II

MUCHO ANTES DE LLEGAR a nuestro destino avistamos el Parnaso, envuelto en brumas y destacando entre los montes vecinos, con sus brillantes cumbres coronadas de nieve, los árboles abatidos por las tormentas y, por encima de los bosques, las laderas peladas. El viento agitaba a veces las ramas de los árboles, dejándonos ver en lo alto la ciudad de Delfos, un brillante racimo de vivos colores y reluciente blancura en el gigantesco flanco de la montaña, destellando como una pequeña joya prendida en el voluminoso pecho de una matrona. Allí, en mitad de la ladera sur de una montaña célebre por estar consagrada a Apolo, a su alocado hermano Dioniso y a las Musas, hay una especie de hondonada natural, como un gigantesco teatro construido para titanes pero poblado por ninfas. Está rodeado por tres lados por la propia montaña sagrada y dos inmensos riscos, los Fedríadas o «Luminosos». Sus verticales paredes parecen recibir la ardiente luz solar del verano y reflejarla con más fuerza en la profunda y retumbante quebrada. Aquí, como suspendida por encima de la vaguada, a merced del viento, el aire y la intensa luz, se encuentra Delfos, el lugar más venerado de toda Grecia, el lugar que el dios Apolo escogió personalmente para establecer su reino.

Por todas partes hay señales de la presencia del dios, y las fuerzas de la naturaleza parecen magnificadas por su asombrosa proximidad. Aquí la luz es más brillante, casi cegadora, y a mediodía es como si el refulgente aire levantara las rocas del suelo hasta que arden en una deflagración de luz sagrada. Al amanecer y en el ocaso, los esplendorosos colores que pintan el paisaje hasta el lejano horizonte son tan puros y nítidos que el cielo y la tierra no parecen tener ya un límite claro. Los terremotos sacuden a menudo las pequeñas casas apiñadas en la pared del risco y por la noche, cuando la naturaleza parece estar en su estado más salvaje, los truenos de tormentas lejanas retumban en la quebrada y en las paredes montañosas.

Los profesores de retórica enseñan que no es prudente dar por sentado que el autor y el lector tengan los mismos conocimientos. Aquí es preciso dar una explicación por si algún día este escrito llegara a manos de lectores de tierras lejanas, poco familiarizados con el oráculo de la Pitia, aunque me cuesta imaginar que se pueda viajar tan lejos como para no haber oído hablar de este prodigio. Cuentan que en tiempos pretéritos, cuando solo los dioses hollaban la tierra, el lugar donde ahora se alza Delfos estaba ocupado por un terrible dragón conocido con el nombre de Pitón, que desde su oscura guarida protegía a Gea, la antigua diosa de la tierra, y sus facultades para predecir el futuro. Después de la creación del hombre, Apolo, el dios de las artes y el conocimiento, deseaba comunicarse con los mortales, pero para hacerlo debía encontrar un lugar donde entrar en contacto con ellos. Un antiguo himno que solíamos cantar en su honor en las celebraciones cuenta que el dios salió de Creta montado en dos delfines hasta que llegó a Delfos, donde mató al dragón con sus flechas, y se apoderó del oráculo para sus fines particulares. A partir de ese momento fue el rey de Delfos y se le llamó Apolo Pitio. Más tarde se reunió con él su hermano menor, el dios mistérico Dioniso, que reside en Delfos durante los tres meses del invierno, cuando Apolo se marcha al norte. El sagrado oráculo no habla nunca a los humanos directamente, sino a través de la Pitia, una sacerdotisa local, casi siempre de origen campesino, que es elegida por los sacerdotes del templo a una edad temprana y lleva una vida de castidad y oración semivisionaria, al servicio del dios. Era a esta Pitia a quien Jenofonte pensaba dirigir su pregunta, y si Apolo aceptaba su sacrificio y su pureza de corazón, serían los labios de la Pitia los que transmitieran la respuesta. Sin embargo, la legendaria ambigüedad de las respuestas, a menudo expresadas en forma de enigmas, casi siempre exigía una interpretación escrita de los sacerdotes del lugar, los prophetai.

En cuanto llegamos, ya al caer la tarde, Jenofonte y yo nos pusimos a buscar alojamiento, una tarea difícil en una temporada con tantos visitantes, y un sitio donde atendieran a nuestros caballos. Después de conseguir un cuarto en una pequeña y ruinosa posada y remojarnos con el agua de la diminuta y burbujeante fuente, salimos a recorrer las encantadoras calles de la ciudad sagrada, guiados por uno de los pilluelos que se habían congregado delante de la posada. Jenofonte estaba como en trance desde que habíamos llegado, conmovido y maravillado por hallarse tan cerca de los dioses, y tan distraído que tuve que cuidar que no se cayera por el precipicio. Sus ojos parecían permanentemente fijos en las cimas de las montañas o en el remate de los templos, como si esperase que Apolo se presentara en forma corpórea para responder personalmente a su pregunta.

