VI
SÓCRATES PASEABA entre los puestos de la atestada ágora, asomando la cabeza en los de los vendedores que conocía, levantando con cuidado frutas, sandalias o lámparas de cerámica y admirando su calidad. Saludaba y sonreía a todo el mundo, incluso a aquéllos que sabía que despreciaban su desinterés por los bienes mundanos o que consideraban peligrosas sus ideas al respecto. En este paseo aparentemente ocioso lo acompañaba un pequeño grupo de jóvenes, casi todos de las mejores familias, a juzgar por sus ropas. Pero al reparar en nuestra presencia, que en los últimos tiempos no era habitual, Sócrates dejó a los demás y prácticamente corrió a nuestro encuentro. Era sorprendentemente ágil para su edad y para el tamaño de su barriga, que no se había reducido con los años. Había cambiado muy poco desde la primera vez que lo habíamos visto, aunque podía decirse que sus ojos tenían un brillo aún más alegre que antes.
Después de un educado saludo, Jenofonte, que tras cinco años en el ejército toleraba mal el palique, planteó sin rodeos el tema de la carta de Próxeno. El viejo frunció el entrecejo con tristeza.
—Jenofonte, tienes muchas razones para quedarte —dijo después de un momento de reflexión—. Los regímenes cambian constantemente. Los Treinta estuvieron solo dos años en el poder y ahora gobiernan los demócratas. También ellos desaparecerán pronto, por lo menos las imprudencias de quienes los obedecieron se borrarán rápidamente de la memoria. Pero aun contando con esto, y a no ser que tu verdadero problema sea que te aburres y deseas aventuras y riquezas, ¿de verdad crees que debes marchar bajo el estandarte de Ciro? Tus servicios a los Treinta se olvidarán dentro de seis meses. Pero si te unes a Ciro, que pagó a los espartanos para que destruyeran nuestra ciudad, todo será diferente y la experiencia que adquirieses podría costarte muy cara.
Jenofonte estaba firme, como un soldado, delante de su mentor. Sus ojos miraban hacia Sócrates, pero estaban fijos en la lejanía, como los de quien ya ha tomado una decisión. Sócrates reparó en ello e hizo una pausa para indagar sus facciones. Suspiró.
—Otra cosa, Jenofonte —dijo con suavidad—. No estás casado y es poco probable que encuentres una esposa apropiada entre los seguidores de Ciro. Tu padre deseará pronto un nieto. Aquí tienes familia, amigos, una fortuna para el futuro y una Atenas que pronto volverá a estar en paz consigo misma. —Esbozó una sonrisa triste—. Sé que Próxeno es pariente y amigo tuyo y que entre los dos hay lazos que yo nunca podré romper. Pero por favor, medita detenidamente tu situación. Habla con tu padre, o si crees saber ya cuál es su opinión, al menos tómate la molestia de hacer un sacrificio a los dioses y pedir consejo al oráculo de Delfos antes de decidir.
Regresamos a la casa en silencio. Por la tarde, todavía en silencio, fuimos a caballo hasta la hacienda familiar de Erquía, que no visitábamos desde hacía años. Hacía frío, viento y humedad, y en cuanto llegamos Jenofonte cruzó los polvorientos pasillos en dirección a su antiguo dormitorio y cerró la puerta a sus espaldas. Prácticamente no lo vi durante dos días, ya que permaneció encerrado, leyendo los libros que había llevado consigo, escribiendo cartas y trabajando diligentemente en sus notas. No puedo decir que eso fuera inusual, pues desde que había perdido el empleo militar estaba deprimido, se acostaba muy tarde, no se molestaba en afeitarse y escribía infinidad de cosas que nadie vería nunca y que quemaba en un brasero de su habitación o guardaba celosamente en un baúl con llave. Pero esta vez yo estaba preocupado, porque sus actos tenían un aire irrevocable y en su semblante veía la determinación propia de quien se empeña en concluir una misión, y porque yo sabía que la decisión que pendía sobre su cabeza como una piedra pesada me afectaría a mí tanto como a él.
La mañana del tercer día irrumpió en mi cuarto, limpio, descansado y con las telarañas que había usado para restañarse colgándole todavía de una mandíbula que se había afeitado con precipitación.
La transformación era tan drástica que por un momento me quedé atónito, aunque al mismo tiempo me alegré de ver que volvía a ser el de antes. Sin embargo, Jenofonte no estaba de humor para conversaciones ociosas.
—Los bártulos, Teo —anunció—. Nos marchamos dentro de una hora.