I
EL VIAJE A DELFOS FUE LARGO y no estuvo exento de interés. Jenofonte era el perfecto viajero: se detenía ante todas las atracciones del camino, llevaba una bolsa llena de óbolos para los impacientes guías que insistían en que viésemos tal o cual fuente sagrada y jamás pasaba ante una mesa con fruta instalada en la puerta de una casa campesina sin probar algo. Los caminos estaban atestados de hombres y mujeres, comerciantes, granujas y prostitutas, todos en ruta hacia Delfos para asistir a la celebración anual que conmemoraba la partida de Apolo a las regiones hiperbóreas para pasar el invierno, y la llegada de su alocado hermano Dioniso. La ceremonia comenzaría pocos días después, con los excesos de costumbre. Teníamos prisa por consultar a la Pitia, oráculo de Apolo, antes de que comenzara la celebración, pero la multitud de viajeros entorpecía nuestro avance. Cuanto más nos aproximábamos a nuestro destino, más abarrotados estaban los caminos, y llegó un momento en qué era imposible adelantar a los demás peregrinos. Desmontamos para estirar las piernas y conversar con otros viajeros, pues, nos gustase o no, estábamos condenados a recorrer con ellos el resto del trayecto a aquella velocidad.
Jenofonte había escogido cuidadosamente a los peregrinos junto a los cuales había desmontado. Rápidamente entabló conversación con una alegre y encantadora joven campesina llamada Aglaya, que viajaba a Delfos por primera vez para pedir consejo al oráculo antes de escoger entre sus tres pretendientes. Curiosamente, no la acompañaba ningún guardián masculino, cosa que habría suscitado caras de censura entre los demás viajeros de no haber sido por la temible y ceñuda vieja bruja que la seguía y que resultó ser su abuela. Aunque vestida con bastas prendas de pueblerina, o más bien de cabrera, Aglaya era rolliza y guapa, con fuertes y carnosos brazos bronceados de tanto sol, y unos pechos tersos que, sin necesidad de que la joven pusiera nada de su parte, atraían las miradas de los hombres por su fascinante turgencia. Sus ojos brillaban como suelen brillar los de las vírgenes antes de nublarse con las preocupaciones domésticas y los sufrimientos de la maternidad, y su risa cristalina se oía por encima del grave griterío y de los pesados pasos de una multitud principalmente masculina. Aunque me parecía hermosa, era vivaracha y efusiva, el típico pendón que yo despreciaba, y parecía haberle cogido una instantánea simpatía a Jenofonte, pues miró su caballo con admiración y tocó con cuidado las piedras preciosas de la empuñadura de la espada corta que llevaba al cinto.
—¡Jenofonte! —dije entre dientes—. ¡No seas idiota! ¿No ves que quiere hacerte su pretendiente número cuatro? —Y traté de empujarlo hacia otro grupo de individuos que viajaban en la misma dirección que nosotros.
Me fulminó con la mirada.
—¿Acaso soy un efebo, Teo? —murmuró—. ¿Todavía eres el soplón de mi padre, el que protege de los males del mundo la rectitud de mis principios? Ya soy mayor de edad. No necesito tus tirones de orejas.
Al oír aquellos reproches apreté los dientes, pero me contuve y permanecí callado y mirando al frente. Al cabo de unos instantes pareció arrepentirse de sus impulsivas palabras, se disculpó ante la joven y me llevó aparte.
—Tranquilízate, Teo. Hace meses que no hablo con una mujer. Lo único que quiero es charlar un poco con alguien más atractivo que tú. Créeme, después de esto seré una compañía más agradable.
Seguí andando con la vista al frente, decidido a no darle la satisfacción de una respuesta. Se encogió de hombros y regresó junto a Aglaya; resignado, ayudé a la vieja abuela a subir a mi caballo, en cuyo lomo se mantuvo rígida y temblorosa, agarrándose a la crin con las dos manos, del miedo que le daba estar a tanta altura. Eché a andar detrás de Jenofonte y de la muchacha, proyectando mi larga sombra sobre sus hombros.
Aglaya se había preparado bien para el viaje y había reunido una serie de anécdotas sobre el oráculo, algunas de buena fuente pero la mayoría de los más espurios orígenes. Nos entretuvo con lo que había aprendido, haciendo sonreír con sus carcajadas a hombres que se encontraban a varios pasos de distancia y que ni siquiera alcanzaban a oír lo que decía. Para gran placer de la joven, Jenofonte le replicó contándole otras anécdotas. La chica se conmovió particularmente con la del rey Creso de Lidia, que Jenofonte había oído de labios de su madre cuando era niño.
—Creso —dijo recordando— se enteró de que el rey persa era cada día más poderoso. Tuvo miedo y comenzó a meditar la posibilidad de atacar a los persas antes de que fueran demasiado fuertes. Decidió consultar un oráculo.