La ciudad en sí es tan fascinante como su emplazamiento. Yo siempre había creído que Atenas era la ciudad más hermosa del mundo, pero Delfos es una rival digna de ella. A la luz del tardío sol otoñal que se refleja en los refulgentes riscos, los templos y los edificios públicos brillan, incluso resplandecen con sus policromadas superficies. Jenofonte y yo estábamos como hechizados por el contraste entre la cegadora blancura de los escasos puntos donde los edificios no estaban decorados y los suaves matices apastelados del rosa, el azul y el verde, utilizados con tanta eficacia por los delfios para realzar los contornos de las columnas y de las obras de cantería. Las elegantes estructuras de los templos, los gimnasios, los pórticos, las fuentes, los deambulatorios y las casas del tesoro, incluso de las casas y posadas modestas, estaban diseñadas y construidas con la sutil distinción de una ciudad sagrada.

A la luz de la luna, los centenares de estatuas de bronce, obsequio de ciudades y suplicantes agradecidos, nos parecieron muy misteriosas; estaban cubiertas por una delicada pátina azul y verde producida por el húmedo aire que soplaba constantemente sobre ellas. A un lado del sagrado camino del santuario se alzaba una fila de monumentos de bronce erigidos por los atenienses; enfrente de ellos, y mirando con hostilidad a sus inmóviles enemigos, había otra fila de monumentos erigidos por los espartanos. Todos los templos estaban rodeados de estatuas y se veían también en las esquinas de las calles, en las fuentes y en los jardines. Eran las clásicas representaciones de los dioses, naturalmente, pero a su vez había un sorprendente número de esculturas de animales, que ponían un toque casi bárbaro en la ciudad. Abundaban las esculturas de caballos, donadas por victoriosos generales que habían conseguido un botín de guerra o por los ganadores de las carreras de carros en las celebraciones de Delfos. Vi un toro de bronce, obsequiado por los de Corfú como muestra de gratitud por una milagrosa pesca de atunes durante la hambruna que habían sufrido unos años antes; varias cabras, una donada por una pequeña tribu que se había salvado de la peste; y junto al gran altar situado en la entrada del templo principal, un lobo de bronce ofrecido por los propios delfios en honor del animal que había matado a un ladrón que había robado oro del santuario. Había incluso un monumento a un burro que, según decían, había avisado a los suyos de una emboscada. Por lo visto, los dioses respetan a nuestros compañeros de animalidad tanto como a nosotros.

Al día siguiente de nuestra llegada, el anterior a nuestra cita con el oráculo, vimos a la atractiva Aglaya andando por la calle, seguida por su abuela y por el pequeño séquito de admiradores que había reunido ya. Estaba radiante, y saludó a Jenofonte con afecto, como si fuesen dos viejos amigos que no se veían desde hacía meses.

—Acabo de salir del oráculo —anunció—. Le pregunté a la Pitia exactamente lo que me dijiste tú, en lugar de «con quién debía casarme». Y adivina… ¡el hombre que según Apolo es el más rico es el mismo con quien yo más deseaba casarme!

—Siempre que la Pitia no le dijese que había otro más rico —murmuró la vieja.

Jenofonte la felicitó por su buena suerte, y después de oírla parlotear distraídamente durante un rato, se disculpó con cortesía y continuamos el paseo.

—Jenofonte —dijo Aglaya cuando ya nos habíamos alejado unos pasos—, nos marcharemos mañana por la mañana, así que si esta noche quieres visitarme para despedirme…

Pero avergonzada de su propio descaro, excesivo incluso para sí misma, se dio la vuelta y se marchó a paso vivo. Jenofonte se quedó mirándola unos momentos y luego, al parecer sin muchas ganas, siguió andando conmigo.

Anduvimos durante una hora por las empedradas calles en pendiente, sin cambiar una sola palabra. Me detuve en un puesto para comprar un recuerdo de nuestra visita, pues ignoraba cuándo regresaríamos, si es que alguna vez regresábamos. Escogí una antigua figurilla broncínea de Apolo, con la espada en una mano y sujetando con la otra por los pelos la cabeza de un hombre con un vago aire persa y larga y puntiaguda barba. El tendero no sabía qué hazaña representaba, pero la compré de todas maneras porque parecía un buen augurio y porque me gustaba. Pese a su pequeño tamaño, las caras y las expresiones eran tan realistas que inducían a pensar que el escultor había tomado como modelos a conocidos suyos, y la postura del dios reflejaba su gran temeridad y su confianza en su fuerza física, a la vez que la seguridad del propio escultor para componer una escena que al parecer no guardaba relación con ninguna hazaña real de Apolo. ¿Cómo hubiera sido el mundo cuando todos los hombres tenían tanta fe en sí mismos? Jenofonte no prestaba atención a las vistosas tiendas, ni a los puestos que estaban montando en las calles del mercado, ni a las miradas indiscretamente apreciativas de las jóvenes lugareñas, que no apartaban los ojos del apuesto desconocido que caminaba distraídamente entre ellas, ni siquiera a las magníficas vistas de las rocosas montañas y los templos que aparecían tras cada esquina. Finalmente decidí romper el silencio.

