había pasado, se reunieron rápidamente con el escriba detrás de ella y allí conferenciaron los tres entre murmullos. Al cabo de un momento volvieron a ocupar sus posiciones; entonces el escriba se puso en pie, miró a Jenofonte y leyó la tablilla:

Aquél de sabiduría insuperada

cuyo verbo al veneno anonada

puede alumbrar al tonto o al avisado

pero no a quien a sí se ha engañado.

—Jenofonte de Atenas: Apolo Pitio sabe lo que ocurre en tu corazón.

Al oír aquellas palabras, Jenofonte parpadeó y pareció retraerse un poco en silenciosa confusión. Se recuperó enseguida y permaneció firme y atento mientras el escriba proseguía.

—No trates de engañar al dios con tus mortales labios. Busca en lo más profundo de ti y no hagas preguntas cuyas respuestas conoces ya, no busques un consejo que no te propones seguir. Aunque se aceptó tu sacrificio, Apolo ha rechazado tu pregunta y se niega a contestar. Pregunta solo lo que es importante para ti.

La confianza de Jenofonte pareció flaquear un instante. Abatió los hombros y volvió a mirarme con perplejidad, hasta que hice un leve ademán de indiferencia y volví la cara. Clavó la vista en el suelo durante un rato que se me antojó una eternidad. Todos los presentes —los sacerdotes, el escriba y muy especialmente la Pitia— lo observaban con fijeza, otra vez en absoluto silencio. Finalmente alzó la vista, irguió la espalda, y dio un paso hacia la anciana y arrugada sacerdotisa.

—Poderoso rey Apolo, te ruego que escuches mi pregunta —comenzó mi amo, repitiendo la fórmula de rigor. Tras una pequeña pausa continuó con voz ronca—: ¿A qué dios debo ofrecer un sacrificio para que mi previsto viaje a Sardes sea venturoso, para que me vaya bien y pueda regresar sano y salvo?

Esta vez la Pitia permaneció tranquila, con la cara tan inexpresiva como una manzana seca. Pasado un momento, sus labios dibujaron algo parecido a una sonrisa, dejando al descubierto los negros y podridos restos de los incisivos. El artero Apolo estaba llenando su ser, sin duda tejiendo una red de palabras en su boca que pronto nos dejarían confusos, palabras que se enroscarían, desenroscarían y culebrearían alrededor de su significado como una serpiente de agua entre los juncos. De repente la sacerdotisa abrió sus muertos y paralizados párpados, dejando ver, no unos ojos, ni siquiera los acuosos globos blancos de los ciegos, sino algo mucho peor, la nada absoluta: donde debían estar los ojos había oscuros orificios semejantes a los de la máscara de yeso de un actor, pero sin la viva mirada del actor que humaniza la misteriosa y muerta cualidad de la inerte superficie. Los vacíos y cavernosos agujeros traspasaron la cara de Jenofonte, y en respuesta a su pregunta, la anciana pronunció una sola palabra con un graznido que era una imitación, o una burla, de la voz de mi amo:

—Zeus.

Siguió mirándolo fijamente mientras los esclavos echaban la cortina, y las cuencas vacías continuaron observándolo de reojo hasta que desaparecieron tras los pliegues del tejido. Los ayudantes dieron un paso al frente y nos cogieron del brazo, sacándonos de la fresca y silenciosa humedad del templo a la cegadora luz del sol y los estentóreos gritos de los vendedores que estaban montando sus puestos para la celebración.