»En aquellos tiempos, Delfos no era el oráculo más famoso de Grecia; era simplemente uno más. Dado que Creso ignoraba cuál era el más seguro, envió mensajeros a todos, sin olvidarse de la Pitia de Delfos, con instrucciones de que esperasen hasta que se cumpliesen cien días de su partida de Sardes; aquel día concreto cada mensajero preguntaría a su respectivo oráculo qué hacía Creso en ese momento. Debían anotar todas las respuestas y dárselas al rey.
»En cuanto el mensajero enviado a Delfos entró en el santuario, antes incluso de tener tiempo para hacer un sacrificio y formular la consulta, la Pitia recitó estos versos:
Conozco los granos de arena del mundo, lo que mide el océano;
al mudo le acerco la oreja y oigo a quien no puede hablar;
mis sentidos perciben sabor a tortuga de concha cociéndose al fuego con carne de oveja.
Bronce hay debajo y de bronce es la tapa de encima.
»Todos los mensajeros regresaron con la respuesta y Creso comenzó a leerlas, pero en cuanto vio la de Delfos se quedó estupefacto y desechó todas las demás. Resulta que meses antes, cuando sus mensajeros habían salido ya de Sardes, Creso se había devanado los sesos tratando de imaginar qué acción inverosímil podría realizar él que ningún mortal pudiese adivinar ni por casualidad, y finalmente, el centésimo día, había cogido una tortuga y una oveja, las había troceado con sus propias manos y las había hervido en un caldero de bronce con tapa de bronce. El oráculo lo había descrito a la perfección.
»Tras este examen, Creso colmó de obsequios a Delfos para que el oráculo le fuera propicio en el importante consejo que necesitaba. Sacrificó cientos de animales y donó una montaña de objetos valiosos: copas de oro, estatuas y vestiduras teñidas de púrpura. Incluso impuso un desorbitado tributo a su pueblo y fundió todas las monedas que recaudó en ladrillos de oro macizo.
En este punto la joven comentó con risa cantarina:
—¡Espero ver esas estatuas y beber de las copas! Cuentan que hasta los que barren las boñigas de las calles de Delfos usan escobas con mango de oro.
—Heródoto dice que la mayoría de los objetos valiosos están guardados en la casa del tesoro —repuso Jenofonte—, pero que él mismo vio las grandes tazas votivas de Creso, y una estatua de oro de una mujer con el collar y los cinturones de su esposa.
Aglaya rió a carcajadas y Jenofonte sonrió y me hizo un guiño.
—¿Qué pasó después? —preguntó la muchacha.
—Bueno, Creso consultó a la Pitia si debía declararle la guerra a los persas. La respuesta fue muy clara: «Si luchas contra los persas, destruirás un poderoso imperio». Creso se regocijó al oír esto y marchó con su ejército hasta Persia, donde fue derrotado. Se retiró a Sardes, perseguido incesantemente por el rey persa. Después de un largo sitio, los persas tomaron Sardes y apresaron a Creso. Éste pasó el resto de su vida quejándose del cruel engaño del oráculo, que le había inducido a creer que podía ganar la guerra.
Aglaya guardó silencio durante unos instantes, dándole vueltas a lo ocurrido.
—Pero ¿por qué lo engañó la Pitia? —preguntó por fin—. ¡Yo creía que el oráculo decía siempre la verdad!
Jenofonte rió.
—Has caído en la misma trampa que Creso: adivinar la respuesta antes de hacer la pregunta y luego escuchar únicamente la versión que prefieres. El oráculo tenía razón. Dijo que Creso destruiría un poderoso imperio, y así fue: destruyó el suyo propio. La respuesta de la Pitia estaba en forma de enigma, como siempre, pero Creso no tenía derecho a quejarse. Si hubiera sido más sabio, le habría preguntado al oráculo a qué imperio se refería, si al persa o al suyo. Debería haber tenido más cuidado al formular la pregunta y al interpretar la respuesta.
Jenofonte miró con picardía a la joven, que era toda sonrisas.
—Bueno —dijo finalmente—, ahora sé que es peligroso hacer consultas demasiado vagas. Yo solo iba a preguntar cuál de mis tres pretendientes es el mejor. Pero ahora veo que esa pregunta no servirá, es demasiado ambigua. ¿Cómo pueden saber los dioses cuáles serían sus mejores cualidades para mí? Los dioses tienen su propia idea de lo que es bueno y… en fin, yo tengo la mía.
Continuamos en silencio durante unos minutos, reflexionando, y cuando la chica se volvió hacia Jenofonte, vi que sus labios esbozaban lentamente una semisonrisa.
—Ya está decidido —dijo—. Le preguntaré al oráculo cuál de los tres es el más rico.