—Jenofonte, no quiero fastidiarte, pero en Atenas podrías escoger entre mil vírgenes de buena familia. Me sorprende verte deslumbrado por ese pendón callejero, por esa Aglaya.

Paró en seco y me miró fijamente. Lamenté haber sido demasiado franco una vez más y me preparé para su violenta reacción. Sin embargo, tras una pausa en la que casi pude ver su cerebro trabajando frenéticamente para responderme, prorrumpió en carcajadas y me dio una palmada en la espalda. La súbita explosión de hilaridad hizo que los hombres que nos rodeaban interrumpieran brevemente sus quehaceres.

—Pobre Teo, ¿piensas que es eso lo que me ha tenido preocupado durante todo este tiempo? ¿Aglaya? Si quieres, ve tú a su posada esta noche; es evidente que quiere darse un revolcón antes de casarse con su rico pretendiente, que no tendrá dos óbolos como sus rivales, sino tres. —Me hizo un guiño y me encogí de asco—. Pero tienes razón —prosiguió—, estaba pensando en Aglaya, pero no de la forma que tú crees. Pensaba en lo satisfecha que estaba por haber hecho al oráculo una pregunta exacta y concisa y recibido la respuesta que más le convenía. Hay centenares de anécdotas sobre hombres cegados por la soberbia y la ambición que hacen consultas ambiguas al oráculo y reciben respuestas ambiguas. No reparan en la ambigüedad y oyen solo lo que desean oír. ¿Es Aglaya más sabia que aquellos antiguos reyes por no confundir al dios y pedir solo una respuesta práctica?

Jenofonte siguió andando, pero estaba agitado, pensando más velozmente de lo que podía expresar, con cara de preocupación.

—No entiendo por qué Sócrates no me aconsejó sobre este asunto antes de que nos marcháramos —añadió—. Veo sabiduría en la solución de Aglaya y la satisfacción que siente por la respuesta que recibió, que es precisamente la que deseaba desde el principio. Pero si uno restringe la pregunta, como hizo ella, limitando las respuestas posibles del dios, lo que puede llevarse hasta el extremo de eliminar todas las alternativas excepto la que uno quiere oír, ¿no es también una forma de engañar al dios, y en consecuencia a uno mismo? Y si uno engaña al dios… bueno, ¿lo sabe él? En otras palabras: ¿son los dioses capaces de leer nuestro corazón y nuestro intelecto? ¿Pueden leer nuestra alma? ¿Se molestan en hacerlo, o les basta con contemplar desde el Olimpo nuestros actos materiales, la manifestación de nuestros pensamientos?

Continuó hablando, cada vez más emocionado, gesticulando mientras caminaba, ajeno a las miradas de los transeúntes.

—El problema, Teo, es que si Apolo sabe que lo están engañando con una pregunta ensayada que permite un número limitado de interpretaciones, ¿por qué ha de aceptar dócilmente este hecho y hacer que el oráculo dé la mejor respuesta? ¿Por la cabra que sacrificamos en su honor? ¿Tan fácil es comprar al dios? Porque si la veracidad de su respuesta depende del tamaño del sacrificio, la próxima vez traeré un elefante. Si Creso recibió una respuesta destinada a confundirlo, pese a todos los tesoros que donó al oráculo y a que el dios conocía sus deseos de conquistar Persia, ¿con cuánta claridad responderá el dios a Aglaya, que es una infeliz? ¡Al menos Creso formuló una pregunta sincera!

Jenofonte calló durante unos instantes. Estábamos ya cerca de la posada. Miró la ciudad con nostalgia, como si se resistiera a entrar, aunque yo estaba agotado de tanto subir y bajar por las empedradas calles.

—Perdóname, Teo, estoy diciendo tonterías. Pero estaba más seguro de mis posibilidades con el oráculo antes de conocer a Aglaya. Ha sembrado más dudas en mi mente que Sócrates en toda su vida.

Yo no sabía qué decirle a mi preocupado amo. Los tenues ecos de la antigua cantinela habían reaparecido en mi mente, como un irritante zumbido del que era incapaz de librarme, y mi confianza en el éxito de nuestra misión empezaba a ensombrecerse.